Aquel otoño y el siguiente el viento nos azotó como si el Todopoderoso quisiera barrer a la especie humana de la faz de la Tierra en lugar de ahogarla en un diluvio. Con una furia que convertía las tiendas en velas de galera y nos obligaba a reforzar constantemente sus anclaje para impedir que fueran arrancadas del suelo, mientras la lluvia, gruesa, penetrante, incansable, nos arrojaba salpicones de agua a la cara similares a olas de un océano polar. Sin misericordia.
Se me daba bien el trabajo duro. De hecho había llegado a pensar como un mongol, a cabalgar o a disparar casi tan bien como lo hacían ellos e incluso a escupir o exhibir públicamente las miserias de mi cuerpo sin el menor pudor. Oler a grasa rancia y suciedad me parecía tan natural como comer tripas de oveja hervidas o beber leche de yegua. Me esforzaba por olvidar todo lo hermoso y refinado que había aprendido en mi otra vida, pues envidiaba con rabia la risa constante de los chiquillos, aparentemente inmunes al dolor que debían causarles las bofetadas o patadas que recibían de sus mayores por cualquier tontería, y la alegría salvaje que demostraban sentir mis coetáneos con cosas tan sencillas como emborracharse o pelear. Yo me veía obligado a aguantarme las ganas de imitarles, no sólo porque lo tenía prohibido, sino porque la transformación externa e interna que experimentaba mi persona causaba en mi padre una pena honda, mezcla de culpa y decepción, que se reflejaba en una forma de mirarme sencillamente insoportable. Entonces toda mi determinación se rompía, se me caía la armadura de barbarie construida a base de voluntad y volvía a ser yo, asustado, solo, sin esperanza, perdido en la oscuridad.
Pasaba de la ira a la apatía sin solución de continuidad ni explicación razonable. Casi siempre estaba enfadado o abúlico. Trataba de poner la mente en barbecho agotando mis fuerzas en labores extenuantes como talar árboles en invierno o esquilar y lavar la lana en tiempo de calor, aunque no en todas las ocasiones conseguía mi propósito. A menudo el corazón se me llenaba de congoja y no había espacio en mi interior más que para la tristeza, tan infinita como el horizonte estepario que nos rodeaba. Mi padre trataba entonces de animarme hablándome de nuestras raíces, de nuestro sol y nuestros juglares, pero sobre todo de mi madre, a quien él recordaba aureolada de luz, cabalgando a su lado antes de cada batalla.
Todo era en vano.
Por más que me repitiera a mí mismo que huiría de allí o me transfiguraría en uno de ellos escapando a mi condición servil, que regresaría al mundo de los vivos olvidando ese purgatorio, llegó un momento en el que dejé de creerme mis engaños al ver un tronco de árbol quebrado por la brutalidad de los elementos y comprender que ese era yo, roto, caído, vencido a base de palizas y desesperanza. Ese día empecé a planear mi propia muerte, calibrando el mejor modo de llevarla a cabo sin arrastrar conmigo al hombre a quien había jurado antaño que resistiría, fueran cuales fuesen las circunstancias.
Hoy tengo la certeza de que mi padre se mantenía en pie por mí, únicamente por mí, o mejor dicho por el juramento de protegerme que le había hecho a mi madre y que nos ligaba de manera indisoluble a los tres, no sólo en razón de su amor de esposo, sino porque en ello había empeñado su honor de caballero.
Es verdad que el kan sentía por él algo parecido al afecto, probablemente derivado del respeto que le inspiraba un hombre de su valía militar e indoblegable dignidad. Ya he dicho que eso le hacía acreedor a un trato de favor consistente en ser exonerado de las peores tareas e incluso gozar de privilegios inconcebibles para cualquier otro esclavo, como participar de igual a igual junto a los mongoles en la caza con aves de presa, a caballo, actividad que le llenaba de energía. No obstante, estaba encorvado por el peso de los años y las muchas fatigas padecidas, había perdido algunas muelas podridas con la ayuda de Ugly y sus certeras tenazas, solían dolerle los huesos, especialmente en invierno, y su rostro, lo que asomaba de él entre la poblada barba y la cabellera intacta, era un amasijo de arrugas. Su espíritu, en cambio, permanecía inasequible al desaliento, cual bastión levantado con el fin de refugiarme a mí en él. ¿Cómo podía yo abandonarle, defraudarle, condenar mi alma y su paz debiéndole, como le debía, tanto? ¿Cómo hacerle comprender que la mujer a la que tanto amaba estaría seguramente muerta o desposaba con otro, que no teníamos motivo alguno, ni él ni yo, para seguir adelante?
Ese pensamiento me acompañó noche y día durante las horas interminables de oscuridad helada en las que rugía el vendaval amenazando con arrastrarnos a los abismos del infierno, y durante las jornadas de trabajo humillante, al mando de Goiko, que ejercía el poder en ausencia de su esposo de manera brutal y arbitraria, haciéndome pagar con saña el desafío de haber sobrevivido a su furia. No perdía ocasión de zaherirme con sus burlas o golpearme por cualquier nimiedad, como si vengara en mí toda una vida de vejaciones cuya naturaleza se me escapaba. Y con cada nueva ofensa, con cada comentario hiriente, reforzaba mi determinación de poner punto y final a un calvario que duraba ya más tiempo del que recordaba de mi vida anterior, cuyos contornos se difuminaban a gran velocidad hasta perderse en la niebla.
Llegué a convencerme de que mi padre comprendería mi gesto desesperado y me perdonaría. ¿Qué conjuras no llega a urdir nuestra mente cuando se trata de proporcionarnos una coartada moral aceptable? Sí, me lo repetí tantas veces que al final tuve la certeza de que el gentil Gualtiero, el hombre que, casi sin conocerme, había sacrificado su felicidad en aras de mi supervivencia, vería con ojos benévolos el suicidio de ese hijo cansado de penar. Pensé en mí, en mi absolución y consiguiente salvación, sin pararme a meditar sobre lo que sería la existencia de mi padre a partir de aquel momento. Di por hecho que seguiría mis pasos, aferrándome a la esperanza de que no fuera castigado por una fuga mía de tan corto recorrido, hacia un lugar del que nadie ha regresado nunca. Y una vez alcanzada esa tranquilidad de espíritu, me puse a decidir el cómo.
