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En el año del Señor de 1235

Aquello olía a cloaca rancia. El viento había dejado de soplar y en la quietud resultante el aire hedía de un modo tan espantoso que fui incapaz de retener alimento alguno en el estómago durante los dos primeros días. A varias leguas a la redonda las gentes de la tribu habían orinado y defecado por doquiera durante semanas, pues desconocían el uso de letrinas. Era su costumbre ancestral. Cuando todo el campo a su alrededor rebosaba de excrementos humanos y se agotaba el pasto para el ganado, cuyas deposiciones eran recogidas con el fin de servir de combustible para el fuego, levantaban sus tiendas de fieltro y cambiaban de lugar, dejando tras de sí unas huellas que las lluvias y la hierba nueva cubrirían, hasta devolver a la tierra su virginidad.

Nuestra llegada coincidió precisamente con su mudanza invernal. Estaban terminando de aprovisionarse mediante la caza y la preparación de conservas, a la vez que curtían pieles, cosían ropas y fabricaban fieltro, todo ello mediante unas técnicas que parecían salidas de los tiempos de Abraham. A nosotros nos asignaron como refugio una tienda pequeña y llena de remiendos, a la que llamaban «ger» o «yurta». Tendríamos que compartirla con tres hombres de baja estatura, ojos similares a cortes abiertos en unos párpados anormalmente gruesos, tez amarillenta y apariencia frágil, que repetían constantemente la palabra «xin», señalando hacia Oriente y llevándose a continuación la mano al pecho.

—Será el nombre de su pueblo —conjeturé con mi padre, al poco de instalarnos sobre el suelo cubierto de pieles de oveja medio peladas—. Deben de ser siervos, como nosotros.

—Lo son sin duda, no hay más que verlos. Nosotros no. Si no te convences de ello te someterán, como han sometido a estos desgraciados.

Estábamos sentados en el suelo, el uno frente al otro, tratando de sobreponernos a la situación. Uno de los xin había dejado a nuestro lado una escudilla con un caldo grasiento en el que nadaban unos trozos de carne blancuzca que parecían tripas de cordero. Tal como estaban las mías, revueltas por el olor a pocilga, no me atreví a probar. Mi padre, en cambio, engulló su parte sin rechistar y me obligó a hacer lo propio.

—¡Come!

—No tengo hambre.

—¡Come o no sobrevivirás!

Comí, y al instante me precipité fuera a vomitar entre convulsiones. Eché una ojeada a mi alrededor que no hizo sino ensombrecer más mi ánimo, después de lo cual regresé al interior de nuestro cubículo a esperar acontecimientos.

Un enjambre de hombres, mujeres y niños se afanaba en sus tareas, chapoteando en el barro que rodeaba las casas circulares de piel o fieltro en las que habitaban las familias. Precisamente en esos días estaban siendo desmontadas y plegadas cuidadosamente, con motivo de la migración que se avecinaba. Cada poco rato se asomaba alguna cabeza por la cortina que hacía las veces de puerta, a fin de ver a los extranjeros llegados de lejanas tierras. Miraban, reían y prorrumpían en exclamaciones incomprensibles, que de buena gana hubiera acallado a puñetazos. ¿Acaso nos tomaban por animales como los que el emperador exhibía orgulloso en su zoológico? ¡Ellos sí que resultaban horrorosos a la vista!

Los mongoles eran en su mayoría corpulentos, no gruesos; más bajos que nosotros aunque menos que los xin, de espaldas anchas y piernas totalmente deformadas a fuerza de cabalgar. Caminaban de un modo torpe, similar al de los patos. Sobre sus monturas parecían centauros, mientras que de pie resultaban cómicos. Al principio me parecían todos iguales, con sus rostros chatos en forma de pan, sus ojos negros rasgados y esas narices apenas esbozadas por las que parecía imposible respirar. Tanto se asemejaban unos a otros que era difícil distinguir a los hombres de las mujeres, toda vez que se comportaban del mismo modo brusco, inequívocamente masculino, además de vestir igual: calzas anchas de piel o fieltro que les cubrían toda la pierna de la cintura a los pies; túnicas largas hasta la rodilla, denominadas deels, confeccionadas con los mismos materiales y anudadas en la parte izquierda del pecho con botones de hueso sujetos a trabillas, ceñidas a la cintura mediante correas de cuero, y, a guisa de calzado, botas gruesas ligeramente levantadas en la puntera, que les tapaban las pantorrillas, reforzadas en algunos puntos sensibles con piezas de metal destinadas, nos dijeron los xin, a repeler las flechas enemigas. Todos, independientemente de su edad o sexo, tenían el aspecto de fieros guerreros, y a la mayor parte de los adultos les faltaban varios dientes, por motivos de diversa índole que no tardaríamos en descubrir.

Cuatro largas jornadas discurrieron sin que sucediese nada ni se nos encomendase tarea alguna. Comíamos esa sopa densa hecha con vísceras, a la que ocasionalmente se añadía un trozo de queso áspero, bebíamos agua sucia, nos alejábamos para hacer nuestras necesidades, siguiendo el ejemplo de los demás, dormíamos sin ser molestados y aguardábamos impacientes el momento de conocer a nuestro amo, de cuya fiereza no dejaban de llegarnos ecos a cual más aterrador. Él nos mandó llamar al amanecer del quinto día, cuando ya empezábamos a temer que fuesen a abandonarnos sin más en medio de ese páramo yermo.

Su yurta era la más amplia y opulenta de todas. Tenía una especie de pórtico hecho de troncos tallados cubiertos de pieles, a guisa de entrada, así como una tarima de madera en el piso. En aquel lugar, desprovisto de árboles, aquello constituía la máxima expresión del lujo. Sobre el suelo, así como en las paredes de fieltro, habían desplegado alfombras de lana y seda multicolores, decoradas con hermosas figuras geométricas, que daban al conjunto un aspecto bastante acogedor. Y sentado sobre una cama de campaña plantada justo en medio del mayor de esos tapices, situado al fondo de la ger, nos recibió Tukai Kan, revestido de todo su poder y arrogancia.

