He olvidado cuánto tiempo tardé en comprender que ningún ejército vendría a liberarnos ni se pagaría por nosotros un rescate que nadie había pedido. La única salida posible era la barajada por mi padre: aguardar pacientemente una oportunidad para escapar y aprovecharla, porque la idea de una vida en cautividad era sencillamente inaceptable.
Avanzábamos lentamente por aquel terreno árido, que cada mediodía nos trasladaba a un infierno de piedras recalentadas por el sol, similar a un horno en el que se respirara fuego, y cada anochecer recreaba a nuestro alrededor un invierno de los más crudos, ante el cual la tienda en la que dormíamos y las túnicas raídas que nos cubrían constituían una muy pobre defensa. Íbamos por lo general en silencio, guardando el orden establecido en la fila por Chaka, que nos había situado en el centro del grupo. Cada día era igual al anterior y cada paso nos alejaba un poco más de nuestra vida, de nuestra razón de vivir, de nuestros seres queridos.
Por mi mente ya no pasaban imágenes heroicas de combate contra los infieles, sino nubarrones de pánico que me obligaban a librar una continua batalla interior a fin de evitar avergonzar al hombre que cabalgaba delante de mí, con la espalda algo encorvada, volviéndose de cuando en cuando a mirarme de un modo que al principio me resultaba indescifrable pero que en algún momento, imposible de precisar, pasé a interpretar como su forma de decirme que se preocupaba por mí y estaba allí para protegerme. A partir de esa constatación bastaba una de esas miradas para sosegar mi espíritu, porque algo en mi interior me decía que no obtendría de él otra cosa. Hubiese querido confesarle mi angustia, como hacía con mi madre cuando era niño. Eso me habría aliviado el alma; ahora lo sé. Entonces no se me ocurrió hacerlo. Sólo acerté a romper el muro que se había levantado entre nosotros, transcurrido un largo tiempo, formulándole una pregunta que me quemaba los labios desde que tenía memoria.
—¿Cómo lo conseguiste, padre?
Estábamos sentados alrededor del fuego, una noche como todas las demás, tratando de soltar los músculos entumecidos tras una larga jornada de marcha a través de un paraje montañoso especialmente abrupto. Yo hundía los ojos en la escudilla que contenía nuestra cena cotidiana: una pasta insípida de lentejas hervidas. Tal vez por ello mi voz sonó como un susurro temeroso.
—¿Cómo conseguí qué? —respondió mi padre, seco.
Debía de tener a la sazón poco más de treinta años, aunque las penalidades sufridas le surcaban el rostro, curtido por varios desiertos. Era alto y de espaldas anchas, con los brazos esculpidos por el manejo constante de las armas y las piernas algo arqueadas a fuerza de cabalgar. No tenía un gramo de grasa en el cuerpo ni le había visto jamás comer con verdadero apetito, como hacíamos Gunter y yo por repugnante que fuese el guiso. Aunque mi madre solía dibujarle como un hombre cortés, amigo de galanterías y amante de los placeres, el padre al que yo conocí rara vez respondió a ese retrato, salvo que la necesidad le impulsara a desplegar esas artes. Sencillamente no era feliz. Creo que la echaba de menos hasta el punto de que su ausencia le roía el corazón, obligándole a endurecerlo. Mentiría si dijese que era frío o indiferente. No lo era. Complejo, sí. Y profundo, además de noble en todos los sentidos de la palabra. Un enigma por descifrar en cada gesto, cada palabra, cada silencio.
—¿Cómo conseguiste sobrevivir a la cruzada en Damieta y a la derrota que allí sufristeis? Me lo he preguntado tantas veces… Durante años, mientras estuviste ausente, no lograba recordar tus rasgos y te soñaba de mil maneras distintas y trataba de imaginar lo que estarías haciendo en cada momento. Madre no quería hablar de la guerra. Se afligía cuando la interrogaba. Luego, en el palacio de Palermo, todos los demás pajes hablaban de ti, del capitán Gualtiero, como de un gran héroe, y yo reventaba de orgullo. Me esforzaba como nadie en los lances por ser digno de tu linaje y ejemplo. Deseaba parecerme en todo a ti. ¡Habría dado cualquier cosa por estar allí, en la batalla, compartiendo tu suerte, luchando codo con codo!
