6

—¡Guillermo, despierta! —noté que Iván me susurraba, sacudiéndome a la altura del hombro.

—¡Déjame en paz, aún es de noche!

—¡Despierta te digo! He matado a dos…

—¿Qué? —Me incorporé de golpe, completamente espabilado, en medio de la oscuridad.

—Me he cargado a los dos que estaban de guardia aquí cerca. Ahora necesito tu ayuda para hacer el resto del trabajo.

Con las manos, el rostro y la ropa salpicados de sangre, el ruso estaba en cuclillas, a mi lado, armado de un cuchillo de los que se utilizaban habitualmente para despellejar a los animales, al que él, evidentemente, acababa de asignar otra función.

—¿Te has vuelto loco? —le reproché, tratando de controlar la voz a fin de no despertar a mi padre y a Máiuska, que respiraban profundamente, cada cual bajo su amasijo de mantas, al otro lado de la yurta.

—Es ahora o nunca, hermano —respondió él, sereno—. Lo tengo todo planeado desde hace tiempo. ¿Por qué te crees que he agachado de ese modo la cabeza, he aceptado incontables humillaciones y hasta les he sonreído? ¿De verdad pensaste que me habían domado, a mí, Iván Petrovich?

—¿Planeado? ¿Sabes lo que estás diciendo? Ya lo intenté yo hace muchos años y tardaron exactamente cinco días en capturarme. En aquella ocasión casi me matan de frío y sed, atado al palo, aunque al final ese hombre que ves allí consiguió a duras penas salvarme, a costa de ofrecer su vida al kan a cambio de la mía. Dejaron muy claro, no obstante, que si se repetía algo así se mostrarían menos misericordiosos. Deberías haber consultado antes de embarcarnos a todos en tus desvaríos.

—¿Tú quieres morir aquí? —La expresión se le endureció—. Allá tú. Yo me llevo a mi hermana. Ese cerdo de Tukai no volverá a ponerle las manos encima.

—¿Y cómo piensas hacerlo? ¿Adónde iríamos?

—Ahora no tengo tiempo de explicártelo todo. Acabo de degollar a los dos soldados que vigilaban los corrales, aprovechando que uno de ellos se había alejado un poco para defecar. Tenemos que neutralizar a los dos que rondan por el lado norte del campamento, antes de que se den cuenta de lo sucedido. Por si ellos sí que están juntos, debemos repartirnos la tarea y ser silenciosos. Ocúpate tú de uno y yo del otro —dijo, tendiéndome un arma larga y afilada, idéntica a la suya—. Saldremos de esta, amigo.

La mayoría de los hombres de la tribu estaba ausente, pues era la época de la gran cacería de otoño y habían partido varias jornadas atrás, encabezados por su caudillo. Dada su avanzada edad, era improbable que el viejo guerrero tuviera muchas más oportunidades de practicar ese ritual que tanto le satisfacía, motivo por el cual se había llevado a casi todos los suyos. Durante tres o cuatro semanas, auxiliados por halcones y perros, los jinetes mongoles levantarían hasta la última presa escondida en madrigueras, cuevas, nidos o cualquier otro lugar susceptible de ocultar a un animal. Acabarían con todos a flechazos, aprovechando la ocasión para medir su puntería y fanfarronear de sus capturas. Luego el pelaje de las bestias abatidas proporcionaría calor, y su carne o grasa, por correosa que resultara al paladar, sería fuente de alimento y protección para la piel, con vistas al duro invierno.

En condiciones normales mi padre habría acompañado a nuestro amo, como venía haciendo desde hacía años. En esta ocasión, empero, se encontraba aquejado de un flujo de vientre considerable, que le mantenía postrado todo el tiempo que no estaba en cuclillas derramándose entre dolorosos espasmos, sin que los remedios de Ugly le hiciesen el menor efecto. El herrero se había quedado en el poblado poniendo a punto el instrumental de cuchillería necesario para descuartizar, desollar y raspar toda la caza que trajeran consigo los expedicionarios, y yo no daba abasto para preparar, junto a las mujeres, los bastidores en los que serían puestas a secar las pieles, además de realizar otras muchas tareas relacionadas con el aprovisionamiento indispensable para hacer frente a la estación de los hielos. Por ejemplo, acarrear combustible con el propósito de ahumar la carne, acumular grandes reservas de agua o cavar profundos hoyos en los que serían puestos a pudrir los trozos más suculentos hasta el año siguiente, para que pudieran ser consumidos en el estado de semidescomposición que le resultaba sumamente apetitoso a esa gente.

Lo cierto era que Iván había pensado bien las cosas, pues los guerreros a los que nos enfrentábamos no serían más de ocho, de los cuales la mitad, a esa hora, estarían profundamente dormidos, y dos yacían ya cadáveres. Si nos jugábamos el todo por el todo…

¿Qué diablos? Mejor morir de pie que arrastrar esa existencia miserable. Sin darle más vueltas a la idea, por descabellada que fuese, me puse las botas y el deel, agarré con fuerza el arma que me tendía y le acompañé afuera.

Era una noche oscura. De cuando en cuando la luna, en cuarto menguante, asomaba entre densos nubarrones regalándonos la suficiente luz para orientarnos y volviéndose a ocultar enseguida, al igual que hacíamos nosotros. Apenas tardamos unos instantes en cruzar entre las tiendas silenciosas hasta alcanzar el extremo opuesto del poblado, que se asomaba a una inmensa planicie bordeada, en la lejanía, por las cumbres ya nevadas en las que tenían su morada las águilas, veneradas como dioses por ese pueblo tan semejante a ellas.