Suicidarse a cuchillo resulta más difícil de lo que parece a primera vista. Para empezar tendría que robar uno lo suficientemente largo para darme muerte a la primera clavándomelo en el pecho, pues la idea de rebanarme el cuello me resultaba intolerable. Únicamente los guerreros disponían de semejantes armas. Lo más probable, por tanto, era que me atraparan antes de conseguirlo y me propinaran una azotaina, o me clavaran a un poste para disuadirme de volver a intentarlo. Se me ocurrió que podría colgarme de un árbol aprovechando la noche, pero para ello tendría que ir lejos hasta encontrar uno tan fuerte como para resistir mi peso, lo que multiplicaría las posibilidades de que alguno de los vigías del campamento me localizara y diera la alarma. Tras mucho pensar, llegué a la conclusión de que lo más seguro sería ahogarme en el lago.
Iba a diario hasta su orilla, con frecuencia en más de una ocasión, con el fin de llenar pellejos de agua y acarrearlos hasta las tiendas donde las mujeres la empleaban en abundancia para la realización de sus tareas cotidianas. En invierno tenía que romper el hielo antes de llegar al preciado líquido, lo que me llenaba las manos de llagas abiertas y sabañones. El tiempo del manto blanco, empero, todavía no había llegado, por lo que no me sería difícil adentrarme en las profundidades acogedoras de esa inmensidad grisácea y dejarme ir. El lago se me antojaba una gran bandeja de plata, un estanque de plomo fundido, material utilizado en la fabricación de los receptáculos que preservan las reliquias más sagradas. Un espacio de absoluta pureza.
Por si me fallaba a última hora el ánimo, me colgaría del cuello un saco lleno de piedras que aceleraría el tránsito. Sería rápido, infalible y limpio. Una única pregunta me atormentaba: ¿qué sería de mi alma? Esa duda me atenazaba la garganta con una fuerza superior a la de cualquier soga. ¿Escaparía de las gélidas estepas para caer en las llamas eternas? ¿Ardería mi cuerpo en el infierno entre aullidos de dolor como los que habían proferido los ladrones de yeguas hervidos por orden de Tukai? Eso era lo que me había advertido mi padre. Era lo que enseñaba la Santa Madre Iglesia. Y aunque hacía mucho tiempo que yo no sentía su consuelo, sí percibía claramente su amenaza.
Tenía la sensación de que Dios no moraba en ese lugar inhóspito donde los espíritus de los antepasados sobrevolaban los cielos en forma de aves de presa. «Nuestras vidas pertenecen al Señor, no son nuestras», repetía una y otra vez mi progenitor. Entonces yo pensaba para mis adentros, aunque no me atreviera a decírselo, que el calvario de Jesucristo había durado unas horas y el mío se prolongaba ya más de lo resistible. El Dios de la misericordia, me convencía a mí mismo, comprendería mi debilidad y mi cansancio. El Dios del amor acogería mi cuerpo agotado en sus brazos. El Dios de la bondad se mostraría piadoso. El Dios del perdón cobijaría a su hijo incapaz de cargar un día más con la cruz que arrastraba desde hacía tantos años.
Así pues, estaba decidido. Aquella noche besé a mi padre antes de cerrar los ojos, lo que le dejó desconcertado.
—¿Te encuentras bien?
—Perfectamente —mentí.
—Anda, duérmete y déjate de zalamerías. Has debido de robar un vaso de licor que te ha nublado el sentido.
Lo habría hecho, sin dudar, pero entonces llegó ella. Máiuska, mi renacer, el milagro, la mujer que cambió mi destino.
Regresaron los guerreros victoriosos. Diezmados y maltrechos, pero victoriosos. Los vio venir en la distancia uno de los veteranos que había permanecido en el poblado por haber perdido un brazo en combate; uno de tantos tullidos como dejaban las conquistas incesantes de ese pueblo. Tras prorrumpir en vítores coreados por toda la tribu, se lanzó a su encuentro para traer poco después la noticia de que el kan ordenaba disponer un gran banquete con el que celebraría el triunfo de Batu sobre las tribus cristianas rusas. Quería carne abundante y, sobre todo, airag negro. Mandaba utilizar toda la leña disponible para encender una hoguera que ardería la noche entera mientras los soldados supervivientes narraban las hazañas de los caídos en la guerra. Sus héroes.
Inmediatamente nos pusimos en marcha, el único esclavo xin que quedaba (ya que sus compañeros llevaban mucho tiempo alimentando a los cuervos) y yo, bajo la dirección de Goiko, que ansiaba complacer a su esposo. La anciana madre de este, su suegra, había sucumbido al invierno anterior, y ella tenía sobrados motivos para temer que el dolor de su marido recayera sobre sus espaldas en forma de violencia. Por esa razón, fundamentada en la experiencia, impartía órdenes a gritos, nerviosa, tratando de satisfacer al detalle las expectativas de su señor.
—¡Mo, gandul, date prisa con esas ramas, no tenemos todo el día; luego ve a buscar las dos ovejas más gordas del corral y tráelas aquí! ¡Hu, prepara el cubo para recoger la sangre de los animales, voy a sacrificarlos ahora mismo!
—Sí, ama —respondíamos los dos a coro.
Para cuando los combatientes alcanzaron las gers, dos corderos añosos y grasientos se asaban al fuego ensartados en sendos espetones, desprendiendo un aroma capaz de apaciguar cualquier disgusto. A su alrededor habíamos dispuesto un círculo de alfombras para que se sentaran los convidados al festín, y sobre ellas, a escasa distancia unos de otros, descansaban odres repletos de leche fermentada. Esa noche la borrachera duraría hasta altas horas y probablemente se prolongara durante el día siguiente, hasta que el alcohol derribara literalmente a los hombres. Según fueran cayendo, los llevaríamos a sus camas, donde dormirían varios días sin ser molestados, hasta que hubieran descansado lo suficiente.