Era un hombre que llamaba la atención: no muy alto, a juzgar por el tamaño de sus pies, aunque extraordinariamente fuerte, la palabra que mejor le definía es macizo; similar a un buey de los que arrastraban los pesados carros en los que se trasladaba su pueblo de nómadas, según habíamos podido observar fijándonos en los preparativos que tenían a toda la comunidad ocupada.

De edad indeterminada, como la de todos sus compatriotas, cuyos rasgos faciales y cuerpos achaparrados resultaban impenetrables a nuestra forma de calibrar el paso del tiempo en las personas, parecía tallado en piedra de granito. Cubierto con un deel de seda carmesí, propio de un rey, permanecía erguido, con las piernas separadas y las manos apoyadas en los muslos, mirando al frente. Su rostro cobrizo, rasurado y cubierto de grasa animal, resplandecía a la luz de las lámparas de aceite diseminadas por toda la tienda. Pero nada en su singular naturaleza igualaba sus grandes ojos de un verde claro veteado de amarillo. Ojos hambrientos. Ojos de lobo.

Debí de quedarme visiblemente cautivado por el influjo de esas pupilas de fiera porque el kan se dirigió a mí en la lengua de los turcomanos y me dijo, con evidente orgullo:

—Son los ojos del Gengis, «el fuerte», mi padre, que vino de las tierras de Oriente para unificar a la nación mongola.

Como yo no manifesté emoción alguna ante la información que me acababa de dar, prosiguió su relato, envanecido:

—Los merkit de la tribu de mi madre raptaron a la primera esposa del Gran Kan, llamada Borte, con la que se había prometido siendo un niño y a quien amaba hasta el punto de haber arriesgado su vida por desposarla. ¡No sabían lo que hacían esos locos! Durante meses gozaron de ella mientras la retenían como prisionera en su territorio próximo al lago Baikal, hacia donde partiremos pronto para pasar allí el invierno. La sometieron a todo tipo de humillaciones, además de deshonrarla, por lo que el kan siempre sospechó que su primogénito no era suyo sino de uno de esos hombres. Pero cuando él logró finalmente encontrarla y rescatarla con vida, se vengó matando a todos los varones del clan y ordenando a sus guerreros que violaran a las mujeres, con el fin de dejar en ellas sus semillas. Así se extinguiría esa estirpe de culebras para mayor gloria de los hermanos de Temujin, que así se llamaba el muchacho antes de recibir el título de «grande entre los grandes». Mi madre tuvo el privilegio de yacer con él, con el mismísimo Gengis, que llegaría a consagrarnos como los amos del mundo. ¿No es verdad, madre? —preguntó, dirigiéndose a una figura que nos había pasado inadvertida.

De un rincón oscuro, situado al otro lado de la tienda, surgió una voz de ultratumba que asintió en el mismo idioma, hablado con dificultad debido a la falta de dientes. Poco después, una anciana que habría podido ser centenaria, a juzgar por su rostro surcado de arrugas, se acercó renqueando hasta su hijo y se sentó a sus pies, esbozando una mueca abierta a un abismo de oscuridad.

—El Gran Kan. ¡Qué hombre! Me tomó con la fuerza de un semental. Yo llevé a su hijo y lo parí. Él no llegó a conocerlo pero yo sé que mi Tukai tiene su vigor y su poder. El poder del águila de las cumbres. El poder del fuego y del hielo. El de las mismísimas montañas donde moran los antepasados…

—¡Ya basta, madre! Estos esclavos no necesitan saber más. Me dicen —añadió, esta vez mirándonos a nosotros— que sois gentes de gran valor.

—Así es —respondió mi padre, de pie frente a él, tratando de crecerse en su delgadez a pesar de las huellas que había dejado en nosotros el trato recibido durante ese viaje de pesadilla—. Mi hijo Guillermo habla varias lenguas, escribe y conoce los números, y yo estoy versado en la música, los secretos de la cetrería…

—Eso lo veremos… —le cortó en seco Tukai, que se jactaba entre su gente de haber capturado y adiestrado más aguiluchos y crías de halcón que cualquier otro hombre vivo—. Aquí no necesitamos escribas sino artesanos: herreros, carpinteros, curtidores. ¿Sabéis algo de esos oficios?

—Me temo que no.

—¿Acaso conocéis los secretos de la medicina? ¿Sois chamanes? ¿Sabéis cómo hablar con los dioses y obtener su favor?

—No y no. Somos cristianos, adoramos a un único Dios verdadero.

—Entonces ¿para qué os quiero? —bramó, irritado—. Estáis flacos, parecéis débiles. Nunca había visto a hombres tan pálidos y poco dotados para las tareas cotidianas —se quejó, después de acercarse a tocarnos y mirar de cerca una piel y unos rasgos propios de nuestra raza que él, a juzgar por su actitud curiosa, ligeramente asqueada, no debía de haber visto nunca antes—. Ya le ajustaré yo las cuentas a ese estafador de Chaka por enviarme a dos inútiles como vosotros. ¿De qué me sirve que seáis blancos? Tengo decenas de siervos xin que trabajan para mí hasta que revientan. Ese embustero me mandó decir que erais especiales, que podría exhibiros con orgullo entre mis vecinos. ¿Y qué me encuentro? A dos insignificantes insectos.

—Tal vez podamos…

—El gran Gengis —me interrumpió— salvaba de la muerte a las mujeres hermosas susceptibles de darle placer a él y a sus hombres, porque no le bastaba con sus treinta y seis esposas. —Rio, jactancioso—. También perdonaba, en ocasiones, a los guerreros que habían mostrado un valor extraordinario y se declaraban dispuestos a cambiar de bando para obedecerle ciegamente, so pena de morir de mala muerte, o a los hombres que podían enseñarnos cosas útiles como forjar espadas más resistentes, construir armaduras seguras frente a las flechas, torres de asedio y catapultas, minar las murallas de una ciudad, tejer cuerdas para escalarlas o elaborar remedios contra la calentura y los otros males que envenenan la sangre. ¿Por qué os salvasteis vosotros?

