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Partí al paso, sin hacer el menor ruido, hasta estar lo suficientemente alejado para no ser oído por los habitantes de la aldea. Entonces clavé los talones en el poni con toda mi fuerza para obligarlo a galopar como si nos persiguiera el diablo, que era exactamente el nombre de quien pronto nos iría a la zaga.

Yo admiraba en los mongoles la fiereza y el tesón con que se afanaban en convertirse en guerreros imbatibles. Había soñado incluso con participar en sus ceremonias e interiorizar, como hacían ellos, los relatos de glorias recientes y la potencia de héroes a los que veneraban, recordando sus nombres y linajes, con el fin de adquirir algo de su valor y destreza. No podía quitarme de la cabeza, precisamente por ello, esa frase tantas veces pronunciada por sus labios con orgullo: «Los mongoles aman la venganza y no conocen la piedad».

Si me atrapaban, sabría lo que querían decir con esas palabras.

Sentía tanto miedo y a la vez tanta excitación que no pensé en la herida que causaba a mi padre con mi fuga, ni mucho menos en el destino al que le condenaba si tomaban represalias en él. Mirando hacia atrás con la perspectiva que da el tiempo, creo que pocas veces pensaba entonces en alguien o algo que no fuese yo mismo, mis deseos, mis necesidades, mi frustración o mi apetito. Y en ese preciso instante mi único anhelo era alejarme de allí cuanto antes, desandar el camino andado, sobrevivir cazando, matando o dándome al bandolerismo, si era necesario, hasta encontrar una caravana. Una vez llegado a ese punto, me emplearía como sirviente, intérprete o cualquier otra función que quisieran asignarme sus integrantes, a cambio de viajar con ellos. Ya en tierra cristiana, acudiría al emperador en busca de auxilio, le contaría nuestro calvario, le suplicaría junto a mi madre que pagara un rescate a Tukai por nosotros y yo mismo regresaría a Mongolia, en compañía de un ejército de mercenarios, para liberar a mi progenitor. Así me convertiría al fin en un héroe semejante a él. Todo aquello me parecía perfectamente posible, o acaso tratara de justificarme a mí mismo el abandono en que le dejaba, ni siquiera ahora lo sé. Lo cierto es que me repetía a cada paso esa historia dentro de la cabeza e iba agregándole detalles de honor y gloria, a cual más fantasioso.

Las pequeñas monturas de la estepa, robustas, de largas crines, son prácticamente inagotables. Domadas desde su nacimiento para que resistan a larguísimas marchas y cargas descomunales en proporción a su tamaño, avanzan, dóciles, al paso que marca el jinete, hasta caer fulminadas si se les exige demasiado.

Los incontestables éxitos militares de aquel a quien llamaban Gengis se debían en buena medida a esa circunstancia, según lo que contaban algunos de los veteranos que habían participado en sus campañas. Los guerreros mongoles, decían ellos mismos, eran más rápidos que ningún otro ejército sobre la tierra y se trasladaban a mayor velocidad que cualquiera de sus enemigos, porque sus ponis aguantaban lo que les echaran encima, por insoportable que pareciera. Yo lo sabía de sobra, acostumbrado como estaba a tratar con ungüentos, que me proporcionaba Ugly, las terribles llagas que dejaban en sus flancos las sillas de montar y las botas de sus jinetes. Los había visto llegar a menudo exhaustos, cubiertos de sudor blanquecino, echando espuma por la boca, con los cascos desgastados casi hasta el hueso, pues no llevaban herraduras, ni las apreciaban, ni tenían casi nunca hierro suficiente con el que fabricarlas. Esos animales eran realmente asombrosos, lo que me obligaba a controlar mis prisas y hacer a pie largos trechos, so pena de ver caer muerto a mi caballo en cualquier momento.

Avancé toda la noche sin salir del bosque, guiado por las estrellas, hasta que la fatiga me obligó a pararme. Dormí un rato al abrigo de un árbol enorme que olía a resina, busqué algo de comer sin hallar otra cosa que un puñado de piñones, apagué mi sed bebiendo agua de un arroyo de los muchos que corrían por allí y reanudé la marcha, hacia poniente, rezando en silencio porque Dios condujese mis pasos hacia la salvación. Ese segundo día caí en la cuenta de que no llevaba ningún arma con la que poder cazar o despellejar una presa capturada mediante un lazo. Casi había olvidado el tacto de un cuchillo, si no era bajo la supervisión de un hombre armado, y no digamos el de una espada. ¿Cómo iba a alimentarme? Me inundó una oleada de pánico. Estaba solo, perdido en medio de una inmensa nada, con las manos desnudas. Se abrió paso en mi corazón, tímidamente, la idea de regresar y afrontar el castigo que me hubieran reservado, aunque la rechacé de inmediato. Mejor morir de hambre libre, en medio de esa espesura testigo de la pureza divina, que entre atroces tormentos padecidos en calidad de esclavo. Decidí que seguiría adelante, hasta donde me llevaran las fuerzas.

Con la ayuda de varias piedras que fui probando logré afilar una rama y convertirla en algo parecido a una lanza. Con suerte, me dije, podría clavársela a un pez o a una pieza pequeña, como una marmota de las que abundaban por aquellos pagos. A falta de fuego, comería la comida cruda y la despedazaría a mordiscos, como había visto hacer a mis verdugos en alguna ocasión. Y en el peor de los casos, la emplearía para perforar una vena a mi poni y beberme su sangre. Todo menos rendirme. El camino emprendido no tenía vuelta atrás y además contaba con la complicidad del tiempo, que cada día era más templado.

Transcurridas cuatro noches miraba al futuro con optimismo. Al quinto día, me encontraron.