No existía nada similar a una empalizada que delimitara el perímetro ocupado por las gers, por lo que ellas mismas constituían el principio y el final de la zona habitada. Últimamente se habían multiplicado los intentos de incursión de algunas bandas de cuatreros tártaros que vivían del pillaje, por lo que el campamento siempre estaba vigilado. Durante el día, los encargados de esa misión solían hacer rondas a caballo, alejándose de cuando en cuando en busca de cualquier rastro que revelara alguna presencia hostil, aunque de noche lo habitual era que se refugiasen frente a un brasero, envueltos en sus abrigos. Y efectivamente, ahí estaban, bien juntos, los dos hombres a quienes teníamos que robar la vida como condición para recuperar la nuestra.

Mediante gestos, Iván me señaló al más menudo de los dos, apenas un adolescente al que yo conocía bien desde que era un niño, y se reservó para él al que parecía capaz de oponer algo más de resistencia. Podría confesar que me provocó cierto cargo de conciencia tapar con una mano la boca de ese muchacho a la vez que con la otra le rebanaba limpiamente el cuello, pero sería mentira. Lo cierto es que experimenté una sensación enormemente placentera al sentir el acero penetrar en la garganta tierna, hundirse hasta chocar con los huesos de la nuca y luego recorrer de izquierda a derecha el camino de la muerte, seccionando las cuerdas vocales. A mi lado, el gigante que me había puesto el arma en la mano hacía exactamente lo mismo con su presa, que cayó fulminada sin lograr proferir otro sonido que el leve gorgoteo de la vida escapándosele a chorros del cuerpo mortalmente herido.

—¿Y ahora qué? —le pregunté, en pleno éxtasis vengativo.

—Ahora tenemos que liquidar a los demás.

—¿A todos?

—A todos. Pero para eso necesitamos la ayuda de tu padre y de Máiuska. Hay que darse prisa. No tardará en amanecer.

—¿Y después?

—Después nos marcharemos de aquí. A la madre Rusia o tal vez a Sicilia. ¿Has olvidado la promesa de matrimonio que le hiciste a mi hermana?

—Acabaremos todos muertos, lo sabes tan bien como yo, pero no será este siciliano quien se eche atrás ahora. ¡Que sea lo que Dios quiera!

—Dios no quiere a esta gente, hermano. ¿Has visto lo que hacen con las iglesias, con las sagradas reliquias, con las mujeres y los niños? Yo sí. Yo vi a mi madre forzada por estos diablos y a mi padre desangrarse ante mis ojos. Ahora han empezado a pagarlo. Vamos. Tenemos trabajo.

Con el mismo sigilo empleado a la ida, emprendimos la senda del regreso acortando por los estrechos callejones que se abrían entre las tiendas. Nos detuvimos en una de ellas, donde sabíamos que pernoctaba uno de los soldados veteranos presentes en el poblado, junto a su esposa y su hijo, que era un varón en edad de luchar. Los tres exhalaron su último suspiro sin salir del sueño, mientras nosotros, convertidos en ángeles exterminadores, seguíamos nuestro camino.

De pronto, a la vuelta de un recodo, se abrió una puerta de fieltro situada a nuestra izquierda. De las tinieblas surgió la figura de una mujer somnolienta, que esbozó un gesto de espanto al darse de bruces con dos esclavos que no tenían cabida allí, y menos a esa hora. Para entonces, además, ambos estábamos cubiertos de sangre, lo que debía conferirnos un aspecto terrorífico. Antes de darle tiempo a gritar, Iván se abalanzó sobre ella y le clavó el puñal en el vientre, con eficiencia de matarife, empujando hacia arriba el arma con el fin de causar el mayor destrozo posible. Al mismo tiempo la amordazaba con esa zurda suya gigantesca, cuyo tamaño era similar al del rostro de la vieja.

Si me quedaba alguna duda sobre la determinación acumulada a lo largo del tiempo transcurrido en cautividad por ese herrero en apariencia bonachón, que había conseguido engañarnos a todos con su teatro, desapareció en ese momento. Estaba decidido a poner fin a su esclavitud, costara lo que costase. Cuando hablaba de asesinar a toda la tribu lo decía en serio.

—¡Adelante, compañero! —le animé en un susurro—. ¡Podemos conseguirlo!

Sin ulteriores percances, llegamos a nuestro cubículo, donde despertamos a Máiuska y a mi padre, que no se encontraba bien. Estaba visiblemente demacrado, más delgado aún que de costumbre, pero sobre todo apático. Cada vez hablaba menos en voz alta, aunque pasaba largos ratos rezando en silencio o dirigiendo su plegaria interior, su mensaje más íntimo y secreto, a la persona con la que anhelaba reencontrarse cuando traspasara los confines del mundo de los vivos. Nada parecía interesarle. Perdidas a un tiempo la esperanza de recuperar a la mujer a la que amaba y la fe en su señor natural, que había abdicado de su deber de defender a la cristiandad ante el avance de la horda mongol, la vida carecía a sus ojos de sentido. Aquellos eran los dos pilares sobre los que asentaba él su honor de caballero. Pilares cuyo derrumbamiento le había dejado huérfano de razones por las que seguir luchando.

—Marchad sin mí —contestó, convencido, apenas le explicamos brevemente lo que acabábamos de hacer.