Tukai, que encabezaba la columna, parecía más arrugado e infeliz, con las mejillas hundidas y la boca dibujando una mueca de tristeza, pues las penurias de la campaña lo habían dejado en los huesos, además de producirle alguna que otra costura visible en su mano izquierda y su rostro. Del centenar de combatientes que habían partido, ondeando al viento sus estandartes, apenas quedaban dos docenas de hombres, muy castigados por la dureza de sus rivales, a quienes habían infligido, eso sí, una derrota absoluta.
A guisa de prueba y botín traían un carro cargado de cálices, relicarios, cruces de plata y oro, iconos multicolores que mostraban el rostro de la Virgen y los santos, candelabros, incensarios y demás objetos sagrados saqueados de las iglesias profanadas por sus hordas. Y amarrados a ese carro, como si fueran perros, arrastraban los pies un varón y una mujer cubiertos de polvo, con la ropa hecha jirones. Dos cautivos cuya visión me recordó a mí mismo en compañía de mi padre, tantos años atrás, cuando llegamos por vez primera al campamento mongol. Aquella imagen despertó mi conciencia adormecida y la llenó de un sentimiento de compasión que no recordaba. Esos dos desdichados, me dije, se sentirían aterrados y perdidos como lo habíamos estado nosotros. Me propuse por tanto ayudarles en lo posible, igual que habían hecho en su día los siervos xin que nos acogieron. ¿De qué otro modo, sino auxiliándonos los unos a los otros, habríamos logrado sobrevivir los hijos de ese tiempo feroz?
—¡Tiro! —llamó el kan a mi padre—. Te confío a estos esclavos. Son dos hermanos de un poblado cercano a Novgorod. Los hemos mantenido con vida porque ella es una hermosura que pienso catar antes que nadie, con calma, y él desempeñaba el oficio de herrero y nos va a resultar útil para forjar nuevas espadas que nos hacen mucha falta. Están acostumbrados al frío, pero asegúrate de que coman algo y les den un par de deels abrigados. Los dejo en tus manos. ¡Se miran pero no se tocan!
—Así lo haré, señor —respondió él.
Luego, una vez que Tukai pasó de largo hacia su tienda, me urgió:
—Ayúdame, Guillermo, estas personas están exhaustas. Vamos a llevarlas a la yurta. Trae agua y algún rescoldo en un brasero de cobre. Trae también sopa, si la encuentras. ¡Dios, están exangües, mira sus rostros!
Los dos extraños venían, efectivamente, en las últimas. Él era un gigante fuerte como un buey, de pelo rojizo y barba poblada. Sus manos llamaban la atención por enormes, callosas, acostumbradas a manejar la forja y golpear el hierro candente. Contrastaban con unos grandes ojos azules, casi de niño, que en ese momento se veían vidriosos, pues apenas se tenía en pie. Más tarde nos contaría uno de los guerreros mongoles, con sincera admiración, que había cargado sobre sus espaldas a su hermana durante buena parte del camino desde su hogar, situado a millares de leguas de allí, porque le habían amenazado con abandonarla a su suerte si no era capaz de seguir el ritmo de la columna cuando el capitán ordenaba desmontar y caminar, a fin de dar descanso a los caballos o a las mulas que tiraban del carro.
Ella también era alta, la mujer más alta que había visto en mi vida, esbelta y elegante, a semejanza de los cervatillos que criaba el rey Federico en su zoológico de Palermo. Su cabello, una larga melena ondulada, era del mismo color que el de su hermano, y al igual que él tenía los ojos azules, de un azul muy claro que parecía contener y reflejar el cielo. Casi no podía articular palabra, pese a lo cual lo intentaba, expresándose en una lengua hermosa, musical, de resonancias similares a las del italiano, pero de la que no comprendíamos una palabra. Estaba aterrada. Se aferraba al brazo de su protector, del que no se separaba una pulgada, cobijándose en ese pecho que parecía de piedra. Él le hablaba con voz ronca y una increíble dulzura, mirándonos de soslayo como para advertirnos de que nos mataría si intentábamos hacerle algo a ella. Yo la contemplaba embelesado, mudo, enamorado ya sin saberlo, porque incluso con la cara tiznada y las uñas negras, con la ropa mugrienta, el rostro crispado por el miedo y el cuerpo flaco, con los labios agrietados, la nariz sucia y los pies hinchados, era la más bella dama que hubiese visto nunca. Una virgen salida milagrosamente de uno de los retablos de mosaico que adornaban los muros de la catedral de Monreale, en esa Sicilia voluptuosa que, de pronto, volvía a latir en mí con fuerza, despertando de golpe, como un torrente en tiempo de deshielo, todo el deseo reprimido a lo largo de mi cautiverio.
—¡Guillermo, reacciona y obedece!
—Voy, padre. Pierde cuidado.
Habría cumplido el encargo aunque me hubiese ido en ello la vida. Puse en juego todos mis recursos para regresar al cabo de un instante con dos cuencos de sopa caliente, a los que siguieron el brasero, el agua, un par de mantas y dos túnicas forradas de fieltro que habría que remendar pero pasarían el invierno. La destinada a Iván, que así se llamaba el herrero, tendría que ensamblarse a otra para llegar a cubrirle entero, labor que desempeñaría Hu, experto costurero de sonrisa siempre presta. Ella, Máiuska, convertiría cualquier prenda que endosara en un lujoso vestido. Ya me parecía perfecta.
Yo llevaba estaciones sin cuento conviviendo con esos seres rudos, que despreciaban todo lo bello. Ayuno de poesía, de galantería y hasta de cualquier música que no fuera el canto de los pájaros, el susurro del viento o su aullar, cuando se ponía furioso. Empeñado en borrar de mi corazón cualquier emoción susceptible de recordarme cuál era mi cuna, pues tales recuerdos y emociones sólo contribuían a acrecentar mi dolor y hacerme débil. ¿Cómo no iba a sucumbir a los encantos de ese joyel, esa chiquilla delicada, cuyo ser entero pedía a gritos un caballero dispuesto a morir por ella? Supe que Dios había escuchado mis plegarias y las había respondido dándome una razón para vivir en lugar de aceptar mi muerte. Ella sería, desde entonces, mi norte y mi porqué. Junto a ella volvería a soñarme Guillermo, y olvidaría a Mo para siempre.