—No sabes lo que dices, hijo. Nada hay de bello en la guerra, por más que el honor nos exija sacrificárselo todo. Y aún más cruel es el cautiverio. En Damieta, mientras luchábamos contra los soldados del sultán y su terrible fuego griego, o veíamos pasar los meses sin que los reyes de la cristiandad tomaran una decisión, me sostenía únicamente la certeza de que tu madre y tú estabais a salvo, lejos de todo aquello, al cobijo del emperador a quien sirvo.
—¿Te hicieron mucho daño?
—Mucho más del que puedas imaginar, aunque nada comparable al dolor de la ausencia de tu… de vuestra ausencia. Ahora duerme, que la luna está ya alta.
No me había reprochado nada. Aunque la emoción le había traicionado, se había mordido la lengua para evitar echarme en cara que por mi culpa, únicamente por mi culpa y a resultas de su generosidad, esa página de su historia se reescribía en los mismos términos que por caridad evitaba precisar. Ahora sé que a lo largo del camino había estado esforzándose constantemente por apaciguar su espíritu aceptando en todo momento lo que Dios disponía para él, que la nobleza había vencido una y otra vez en la pugna contra el rencor. Entonces, esas pocas palabras me hicieron tomar conciencia de la magnitud de su sacrificio, y le imploré, incapaz de contener el llanto:
—¿Podrás perdonarme? —Aunque lo que en realidad necesitaba saber era si podría y querría amarme.
—Eres sangre de mi sangre, Guillermo. Apenas nos conocemos, es verdad, pero sólo nos tenemos el uno al otro. Nada más. Me preguntabas cómo logré regresar de Damieta, y te voy a responder: mirando al frente, al mañana. Conservando intacta la fe en mí mismo y en el Creador, cuya misericordia es infinita, aunque difícil de comprender a veces. Aferrándome con todas mis fuerzas a la esperanza de volver a casa, a los brazos de mi esposa, y convirtiendo esa esperanza en un proyecto lo suficientemente sólido para cambiar el destino que parecía escrito. Regresé porque no me rendí, que es exactamente la razón por la que también en esta ocasión volveremos tú y yo junto a ella.
—¿Me has perdonado entonces?
—Duérmete.
Para cuando llegamos a Mosul, transcurrida una eternidad, se fiaban ya tanto de nosotros como para dejarnos ir y venir sin ligaduras ni vigilancia. ¿Adónde íbamos a escapar? Ese pensamiento moraba únicamente en lo más recóndito de nuestros anhelos, infinitamente alejado de lo factible en la realidad.
La ciudad había sido obtenida como botín por Chaka en una de las constantes disputas de familia que enfrentaban a los musulmanes de distinta obediencia entre sí, y tengo que reconocer que resultaba impresionante incluso comparada con Palermo, a la que poco tenía que envidiar, excepto el clima, mucho más seco e inclemente allí que en Sicilia. Por lo demás, dejando al margen las añoranzas, podríamos habernos sentido como en casa.
Situada en la margen izquierda del Tigris, frente a la legendaria Nínive, la capital de Mesopotamia estaba rodeada de huertos de frutales tan exuberantes como los nuestros, aunque allí no crecían naranjas, sino manzanas, peras, uvas y las granadas más sabrosas que hubiese probado jamás, todo ello en tal cantidad que constituía una de las principales fuentes de riqueza de la región. El otro maná que la cubría de joyas nos dejó sin aliento en cuanto lo divisamos en lontananza, porque nunca habíamos visto nada igual ni nos pareció posible que algo tan espeluznante pudiese constituir una bendición.
A un lado del ancho y bien empedrado camino que conducía a la urbe se apreciaba una inmensa depresión de tierra, sombría, como si una nube compacta la envolviera en una suerte de extraño sortilegio. Allí, en medio de vapores sulfurosos que desprendían un fuerte olor y evocaban el infierno, surgían manantiales de un líquido viscoso, negro irisado; una especie de lodo brillante en el cual se sumergía la población local aquejada de alguna dolencia, pues se decía que esos pozos, regalo de Dios, tenían propiedades curativas. ¡Yo no me habría acercado a ellos ni por todo el oro del mundo!
Aquellas piscinas pestilentes, de todos los tamaños, parecían hervir a grandes borbotones y desprendían trozos de un material denominado betún, que eran recogidos en pilones construidos a tal efecto. En torno a ellas se habían excavado igualmente estanques artificiales, en cuya superficie flotaba una espuma negra y espesa que se desplazaba hacia los bordes, donde terminaba por cuajar en forma del valioso mejunje, exportado hacia la costa a fin de comercializarlo para los más variados propósitos.
—Este es el ingrediente principal del célebre fuego griego —nos anunció el caudillo selyúcida en tono triunfal—. Alá crea lo que quiere. ¡Alabado sea!