—Sabes que no podemos hacerlo, padre. Se vengarían en ti.

—Matadme pues —sentenció, abatido.

Mientras yo trataba de hallar el modo de reconocer a mi progenitor en ese hombre vencido, deshecho, destruido por un destino que se había cebado en él con saña, los dos hermanos rusos hablaban en su lengua, visiblemente excitados, lanzándome miradas de ánimo.

—No hay vuelta atrás, padre. Hemos degollado a seis hombres y destripado a dos mujeres. O escapamos o nos hervirán vivos, como hicieron con aquellos tártaros. ¿No te acuerdas?

—Lo recuerdo perfectamente, hijo. Tú has tomado tu decisión, ahora deja que yo tome la mía.

—En realidad he sido yo —terció Iván, acudiendo en mi auxilio—. Guillermo no sabía nada. Yo le he embarcado en el proyecto esta noche y él me ha ayudado porque es un hombre valiente que no deja abandonado a un hermano.

—Iros juntos, pues. Y llevaos también a Máiuska, con mi bendición —añadió dirigiéndole una sonrisa cariñosa—. Yo no haría más que entorpecer y retrasar vuestra huida. He llegado al final. Mis huesos descansarán aquí.

—Sabes que no te dejaré. Si te quedas, me quedaré contigo y moriremos juntos.

—Yo tampoco me iré sin vosotros —afirmó ella, mi amor pelirrojo, con la solemnidad de quien cree absolutamente en lo que dice.

—Vosotros sois jóvenes —repuso mi padre, incorporándose en el lecho de cueros pelados hasta quedar sentado con las piernas cruzadas, al uso de nuestros verdugos—. Conserváis toda vuestra fuerza. ¡Aprovechadla! Si lográis sobrevivir, y vive Cristo que rezaré por ello, podréis fundar un hogar dondequiera que encontréis un pedazo de tierra. Mi tiempo ha pasado. Mi universo ha desaparecido.

—¿Por qué estás tan seguro? —pregunté enojado.

—¿Acaso no oíste a Tukai cuando regresó de la última expedición guerrera? ¿No son Iván y Máiuska la prueba viviente de que la civilización en la que nacimos no ha sobrevivido al embate de este flagelo? Los mongoles han conquistado el orbe, hijo. Han aniquilado la belleza, el orden, la armonía… todo aquello que yo conocí antes de caer cautivo. No quiero sobrevivir a esa catástrofe ni contemplar las cenizas de la patria a la que amé y serví.

—Tal vez estés equivocado —le rebatí—. Conoces tan bien como yo lo que le gusta ufanarse a Tukai. Seguro que exageró al narrar sus hazañas. No podemos perder la fe, al menos debemos intentarlo.

—El horizonte empieza a clarear —se impacientó el ruso, entreabriendo la cortina de entrada—. ¡Tenemos que actuar ya!

—Id —concluyó mi padre, tendiéndose de nuevo y dándome la espalda—. Haced lo que tengáis que hacer, yo he dicho mi última palabra.

Cuando empleaba esa expresión, reservada para las grandes discusiones, era inútil empeñarse en continuar. Hacía mucho que había llegado a esas conclusiones siniestras, cuya consecuencia lógica era la rendición interior. Y no hay quien haga luchar a un soldado cuando no sabe por qué o por quién pelea. Salvo que…

Fue una iluminación. Una idea que se abrió paso en mi cabeza con increíble claridad, como si alguien ajeno a mí me dictara en ese instante al oído las palabras exactas con las que debía formularla.

—¿Y qué hay de madre?

No respondió.

—Imagina que consigo desandar todo el camino de servidumbre que nos trajo hasta aquí y volver a casa, a Girgenti. Imagina que ella está allí, esperándonos. ¿Qué le digo?

—Tu madre está muerta, como todo lo demás. ¿No has escuchado lo que te he dicho?

—¿Cómo puedes saberlo con certeza? ¿No te queda un resquicio de esperanza, un margen para la duda, por pequeño que sea? ¿No quieres darle una oportunidad al destino?

—Si ella…

—Si ella vive, y yo creo que vive, seguirá amándote, y esperándote, y guardándote fidelidad, como hizo cuando yo era un niño y tú marchaste a Damieta. Si ella vive, y yo creo que vive, habrá rechazado cualquier pretendiente que le hayan propuesto, abrazada a la certeza de tu regreso. Si ella vive, y yo creo que vive, se negará a creerme cuando le diga que te dejaste morir voluntariamente en esta estepa helada.

—Aunque quisiera acompañaros —vaciló, con un rictus de dolor que demostraba hasta qué punto había dado yo en la diana de su alma con mi argumento—, sería una carga…

—Te ayudaremos —le interrumpí.

—Por supuesto —me respaldaron Iván y Máiuska—. Pero es ahora o nunca.

—Sea, pues —se avino, al fin—, aunque esto es una locura.

—Guillermo, hermana, vamos a la ger del kan —ordenó el herrero convertido en capitán de nuestro ejército—. Si logramos tomar como rehenes a sus esposas e hijos, los demás no se resistirán y podremos matarlos como a corderos.

—En tal caso, retiro lo dicho —se le encaró mi padre—. No participaré en una matanza de inocentes gratuita.

—Pero padre…

—¡Está bien! —zanjó la cuestión el ruso—. Ya veremos lo que hacemos. Ahora lo urgente es capturar a Goiko antes de que alguien se percate de lo que ha sucedido esta noche.