Ni siquiera me había molestado en borrar mis huellas. No se me había ocurrido que pudieran dar con ellas en un espacio tan vasto. Pero para unos exploradores mongoles, acostumbrados desde niños a seguir cualquier rastro en cualquier terreno, aquello había sido un divertimento. Llegaron antes del alba, esperaron pacientemente a que despertara y me dieron los buenos días con educación, dibujando sonrisas en sus rostros curtidos por la intemperie. Muecas, más que sonrisas, que dejaron al descubierto dientes afilados y amarillentos. Dientes voraces. Dientes de fiera.

La senda del regreso fue un calvario; otro más. Sometido al escarnio de mis dos guardianes, que se regodeaban anticipando cuál sería mi penitencia, desanduve lo andado a toda prisa, sin prácticamente comer ni descansar, pues mis captores estaban impacientes por demostrar a los suyos su buen hacer y recibir el homenaje correspondiente a su hazaña. Llevaban de vuelta al fugitivo, debidamente amarrado. Serían premiados con abundante airag negro y más de una felicitación. Tukai les honraría con su atención. Sus mujeres les recompensarían con algún deleite extraordinario en el lecho. Lucían el signo de la victoria en los ojos, mientras yo era la viva imagen de la derrota.

Toda la gente del clan, integrado por un centenar de personas, se congregó para recibirnos a la entrada de los corrales. Los mongoles solían ser acogedores con los viajeros que solicitaban y obtenían hospitalidad. Les brindaban refugio y alimento, pues así lo exigía la tradición milenaria de los nómadas. A los criminales, como yo, les estaba reservada una suerte bien distinta.

Sin mediar palabra, me ataron a un poste plantado allí mismo, junto al recinto del rebaño, desnudo de cintura para arriba. Mi padre trató de acercarse a mí, pero lo sujetó violentamente un guerrero que se lo llevó de mala manera a la vez que él gritaba, en italiano:

—¡Resiste, hijo, vivirás!

—¿Viviré? —Yo estaba convencido de lo contrario, aunque esa expresión, esa misma expresión, «resiste», era la que había empleado él al salvarme de las flechas selyúcidas muchos años atrás, en los alrededores de Jerusalén, y había logrado que viviera.

—Ten fe —siguió diciendo mi padre a voces—. ¡Aguanta!

¿Cuánto duraría mi suplicio? ¿Qué vendría después? El tiempo se había quedado suspendido del mismo madero que me mantenía a mí inmóvil e inerte ante las chanzas de las mujeres y los chiquillos, algunos de los cuales se acercaban a darme pellizcos y salían corriendo de inmediato, espantados por mis amenazas.

Llegó la oscuridad, cayó el silencio sobre las gers y yo seguía allí amarrado, dolorido, condenado a una postura imposible, muerto de sed y hambriento, aunque la peor tortura era sin duda la incertidumbre sobre lo que me traería el alba. Nadie me decía nada. No había forma de conocer la condena que se me había impuesto, ni el plazo fijado para la ejecución, ni el modo en que se llevaría a cabo. Insomne, aterido de frío, trataba de imaginar lo peor que podría ocurrirme a fin de estar preparado para afrontarlo como un hombre. ¿Me decapitarían? ¿Sería despellejado vivo? ¿Acaso sufriría la suerte de los habitantes de Bujara y perecería degollado? Esa sería, con diferencia, la mejor de las muertes posibles.

Sólo entonces alcancé a comprender el pleno significado de la palabra «despiadado», que pronto asocié con «despótico». Las lecciones recibidas de mi padre durante las interminables horas que pasábamos juntos, cuando él trataba de distraer mi angustia, acudieron a mi mente con mucha más claridad de la que parecían tener entonces, mientras yo las escuchaba en silencio, entre resignado y aburrido. Nuestro rey Federico, recordé, había redactado leyes que establecían lo que podía y no podía hacerse, así como la pena asociada a cada delito. Eran normas severas, sin duda, como lo eran los azotes, el potro, la prisión o la horca que castigaban a los proscritos, pero al menos eran algo; marcaban la diferencia entre el bien y el mal mundanos, igual que la Iglesia establecía con claridad en sus enseñanzas las fronteras entre el infierno y la salvación. En nuestro universo existían guías, antorchas, mojones de señalización llamados Ley, más poderosos incluso que la voluntad caprichosa del soberano. Allí no. Entre los mongoles únicamente imperaba la decisión arbitraria del kan, que dependía de factores tan imponderables como su estado de humor o de borrachera. No había manera de saber a qué atenerse, máxime siendo, como era yo, un extranjero desconocedor del complejo entramado de tradiciones ancestrales en las que basaban su comportamiento.

Pasaron los días, no sabría decir cuántos, hasta que la luz se fundió con las sombras en un único delirio de dolor. Siguieron zahiriéndome los chiquillos con sus manos y sus cuchillos, sin que pudiera esgrimir defensa alguna. Se mantuvo el muro impenetrable de silencio a mi alrededor. Una mujer, la misma que nos había enseñado a hacer fieltro, burló en varias ocasiones la vigilancia de los guardianes para darme unos sorbos de agua, murmurándome al oído palabras de consuelo que lograban hacer parecer dulce la lengua entrecortada y áspera de los mongoles. Luego supe que había perdido a sus tres hermanos en las guerras de Gengis. Se llamaba Riama.

Desperté del letargo que precede a la muerte de un bofetón. Según desataron mis ligaduras, me desplomé al suelo como un saco de arena, incapaz de sentir miembro alguno. Tenía la mente tan nublada como la vista, no hilaba un pensamiento con otro ni ejercía el menor control sobre mi cuerpo. Apenas noté cómo me arrastraban hacia la tienda del kan, me introducían cual fardo en ella y me dejaban en el suelo, ante sus pies, completamente aturdido.

Creo que allí estaban la madre y varias esposas de Tukai, empezando por Goiko, que trató de acercárseme diciendo cosas incomprensibles, hasta que su marido le ordenó regresar a su sitio y callar. A duras penas, ayudado por dos guerreros, logré ponerme de rodillas y levantar la cabeza para escuchar su veredicto.