Llegó la hora del festín. Tukai aceptó con mayor resignación de la prevista el fallecimiento de su madre, seguramente porque necesitaba con desespero celebrar su vida y la de los suyos después de ver caer a su alrededor a tantos bravos guerreros, muchos de los cuales habían aprendido a cabalgar con él. Ansiaba beber y explayarse. Hacer saber a toda la tribu que el dolor de las viudas y los huérfanos causado por esa expedición tenía una razón de ser y servía a una buena causa: la de la expansión del poder mongol.
Hombres y mujeres se sentaron en círculo alrededor del fuego. A los esclavos se nos permitió ocupar un espacio atrás y catar algún trozo de carne asada, ya que había alimento de sobra para la mermada hueste. Corrió el airag, resonaron las risas de los supervivientes fundidas con el llanto de las mujeres y los niños que habían perdido al hombre de su ger, chorreó la grasa por las barbillas de los comensales, más de uno vomitó, y todos eructaron satisfechos, antes de que el kan tomara la palabra para brindar por los ausentes:
—¡Honor a los valientes que galopan ya junto a Gengis por las estepas celestes!
—¡Honor y gloria! —corearon todas las voces.
—¡Hemos vencido! —anunció Tukai, provocando sonoras exclamaciones de satisfacción—. Hemos aplastado a nuestros enemigos. Todo el universo conocido es nuestro, desde los confines del antiguo Imperio xin, en el mar Amarillo, hasta la tierra que hay allende los Cárpatos, arrebatada al fin a los cristianos. Nadie ha resistido nuestra embestida.
Un escalofrío me recorrió la espalda de arriba abajo. ¿Sería cierta esa noticia? ¿Habrían logrado los feroces jinetes mongoles aniquilar todo aquello que obstaculizaba el paso de sus monturas? ¿Sería ya todo el orbe un gigantesco pasto para el ganado de esos nómadas que odiaban las ciudades, las paredes de piedra y los techos, tanto como amaban las praderas infinitas? Si era así, si lo que decía Tukai era cierto, no tendríamos a donde ir aunque fuésemos capaces de huir, cosa que ahora, viendo la piel inmaculada de Máiuska, volvía a parecerme posible.
—Nuestros enemigos yacen muertos ante las murallas con las que trataron en vano de impedir nuestro avance. El príncipe de Riazan, sus soldados y sus súbditos fueron los primeros en caer. Luego tomamos Kolomna seguida de Vladimir, que osó cerrarnos las puertas. Batu, hijo de Jochi y nieto de Gengis, plantó primero una tienda blanca a fin darles la oportunidad de rendirse y conservar la vida; al día siguiente una roja, cuyo color indica, como es sabido, que los hombres serían pasados por las armas pero dejaríamos vivir a las mujeres y a los niños. Y finalmente la negra. Ellos no capitularon. Nosotros acometimos la plaza. Al séptimo amanecer cayeron las fortificaciones y entramos a coger lo que se habían negado a entregarnos. Todos fueron degollados. Nuestros carros se llenaron con el oro de sus palacios y templos. Luego arrasamos aquel lugar y seguimos hacia Suzdal, Moscú, Rostov…
Junto a mí, apretando los puños, Iván debía reconocer los nombres de las ciudades mártires, porque respondía a cada mención con murmullos que sonaban a juramentos en su idioma indescifrable para mí. Su hermana lloraba en silencio, tratando de hacerse un ovillo con el fin de esconderse. Mi padre se persignaba, horrorizado, supongo que preguntándose, como yo, qué quedaría del mundo cuyos contornos habíamos conocido.
—Derrotamos al orgulloso rey al que llamaban Yuri —continuó relatando Tukai, visiblemente emocionado—, a orillas de un río cuyo nombre he olvidado. Yo mismo clavé mi espada en su pecho. Fue una batalla memorable en la que perecieron también, con honor, muchos de los nuestros. Luego avanzamos rápidamente hacia la rica Novgorod, aunque las lluvias inundaron las marismas que la rodean. Eso salvó a sus habitantes de correr la misma suerte que la sufrida por todo aquel que se atreve a desafiar la ira de los lobos. Nosotros tomamos el camino de regreso, porque las familias necesitan a sus hombres para engendrar nuevos guerreros, pero el grueso del ejército siguió avanzando hacia poniente, y sé, por los emisarios que van y vienen del frente de batalla, que fueron conquistadas y asoladas Preslav, Kiev y todos los feudos del rey de Polonia, y las villas comerciantes que se asoman al mar Báltico, donde obtuvimos un cuantioso botín. También las que se ocultan entre los bosques de la Germania, y otras que no recuerdo, todas ellas cristianas, bañadas por mares cálidos hasta los que llega la sangre que riega sus campos.
Mientras él reía su propia broma macabra, yo evoqué, sin pretenderlo, la visión de esos trigales sembrados de cadáveres; imaginé nuestra hacienda de Girgenti arrasada por esos bárbaros, a todos los sirvientes masacrados, las plantas de jazmín que tanto amaba mi madre arrancadas de sus lechos… Cerré los ojos con fuerza. Hubiera deseado no tener que oír nada más, pero él continuó deleitándose en el relato, pues eso era lo que esperaban de su kan las viudas y huérfanos reunidos a su alrededor: saber que sus hombres habían caído luchando, requisito indispensable para alcanzar la vida eterna.
—Muertos y esclavos; eso es lo que queda de los pueblos que habitaban al otro lado de las montañas, donde va a acostarse el sol. ¡Brindo porque el mundo entero nos pertenece! Por cierto, ¿dónde está mi botín?
Tukai había ido bebiendo generosos tragos de airag negro a medida que se jactaba de sus andanzas, por lo que ya estaba medio borracho. Considerando su edad, suficiente para tener decenas de nietos, y la cantidad de licor que había ingerido, parecía imposible que tuviese ganas de yacer con la preciosa virgen que había conservado intacta para la ocasión, pero el apetito sexual de ese hombre no se saciaba nunca. Además, estaba deseoso de impresionar a todos los miembros de su tribu. La lujuria se reflejaba en sus ojos amarillos, de fiera hambrienta. Deseaba a esa mujer y la tendría, pues en eso consistía el derecho de conquista. ¿Para qué había luchado si no?