Irrumpimos en la yurta que compartían las mujeres del kan y todos sus nietos legítimos, justo antes de que despertaran. Sin darles tiempo a reaccionar, Máiuska y yo inmovilizamos con cuerdas a los niños, que yacían apelotonados en una esquina, al mismo tiempo que Iván ataba fuertemente las manos de la bruja que ejercía el poder en la tribu en ausencia de su esposo. Todos la odiábamos de manera similar, cada cual por distintos motivos, lo que convirtió ese instante en un éxtasis de revancha inolvidable.

Colocándole el cuchillo en la garganta, Iván le espetó, con voz grave:

—Si no quieres ver morir a toda la estirpe de tu hombre, ordena a tu gente que nos deje ir.

—No llegaréis muy lejos —respondió ella, con una sonrisa que el ruso truncó de cuajo partiéndole el labio de un golpe.

—Máiuska —ordenó a su hermana—, sacrifica al mayor de los varones.

—Ahora mismo —obedeció ella, con un aplomo que me llenó de admiración, al tiempo que agarraba por el pelo, recogido en una coleta, a un chico de unos diez años.

Yo mismo pensé que le rebanaría el pescuezo sin vacilar. No me sorprendió, por tanto, que la abuela diera marcha atrás en su actitud arrogante, al detener el brazo ejecutor con un grito.

—¡No! Haré lo que me pides.

—Muy bien. Entonces vamos a salir de aquí juntos, congregarás a tu gente en el centro del campamento y les explicarás claramente que o acceden a hacer lo que yo les diga o te verán morir a ti y a todos estos cachorros.

—Los centinelas os destrozarán con sus arcos antes de que demos tres pasos —desafió ella nuevamente a Iván, con su habitual altanería.

—Los centinelas están muertos, como lo estaréis muy pronto tú y todos esos mocosos si no haces exactamente lo que te he ordenado.

Dejamos a los chiquillos, para entonces muy asustados, al cuidado de Máiuska, y nos encaminamos hacia la plaza que abrían las tiendas en torno a la hoguera común. Algunas de las personas que ya habían salido a vaciar la vejiga se sorprendieron al contemplar esa insólita escena, e incluso uno de los hombres, lisiado en combate aunque todavía capaz de dar guerra, hizo ademán de querer auxiliar a la rehén… pero ella misma le detuvo. En un instante toda la tribu, medio centenar escaso de mujeres y niños, a los que había que sumar un par de hombres ya ancianos, oía de labios de nuestra prisionera el relato de la situación, pronto corroborado por los testimonios de quienes habían tenido ocasión de ver los cadáveres de los soldados que habrían debido de estar haciendo guardia.

Con enorme frialdad, el esclavo herrero, a quien todos consideraban definitivamente sometido, dispuso:

—Guillermo, conduce a todos los menores hasta la tienda que está junto a la nuestra y no les pierdas de vista. Yo me llevaré a sus madres y abuelos hasta la del kan, donde cabrán algo apretados. Si oyes ruidos sospechosos o no me ves aparecer en un plazo de tiempo razonable, acaba con ellos.

—Así lo haré —contesté, decidido a cumplir.

Luego conduje a mi peculiar rebaño hasta una ger bastante grande, situada cerca de la que nos había cobijado a los siervos desde que llegamos a su mundo chato y miserable hacía una eternidad.

Tardé muy poco en introducirlos a empujones en ese recinto oscuro y amarrarlos como a corderos para el sacrificio, sordo a los llantos de los más pequeños. En cuanto me cercioré de que ninguno pudiera moverse, salí de allí a toda prisa para reunirme con mi padre, que se había levantado de la yacija, determinado a seguir nuestros pasos. Al poco llegó Máiuska, corriendo, para decir que Iván tenía prisa por vernos.

—Necesito vuestra ayuda para hacer este trabajo —nos dijo, nada más entrar en la espaciosa tienda de Tukai, donde se hacinaba una multitud de caras hostiles.

—¿Tienes cuerda suficiente? —inquirió mi padre.

—No hace falta. Basta con cogerlos de uno en uno y rebanarles el cuello, como hicieron ellos con mi gente en nuestra aldea y en todas las demás que arrasaron antes de poner sitio a Novgorod. Los mongoles tardaron entonces varias semanas. A nosotros nos llevará mucho menos.

—¡Me habías dado tu palabra de que no lo harías! —protestó mi padre.

—Tiene razón —terció Máiuska.

—¡Tú calla! —saltó el gigante, que nos tenía a todos desconcertados. Luego, dirigiéndose a su opositor más feroz, añadió—: No podemos dejarles atrás. Te dije sólo lo que querías oír.

—Es verdad, padre —salí en apoyo de Iván—. Hablarían, nos delatarían.

—Nada saben. ¿Qué podrían decir?

—¿Es que no recuerdas lo que nos han hecho? ¿Has olvidado las humillaciones de esta arpía? —Señalé a Goiko—. Todos ellos deben morir. Por lo menos los adultos. Podemos dejar con vida a los niños…

—No manches tus manos con sangre innecesaria, Guillermo. —Su voz había adquirido un tono profundo, amenazador—. Te arrepentirás toda la vida.

—Sólo quiero vengarme por todos estos años, padre. ¿Tan difícil resulta que lo entiendas? Y además, proteger nuestra fuga.