—Tienes valor, esclavo, hay que reconocértelo, aunque eres absolutamente estúpido. ¿Dónde pensabas llegar?

No contesté. Él no quería saber la verdad ni yo estaba en condiciones de dársela. Aquella era una mera puesta en escena destinada a demostrarme y demostrar a todos los presentes su poder absoluto sobre mí.

—Gran Kan —intervino mi padre, erguido ante el caudillo con la cabeza bien alta—. Permíteme una vez más ofrecerte mi vida a cambio de la de mi hijo. Él os será de mucha más utilidad que yo. Es joven…

—¡Calla! —le cortó en seco Tukai—. Ya has hablado bastante.

—No le escuches —balbucí yo—. Haz conmigo lo que tengas que hacer pero a él no le toques.

Por un instante nadie dijo nada. Yo creí percibir algo parecido a una sonrisa, esta vez auténtica, en el rostro del caudillo, aunque probablemente fuese fruto de mi imaginación. Luego él se acercó a mí, me agarró la barbilla hasta hacerme daño con sus manos de acero y dio a conocer su sentencia.

—Puesto que estás vivo, a pesar del castigo recibido, vivo seguirás. Es la voluntad de los dioses. Tu padre ha trabajado por ti e invocado mi clemencia. Se ha hecho garante de tu conducta y yo he aceptado su palabra, porque respeto su sentido del honor. De modo que no vuelvas a ponerme a prueba. Si tratas de escapar de nuevo, o pones la mano encima a una mujer —lanzó una mirada de soslayo a Goiko— o te atreves a dañarte a ti mismo y privarme así de una propiedad, será tu padre quien pague por tus faltas. Puedes estar seguro de que lo hará. ¿Has comprendido?

—Sí —murmuré con un hilo de voz.

—¿Has comprendido? —repitió él elevando el tono.

—Sí —repliqué, algo más alto.

—Está bien. Podéis llevároslo —dijo a sus guardias—. En cuanto se tenga en pie, que vuelva a sus faenas.

En la ger me esperaba mi padre, más demacrado que nunca, con la angustia dibujada en el rostro. Había adelgazado a ojos vista. Sus manos, destrozadas por las duras tareas a las que las sometía, eran puro hueso cubierto de piel callosa. Pero a juzgar por el modo en que me miraba, mi aspecto debía de ser mucho peor que el suyo.

—¡Qué te han hecho, hijo! —fue lo primero que me dijo.

—Me han perdonado la vida —respondí, genuinamente sorprendido.

—Tukai sabe perfectamente lo que sucedió entre su esposa y tú. La conoce. Yo se lo expliqué, a riesgo de provocar su ira, pero él ya estaba al corriente y había llegado a esa conclusión nada más oír las quejas de Goiko. Ella lleva años amargándole con sus celos. Se ve que algunas mujeres no aceptan con naturalidad esa costumbre pagana de compartir a sus hombres con otras y se vuelven retorcidas y envidiosas.

—Aun así —repliqué con gran dificultad para hablar—, jamás pensé que me dejarían vivir.

—No cantes victoria todavía… Duerme y descansa.

Tragué algo de leche caliente y caí en un sueño profundo sin pesadillas. De cuando en cuando sentía la presencia de ese hombre que me hablaba en italiano, arropándome o dándome algo de beber. Luego regresaba a mi letargo. Perdí la noción del tiempo, hasta que un dolor agudo en el pecho me sacó del pozo plácido en el que vagaba, inconsciente. Lancé un aullido antes incluso de abrir los ojos, y cuando lo hice vi al chamán, inclinado sobre mí, blandiendo un hierro candente. Traté de moverme, pero dos brazos fuertes me sujetaban. Chillé, mientras Ugly repetía la operación y volvía a quemarme la piel del torso, dejando un tufillo a carne quemada que me provocó arcadas violentas.

—Era necesario, Guillermo. Tienes calentura. Algunas heridas del pecho se te habían infectado y supuraban un líquido que había que cortar de cuajo. El chamán ha accedido a curarte. Tenemos que darle las gracias.

—¿Estás loco, padre? ¡Quiere matarme! —contesté, sin poder contener el llanto.

—Ya lo comprenderás, hijo —me tranquilizó, acariciándome la frente como solía hacer mi madre cuando era un niño.

Mientras tanto, el curandero recitaba fórmulas rituales, canturreando, a la vez que fabricaba cataplasmas de hierbas, juntando el contenido de algunos de sus saquitos con escupitajos, para depositarlas meticulosamente, una a una, sobre mis llagas abiertas. Tardó mucho en completar el tratamiento y rematarlo con una serie de pasadas de su báculo encintado sobre mis heridas, destinadas, según dijo, a atraer el favor de los espíritus, indispensable si queríamos lograr su contribución a mi sanación. Finalmente se marchó, a todas luces satisfecho del deber cumplido, a atender otras obligaciones en ese espacio difuso que ocupaba dentro del clan, a medio camino entre este mundo y el otro.

Serían los espíritus o los ungüentos, pero lo cierto es que las heridas se cerraron muy pronto. Las del cuerpo al menos; las del alma tardarían algo más.

Llegó el calor, y con él hicieron irrupción los mosquitos y los piojos que nos atormentaban a toda hora. Volví a recoger excrementos, acarrear agua, cepillar a los caballos y engrasar sus sillas, comer, dormir, vegetar… De haber creído que Tukai no cumpliría su amenaza sobre mi padre, habría cedido a la tentación de lanzarme a las aguas heladas del río. Me sentía apático y avergonzado, sin ganas de nada que no fuera robar un trago de licor aquí o allá y dormir el sueño del alcohol. Tenía la convicción de que todo se había acabado, de que no merecía la pena seguir luchando.

—El tiempo suaviza todas las afrentas y les da otra perspectiva —me repetía mi padre—. No tienes nada que reprocharte.

—No tengo nada por lo que vivir. Esto no es vida.