Dos guerreros arrebataron a la chica de los brazos de su hermano, que rugió como un león y la emprendió a golpes con ellos. Hicieron falta cuatro fornidos mongoles para sujetarle, mientras Goiko y las otras esposas del kan conducían a una Máiuska aterrada y llorosa hasta la ger, con el fin de prepararla para que su amo pudiera satisfacerse en ella.
De no haber sido yo domado por largos años de cautiverio, habría corrido en su ayuda aunque me jugara la vida. A esas alturas de mi existencia servil, empero, vencido por los golpes y por mi propio desistimiento, peor que cualquier amenaza, contemplé inmóvil cómo era arrastrada hacia la deshonra, entre las carcajadas de los congregados, contentos de que su caudillo obtuviese en su compañía el premio merecido por la victoria a la que les había conducido. Quien no se resignó fue Iván, que empujado por la desesperación se revolvió hasta deshacerse de los brazos que le retenían para abalanzarse sobre el violador de su hermana.
Todo sucedió en un instante. El gigante pelirrojo saltó por encima de nosotros, cogió un enorme leño a medio quemar y se precipitó hacia el lugar en el que el kan, sentado con las piernas cruzadas sobre un tapiz de colores, seguía bebiendo y engullendo carne para tomar fuerzas. De no haberse interpuesto uno de sus guardias entre él y su agresor, habría perecido con la boca llena, porque el garrotazo que descargó el herrero fue de una violencia capaz de matar a cualquiera. Mientras caía fulminado el leal soldado, otros muchos se levantaron para formar un muro de contención en torno a su señor. Si hubieran estado armados con sus arcos, una lluvia de flechas habría derribado al esclavo antes de que se diera cuenta de lo que le ocurría. Lo que llevaban a mano en una ocasión como aquella eran sus cuchillos, y más de uno penetró en la carne de ese extranjero del tamaño de una montaña que, sangrando por varias heridas, seguía debatiéndose como una fiera a la vez que juraba en su lengua.
—¡Alto! Lo quiero vivo —tronó la voz de Tukai—. Es demasiado valioso para perderlo de este modo.
Luego, acercándose a Iván, que yacía en el suelo, le dijo, desplegando su sonrisa lobuna:
—Esta noche voy a solazarme con tu hermana. La desvirgaré despacio, no temas. Gozará conmigo y tal vez le haga el regalo de dejar mi semilla en su vientre. Mañana me ocuparé de ti.
De nuevo tuvieron que lanzarse sobre él para contener su furia, pues parecía capaz de todo con tal de salvar a esa niña, tan parecida a él, que era el único bien que le quedaba en la tierra, una vez muertos sus padres a manos de los mongoles, perdida su libertad, sus gentes, sus bosques.
Inconsciente, pues le habían golpeado en la cabeza como único modo de frenarlo, lo llevaron, atado como un fardo, hasta la ger de los esclavos, situada cerca de los corrales, en la parte más hedionda y enfangada del campamento. Cuando se despertó, comenzó a gemir, como un alma condenada, alternando las lágrimas con aullidos de rabia y gritando el nombre de su hermana, Máiuska, seguido de palabras que sonaban a música de nana y evocaron en mi memoria la imagen de mi madre, en la plenitud de su esplendor, consolándome de alguna pena.
Ella, Máiuska, regresó al día siguiente, bien entrada la mañana, mientras mi padre lavaba las heridas de Iván y yo raspaba una piel de oveja, volcando en ella todo el resentimiento que embargaba mi espíritu. Venía pálida, aunque erguida. Caminaba de un modo que dejaba en evidencia la tortura sufrida, su dolor y su vergüenza, aunque no su derrota. Los surcos del llanto marcaban su rostro, ennoblecido por las huellas del martirio. Avanzaba revestida de gracia. Fuerte e indoblegable, a semejanza de uno de esos arbustos que el viento azota sin quebrarlos.
Si no me hubiese enamorado de su belleza nada más verla, me habría cautivado la entereza con que parecía haber superado la terrible prueba que acababa de pasar. En los tiempos que estaban por venir, Máiuska fue incrustándoseme en la piel y en el corazón cada vez más profundamente, pues lo que descubrí con el correr de los días, la naturaleza de su interior, resultó mucho más hermoso incluso que la elegancia y armonía de su cuerpo. Nunca se rindió a la adversidad. Nunca dejó de luchar por superar las dificultades ni permitió que la venciese la desesperanza. Tampoco perdió la bondad que en ella era innata. Fue valiente y pura hasta el final.
Entró en nuestra tienda, después de su noche de tormento, esbozando una sonrisa amarga, de las que inclinan los labios en dirección contraria a la de la alegría, e inmediatamente fue a buscar el calor de su hermano, con quien entabló una conversación queda, reservada a ellos dos. Ignoro lo que se dijeron, pero se hablaban desde un amor infinito. Ella le acariciaba la frente, amoratada por la paliza recibida, y él le devolvía el gesto peinándole la melena revuelta con una delicadeza impropia de sus manazas. Hacía tanto tiempo que no me permitía a mí mismo conmoverme que me costó reconocer el sentimiento, pero es evidente que aquello me conmovió, y mucho; más de lo que resultaba soportable en ese entorno de brutalidad, en el que sucumbir a cualquier emoción significaba hacerse peligrosamente vulnerable.
La tregua duró lo que tarda el sol en bajar desde lo alto del cielo hasta la línea del horizonte. Al caer la oscuridad que envuelve la interminable noche invernal, los dos guerreros más corpulentos de la tribu vinieron a buscar al ruso y lo condujeron a empujones, todavía atado y con los cortes vendados a la buena de dios por mi padre con unos trapos sucios, hasta la explanada en la que la víspera se había celebrado el banquete. Allí, visiblemente feliz, estaba Tukai, envuelto en su abrigo de pieles.
Hacía frío; tanto que el aliento formaba nubecillas de vapor semisólido que aconsejaban cerrar la boca a fin de evitar enfermar con el aire helado. La luz azul de la luna iluminaba el campamento y proyectaba sombras espectrales. De la hoguera del día anterior apenas quedaban unas pocas cenizas y algún rescoldo todavía vivo, que había sido depositado en un brasero de cobre, no lejos de donde se encontraba el jefe del clan. Hasta allí fue conducido el prisionero, cuyas fuerzas parecían irremediablemente quebrantadas por los rigores padecidos.