—No perdamos más tiempo —urgió el herrero, clavando la punta de su hierro en la piel de la mujer que nos había martirizado, justo debajo de su oreja izquierda.

—¡Detente! —gritó mi padre.

—Os cogerán y tendréis una mala muerte —graznó ella.

—¡Antes morirás tú, zorra! —exclamé—. ¡Acaba con ella, Iván, o déjame que la estrangule!

—No lo hagas, hermano. No hace falta —terció Máiuska—. Podemos dejarlos atados aquí dentro. No verán nada. No sabrán adónde vamos. Tal vez mueran de hambre o de sed antes de que regresen los cazadores, en cuyo caso su sangre no caerá sobre nuestras conciencias…

—¡Guillermo, mírame! —me conminó mi padre, justo cuando yo acababa de fijar la vista en el rostro ya anciano de Riama, la mujer que nos había tendido una mano justo el día de nuestra llegada, explicándonos con gestos cómo se revolvía la lana dentro de un inmenso caldero a fin de fabricar fieltro—. Antes has mencionado a tu madre —prosiguió él—. Pues bien, recuerdo una conversación que tuve con ella después de que regresara de un viaje a su Occitania natal, donde había visto con sus propios ojos los efectos de la cruzada desatada contra los cátaros. Ella me preguntó qué se sentía al dar muerte a mujeres y niños indefensos. Yo le respondí que en guerra no se ven a niños o a mujeres, sino a enemigos, lo cual la sorprendió. Creo que nunca se había planteado las cosas de esa manera. Tampoco yo, hasta entonces, me había parado a pensar lo que para ella era evidente: «¿No ves en los ojos de esa madre los de tu propia madre?», me preguntó Braira. «¿No sientes en el miedo de ese hijo el de tu hijo? ¿No piensas que esa mujer tendrá un marido que la llorará como tú me llorarías a mí?» Si tenéis en alguna estima la paz de vuestras almas —nos miró a los dos—, escuchad lo que dice Máiuska.

Durante un instante nadie hizo ni dijo nada. Luego yo fui el primero en claudicar, seguido de cerca por Iván, quien decidió alejar su navaja del rostro de Goiko y emplearla para desgarrar la seda de los cojines que nos rodeaban, con el propósito de fabricar rápidamente ligaduras más resistentes que el cuero o la soga.

Había pasado el momento álgido de tensión. Ella, la madre a la que apenas recordaba, me había salvado una vez más de precipitarme hacia el más grave de los pecados, sirviéndose nuevamente para ello del hombre al que los dos amábamos.

Temerosos de que sus vástagos sufrieran las represalias anunciadas por Iván, los cautivos mongoles se dejaron hacer dócilmente, de modo tal que para cuando el sol alcanzó la cúspide de su trayectoria estaban todos tumbados en el suelo de la tienda, incapaces de moverse, escupiendo, eso sí, sentencias de muerte a cual más aterradora, pues no nos habíamos tomado la molestia de amordazarles.

—¿Y ahora qué? —pregunté al viento.

—Ahora nos vamos —contestó Iván.

—Antes hemos de coger provisiones y trazar un plan —puntualizó mi padre, quien, pese a guardar un ayuno estricto desde hacía casi dos días, conservaba una lucidez envidiable—. ¿Adónde vamos?

—Nos marchamos por donde vinimos —salté al punto.

—Por allí es precisamente por donde nos buscarán. Sabéis muy bien que los mongoles disponen de una tupida red de estaciones que va desde el mar de Oriente hasta Tierra Santa, pasando por Jorasán, Persia, Babilonia, la Capadocia y todas las ciudades de la ruta de las caravanas. En esas estaciones, además de caballos de refresco y provisiones, hay soldados bien entrenados. Si escogemos ese camino podemos darnos por capturados antes de haber catado el sabor de la libertad.

—Entonces iremos hacia el norte —sentenció Iván.

—¿Ahora, con la nieve llamando a la puerta? —inquirí yo—. Moriremos de frío. Es una locura.

—Es nuestra única opción. Y no es tan mala —respondió él, propinándome en la espalda una palmada que casi me tira al suelo.

—Lo lograremos —intervino Máiuska en la conversación, a la vez que nos servía sopa caliente y grasienta en grandes cuencos de madera—. Hemos aprendido de esta gente todo lo que se necesita saber para desafiar al hielo. Y somos fuertes. Tengamos fe. Dios nos auxiliará si confiamos en Él.

—Hay que intentarlo —la apoyó mi padre—. No tenemos vuelta atrás. Pero debemos actuar deprisa.

—¿Cuánto pueden tardar en volver los hombres? —abundé en su argumento—. ¿Una semana? ¿Dos a lo sumo? En caso de que descubran nuestras huellas, cosa harto probable, saldrán a darnos caza y no pararán hasta alcanzarnos. No me quito de la cabeza los aullidos de esos dos tártaros cocidos vivos a fuego lento.

—Démosles entonces otra tarea más urgente que hacer —replicó mi dama con astucia—. Si matamos a todos los caballos que no nos llevemos y hacemos lo propio con las ovejas y las cabras, tendrán que trabajar todos a destajo para ahumar y conservar la carne, o arriesgarse a perecer de hambre durante el invierno. Sus ponis, además, estarán agotados y necesitarán descanso. En resumen, habrán de elegir entre cogernos o sobrevivir, lo que nos proporcionará cierta ventaja. ¿Vosotros qué haríais ante ese dilema?