—Comprendo cómo te sientes, Guillermo. Yo pasé por lo mismo en Damieta, cuando me hicieron prisionero y pensé que nunca más vería la luz del sol, pero aquí estoy, contigo, superando cada amanecer y cada ocaso, pensando constantemente en tu madre, en nuestra casa, en el mar cálido color turquesa en que me bañaba cuando tenía tu edad. Esta vez ha salido mal pero habrá otras…

—No juegues con mi esperanza, padre. Es algo demasiado valioso. No trates de engañarme diciéndome que tengo otro destino distinto que el de morir cautivo. Hasta ahora me he convencido a mí mismo de que podría escapar, y eso ha mantenido mi ánimo. Ahora debo resignarme y no lo consigo. Si no fuese por lo que te harían a ti…

—¡Calla, no blasfemes! La vida es sagrada y no nos pertenece a nosotros, sino a Dios, nuestro Padre, que nos la regaló, creándonos, además, a su imagen y semejanza. No pienses siquiera en condenar tu alma a las llamas eternas quitándotela.

—No lo haré —prometí, sin fuerzas para rebatirle—. Quédate tranquilo.

—Guillermo —dijo endureciendo el tono, a la vez que me miraba fijamente—, escucha bien lo que voy a decirte. La esperanza no es una mercancía que se dé o se quite. Tampoco puede ser un espantajo que se agite en vano ni una coartada para justificar la cobardía, como hizo Gunter al delatarnos con el argumento de que sobreviviendo, aunque fuese a costa de esa conducta vil, conservaría intactas sus posibilidades. La esperanza es una actitud ante la vida y ante uno mismo. Es un no abandonarse a las circunstancias. Es creer en tus propias capacidades y en tu valor para superar lo que acontezca. Esa es la esperanza que te pido que no pierdas. Consérvala y serás el único dueño de tu destino.

Se sucedieron las estaciones en esa tierra salvaje, de la estepa al bosque y del bosque a la estepa, una única inmensidad igual a sí misma, hombres y animales juntos, sin otro placer que galopar contra el viento, llenar la tripa y aparearse, mientras se ejercitaban en el combate que parecía dar sentido a su existencia. Yo los observaba, desde esa región ignota en la que vagaba mi espíritu atormentado por la ausencia de horizonte, y me daba cuenta de que formaban un conjunto cuyas partes eran inseparables. Habría sido imposible sobornar a uno de los miembros de la tribu o pedirle que traicionara a los otros. El clan era un ser vivo en sí mismo, una especie de colmena humana en la que todos se movían en función de los demás, guiados por una única voluntad colectiva. Cualquier pretensión de individualidad habría significado la exclusión del grupo. No concebían otra meta que perpetuar la tradición, fuera de la cual nada tenía sentido. Ellos no cambiarían jamás. Si no lográbamos adaptarnos, pereceríamos.

Poco a poco, pues, forzados por la necesidad, fuimos adoptando las costumbres de los mongoles y, en mi caso, hasta su forma de pensar. Aprendimos a huir del agua, untarnos la piel de grasa de oveja, desgastarnos los dientes curtiendo pieles a dentelladas y orinar sobre ellas con el fin de ablandarlas, siguiendo el ejemplo de las mujeres de ojos almendrados a cuyo servicio estábamos, toda vez que los varones no desempeñaban tarea doméstica alguna. Nos hicimos el paladar y las tripas a la leche agria de yegua y cabra, la carne, cruda, hervida o asada, sin condimento alguno ni sal; la sangre fresca de caballo, el queso o los ojos aún calientes de una presa recién cazada, auténtica exquisitez que en raras ocasiones se nos obsequiaba como premio por alguna labor bien hecha. Olvidamos por completo el sabor del pan, del aceite, de la fruta, de la verdura. Comprobamos la eficacia de los remedios de Ugly contra el dolor de muelas y huesos, a menudo más crueles que los causados por cualquier arma. En definitiva, fuimos despojándonos de nuestra identidad.

En mis sueños, llegué a verme yo mismo con la piel cobriza, los pómulos prominentes y la mirada afilada que tenían ellos, pues no guardaba el menor recuerdo de mi fisonomía anterior a la caída y cada vez me identificaba más con la rudeza necesaria para soportar su modo de vida. Hasta llegué a disfrutar imitándoles: daba saltos de marioneta al son del tambor en sus fiestas, gritaba de cuando en cuando al viento en lengua mongol, tal como había visto hacer al chamán, defecaba a la vista de cualquiera sin la menor incomodidad; perdí hasta el último vestigio de pudor… En más de una ocasión, Dios me perdone, me humillé hasta el extremo de desahogar mis más miserables apetitos con una de las bestias que pastoreaba. ¡Señor, cuán bajo caí!

Mi padre no. Él sufría profundamente al ver cómo yo me animalizaba, y trataba de rescatarme llevándome a través de la conversación a la patria y a la esencia que nos habían robado. Para él siempre fui Guillermo, aunque yo respondiera sin reservas al Mo que se me había asignado y me expresara con más fluidez en la lengua gutural de nuestros amos que en la de mi infancia. De cuando en cuando me pedía que le llamara Gualtiero, a fin de no olvidar el sonido de su propio nombre, mientras que a mí me sonaba ya más familiar el Tiro que oía a mi alrededor…

—Los nombres de las cosas importan más de lo que pensamos —solía repetir con frecuencia—. Los nombres definen, evocan, encierran, sitúan los objetos y los sentimientos en su contexto, los hacen próximos, familiares…

—No comprendo, padre. Un nombre es un nombre. ¿A qué viene tanta complicación?