—Tu hermana es una real hembra —le escupió Tukai, decidido a vengar la ofensa recibida, sin caer en la cuenta de que Iván no comprendía nada más que el lenguaje de los gestos—. Tardaré en cansarme de ella.
A su lado, Goiko y las otras esposas estaban visiblemente molestas, pues la recién llegada acababa de romper el complejo equilibrio de derechos y deberes conyugales que mantenía en pie el edificio familiar de aquellas gentes. Por lo que yo había podido observar, aunque su tradición ancestral fuese la de compartir esposo, a ninguna le gustaba ver cómo el hombre que consideraban de su propiedad incorporaba a su yurta a otra hembra más joven, más atractiva y más capaz de darle hijos varones. Todas defendían a su prole con uñas y dientes y todas observaban, medían y pesaban cada gesto de su marido, por ver si beneficiaba más a este o aquel chiquillo, pues el favorito sería declarado su sucesor, al margen de cualquier derecho de progenitura. Así lo había establecido Gengis, su referente, y así lo haría también Tukai. De ahí que Goiko, la primera, al igual que todas las que la habían seguido, percibieran a Máiuska como una rival e hicieran lo imposible por apartarla del kan. Una bendición para ella, tanto como para mí.
—Tú —siguió hablando Tukai, empeñado en dirigirse a Iván como si este pudiera entenderle— eres un semental brioso. Demasiado brioso, de hecho, aunque no para un jinete como yo. Has de saber que ningún caballo se me ha resistido jamás. Trataste de matarme, y eso no puedo perdonártelo. Demostraste tener valor, cosa que aprecio. Además, dicen que eres un buen herrero, de los que no desperdician ni una onza de metal, que es exactamente lo que necesitamos, habida cuenta de la escasez de hierro que padecemos pese al tributo que pagan los xin…
Era evidente que el kan no se dirigía únicamente a Iván, que le miraba con odio sin comprender una palabra, ni mucho menos a Máiuska, quien parecía haber encontrado en mi padre un hombro en el que cobijarse en ausencia de su hermano. El discurso estaba destinado sobre todo a su pueblo, ansioso por conocer cómo impartiría justicia su caudillo, sometido al arduo dilema de perdonar a un asesino o ejecutar a un esclavo valioso. Yo temía un castigo brutal, acorde con sus costumbres, y no quedé defraudado.
—No puedo quitarte la vida, como me exigen las viudas del hombre al que mataste ayer, porque destruiría mi propiedad —sentenció—. Tampoco las piernas o los brazos, pues los necesitas para trabajar. Una oreja sería insuficiente ante la gravedad de lo que has hecho… Así es que te arrancaré un ojo. El otro te bastará para ver el lugar del yunque en el que debes golpear. Ya irás aprendiendo a obedecer, como lo hacen Tiro y Mo. Verás, aunque seas tuerto, que mostrarte dócil te trae más cuenta. La próxima vez que intentes algo será tu bonita hermana la que pierda algo de valor, o acaso la vida, si para entonces me he cansado de ella.
»¡Tiro! —llamó a mi padre.
—Amo —respondió él, inclinando la cabeza.
—Enséñale nuestra lengua y tradúcele lo que acabo de decir. Tu hijo aprendió la lección en su momento. Espero que estos dos también lo logren. Ahora, veamos cómo se porta el gigante ante el fuego. Tal vez no sea tan valiente como pretende hacernos creer…
Tumbaron en el suelo a Iván, entre cinco, y cada uno de esos cinco le sujetó un miembro, dejando la cabeza al más forzudo. La mayor de las mujeres del soldado muerto, una matrona robusta, provista de una vara de hierro candente que solía utilizar Ugly para cauterizar heridas, se le acercó, decidida, mientras musitaba maldiciones y lamentos referidos a sus hijos privados de padre por ese monstruo de piel blanca y ojos de buey rabioso.
Al ver lo que iba a ocurrir, el ruso trató de zafarse, empleando en ello toda su energía. Pronto se vio que estaba demasiado débil para salir con bien del trance. Máiuska, mi dulce Máiuska, gritó de terror al tiempo que trataba de acudir en auxilio de su hermano, cosa que a duras penas le impedimos entre mi padre y yo, pues tan sólo habría conseguido ser inmovilizada y obligada a contemplar más de cerca el suplicio. Un siniestro ritual de venganza que se llevó a cabo, inexorablemente, entre exclamaciones jubilosas de la tribu congregada para presenciar el espectáculo.
¿Por qué disfrutan los seres humanos de un modo morboso y cruel del sufrimiento ajeno? En Palermo, de adolescente, había asistido a más de una ejecución pública en que la muchedumbre jaleaba con entusiasmo al verdugo que decapitaba al noble rebelde o retiraba de una patada el taburete que sostenía al villano condenado a morir en la horca. Mi madre me tenía rigurosamente prohibido acudir a esos eventos, pero yo burlaba su vigilancia, ávido de emociones fuertes, y aplaudía como el que más. De algún modo, mis problemas desaparecían al ver caer a esos desgraciados. La vida me parecía algo mejor, más intensa y placentera. Y ahora confieso que incluso mucho tiempo después, al ver padecer a mi compañero de cautiverio el martirio decretado por nuestro amo, me alegré de no estar en su lugar, sintiendo una euforia salvaje invadirme las entrañas.
La mano encargada de ejecutar la sentencia no tembló. Clavó su espada de carbón en el ojo de Iván y la mantuvo ahí un rato largo, como si quisiera perpetuar su desquite, sorda al aullido de dolor que profirió el ajusticiado. Luego él perdió el sentido, merced a la misericordia de Dios, mientras la mujer se retiraba a su tienda sin que su gesto reflejara el menor alivio. Se había terminado la función. Era hora de entregarse al sueño.