—Porque Chaka pensó que seríamos útiles en la administración de su territorio —explicó mi padre paciente.

Tukai soltó una gran carcajada y pidió que le trajeran té. Una mujer joven, de su misma raza, que compartía el fondo oscuro de la estancia con la anciana, se apresuró a echar en una escudilla metálica un puñado de hojas machacadas, negruzcas, que extrajo de un saco de cuero. Luego vertió sobre ellas agua hirviendo y un pellizco de sal, antes de pasar el recipiente a su marido, suyo y de varias otras, sin atreverse a mirarle a los ojos. Él dio un par de sorbos, comió un trozo de carne seca de un plato que tenía a su lado sobre el camastro, acarició la cabeza casi calva de su madre, que se había quedado dormida a sus pies, como si fuese un perro, y retomó su monólogo.

—Administrar mi territorio… ¿Qué sabrá esa sabandija de cómo gobernar una nación? Mi padre derrotó a su sah, Mohammed, cuando yo era un adolescente. Aniquiló a su ejército de medio millón de hombres y arrasó sus ciudades.

—Encontramos sus ruinas y los huesos de sus habitantes —me atreví a decir, sin entrar en detalles sobre la escasa simpatía que profesaba el gobernador selyúcida de Mosul al rey de Persia.

—Yo estuve allí —se jactó—. Vi cómo fueron pasados por las armas todos y cada uno de los veinte mil integrantes de la guarnición turcomana de Otrar, junto a los imanes mahometanos que les habían animado a luchar contra nosotros. Lo hicimos en venganza por el asesinato de los emisarios que llevaban palabras de paz dictadas por el mismísimo Gengis a sus escribas xin. ¡Qué osadía, desafiar al más grande guerrero de la Historia!

Mi padre y yo callábamos, fascinados a la vez que estremecidos por el relato escalofriante que salía de sus labios con la misma naturalidad trivial con la que hablaría de una partida de caza. Él prosiguió, cada vez más encendido.

—Yo contemplé desde mi poni cómo eran conducidos a los mercados de esclavos millares de mujeres y niños. Participé en la larga campaña de persecución del sah que había mandado cortar las cabezas de los embajadores de mi padre y reenviárselas conservadas en sal, hasta saber de su muerte, abandonado por todos, en una isla del mar Caspio. Yo, sí yo, este que os habla, estuve con los hombres que dieron caza a su hijo, Jelal ad-Din, hasta las montañas del Hindu Kush, donde encontró la muerte el nieto favorito de Gengis, Mutugen. ¡Cómo lloró a aquel niño nuestro kan!

—Borra ese doloroso recuerdo de tu corazón, esposo —le dijo otra de las mujeres de su peculiar harén, que parecía de raza turcomana—. No te castigues sin necesidad.

Sordo a esa súplica, él continuó con su narración, que no parecía provocarle precisamente pena, sino más bien delectación…

—Una vez tomada la fortaleza desde la que había partido la flecha mortal, no quedó nadie con vida. ¡Vengamos al chiquillo, sí, señor! Después continuamos persiguiendo a los últimos efectivos del ejército persa hasta atraparlos a orillas del río Indo, y allí libramos una batalla desesperada que ganamos por nuestro coraje. Tampoco entonces hicimos prisioneros. Finalmente, tomamos Herat, que primero se sometió y después se rebeló, sin calcular el alcance de la furia de los mongoles. Durante meses la sitiamos, resistiendo al hambre y a la sed; bebiendo la sangre de nuestros caballos y alimentándonos con la leche de nuestras yeguas, pues para el guerrero mongol sangre y leche significan guerra. Cuando finalmente se abrieron las puertas de la plaza, nuestro apetito era de otra clase… Tardamos una semana en pasarlos a todos a cuchillo, uno por uno, sin distinción de sexo o edad. Fueron al matadero como corderos, en grupos de cincuenta, para ser degollados desde el alba al ocaso, hasta que todos nosotros hubimos templado nuestros aceros en sus gargantas. ¡Tiempos gloriosos!

En el silencio que siguió a su recorrido triunfal a través de la memoria, mi garganta se quedó tan helada como las de aquellos desgraciados cuyos despojos habíamos contemplado a las puertas de la ciudad mártir.

El kan de aquella tribu de pastores harapientos, que debían de esconder en su interior una brutalidad insuflada por el Maligno, había narrado el episodio regodeándose en la descripción, disfrutando de los detalles más truculentos y relamiéndose al evocar toda esa sangre inocente derramada, de lo que deduje que era un hombre cruel, a quien el sufrimiento ajeno le resultaba grato. Sus ojos de bestia salvaje brillaban a medida que describía la represalia despiadada de su rey contra quienes habían osado retarle. Los recuerdos le habían transformado en un depredador al que únicamente le faltaban los colmillos y las garras, seguramente ocultos bajo su disfraz. Todo lo que nos habían contado nuestros guardianes durante el viaje desde Mosul se revelaba cierto. Tendríamos que estar en guardia y evitar en lo posible provocarle, porque no dudaría en aplastarnos, sonriendo de goce mientras lo hiciera.

Miré a mi padre y tuve la certeza de que pensaba lo mismo que yo. Él también sentía el miedo agarrado a la boca del estómago, si bien se cuidaba mucho de manifestarlo. Tal como me había explicado muchas veces desde que comenzara nuestra odisea, lo peor que puede hacer un hombre ante otro que quiere intimidarle es mostrar su temor. Es tanto como desarmarse e invitar al enemigo a dar el golpe de gracia. De modo que ambos permanecíamos serios, apretando los dientes con expresión inescrutable, en espera de conocer su sentencia. Si algo habíamos aprendido del ya largo cautiverio era a disimular y reprimir las emociones, conscientes de que ceder a cualquiera de ellas sólo contribuiría a hacernos más vulnerables.

Tras una corta pausa destinada, pensé, a recuperar la naturaleza humana a base de sorbos de té, Tukai nos desveló al fin lo que nos aguardaba en su compañía.