—¿Es que no te das cuenta de que la peor esclavitud está precisamente ahí, en tu forma de verte a ti mismo? Si piensas como un mongol te parecerás a uno de ellos aunque de rango inferior. Y son los nombres, las palabras, el lenguaje los que modelan nuestro pensamiento. ¿Por qué hablamos nosotros en italiano? Porque Sicilia es una palabra italiana, como los son olivo, trigal, vino y naranjo. Yo no quiero olvidar esas palabras, por más que se me escape el contenido exacto de lo que significan. Allí, en nuestro hogar, todas las cosas tienen nombre y esos nombres evocan emociones gratas, sensaciones cálidas…

—También aquí las cosas tienen nombre. Sólo cambia la forma de nombrarlas, pero el sol es el sol y el cielo es el cielo.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo se dice en mongol laúd, elegancia, refinamiento o poesía? ¿Cómo se dice amor cortés? ¿Cómo se dice Braira? ¿Comprendes ahora lo que quiero decir? Debemos aferrarnos a la tabla de salvación que son las palabras, los objetos, los sentimientos, los conceptos que nos ligan a nuestro verdadero ser. De lo contrario, nos habrán sometido.

No terminé de captar del todo lo que quería expresar mi padre, aunque por el respeto y la gratitud que le debía asentí ante sus argumentos y seguí dirigiéndome a él en la lengua que mi progenitor amaba, renunciando en su presencia a la que me salía de dentro. Según él, todo lo que nombraba ese idioma era frío, hostil, amenazador, inabarcable. Yo veía las cosas de un modo mucho más pragmático, acaso porque apenas había tenido ocasión de conocer los placeres a los que se refería él en su recuerdo nostálgico de nuestra tierra. Mi naturaleza era ya muy similar a la de esos nómadas errantes, con quienes disfrutaba participando en todas las actividades que empezaban a permitir que probara, siempre que antes hubiera hecho mi trabajo. ¿Qué me importaba a mí su nombre mongol?

Una de las diversiones que más gozaba era la caza.

La primera vez que se congregaron para dar una batida por la estepa me enamoré del cuchillo que llevaba Tukai. Era una obra de arte, probablemente parte de un botín cobrado a los xin, que colgaba de su cinturón con el brillo de una joya. En realidad no vi el acero en sí, guardado dentro de su vaina, sino el estuche de hueso labrado que le servía de funda, decorado con escenas de la vida cotidiana. Allí, dibujados con tinta negra y una increíble precisión, aparecían varios chiquillos con las cabezas rapadas a excepción del flequillo y dos moñetes laterales, a la usanza de esas gentes, recogiendo agua en pequeños cántaros o bailando al son del tamboril de un modo parecido al de los osos, es decir levantando brazos y piernas alternativamente, que es como solían manifestar ellos su alegría. Junto a los niños, el artista había trazado con exquisito realismo los perfiles de plantas, árboles y montañas. Nunca había visto nada tan hermoso en manos de esos bárbaros. Con razón se envanecía el kan presumiendo del objeto que exhibía, consciente de llevar una pieza única. Si el estilete estaba a la altura del envoltorio, degollaría a los animales que se pusieran a su alcance limpia y rápidamente, sin desgarros que estropearan las valiosas pieles que los recubrían.

Al igual que los lobos, los mongoles cazaban en grupo. Se desplegaban, hombres a caballo, mujeres y esclavos a pie, formando un gran círculo en torno a la hierba alta, de manera tal que cada uno de sus integrantes apenas viera en la lontananza a la persona que tenía al lado. Una vez en posición, empezaban, o mejor dicho empezábamos, puesto que yo tomaba parte en la operación, a hacer ruido al unísono con toda clase de instrumentos, incluida la voz, hasta armar una algarabía que provocaba la estampida de aves, ratas, zorros, ciervos enanos de la estepa, marmotas, perros salvajes y demás criaturas susceptibles de ser capturadas. Entonces el kan y sus notables lanzaban a sus halcones al vuelo, tras los pájaros que oscurecían el cielo, mientras los guerreros clavaban sus certeras flechas, una a una, con la precisión de quien sabe muy bien lo que se trae entre manos, en las presas que corrían aterradas campo a través.

La primera vez que contemplé ese espectáculo pensé que las inmensas praderas de Mongolia estaban prácticamente desiertas. ¡Qué error! Las poblaba una increíble cantidad de fauna variopinta, a la cual nadie hacía ascos. Una vez levantadas las piezas a batir, el clan se iba cerrando en círculo en torno a ellas, hasta atraparlas en una implacable red humana de la que pocas salían vivas. Las mujeres remataban a cuchillo o de un garrotazo a las que se retorcían en el suelo y nosotros, los esclavos, teníamos encomendada la tarea de despellejarlas y trocearlas con el fin de llevarnos sus pellizas y su carne al campamento, donde aquellas serían curtidas y esta devorada en un gran festín o bien enterrada durante todo el invierno, con la finalidad de ser consumida un año después, en su punto perfecto de putrefacción. Pocas cosas gustaban más a las gentes de ojos rasgados que esa golosina propia de los grandes fastos. Esa y los corazones, ojos e hígados calientes recién extraídos de los animales muertos. Según ellos, dichos alimentos aunaban un gran poder nutritivo y un delicioso sabor que también yo, con el correr de los años, fui aprendiendo a valorar en su justa medida.

Mi padre, en cambio, nunca se avino a realizar esa tarea de despiece, por considerarla particularmente vil. Dado que a mí, sin embargo, no me repugnaba lo más mínimo, solía hacer su parte además de la mía, aprovechando para llevarme a la boca alguna víscera cruda reservada a los guerreros, que me estaba vedada y por eso precisamente me sabía mejor. Él caminaba e incluso cabalgaba casi siempre junto a Tukai, compartiendo con el amo sus conocimientos de cetrería, sumamente apreciados por los mongoles al igual que por los turcomanos y por nuestro antiguo señor, Federico. Poco a poco fue estableciéndose entre ellos una relación peculiar, hasta el punto de que el kan le permitía con frecuencia compartir su fuego a fin de escuchar sus historias y responder a las preguntas que mi padre, haciendo gala de una enorme habilidad diplomática, le formulaba sobre su pueblo, sus hazañas militares o sus costumbres. Nunca supe con exactitud si lo hacía por verdadero interés o simplemente por ganarse su favor. La cuestión es que logró su propósito.