Ugly procuró al esclavo los cuidados necesarios para que recuperara las fuerzas, asistido generalmente por Máiuska, quien velaba y consolaba con mimo a su hermano siempre que no era requerida por Tukai para complacer sus apetitos carnales, o bien por alguna de sus esposas empeñada en cargarla con una encomienda desagradable. Yo me preguntaba a menudo por qué la culparían a ella en lugar de volcar su amargura en él, único responsable de la situación, sin encontrar otra explicación que la naturaleza inferior conferida por el Todopoderoso a las mujeres. Era bien sabido que Él las había creado más concupiscentes, envidiosas, glotonas, torpes y maledicentes que a los varones, motivo por el cual no se podía esperar de su naturaleza otra cosa. Ellas eran quienes encelaban al hombre con sus encantos, haciéndole caer en la tentación. Claro que Máiuska era la excepción a esa regla sagrada. Inocente e inmaculada, ella encarnaba, a mis ojos, la perfección de quien atesora todos los dones de Dios.
—Cuando encuentres a una mujer semejante a tu madre —me había dicho mi padre muchísimo tiempo atrás, justificando su negativa a darse por vencido—, comprenderás por qué tengo que regresar a sus brazos.
Ya lo entendía.
Mucho antes de que aprendiera el suficiente mongol para comunicarse conmigo, supe yo leer su mirada habladora. Esos ojos que expresaban miedo, curiosidad, confianza, anhelo, alegría, angustia, o, en rarísimas ocasiones, paz, con tanta claridad como si sus labios hubiesen pronunciado las palabras que designan esas emociones.
Al principio apenas dormía, pobre muchacha, y se sobresaltaba ante cualquier ruido, pues Tukai la mandaba llamar a cualquier hora para que acudiese a su ger, aunque tengo para mí que, dada su edad y las huellas que había dejado en su cuerpo la guerra, no representaba ya un gran peligro para la virtud de Máiuska. De hecho, ella fue aprendiendo a lidiar con esa penosa obligación a base de astucia y entereza, cuidando de satisfacer al amo sin riesgo de quedar encinta, a fin de velar por sus intereses y los de su hermano. No tardó mucho en conseguir de ese modo mejorar las condiciones de su esclavitud con algo más de alimento y mejor ropa, además de reducir el número de palizas que recibía Iván con cualquier pretexto. Más no podía pedir.
Poco a poco fue autorizada a desempeñar los trabajos reservados a las mujeres, en lugar de estar siempre disponible para complacer al kan, quien acabó cansándose de la novedad hasta alejarse casi totalmente de su esclava rusa. Para entonces ya lográbamos ella y yo conversar combinando vocablos, gestos y dibujos trazados en la tierra del suelo con la ayuda de los dedos, gracias a los cuales nos hicimos una idea de lo alejado que estaba su hogar, situado a muchas lunas de camino en dirección al sol poniente y al frío.
—Iván y yo aldea cerca ciudad. Grande, rica. Padre herrero, como él. Madre hermosa, siempre ríe.
Los días eran largos y hacía ya el calor suficiente para permanecer fuera de la tienda después de anochecido, cuando el campamento iba quedando en silencio, por lo que deduzco que debían de llevar medio año con nosotros. Durante ese tiempo yo no había dejado de adorar su fortaleza, su bondad, la capacidad que tenía de iluminarme el corazón cada vez que la veía y, por supuesto, la perfección de sus facciones, su talle, adivinado bajo el corte masculino de la gruesa túnica que la cubría… hasta la última curva de su cuerpo, cuyo poder de atracción me obligaba a un esfuerzo constante de contención a fin de no asustarla con mi deseo.
El cielo estaba plagado de estrellas; candelabros celestiales; reflejos diminutos del resplandor de Dios, que hasta entonces, hasta el momento en que las contemplé con ella, nunca me habían parecido tan preciosas. Máiuska se abría a mí con naturalidad, logrando que la lengua de los mongoles sonara a música, y yo traté de corresponder a esa confianza rebuscando en el fondo de la memoria esos recuerdos dichosos que tanto empeño había puesto en borrar.
—Mi madre también era hermosa. Casi no me acuerdo de su rostro, pero sé con certeza que su piel olía a azahar y sus caricias eran suaves además de cálidas, como si sus manos hubiesen estado recubiertas de seda mezclada con piel de armiño.
No me había parado a pensarlo, pero caí en la cuenta de que lo que recordaba de mi madre no eran imágenes sino sensaciones. El aroma y tacto del descanso placentero, del amor incondicional. Debí de poner más sentimiento del que hubiera sido prudente en mis palabras, porque Máiuska, generalmente tan sólida, rompió a llorar.
—¿He dicho algo que te haya herido? —me apresuré a disculparme.
—No, tú no. Es que madre mía igual y ahora muerta. Mongoles matan a todos, después de violar. Ella grita, padre loco, muerto también. Iván y yo…
—Eso quedó atrás —dije tratando de consolarla—. Debes olvidarlo. Tus padres están ahora en el Reino de los Cielos, contemplando la luz del Señor que llega hasta nosotros a través de pequeñas ventanas. ¿La ves? —Y señalé la bóveda celeste, cuajada de puntitos brillantes.
Ella sonrió, agradecida y sorprendida a la vez. Después, tras una pausa destinada a recobrar el dominio de su voz, preguntó:
—¿Dónde tu casa?
—Lejos, muy lejos, donde se acuesta el sol, el mar es cálido y la tierra alimenta árboles de fruta dulce. En una isla llamada Sicilia que no conoce la nieve.
—¿Nunca nieve?
—Nunca, salvo en lo alto de la montaña de fuego.
—Me gusta Sicilia.
—Un día te llevaré allí. Te lo prometo.
Lo dije sin pensarlo, impulsado por la pasión, aunque desde el mismo momento en que formulé esa promesa se convirtió en una obsesión. Claro que, a renglón seguido, me invadió la duda que habitaba en mi padre y en mí desde que habíamos oído a Tukai relatar las conquistas de su última campaña. ¿Y si la mano de nuestro amo llegaba hasta la isla de mi infancia? ¿Y si habían arrancado los olivos, quemado los naranjos y arrasado los cultivos de trigo con el fin de abrir pastos para sus ganados?
Como si me hubiese leído el pensamiento, en ese instante salió mi padre de la ger, seguido de cerca por Iván, que avanzaba también rápidamente en el aprendizaje de su nuevo idioma.
—Estaba comentándole a nuestro amigo lo mucho que nos complace su compañía y la de su hermana. —Acto seguido, se sentó a nuestro lado, sobre el polvo amarillento.