—Es lo más sensato que he escuchado en todo el día —aplaudió mi padre—. Pongámonos a la faena.

Apartamos tres yeguas recién paridas, que nos llevarían a cuestas alimentándonos además con su leche. Añadimos al lote, previa selección cuidadosa, a los cinco caballos más fuertes del corral. Todos los demás animales perecieron en un holocausto infernal de relinchos y balidos desgarradores, coreados desde la ger de los mongoles cautivos por un concierto de improperios trufados de súplicas.

Para esa gente su ganado lo era todo. Su vida entera giraba en torno a los pastos en los que apacentaban a sus rebaños o daban rienda suelta a la fuerza, velocidad y resistencia de sus monturas. Oír morir a esos animales que daban sentido y continuidad a su existencia les resultaba tan penoso como derramar su propia sangre. Y a esas alturas de mi transformación en un ser medio italiano medio mongol, debo decir que a mí me sucedía lo mismo.

Me dolió especialmente seccionar la yugular de un potrillo de color gris, con una mancha blanca en forma de mariposa entre los ojos, al que había visto nacer hacía unas pocas semanas, ayudándole a desprenderse de la placenta materna que arrastraba como una pesada capa al lograr ponerse a cuatro patas. Sentí mucho más causarle sufrimiento a él que a cualquiera de los hombres que habían perecido por mi mano, porque ningún daño habría podido esperar de esas criaturas cuya única razón de ser era servir con abnegación a los humanos, mientras que estos, como había podido comprobar con creces, parecían carecer de límites a la hora de hacerse daño unos a otros.

El mal, me dije para mis adentros, fue una condena divina reservada a nuestra especie. Si mirara a la cara al diablo, vería el rostro de un hombre.

Terminada la matanza nos pusimos a desmontar una ger de las más pequeñas, cuyo fieltro de reciente fabricación no había sufrido aún los rigores de muchas tempestades. Éramos conscientes de que sin ese abrigo no llegaríamos lejos. Debidamente empaquetada, sería fácilmente transportable a lomos de nuestras cabalgaduras, tal como habíamos aprendido de esos maestros de la trashumancia que eran los mongoles, cuyas bestias, tan pequeñas como robustas, eran capaces de soportar a cuestas un peso similar al suyo, sin desfallecer, todo el tiempo que hiciera falta.

Entretanto, Máiuska se encargaba de hacer acopio de provisiones: queso curado, carne seca, un par de odres de airag negro, otro tanto de leche agria y todas las reservas disponibles de sal y de té: una planta procedente del territorio xin que se consumía, previamente secada, en forma de infusión. Poseía notables virtudes curativas, por ejemplo, en el mal que aquejaba en esos momentos a mi padre, además de un efecto vigorizante que había generado una dependencia considerable a los hombres de la estepa. Formaba parte sustancial, junto con la seda, del tributo pagado por ese pueblo sometido, antaño dueño de todo el Oriente, cuya proverbial sabiduría, no obstante, había sido incapaz de frenar el avance arrollador de los guerreros de Gengis.

Robarles la sal y el té, después de sacrificar a su ganado y maltratar a su gente, sería considerado por Tukai y los suyos un crimen mucho más grave que llevarnos las cruces y cálices de oro y piedras preciosas fruto del saqueo de su última campaña victoriosa, cosa que también hicimos, después de rebuscar en los arcones del kan. Si conseguían capturarnos, harían que maldijéramos el día en que vinimos al mundo por el mero hecho de rebelarnos. Pero además nos obligarían a pagar con creces cada hoja de hierba seca, cada grano de valiosa sal y, por supuesto, cada guerrero, cada cordero y cada caballo degollado. Los objetos de culto arrancados de las iglesias profanadas carecían en cambio de valor para ellos, más allá de que les recordaran la humillación de los vencidos a quienes habían doblegado por la fuerza, cumpliendo de ese modo el plan divino trazado para el Gran Kan y su descendencia, cuyo destino no era otro que conquistar el mundo entero.

Nosotros, por el contrario, sabíamos de su carácter sagrado. Confiábamos en que el Señor, clavado en esos maderos labrados por orfebres piadosos, nos guiara a lo largo del calvario que nos esperaba. También éramos conscientes, por supuesto, de que si, merced a un milagro, conseguíamos llegar hasta un puerto cualquiera, la venta de una sola de esas piezas pagaría nuestros pasajes de vuelta a casa.

La oscuridad había caído sobre la aldea cuando dimos por concluidas las faenas previas a nuestra partida. La jornada había sido agotadora. Todos estábamos literalmente bañados en sangre, lo que debía conferirnos una apariencia demoníaca, a tenor de lo que me producía a mí la visión de Iván. Con su envergadura de toro, sus brazos colosales, el rostro huesudo y tuerto, donde una cavidad rodeada de pellejo muerto ocupaba el lugar que habría debido rellenar un ojo, y la melena enmarañada, repleta de cuajarones sanguinolentos, mi amigo parecía la viva imagen de la devastación. De hecho, era la viva imagen de la devastación. Un azote como jamás había conocido la tribu del viejo Tukai.

Ayudada por mi padre, Máiuska trajo varios cubos de agua a fin de que pudiéramos lavarnos. Previamente nos despojamos de la ropa de esclavos, que juramos no volver a vestir jamás, contemplando con deleite las prendas robadas de la tienda del caudillo ausente: camisas de seda reservadas por los mongoles para la guerra, cálidos deels de largas mangas y pantalones de piel de ciervo, cuyo mero tacto invitaba a ponérselos; botas de cuero grueso, puntiagudas, prácticamente indestructibles, además de gorros y abrigos de fieltro forrados de marta o zorro. Todo de la mejor calidad, lo más nuevo que encontramos, pues tendría que proporcionarnos calor y, en consecuencia, aliento.