Interrogando al hijo de Gengis aprendió que este, nacido Temujin, hijo de Yesugei, había perdido a su padre cuando era un niño a manos de sus enemigos tártaros, que le tendieron una trampa y lo envenenaron acuchillándole con un arma emponzoñada. El chiquillo vio agonizar a su progenitor a lo largo de días, antes de rendir el alma entre atroces sufrimientos, momento a partir del cual su familia se convirtió en una apestada. Durante varios inviernos vagaron solos, la madre y los cuatro pequeños, sin que nadie los acogiera en su yurta, sobreviviendo a duras penas a base de peces y marmotas. Contaban los chamanes más viejos, aunque nadie lo tuviese por cierto, que Temujin había matado a su hermano mayor de un flechazo al descubrir que intentaba comerse a escondidas el escaso alimento que habrían debido compartir todos. Añadían que en esa etapa, siendo todavía adolescente, fue capturado por una tribu rival que lo mantuvo cautivo en un agujero con un yugo uncido a la espalda, hasta que él logró escapar de su encierro y aprovechó ese madero para mantenerse a flote en el río de aguas heladas al que se lanzó corriente abajo. En definitiva, el espíritu del águila habitaba en ese hombre desde su nacimiento, marcado por el augurio inequívoco de haber llegado a este mundo con un coágulo de sangre en la mano.

Tukai contó también a Gualtiero que Temujin halló finalmente hospitalidad entre los kerait del Extremo Oriente, donde entabló una profunda amistad con Jamuka, quien le acompañó en sus primeras escaramuzas bélicas. Los dos jóvenes guerreros se juraron lealtad eterna y juntos reunieron con el tiempo una tropa de audaces jinetes dispuestos a ganar o morir, que creció y se multiplicó a medida que los clanes derrotados fueron sumando sus fuerzas a la de los vencedores. Mas como en la naturaleza humana la traición anida fácilmente, Jamuka deshonró su juramento levantándose contra su hermano de armas, quien le hizo frente y le derrotó, obligándole a refugiarse en unas montañas cercanas de las que bajó poco después, encadenado por sus propios hombres, que a su vez se volvieron contra él tratando de salvar sus vidas a cambio de la del traidor. Temujin los sacrificó sin hacer distinciones y dispersó a los kerait por los cuatro puntos cardinales de Mongolia, a fin de que todas las tribus conocieran el alcance de su ira. Después fue a por los tártaros asesinos de Yesugei, aniquilándolos por completo, antes de lanzarse a la conquista de la estepa entera, con una astucia y un valor como no se recordaban. En pocos años logró que los kanes hasta entonces enfrentados entre sí en constantes luchas fratricidas se sometieran a su autoridad en una gran asamblea celebrada a orillas del río Onon, que marcó la unión de la fiera nación mongol y el comienzo de una pesadilla para las naciones vecinas, empezando por el hasta entonces invicto Imperio xin.

El resto de la historia lo conocíamos por haberlo visto con nuestros propios ojos. Lo que no sospechábamos era que lo peor estaba aún por venir…

Aquellos peculiares intercambios entre mi padre y Tukai se habían iniciado dos o tres meses después de mi frustrada fuga, cuando el caudillo, cuya curiosidad había sido avivada por la actitud de ese extranjero extraño, lo mandó llamar a fin de interrogarle.

—¿Por qué no habéis suplicado tu hijo ni tú?

—Nuestro honor nos lo impide —respondió él, en actitud gallarda, en pie ante el caudillo que permanecía sentado sobre su camastro, con las piernas abiertas y las manos en los muslos, tal como le habíamos visto por primera vez.

—Todos los hombres suplican cuando su vida está en tus manos. Y vosotros sois dos simples siervos.

—Para nosotros la dignidad es más importante que la vida. Somos hijos de un antiguo linaje de guerreros, igual que tú.

—¿Guerreros dices? —Soltó una sonora carcajada—. Los guerreros de verdad mueren en combate antes de dejarse coger y ser vendidos como esclavos. Para un mongol no hay mejor destino que caer ante el enemigo como un valiente, excepto matar a ese enemigo con la ferocidad de un lobo.

—Hay mucha razón en tus palabras, aunque a veces las circunstancias alteran los impulsos del corazón. Cuando fuimos capturados mi hijo era joven y loco, mi esposa nos esperaba en nuestra casa de Sicilia…

—Nunca oí ese nombre. ¿Hay praderas en ese lugar?

—Me temo que no. Hay valles, montañas, playas…

Así empezó una lenta aproximación que con el transcurso del tiempo fue estrechándose más y más. Mi padre le explicó que él había sido al emperador Federico lo que Tukai al Gran Kan, obviando la relación de parentesco; o sea, uno de sus más valiosos capitanes. Le habló del fuego griego, de las torres de asalto flotantes que había visto en Damieta, de la caballería acorazada con la que combatían las tropas germanas, de la estrategia de lucha de la infantería ligera, de las armaduras fabricadas por artesanos toledanos, en el corazón de Castilla… hasta lograr fascinarle con sus conocimientos y locuacidad. Dedicaron largas horas a intercambiar experiencias militares, en el bien entendido de que Tukai imponía sus reglas, desgranaba una y otra vez los relatos de sus victorias y daba por zanjada la conversación cuando su interlocutor formulaba alguna cuestión que o bien no le interesaba o bien escapaba a su conocimiento, cosa que le ponía de muy mal humor.