—Está bien. Ya que habéis llegado hasta aquí veremos si servís para algo. Trabajaréis como cualquiera de los otros esclavos. Aquí no hay más administrador que yo ni más ley que mi voluntad y lo que marca la tradición de los clanes. Nos movemos con los rebaños al ritmo que marcan los pastos y destruimos a nuestros enemigos. Tememos a los espíritus de nuestros muertos, por lo que les honramos y hacemos ofrendas con el fin de aplacarlos. ¿Habéis comprendido?

—Sí, señor.

—¿Cómo habéis dicho que os llamáis?

—Yo soy Gualtiero de Girgenti y él, mi hijo, Guillermo.

—¿Qué clase de nombres son esos? A partir de ahora tú serás Tiro —señaló a mi padre— y tú —añadió apuntándome a mí— te llamarás Mo. Aprenderéis la lengua de los mongoles y haréis lo que se os ordene. Si resultáis ser de alguna utilidad se os alimentará y acogerá en una ger, y podréis compartir nuestro fuego. En caso contrario, moriréis. Poned a prueba mi paciencia y moriréis. Mostraos perezosos y moriréis. Atreveos a tocar a una de nuestras mujeres y moriréis. Soy un hombre pragmático y sacaré de vosotros el mejor partido posible. Ahora bien, si me traicionáis, conoceréis mi peor rostro, hasta el punto de que el de mi vasallo, Chaka, os parecerá el de un niño.

Con un movimiento de su mano izquierda nos ordenó salir, no sin antes decir a nuestros guardianes algo que no comprendimos. Estos nos condujeron fuera, en dirección a nuestro alojamiento, aunque antes de llegar a él se desviaron hacia la parte exterior del campamento, donde un grupo de mujeres y siervos parecía muy atareado en la elaboración de un guiso para el cual empleaban un gigantesco caldero de cobre, depositado sobre un lecho de piedras que albergaba un fuego de carbón vegetal, probablemente procedente, al igual que nosotros, del tributo de algún pueblo sometido.

Cuando estuvimos tan cerca como para oler el aroma ácido de la lana mojada, nos empujaron hacia la hoguera, conminándonos a hacer algo con palabras incomprensibles. Iban a emplear la fuerza con el fin de hacerse entender, cuando una de las trabajadoras, una matrona de pómulos prominentes enrojecidos por el calor, debió de interceder a nuestro favor, ya que detuvo el golpe. El guerrero nos señaló sucesivamente a padre y a mí, a la vez que decía: Tiro, Mo. Después nos dejó en manos de la mujer, que se hizo cargo de nosotros y nos explicó, mediante gestos, lo que querían que hiciéramos.

Dado que nuestra altura superaba la de cualquiera de los presentes, nos pusieron a remover el contenido del caldero con unos remos largos de madera que cumplían, a escala, la misión de los cucharones con los que se revuelve un guiso. Por lo que dedujimos, los mongoles no conocían el hilado de la lana, sino que la transformaban en fieltro con el cual fabricaban toda su ropa de abrigo, a excepción de la que obtenían de las pellizas. Para ello, lavaban y hervían la lana esquilada a sus ovejas —justo lo que nos pusieron a hacer—, la extendían a capas sobre una especie de manta del mismo tejido, a la que llamaban «madre», donde volvían a rociarla de agua, esta vez fría; la cubrían con hierba, que tapaban a su vez con una piel de buey mojada, y doblaban todo el conjunto alrededor de un palo fino, hasta conseguir un rollo muy apretado que sujetaban con correas. Entonces, una vez asegurado el envoltorio, se lo confiaban a un jinete que lo arrastraba con su caballo arriba y abajo por el campo, durante horas, con el fin de amasar la tela hasta hacerla lo suficientemente compacta para soportar la intemperie extrema del invierno.

De haberme visto obligado a realizar una tarea semejante unos años atrás, cuando todavía tenía alma y pretensiones de caballero, me habría quitado la vida yo mismo. Para entonces, no obstante, me habían domado lo suficiente para aceptar dócilmente esa humillación, que no resultaba peor que recoger excrementos de camello, vaciar orinales, desplumar aves o acarrear agua desde pozos distantes, como una vulgar sirvienta, bajo la atenta mirada de un soldado armado. Ahora bien, contemplar cómo mi padre doblaba el espinazo de esa forma humillante, realizaba trabajos serviles propios de mujeres y lo hacía, además, sometido a las burlas de unas criaturas salvajes y paganas que estaban, según mi modo de ver las cosas, más próximas a las bestias que a las personas… Eso fue mucho peor que todo lo que me hicieron a mí.

Me juré que guardaría en lo más profundo de mi espíritu cada golpe, escarnio y mofa con el fin de destilarlos lentamente hasta convertirlos en odio, porque el odio es una emoción que proporciona vigor, mientras que la vergüenza debilita. Tal vez muriese ese mismo día, me dije a mí mismo. Pero si lograba salvar la vida, viviría únicamente para tomarme la revancha sin escatimar en maldad.

Fue esa una tarea extenuante que se repitió a lo largo de varias jornadas. El manejo de la lana basta empapada, que hasta las chiquillas nativas dominaban haciendo gala de gran soltura, nos llenó las manos de llagas y el alma de sonrojo. Sangré, apretando los dientes, hasta que se endurecieron los callos que iban formándose en mis dedos, notando cómo al mismo ritmo se me endurecía el corazón y se reafirmaba mi voluntad de sobrevivir a cualquier precio, dar su merecido a más de uno y regresar a Sicilia.

¿Cómo, de no haber sido por ese empeño, habría soportado lo que estaba por venir?

Mientras nosotros seguíamos trabajando en producir fieltro, coser piezas de ese material entre sí con primitivas agujas de hueso enhebradas en tendones de animal, a fin de fabricar nuevas yurtas, cepillar a los caballos o curarles las heridas producidas por las sillas de montar, acarrear agua, ordeñar cabras u ovejas y demás faenas infames, ellos gustaban de reunirse en torno al chamán, que era, según dedujimos, una especie de sacerdote pagano. Allí, al calor de una hoguera o en el interior de una tienda cuando la intemperie resultaba insoportable, escuchaban de sus labios historias de batallas y conquista en las que eran recordados los nombres de todos los antepasados que habían perecido en el combate, ganándose de ese modo el derecho a cabalgar eternamente por las estepas celestes. Eso al menos creían esos desdichados adoradores de un ídolo al que llamaban «padre cielo», pues no conocían a Dios ni estábamos nosotros en situación de hacer apostolado entre ellos.