—Yo acabo de prometer a Máiuska llevarla un día a Sicilia —le dije en italiano.
—¿Cómo se te ocurre? Un caballero no promete lo que no puede cumplir. Deberías saberlo, hijo —me recriminó, con gesto severo, elevando el tono.
—¿Problemas? —terció Iván.
—No, hablábamos de nuestro hogar —respondí yo—. De si quedará algo de él.
—Tu rey, cobarde. Mi pueblo masacrado pero pelea. El tuyo, no.
—¿Qué quieres decir? —le interrumpió mi padre.
—Príncipes rusos reclutan hombres, combaten, piden ayuda. Príncipe imperio no escucha.
—¿Te refieres a nuestro señor Federico, al emperador?
—Federico, sí, ese su nombre. Él dice mongoles matan musulmanes, destruyen ciudades infieles, mongoles amigos.
—No puede ser —intervine yo, incrédulo—. Tiene que tratarse de otra persona. Nuestro rey es un gran guerrero que no conoce el miedo ni desprotegería jamás a sus hermanos de fe. Es, además, un hombre sabio. Resulta imposible creer que considere amigos a estos salvajes paganos. Él teme a Dios y ama la cultura, el arte, todo aquello que desprecian nuestros amos.
—Él guerra, sí, pero lejos, en su país, contra el Papa de Roma, dice sacerdote en Novgorod —respondió Iván, sin perder la paciencia y con el buen humor que demostraba tener siempre que nadie ofendiese a su hermana—. Federico cree mongoles amigos porque casados con cristianas. Él no ve lo que hacen en Rusia, en Hungría. Él no ayuda.
Si en ese momento un rayo me hubiese partido en dos, como les sucedía a los abedules más altos cuando arreciaba la tormenta, no habría experimentado más dolor. Lo que estaba contando ese hombre sencillo, con total naturalidad, era que el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, cabeza de la cristiandad, por quien mi padre y yo habíamos entregado sin dudarlo nuestra sangre, había establecido una alianza tácita con la horda más brutal y devastadora que hubiese conocido la humanidad. Que no sólo nos había traicionado y abandonado a nuestra suerte a nosotros, soldados a su servicio, sino que asistía impávido al exterminio de la civilización bajo su custodia a manos de un pueblo determinado a convertir el mundo entero en una gigantesca estepa en la que dejar galopar libremente a sus caballos.
La noticia me causó estupor, seguido de rabia, pero a mi padre lo hundió. Creo que toda la fuerza a la que se había aferrado hasta entonces con el fin de sostenerme y sostenerse él se le escapó de golpe, al comprobar cómo ese honor de caballero que él identificaba íntimamente con su señor y constituía su divisa, esa coherencia irrenunciable con los propios principios y valores, guía de su caminar por los senderos de la vida, carecía de significado real. Todo aquello que daba sentido a su existencia se derrumbó en un instante, arrastrándole a un pozo de tristeza similar al que me había engullido a mí antes de la llegada de Máiuska. Y supe que si no lográbamos salir pronto de allí, le perdería irremediablemente.
¿Es posible olvidar el primer amor? ¿El único amor verdadero? Yo veo, cuando cierro los ojos, hasta el más pequeño pliegue de su piel de arena suave como la de las playas de mi Girgenti natal; hasta el último matiz violáceo de sus ojos de cielo; cada palabra, cada gesto, cada caricia que me regaló. Y recuerdo, como si hubiese sucedido ayer, la vez primera que la amé, junto a ese lago helado en el que había planeado ahogarme, sumergiéndome en su calor con la dicha incomparable de quien funde en ese abrazo todos y cada uno de los rincones del alma, de la mente y del deseo.
Durante aquel encuentro mágico, ella estaba tan asustada que me obligué a contener la urgencia que me reclamaba el cuerpo para escuchar con atención el suyo. Pensé, mientras la besaba, aplazando a conciencia el anhelado abandono, en los pájaros caídos del nido que había cuidado en mi infancia, en las cometas en forma de mariposa que volaban por los cielos de Palermo, sorprendiéndome ante el milagro de su ingravidez, en la flor del azahar que florece en primavera, en las fuentes cantarinas del Palacio de los Normandos… Luego dejé de pensar y simplemente sentí. La sentí a ella.
Hacía mucho tiempo que intercambiábamos miradas de esas que no necesitan traducción. Cuando la requería el kan para una de sus visitas nocturnas, ella imploraba mi perdón, obedeciendo a un impulso espontáneo, mientras yo experimentaba la necesidad de estrangular a Tukai con mis propias manos. Incluso Iván, que a pesar de ser tuerto percibía con claridad los gestos que nos hacíamos, llegó a darme su bendición, una noche de esas en las que ambos habríamos rivalizado por ver cuál de los dos vengaba la honra mancillada de Máiuska, si hubiésemos tenido la oportunidad de hacerlo.
—Algún día será tuya, hermano —me dijo, dándome en el antebrazo un apretón con su mano poderosa.
—Lo será ante Dios —le respondí—. Te lo juro. La sacaré de este infierno.
—Lo haremos juntos, Guillermo. Encontraremos el modo de hacerlo. Confío en ti y sé que ella te ama. No deja de hablarme de esa isla tuya en la que nunca nieva.
—La llevaré a Sicilia y allí me casaré con ella. Por mi honor que lo haré.
—¿Tenéis hidromiel en ese lugar del que tanto presumes?
—Tenemos vino del mejor.
—¿Vino? ¿Qué es el vino? No hay licor como el hidromiel, créeme. Ni esta porquería de airag ni vuestro zumo de uva. Algún día probarás el hidromiel y verás lo que es realmente bueno.
Los dos tratábamos de olvidar lo que estaba ocurriendo en ese preciso momento, porque de no haberlo hecho habríamos corrido hacia una muerte segura. Los dos sabíamos, no obstante, que si Máiuska quedaba encinta de Tukai, cosa cada vez más probable por más ardides que empleara ella para impedirlo, él estrecharía la vigilancia a que la tenía sometida, dando al traste con nuestros planes. Si el hijo que naciera, además, no tenía rasgos mongoles, su venganza sería implacable. El tiempo corría en nuestra contra. Era hora de actuar.