Así y todo, empero, el hombre a quien llamaban Tiro pronto dejó de ser considerado un esclavo cualquiera para pasar a un escalón superior, difícil de definir, pues aquella sociedad carecía de posiciones intermedias semejantes a la que habíamos ocupado en Mosul. Era Tiro, sin más. El siervo a quien de cuando en cuando el kan honraba con sus palabras. El que se libraba de las tareas más bajas, salía a dar largos paseos especialmente en las noches de verano, por su afición a contemplar las estrellas, y pasaba muchas horas dentro de la ger, dedicado a sus asuntos. El que era autorizado a dirigirse directamente al caudillo, a costa de despertar más de una envidia, y se atrevía a sostenerle la mirada sin bajar la suya.

Yo nunca aspiré a picar tan alto. Me habría dado por satisfecho con que se me permitiera perseguir arco en mano, como hacían los mongoles, a los zorros de lomo amarillento que se confundían con el color de la hierba otoñal. Eso habría colmado plenamente mis aspiraciones, aunque me conformaba con descuartizarlos una vez despojados de su precioso pelaje, sabiendo que con sus colas se forrarían abrigos muy cálidos para el invierno, reservados, eso sí, a los patriarcas de la tribu.

Y junto a la caza, si había algo que me proporcionaba una gran felicidad, dentro de mi mísera condición, era poder subirme a los lomos de un caballo. Habían pasado más de diez veranos desde que pisáramos por primera vez esa tierra. Ya nadie temía que pudiera intentar huir, por lo que los muchachos de mi edad, generalmente más bajos y menudos que yo, disfrutaban desafiándome y humillándome en las disciplinas que mejor dominaban: la equitación y el tiro con arco. Yo no estaba a la altura de su maestría, aunque era ya un alumno aventajado. Hasta llegué a derrotar ocasionalmente a alguno de mis rivales, con la consiguiente represalia consistente en redoblarme el trabajo en los corrales o las horas de cocción de lana en la fabricación de fieltro; una de las faenas que más asquerosa me resultaba.

Por más que me empeñara en odiarles, debo admitir que lo que hacían esos jinetes con sus monturas era digno de admiración. De hecho, entre ellos estaba aceptado que un mongol derribado de su silla era un mongol muerto, pues mientras permaneciera vivo era imposible que se cayera. Sobre sus pequeños ponis esos guerreros resultaban invencibles en velocidad, precisión y rapidez en las maniobras. Detenían en seco a sus caballos o los lanzaban al galope en menos de lo que se tarda en decirlo. Eran uno con el animal, que constituía su propiedad más preciada y su principal aliado. Aprendían desde pequeños a levantarse sobre los estribos y disparar sus arcos mientras la bestia tenía las cuatro patas en el aire, con el fin de que su movimiento no alterara la puntería. Y siempre daban en el blanco. Mientras competía con ellos, asumiendo dócilmente mi papel de perdedor, me alegraba de no ser un soldado de otro ejército, pues ninguna tropa conocida podía comparárseles en disciplina y determinación. No tenían el menor miedo a la muerte ni abandonaban jamás la formación. Eran tan letales que llegué a creer a Tukai cuando decía, hinchándose de vanidad, que ya eran dueños de todo el orbe.

Letales y despiadados.

Nunca he podido borrar de mi mente lo que presenciamos por aquella época, después de que los guerreros del clan capturaran a los cuatreros tártaros que habían robado varias yeguas. Y por más tiempo que viva, jamás dejaré de oír los aullidos de los ajusticiados.

Los caballos eran para los mongoles lo que el oro para los cristianos. Calculaban su riqueza en cabezas de yeguada, mimaban a sus potros, premiaban las hazañas de sus hombres con sementales, regalaban ponis a sus hijos antes de que dejaran de llevar el culo al aire para orinar donde y cuando les viniera en gana. Los caballos lo eran todo, motivo por el cual los ladrones de caballos eran, en su escala de valores, la peor ralea imaginable. Una basura merecedora de un escarmiento memorable.

Debían de estar desesperados esos vecinos del norte para venir en la noche a llevarse parte del tesoro de Tukai, porque tenían menos posibilidades aún de escapar con bien de esa aventura de las que había tenido yo en su día. O sea, ninguna. Fueron sorprendidos a dos pasos de la aldea y conducidos a la presencia del kan, cabizbajos, conscientes de lo que les esperaba. Él, sin alterar el semblante, los condenó a la pena más terrible que existía en su amplio catálogo de suplicios: morir hervidos. Hervidos, sí; no quemados. Cocidos a fuego lento como las tripas de oveja.

Eran tres. Nada más oír el veredicto se pusieron a chillar y a suplicar clemencia, mostrando ostensiblemente el cuello para rogar que se lo rebanaran o quebraran, siguiendo una antigua costumbre local, antes que afrontar lo que estaba por venir. Sin inmutarse, sordo a esa petición, Tukai ordenó que se acelerasen los preparativos para la ejecución, que deseaba contemplar en primera fila, cómodamente sentado en un cojín dispuesto a tal efecto en el suelo, frente al lecho de piedras que abrigaría la gran fogata sobre la que se pondría a calentar agua en el caldero utilizado generalmente para la fabricación de fieltro.

Mi padre y yo pensamos en un principio que se trataría de un teatro destinado a dar a esos ladrones una buena lección, pero nos equivocamos. En cuanto el agua empezó a calentarse, introdujeron al primero de los tártaros, atado de pies y manos, en el enorme recipiente de cobre. En los instantes iniciales se limitó a seguir lloriqueando y rogando misericordia, mientras el kan comentaba, despectivo, la falta de hombría que denotaba esa actitud.

—¿Ves como todos los hombres suplican en algún momento? —le dijo a su esclavo favorito.

Mi progenitor calló, no fuese a ser que una respuesta equivocada le animara a poner a prueba nuestro honor.

Poco a poco, a medida que el líquido subió de temperatura, el condenado empezó a aullar como un endemoniado, tratando desesperadamente de saltar fuera de la olla. Su piel mostraba enormes ampollas blanquecinas y él seguía gimiendo, loco de dolor, sin que la muerte le rescatara de la tortura. Lo mismo hicieron a sus compinches, uno por uno, introduciéndoles en el agua. El segundo intentó sumergir la cabeza con el propósito de ahogarse, pero se lo impidieron sujetándosela con cuerdas. Todos perecieron lentamente, maldiciendo su propia vida.