Al principio no nos dábamos por enterados cuando nos llamaban del modo impuesto por nuestro dueño, en parte por despiste y en parte por rebeldía. De noche, en la intimidad de la ger, mientras comíamos el guiso monótono de rigor, que alternaba carne o vísceras siempre nadando en grasa, hablábamos en italiano llamándonos por nuestros nombres cristianos, a fin de mantener un último vestigio de identidad, aunque fuese en medio de esa barbarie. ¡Cuánto llegué a aborrecer ese Mo que despertaba la hilaridad de los niños! Cuánto añoré poder orientarme en el tiempo, oír el sonido de las campanas llamando a misa de víspera, celebrar la fiesta de mi patrón, o la de Todos los Santos, San Juan o la Natividad del Señor. Allí sólo había luz o tinieblas, frío o calor, trabajo o trabajo.

Pasaron las semanas monótonas, iguales unas a otras, con la única excepción del traslado del campamento de la estepa al bosque cercano al lago, llevado a cabo en grandes carros de ruedas macizas, hechas de una sola pieza, que se quebraban con facilidad y obligaban a detenerse a los bueyes que los arrastraban. En ellos viajaban las mujeres y el equipaje, acompañados por los jinetes a caballos y el ganado. Estaban tan acostumbrados a ese trajín que armaban y desarmaban sus yurtas como quien se pone o se quita el jubón. A ellos les animaba esa trashumancia, por más que estuvieran aburridos de ir y venir, pero en mi ánimo no surtió el menor efecto sanador. Es más, a medida que nos alejamos hacia el este, en busca de las orillas del Baikal, tomé conciencia de la oscuridad de ese infierno sin redención posible, que se me antojaba insoportable. Me fui metiendo en mí mismo, volviéndome taciturno y hosco, e incluso obligándome a adoptar los usos brutales de nuestros «anfitriones», con el fin de parecerme a ellos. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Dejé de dar gracias al Señor por el alimento que nos otorgaba cada día, de asearme lo más mínimo, de hablar, salvo si era imprescindible, de reír, de llorar. Empecé a saborear a hurtadillas la sangre recién manada de una herida abierta en una bestia con el propósito de servir de alimento, a gritar al cielo mi frustración, a blasfemar, ¡Dios me perdone…! Hasta moldearme una personalidad diferente de la que me había caracterizado siempre. Cerré mis oídos a las palabras de ánimo de mi padre, mejor pertrechado que yo, por su experiencia, para una travesía como aquella, aunque nunca le falté al respeto. Sucumbí en lo más íntimo de mi ser mientras él, por el contrario, sacaba lo mejor de sí en la más terrible de las adversidades.

Mi padre únicamente se desmoronó una vez. Lo recuerdo como si hubiese sucedido ayer.

Fue ese primer invierno, recién llegados a orillas del inmenso lago, rodeado de frondosidad, a cuyo abrigo pasaríamos la estación helada. Toda la tribu se había trasladado allí acompañando a los rebaños bien cebados, afrontando una travesía fatigosa, pero con la certeza de que la recompensa que nos aguardaba al llegar era un paisaje acogedor, con árboles abundantes de los que extraer leña para calentarnos y construir empalizadas destinadas a proteger a las personas, las ovejas, las cabras y los caballos del viento implacable del norte. Un viento abrumador, que soplaba a ráfagas furiosas capaces de derribar a un hombre de su montura o levantarlo del suelo como a un muñeco de trapo. Un viento que se te metía en los huesos y te arrancaba lágrimas hasta dejarte ciego. Un viento que aullaba como una fiera hambrienta y que, en ocasiones, enloquecía hasta obligarnos a permanecer dentro de las yurtas de fieltro, acurrucados entre las mantas, pues poner un pie fuera de allí habría significado la muerte.

Esa noche en concreto, sin embargo, la fiera parecía estar tranquila. Todo el campamento dormía, menos nosotros, que nos habíamos quedado rezagados, disfrutando del placer de una hoguera bien cebada. Había caído la primera nevada, templando un poco el ambiente gélido. El tiempo estaba en calma y el cielo, sin luna, resplandecía de estrellas. Mi padre parecía estar triste, cosa rara en él, lo que me llevó a preguntarle si se sentía mal.

—Estaba acordándome de tu madre, que acaso esté contemplando el mismo cielo en este instante y piense en nosotros.

—Olvídala, padre, seguramente a estas alturas habrá encontrado otro marido.

Me miró con dureza, y me advirtió:

—No vuelvas a pensar y menos aún a decir un disparate así. Sé que tu madre no haría jamás tal cosa. Si alguna vez tienes la fortuna de encontrar una mujer como ella, comprenderás a qué me refiero.

Para hacerle pensar en otra cosa, más que por verdadero afán de saber, le pregunté:

—¿Qué son las estrellas, padre? ¿Qué sujeta esas lámparas al firmamento?

—Es la luz de Dios que se cuela entre las esferas que nos rodean. Oí decir una vez en la corte, a uno de los astrólogos del emperador, que la Tierra que habitamos es el centro de una inmensa bola formada por esferas que encajan las unas dentro de las otras. En cada una de ellas se encuentra un planeta: la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno. Otra esfera es el firmamento y en ella habitan las constelaciones que ves. Y después vienen los cielos invisibles donde viven los ángeles y donde se halla el paraíso celestial destinado a los justos. Finalmente, en el cielo púrpura vive Dios, aunque es omnipresente y puede estar en todas partes. Su luz es la que brilla en lo alto, iluminando las tinieblas del Ángel Caído.

—Muy lejos está de nosotros —constaté.

—¡No blasfemes, Guillermo! Dios nos ha traído hasta aquí por algo y hemos de aceptar Su voluntad. Ahora déjame, por favor.