Habíamos aprendido de nuestros verdugos la importancia de mantener el cuerpo siempre engrasado en la estación fría, so pena de privarlo de su protección natural frente a la intemperie helada, por lo que no restregamos demasiado las manchas pegajosas adheridas a las partes expuestas. Antes de volver a vestirnos nos untamos de arriba abajo de sebo de oveja, a cuya pestilencia estábamos tan acostumbrados como para no olerla. Sabíamos que ese gesto constituía la mejor defensa frente a las enfermedades derivadas del frío, muchas de las cuales podían resultar mortales. Mi padre todavía manifestaba cierta repugnancia ante esa práctica asumida como necesaria, aunque Iván y yo nos frotamos aquel ungüento con toda naturalidad, entre bromas de taberna, hasta el momento en que reparé en la presencia de Máiuska…

Algo apartada de nosotros, mientras recogía en un cuenco la grasa sobrante, me miraba de soslayo, quise creer que con gusto. Ese pensamiento produjo un efecto inmediato en mí, imposible de contener, que hube de esconder lo mejor que pude, avergonzado, dando la espalda a la mujer que deseaba más que a mi propia vida mientras me calzaba los pantalones. Cuando volví a buscar sus ojos, vi que ella también había enrojecido y sonreía con picardía, perfectamente consciente de mi excitación. Y su gesto seductor, tan inusual en ese entorno salvaje, encendió nuevamente mi pasión hasta extremos casi incontrolables. La mente, ajena a cualquier acto de voluntad, se me puso a fabular cómo sería la desnudez de esa criatura que me volvía loco. La había poseído en alguna rara ocasión con urgencia, aunque sin el tiempo ni la paz necesarios para detenerme a recorrerla. ¿A qué sabría su piel? Creo que ella sufrió una enajenación similar, porque salió apresuradamente de la ger, con el pretexto de ir a inspeccionar a los niños encerrados.

—Dejad mis cosas a un lado —pidió—. Yo me cambiaré más tarde.

—¡Qué gloria ver a una dama pudorosa en medio de esta barbarie! —comentó mi padre, cuyo espíritu caballeresco no habían logrado destruir tantos años de cautiverio.

—Así la educó nuestra madre —se jactó su hermano, lleno de orgullo.

—Únicamente una sociedad brutal como esta —prosiguió mi padre, perdido en sus reflexiones— puede soportar que hombres y mujeres vistan igual, se comporten del mismo modo, lleven a cabo similares labores y convivan en una promiscuidad propia de bestias, sin distinción de sexos, ni coquetería, ni el sutil lenguaje de los gestos que hace comprensible el amor y con él la vida…

Yo callé, prudentemente, porque de haber expresado lo que pensaba les habría confesado a los dos el esfuerzo que acababa de realizar para evitar abalanzarme sobre ella y poseerla allí mismo, presa del voraz apetito que todavía me requemaba por dentro. Un hambre que nada tenía en común con el sentimiento cortés evocado por Gualtiero de Girgenti.

Para escapar del trance, cambié de conversación de manera abrupta.

—Deberíamos montar una guardia ante la tienda de los cautivos. Quién sabe lo que pueden hacer esos diablos.

—Me parece bien —replicó Iván—. ¿Empiezas tú?

—Sí. Dejemos a mi padre descansar esta noche y turnémonos tú y yo, si estás de acuerdo.

—Por supuesto que sí. Te relevaré cuando la luna esté en lo más alto. Hasta entonces, mantén los dos ojos abiertos tú que puedes, Mo —subrayó la «o», con una carcajada.

—No vuelvas a repetir ese nombre ni siquiera en broma —me enfadé—. Nadie volverá a llamarme así, te doy mi palabra de honor. Antes me quitaré la vida.

Salí al aire frío de la noche, nervioso, para dirigirme a la improvisada prisión en la que habíamos encerrado a los miembros adultos de la tribu. Allí dentro hacía calor, debido al hacinamiento, y se respiraba un ambiente cargado de tensión. Nada más entrar yo se callaron todos, como por arte de ensalmo. El silencio hostil se cortaba de puro denso, al igual que el odio concentrado en mí. Si las miradas hubiesen podido herir, como hacían las flechas de los arqueros mongoles, habría caído fulminado por una lluvia mortal. Claro que mi inquina no era inferior a la suya. Puestos a competir en saña, habría sido difícil determinar quién deseaba mayor mal al contrario. De no haber sido por mi padre y Máiuska, los habría pasado a cuchillo sin la sombra de un remordimiento, empezando por Goiko, quien, pese a su situación, seguía desafiándome con gesto altanero.

Sus ligaduras fueron las primeras que comprobé, cerciorándome de que aguantaran todo el tiempo que hiciera falta. Luego repasé una por una todas las demás, ajustando aquellas que noté más flojas, hasta asegurarme de que, por más que se revolvieran, ninguno de ellos lograría soltarse.