Cuando sacaron los cadáveres del recipiente, la carne se desprendía de los huesos y una capa de grasa espesa nadaba en la superficie. Mi padre se había marchado sin hacer ruido, asqueado, antes de consumarse la primera ejecución. Yo permanecí en mi sitio inmóvil, contemplando el resto, como la mayor parte del pueblo, aterrado y a la vez fascinado ante aquella exhibición de brutalidad absoluta, perpetrada sin el menor remordimiento ni sentimiento de compasión. Con total indiferencia.

Una vez concluida la macabra representación, que se había prolongado durante varias horas, el kan se levantó de su asiento, sin alterar el gesto, y dijo solemnemente:

—Que todos sepan lo que le espera a cualquiera que se atreva a tocar nuestros caballos.

La fortaleza inherente a esa conducta implacable me produjo una peculiar mezcla de miedo y admiración, reafirmándome en la convicción de que esa gente era invencible.

A comienzos de la primavera siguiente llegaron los reclutadores del joven Batu, hijo de Jochi, el primogénito de Gengis y de su primera esposa legítima, Borte, que había sido rechazado por el Gran Kan como sucesor, pues este siempre sospechó que ese muchacho no llevaba su sangre sino la de un violador del clan de los merkit, pero al que legó, en compensación, un vasto territorio en el que estaban incluidos los dominios gobernados por Tukai.

Batu había congregado un enorme ejército al norte del mar de Aral, situado a varias semanas de marcha en dirección a poniente, con el propósito de someter a varias tribus turcomanas de las riberas del río Volga y capturar esclavos y botín en el interior de Rusia. La nación mongol volvía a la guerra y requería a todos sus varones en edad de luchar a fin de cosechar nuevas victorias. Era hora de encender los hornos de herrero destinados a fabricar armas, forjar espadas, tensar los arcos y llenar de flechas los carcajs.

Desde el primero hasta el último hombre se despidió de sus mujeres con el corazón jubiloso. Incluso el kan, cuya edad habría debido aconsejarle quedarse en casa al calor de la ger, se alegró de perder de vista a sus esposas y sentir en el paladar el sabor de la sangre de poni y la leche de yegua. Únicamente unos pocos guerreros, sorteados al azar, permanecieron en el poblado para defenderlo de eventuales ataques de merodeadores, como los que habían tratado de robar sus yeguas. Los demás partieron al alba de un día soleado, revestidos de sus armaduras relucientes, portando camisas de seda propias de un emperador y ondeando al viento guerrero sus estandartes multicolores, fabricados con el mismo material.

—¡Dios bendito! —exclamó mi padre al verlos marchar a la batalla, por vez primera desde nuestra llegada—. Con lo que vale la ropa que llevan puesta podría comprarse un reino en lugar de ganarlo con las armas.

—Esa seda forma parte del tributo que pagan los xin desde los tiempos de Gengis —le informó con orgullo una de las mujeres congregadas para la despedida—. Cada año entregan diez mil prendas, de las cuales nos corresponden unas cincuenta, dependiendo del número de combatientes que haya entonces en la tribu. Mi marido, Qadam, que cabalga junto a Tukai, lleva una rojo escarlata.

—¿Y por qué se la pone para ir a luchar? En nuestro país únicamente los nobles de alta cuna pueden permitirse ese lujo. La seda es un artículo raro y valioso. ¿No sería más útil que los guerreros llevasen túnicas más bastas?

—Ya se nota que eres un esclavo ignorante —le respondió la mujer, mirándole con desprecio—. Las camisas que llevan nuestros hombres bajo el peto de escamas metálicas les protegerán de las flechas enemigas. ¿Por qué crees que el Gran Kan exigió ese tributo y no otro?

—He visto que tenéis plata, oro, jade, piedras preciosas, joyas… Nunca había visto a los hombres portar esa ropa en las celebraciones.

—¿Y por qué deberían hacerlo? ¿Acaso no sabes que la seda se enrolla en la cabeza de la flecha enemiga evitando que penetre hondo en la carne, y además ayuda al curandero a sacarla limpiamente? La seda impide que queden restos sucios dentro de la herida y esta se emponzoñe. Cualquier chiquillo aquí sabe eso. Parece mentira que alguna vez fueses un soldado de tu kan —dijo, zanjando así la explicación y dándonos ostensiblemente la espalda.

—Vaya manera de desperdiciar una fortuna —comentó mi padre, convencido de tener razón.

—Tal vez —rebatí yo— o tal vez no. Yo diría que utilizan ese material de una manera más inteligente que la nuestra y desde luego más práctica. Lo llevan a guisa de escudo y encima les resulta agradable.

—Cada vez te reconozco menos, Guillermo. Cada día que pasa te pareces más a ellos. ¿Qué sería de nosotros sin la liturgia, los símbolos, la belleza como fin en sí mismo? ¿Te gusta esta violencia, este modo de vida bárbaro que nos rodea?

—Es el que ha conquistado el mundo —respondí con firmeza—. Ellos se funden con la naturaleza en que habitan, la respetan, la aprovechan. Aquí todo es auténtico; no hay artificio ni ostentación. Toman lo que precisan, comparten todo lo que tienen y apenas necesitan nada. Detesto ser un esclavo, pero creo que sería feliz siendo uno más entre ellos. Sin temor al pecado o a la vergüenza pública.

Justo entonces, desde la distancia, resonó la voz atronadora de Tukai, gritando al viento:

—Como decía mi padre, la mayor fortuna que puede tener un hombre es vencer a su enemigo, robarle sus riquezas, montar sus caballos y disfrutar de sus mujeres. ¡Mongoles, la guerra nos está llamando, no la hagamos esperar!