Callé y me metí en la tienda, donde roncaban a pierna suelta los esclavos xin que compartían nuestra suerte. Sin embargo, algo que no sabría definir me dijo que me mantuviera alerta. Al cabo de un rato, atisbando a través del paño de fieltro que hacía las veces de puerta, vi que mi padre se alejaba hacia la espesura corriendo, y salí tras él, alarmado. Me lo encontré apoyado en un árbol sollozando con desconsuelo, incapaz de contenerse.

—¡Padre! ¿Qué te ocurre?

—¡Vete de aquí!

—No me iré sin ti, padre. ¿Qué te pasa, qué te duele?

—Me duele ella.

—Padre, estás delirando, ven dentro y abrígate, debes de tener fiebre.

Con paciencia, logré arrastrarle poco a poco hasta nuestro habitáculo y cubrirle con una manta, abrazándole hasta que se durmió. Por una vez fui yo quien le libró de sus pesadillas. Luego, mucho más tarde, me confesó lo que le había turbado de ese modo.

El fuego, me dijo, le había cautivado con su baile hasta enajenarle por completo y transportarle a otro mundo, en el que los gemidos de la leña húmeda, sus suspiros, habían encendido su pasión, al tiempo que las llamas ardientes le jugaban una mala pasada. La danza salvaje de la lumbre, me confesó, le había recordado el vuelo de la falda de su mujer, Braira, a la que tanto añoraba; la cadencia de sus caderas ardientes de deseo, el calor de su piel inmaculada, su voz cálida de acentos mediterráneos. Esa fantasía le había llevado a perder el control de su cuerpo y derramarse en una catarata de frustración, que le obligó a alejarse de la hoguera, avergonzado, para recuperar el dominio de sí mismo y no ser consumido como el tronco que contemplaba.

Ahora comprendo muy bien lo que él sentía. Entonces temí que estuviera perdiendo el juicio.

Mi padre nunca dejó que le abandonara del todo el esposo y gentilhombre que llevaba dentro. Yo sí. A mí nunca me avergonzó aliviarme en solitario, ni acechar a las mujeres con el fin de tocarlas de refilón, aparentando un roce fortuito. Habría gozado de su desnudez en caso de que se hubieran desnudado, pero no tenían la costumbre de hacerlo, ni en invierno ni en verano. Por toda higiene se rascaban la mugre del cuerpo unas a otras en el interior de las gers con unas espátulas de madera que utilizaban también para limpiar a sus hombres. Luego se untaban de grasa de oveja que les protegía tanto del frío como de las picaduras de los voraces mosquitos que traía consigo el calor. Esas mujeres eran menos femeninas que muchos de los varones con los que me relacionaba en Sicilia. No conocían otra cosa que la fiereza y el sacrificio, condenas inherentes a la naturaleza despiadada en la que habían nacido. Y aun así, las deseaba. Antes de darme cuenta, yo me había acomodado a su modo de vida y a su olor. A su rudeza tanto como a sus guisos. Algo más de esfuerzo, empero, les costó someterme a su disciplina.

La estación del hielo era, paradójicamente, la más tranquila para los mongoles. En invierno se detenía la guerra y la estepa escarchada se dormía. Ellos hacían lo propio, limitándose a hibernar durante las noches interminables a fin de reponer fuerzas: soñaban, gozaban de sus esposas y concubinas, generalmente hijas del pueblo xin, comían mantequilla y carne almacenada medio podrida, que les parecía el más sabroso de los manjares, engordaban a ojos vista, se emborrachaban de airag negro, una bebida fermentada a partir de la leche de yegua que sabía a meado de cabra aunque calentaba las tripas, y volvían a dormir la mona.

A los esclavos nos estaba rigurosamente prohibido acercarnos a su preciado licor, pero yo no perdía ocasión de robar un trago o dos en cuanto podía, asumiendo el castigo de los golpes, pues carecía de cualquier otra forma de esparcimiento. En esos días breves y blancos cualquier acontecimiento ajeno a la rutina cotidiana era acogido con entusiasmo, salvo el que se produjo un amanecer como otro cualquiera, de temperatura especialmente inclemente.

El campamento despertó sobresaltado al oír los gritos desesperados de un hombre seguidos de los de una joven, la hija favorita de Tukai, que se había encontrado a su marido agonizando a pocos pasos de la yurta que compartían con sus hijos. Al parecer, él había salido a orinar muy temprano, todavía mareado por la curda de la víspera, sin calcular que, en condiciones tan heladoras, el líquido se congelaba antes de alcanzar el suelo y convertía la orina en hielo, que penetraba en el pene y seguía su recorrido hasta la vejiga, exactamente igual que un cuchillo afilado. Todos los mongoles sabían, desde niños, que para evitar ese percance había que utilizar los orinales dentro de las tiendas y evitar salir a esas horas. Pero a Yusidey, que así se llamaba el desdichado, el alcohol le había jugado una mala pasada.

Aunque le trasladaron a su cama y le cubrieron de pieles, avivando el fuego del brasero con una buena cantidad de leña, el daño ya estaba hecho. Debió de retorcerse y gemir durante horas, a juzgar por los lamentos que se oían desde fuera, hasta que la muerte le ganó la partida. Los hombres y las mujeres, sobre todo las mujeres mayores, que habían crecido en la estepa, se hacían cruces ante lo incomprensible de semejante imprudencia, asegurando que aquel bosque era un lugar privilegiado si se comparaba con las llanuras despobladas, barridas por vendavales furiosos, en las que no había otro combustible que el excremento animal y este apenas daba abasto para convertir el hielo en agua y cocinar. Yo, que nunca hubiera creído posible morir de ese modo, tomé buena nota del suceso con el fin de evitar cometer un día el mismo estúpido error. Por lo demás, me alegré de que el kan sufriera una baja en sus filas y lo que más me sorprendió fue lo que hicieron con el difunto.