Cumplida esa tarea, salí en busca de algo en lo que hasta entonces ni mis compañeros ni yo habíamos reparado: las armas de los vigías muertos. Sus formidables arcos estaban fabricados con madera, cuerno y tendones de animal, según una técnica especial que los hacía más resistentes, certeros y letales que cualquiera de los conocidos en el universo cristiano. Nos serían de gran utilidad tanto para cazar como para defendernos de cualquier ataque, en caso de que nos viéramos en la necesidad de hacerlo. Eran instrumentos de precisión, cuya curvatura doble garantizaba una potencia de tiro increíble, sin que su tamaño, deliberadamente reducido, entorpeciera la carrera de los jinetes, especialistas en disparar a galope tendido en cualquier dirección. Me habían fascinado desde la primera vez que los vi en manos de esos expertos tiradores. Sabiendo que me estaban tan vedados como las hembras del kan, habría dado cualquier cosa por poseer uno. Y ahora estaba a punto de marcharme de esa cárcel llena de fango llevándome conmigo cuatro de esas maravillas, además de a Máiuska, la más bella de cuantas mujeres hubiese poseído nunca Tukai.

Por primera vez en mucho tiempo me reí a mandíbula batiente yo solo, mientras avanzaba hacia el lugar en el que habían quedado los cuerpos de los soldados degollados. Recogí con sumo cuidado los arcos, sus correspondientes carcajs repletos de saetas, las espadas y los cuchillos de los guerreros caídos, que a esas alturas presentaban ya la rigidez y el color amoratado característico de los cadáveres. Habría necesitado hacer más de un viaje para transportar todo ese arsenal hasta nuestra tienda, pero empleé la túnica de uno de los difuntos a modo de trineo, y sobre ella arrastré mi valiosa carga. Al entrar, sorprendí al ruso roncando, mientras padre y Máiuska saboreaban un té salado, humeante, con expresión de deleite.

—Toma un poco —me dijo ella, vestida con ropa nueva que olía a limpio—. Está delicioso.

—No puedo —respondí, ceñudo—. Debo regresar a mi puesto.

—No tengas prisa, hijo —insistió mi padre, a quien el brebaje parecía haber devuelto el color—. Saborea la libertad, ahora que por fin puedes.

—Sea —acepté a regañadientes, atraído por el aroma que desprendía el puchero donde hervían las hierbas de color oscuro—. No irán muy lejos esos malditos. Acabo de comprobar que están todos firmemente amarrados.

—Te sentará bien —me susurró mi dama, sirviéndome una buena cantidad de líquido en un cuenco—. Debes reponer fuerzas. Fuera hace frío.

—¡Mejor así! —repliqué, brusco, sin saber de qué otro modo defenderme de lo que empezaba a ocurrir nuevamente en mi interior. Luego di unos cuantos sorbos que me abrasaron el gaznate, antes de marcharme a toda prisa.

Nadie, salvo Iván, pegó ojo aquella noche. Al regresar de mi ronda para ser relevado por el ruso vi que Máiuska había empaquetado un buen número de pieles en forma de rollo, de manera que fuesen fácilmente transportables a lomos de palafrén. En ese momento estaba haciendo lo propio con las provisiones de alimentos. Mi padre, entretanto, murmuraba palabras en italiano, no sé si hablando con mi madre o elevando plegarias al Cielo, casi en estado de trance. La infusión, o acaso la esperanza, había logrado sujetarle las tripas. Pronto estaría en condiciones de comer carne seca, lo que le devolvería la energía física indispensable para afrontar el largo viaje que nos esperaba. La otra, mucho más necesaria en el empeño de nutrir su voluntad, la extraía de esa conversación silenciosa en la que estaban presentes, imagino, los dos seres que en su corazón encarnaban el ideal del amor: su esposa y su Creador.

Si queríamos asegurarnos una oportunidad de sobrevivir ahí fuera, debíamos tener garantizado el fuego. Para ello, recogeríamos cada día los excrementos de nuestras monturas, como habíamos aprendido a hacer de los nómadas de las estepas. Una vez secados, serían un combustible inagotable, siempre que fuésemos capaces de encender una llama. Y para cerciorarme de que no nos faltase yesca ni pedernal, recorrí varias gers en busca del mineral que todas y cada una de las familias atesoraban en sus casas. Aproveché para hacerme también con una reserva suficiente de musgo y líquenes cuidadosamente conservados dentro de vejigas de oveja, guardadas a su vez en bolsas de cuero a fin de preservar de la humedad ese tesoro capaz de ahuyentar a la muerte.

Nada quedaba ya por hacer, salvo esperar a que se abrieran las tinieblas.

Amaneció, al fin, un día espectral. El sol tímido de otoño se asomó desde abajo a un cielo cargado de agua, como si entre él y la tierra alguien hubiese interpuesto un velo de color amarillo intenso. La luz no parecía de este mundo. Mientras cargábamos los caballos, por levante surgió un enorme arco iris que todos interpretamos como un augurio inmejorable, hasta que sus rayos multicolores fueron barridos de golpe por una lluvia helada que ganó la partida al astro rey, rompiendo con su irrupción la magia de ese momento.

Enfundados en nuestras prendas de abrigo, partimos sin volver la vista atrás, resueltos a olvidar todo lo que allí dejábamos. No habríamos recorrido más de una legua, cuando el agua se convirtió en nieve y caló en nuestros sentimientos.

—Esto es un suicidio —masculló mi padre—. El invierno se nos echa encima.

—Es una bendición —replicó Máiuska, risueña—. ¿No os dais cuenta? La nieve cubrirá nuestras huellas. Dios protege nuestra fuga.