Ya he contado que esas gentes rudas no conocían al Dios padre verdadero. Habían oído hablar de Él, e incluso de su hijo Jesucristo, pues su caudillo legendario se había casado con varias mujeres cristianas, si bien de una secta herética cuyo nombre he olvidado, pero Su Verdad no penetró esos corazones de piedra. Cuando mi padre o yo mismo abordábamos la cuestión de la fe con algunas de las personas que nos dispensaban un mejor trato, ellas aseguraban que sus dioses eran el sol, el cielo o las montañas, y su forma de comunicarse con ellos consistía en enviarles mensajes a través de los espíritus de sus antepasados, a quienes había que honrar y temer en igual medida. El encargado de llevar a buen puerto esa tarea era un personaje a quien todos reverenciaban, su chamán contador de historias, llamado Ugly, cuya simple visión llenaba mi corazón de espanto.

No sabría decir si era hombre o mujer. Tampoco podría determinar su edad, ni por aproximación. El brujo de la tribu, que vivía en una tienda algo apartada de las demás y se reservaba los mejores bocados, pasaba por ser uno de los más poderosos viajeros del mundo de los vivos al de los muertos que se recordaba en los anales de la comunidad. Su presencia generaba inmediatamente el silencio y había quien le besaba las manos o las cintas que llevaba cosidas a las ropas. Era fácil saber que se acercaba, porque su túnica, así como el extraño tocado que lucía en la cabeza, mitad yelmo y mitad velo, estaban bordados de cascabeles y trocitos de metal que tintineaban anunciando su llegada. De su cinto colgaban multitud de saquitos en los que guardaba hierbas y pociones varias con las que trataba las dolencias de su gente, sin que oyera yo jamás una sola crítica a su competencia. Se apoyaba en un bastón decorado igualmente con cintas multicolores, y de su cuello pendían un sinfín de amuletos de las más variadas formas y texturas. Cuando te miraba, era como si te traspasara un rayo. Era un ser poderoso y siniestro, de quien era mejor mantenerse alejado.

Fue él, Ugly, el encargado de abrir la comitiva que acompañó al joven Yusidey a su última morada. Su viuda, su suegro Tukai, sus huérfanos y todo el poblado, incluidos los esclavos, seguimos al cadáver hasta un altozano no muy distante, mientras yo me preguntaba por qué no cavarían una tumba allí cerca, en la tierra blanda de los alrededores, en lugar de emprender esa dura caminata hacia una colina de piedra maciza. La respuesta era sencilla. Los mongoles no enterraban a sus muertos, sino que los dejaban, desnudos, en lugares elevados, a fin de que sirvieran de pasto a los buitres, águilas, halcones y demás rapaces, a las que veneraban casi tanto como a sus dioses. De ese modo, creían ellos, sus espíritus volarían alto.

¡Jamás había oído semejante disparate!

Después de que fueran recitadas las plegarias de rigor, celebrados los bailes rituales y derramadas suficientes lágrimas, regresamos a toda prisa al calor de las tupidas yurtas, a punto de congelarnos.

Los guerreros y sus mujeres llevaban gruesos abrigos de piel forrados de marta, zorro o vellón de oveja, que les llegaban hasta los pies enfundados en confortables botas. Algunos incluso disponían de ropas de reno, un animal semejante al ciervo, decían, que se cazaba muy al norte, en territorio de los tártaros, y cuyo pelaje proporcionaba una barrera infranqueable al frío. Pero quienes, como mi padre y yo, habíamos de conformarnos con una gastada capa de fieltro heredada de un pastor no aguantábamos mucho tiempo semejante intemperie. Una vez a resguardo, le dije, indignado:

—Extraña forma de honrar a un difunto, abandonarlo a las fieras hambrientas. Esta gente no tiene alma.

—Son paganos, Guillermo, no se le puede pedir peras a un olmo. No hay más que ver en qué se ha traducido ese formidable imperio del que tanto alardea Tukai al hablar de su padre: en nada; absolutamente nada.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que su único poder es el que nace de la fuerza bruta. Han conquistado un territorio vastísimo y aniquilado a millones de seres humanos. ¿Y qué? No han dejado nada. Ni un solo testimonio de su conquista. Ni un monumento que recuerde su existencia. ¿Tú viste durante nuestro viaje algo que testimoniara el paso de estas gentes por allí, aparte de cadáveres y ruinas? Ni siquiera saben dónde descansa su rey, Gengis, porque eliminaron a todos los que participaron en el traslado de sus restos. Me lo dijo el otro día el propio Tukai, muy orgulloso, cuando le pregunté dónde yacía su padre. Son bárbaros, hijo, todo lo contrario de nosotros.

—Pero son fuertes, son poderosos, derrotaron al sah de Persia, a los turcomanos, a los sirios… Son guerreros formidables, padre, eso tienes que reconocerlo, no saben lo que es el miedo ni tampoco la piedad; deberíamos aprender de ellos.

—¿Aprender qué? Los romanos dejaron carreteras, puentes, acueductos que todavía se utilizan en Sicilia y hasta en Germania. Mis antepasados, los árabes, llenaron la isla de frutales, regadíos y jardines. Los aragoneses occitanos de quienes desciendes por vía materna inventaron la trova, la poesía, el amor cortés. El poder es algo más que fuerza, hijo. El poder ha de servir para construir, para crear, para transformar el mundo. En caso contrario es únicamente violencia ciega, intimidación y terror.

Me quedé un rato reflexionando sobre lo que había dicho, sin terminar de comprenderle. ¿Acaso no se daba cuenta de cuál era nuestra situación? ¿Por qué estábamos dónde y cómo estábamos, si no era por la fuerza superior de nuestros amos? Finalmente, abrumado por lo alejado que me sentía de él en ese instante, le contesté:

—Violencia, intimidación y terror. ¿Te parece poco?

No dijo nada. Me miró con expresión infinitamente triste y se puso a coser la pernera de sus calzas rotas con una aguja despuntada. Resultaba harto complicado no rasgar la tela con esa vieja herramienta, por lo que había que poner gran cuidado en cada puntada además de amasar largamente entre las manos los tendones secos de cordero, a fin de ablandarlos lo suficiente para convertirlos en un hilo fino y resistente. Un trozo cortado de la parte de abajo de su túnica hacía las veces de parche para el remiendo. No se le daba bien a un viejo guerrero como él esa labor indigna de hombres, y además le torturaban los sabañones de las manos, pero sabía al igual que yo que de haber dejado ese agujero abierto no habría superado el invierno. Y yo no me ofrecí a ayudarle.

Se derritieron las nieves, el sol volvió a calentar, alargaron los días su duración y llegó el momento de regresar a las praderas y a la guerra. El ganado, famélico, necesitaba comer, y a los guerreros, acolchados de grasa fresca, les urgía cabalgar hacia nuevas cabezas que cortar. Todo el mundo andaba nervioso, atareado, impaciente por emprender el camino del sudoeste y reencontrarse con la estepa ancestral.

Las mujeres, responsables de recoger las tiendas, empaquetar los enseres, cargar los carros de manera ordenada, a fin de que cada familia encontrara las cosas en su sitio, y disponer los víveres necesarios para el camino, iban de un lado para otro, dando voces e incluso peleando entre ellas. Nosotros recibíamos órdenes contradictorias de unas y otros, pidiéndonos llevar esto de aquí allá o traerlo de allá aquí, trasladar a los corderos de un corral a otro y de aquel al primero, ordeñar las cabras, acarrear agua desde el lago, sacudir las pieles… todo con urgencia máxima y carácter prioritario. Andábamos enloquecidos y supongo que ese día, además, me habría levantado con el pie cambiado y el ánimo predispuesto a la gresca. El caso es que, cuando ya se ponía el sol, me topé con la persona equivocada en el momento inoportuno. ¡Culpa mía por estar donde no debía!

La primera esposa de Tukai era una mujer malvada. Malvada y resentida. Se le habían secado las entrañas después de dar a luz a su única hija, recién enviudada, y no soportaba el hecho de que su esposo hubiese abandonado su lecho para frecuentar los de sus otras cuatro esposas e innumerables concubinas, que se disputaban el honor de sus visitas nocturnas. Ella, Goiko, era demasiado orgullosa para humillarse pidiéndole que durmiese con ella, por lo que había convertido su deseo en amargura y no perdía ocasión de asaetarle con comentarios hirientes, que él despreciaba riéndose. Sus esclavas llevaban las huellas de su ira en el rostro, su hija había sufrido, decían, los embates de su furia, y los hombres más apuestos de la tribu habían aprendido a mantenerse lo más lejos posible de su alcance. Pero yo no concebía, pobre de mí, la posibilidad de que pasase lo que pasó, por lo que me faltó prudencia…

Habrían discutido, supongo. O acaso ella estuviese especialmente escocida porque la más joven de las mujeres del kan había anunciado que estaba encinta, lo que había dado lugar a una fiesta con abundante airag negro y profusión de bailes al son del tamboril. Lo cierto es que al pasar junto a su ger, error fatal que se me había advertido evitar a toda costa, me agarró con la fuerza de un hombre y me introdujo de un empujón hasta el interior, donde se me insinuó como una vulgar ramera, animándome a tomarla allí mismo e incluso ofreciéndome un trago de licor.

Dios sabe que lo hubiera hecho. Tenía tantas ganas de una hembra que incluso aquella, carente del menor atractivo, me parecía apetecible. Pero el kan me habría despellejado vivo de haber sospechado el menor contacto carnal con esa de su propiedad. Ella quería desafiarle utilizándome como instrumento de su revancha y él habría descargado su cólera en mí para salvarla a ella. Yo no tenía nada que ganar, por ende, en el negocio, excepto un instante de goce a cambio de un infierno por venir.

Como pude, me zafé del abrazo tratando de no parecer brusco, a la vez que emprendía la fuga apelando a la fidelidad a mi señor. Ella profirió todo tipo de insultos, me llamó bujarrón y juró que se vengaría de esa afrenta. Cuando por fin logré salir de allí, el corazón se me había desbocado y un chaparrón de emociones incontrolables parecía haber inundado mi mente.

—Tengo que marcharme de aquí ahora mismo —le dije a mi padre nada más entrar en nuestro aposento—. Me van a matar.

—Tranquilízate, hijo —replicó él, viéndome fuera de mí—. ¿Qué diablos ha pasado?

Se lo conté, mientras recogía cuatro cosas en un hatillo.

—Es una bruja lasciva, padre. Tendrías que haber visto sus ojos. Vendrá a por mí, me acusará de cualquier cosa, de robar, de deshonrarla… Debo huir ahora que puedo. Mañana será demasiado tarde.

—Pero ¿adónde vas a ir, Guillermo? ¿Has perdido el juicio? No debes darle tanta importancia. Tukai sabe qué clase de persona es Goiko.

—¿Y me creerá a mí antes que a ella? Ni hablar. Esta misma noche me escapo. Cogeré un caballo y cabalgaré hacia el oeste. Si consigo llegar a tierra cristiana reuniré una tropa y volveré a buscarte. O mejor, ¡vente conmigo! —le rogué, sintiendo que acababa de tener una idea luminosa.

—Guillermo, por Dios, recapacita, vuelve a tus cabales. ¿Tú oyes lo que estás diciendo? ¿Qué comerás, cómo te resguardarás del frío, qué harás cuando muera, agotada, tu montura?

—Cazaré, robaré, me las arreglaré de algún modo. Aquí no puedo quedarme.

No quise oír más. Sordo a toda razón, trastornado por ese terror cuyo poder sobre mí era en ese momento ilimitado, esperé a que todos durmieran y salí, sigiloso, hacia los corrales. Nadie montaba guardia en esa estación del año. ¿Para qué? No había guerra, ni enemigos, ni presencia humana alguna a muchas leguas a la redonda. No habría tenido sentido que alguien fuese tan estúpido para hacer lo que yo estaba haciendo. Lo último que oí, antes de sumergirme en la noche, fue la voz de mi padre que me advertía:

—Procura que no te cojan, hijo. A los mongoles les apasiona la venganza en la misma medida en que desconocen la piedad. Que Dios te acompañe y te guarde.