—Conozco sus efectos —replicó mi padre, sombrío—. Vi morir a muchos hombres abrasados por él en el Nilo, sin que el agua, la arena o el vinagre lograran apagar sus llamas. Es un arma terrorífica.
—Como la cólera de Dios —sentenció nuestro dueño y señor—. ¡Hágase Su voluntad!
Algún tiempo después, instalado ya en la minúscula estancia palaciega que me había sido destinada como despacho para organizar las caóticas finanzas del feudo, descubrí que el preciado betún, obtenido a partir de esa pasta hedionda, servía también para calafatear barcos, cimentar ladrillos en albañilería e impermeabilizar las paredes de los baños (lugares muy del agrado de aquellas gentes extrañas) que, una vez enlucidas con ese producto, adquirían el aspecto del mármol pulido así como su resistencia. Rellené incontables albaranes de cargamentos de ese producto, gravado, como todo lo demás que entraba o salía de la ciudad, con sus correspondientes impuestos, y comprobé cómo los beneficios por su venta no paraban de crecer.
Chaka siguió la costumbre de sus antecesores y, una vez confirmada por sus eunucos mi habilidad con los libros y las lenguas, me confió la gestión de unas cuentas públicas que llevaban años en manos de mamelucos corruptos. Yo no dejé de ser un esclavo atado de por vida a mi dueño, aunque en el espacio de muy poco tiempo acumulaba en mis manos más poder que la mayoría de sus guerreros, tan analfabetos como él y demasiado ávidos de riqueza para ejercer la función de contable sin perder pronto la cabeza bajo el hacha del verdugo. Conquisté ese codiciado puesto paso a paso, aplicando el sentido común, absteniéndome de robar y siguiendo los consejos de mi padre, que se mantenía firme en su empeño de escapar, por más que se cuidara mucho de demostrarlo.
En esos días nuestras conversaciones eran escasas, ya que mi trabajo apenas me dejaba tiempo libre y tampoco la compañía de mi progenitor, cuyo carácter se había agriado bastante, me resultaba muy atractiva. Desconozco a qué se dedicaba él, sin una función específica asignada, durante los períodos en que nuestro amo se ausentaba para librar alguna de las escaramuzas bélicas que tanto abundaban en esa época convulsa de revueltas y enfrentamientos entre vecinos. Estaba yo muy ocupado en disfrutar de mi creciente éxito como para velar por sus problemas. Miro hacia atrás y lo que veo me avergüenza, aunque me he propuesto ceñirme a la verdad en este relato y ¡por Cristo! que a ella me atengo.
En las escasas ocasiones en las que lográbamos un rato de intimidad, cosa rara dada la ingente cantidad de espías que nos rodeaba, un único tema absorbía nuestra charla: cuándo y cómo regresar al hogar siciliano. Necesitábamos ayuda exterior y una planificación detallada, ya que, aunque aparentemente no estuviéramos vigilados por guardianes, todo el mundo nos conocía e incluso nos señalaban por las calles de la gran urbe cuando dábamos un paseo para visitar el bazar, en busca de algún capricho, o simplemente por el placer de caminar entre jardines y callejuelas angostas hasta el frescor que se respiraba en los márgenes del río. Escabullirnos sin más era inviable. Formábamos parte, casi desde nuestra llegada, de los encantos exóticos de Mosul, al igual que el betún o los frutales.
Nuestras esperanzas, sobre todo las suyas, dado que yo me había conformado razonablemente bien con lo dispuesto por el Altísimo, estaban depositadas en los puestos de comercio genoveses y venecianos diseminados por la región. Tal vez, nos decíamos el uno al otro, alguno de esos cristianos que de tarde en tarde pasaba por allí se apiadase de nosotros y nos ocultase entre los múltiples criados de un cargamento de seda, alfombras o especias dirigido a la costa. Desde allí no sería imposible embarcar rápidamente hacia Italia: esa tierra cuyos contornos nos afanábamos en recordar y cuya lengua utilizábamos siempre para hablar entre nosotros a fin de no olvidar quiénes éramos, más a instancias de mi padre que por iniciativa mía. Hasta que llegara esa ayuda, insistía él de manera obsesiva, nuestro deber era mantenernos vivos y alerta, rezar al verdadero Dios, aunque el cautiverio en tierra de infieles nos privara del auxilio de los santos sacramentos, y tener bien presente nuestro elevado linaje, incompatible con la esclavitud.
Haciendo de tripas corazón, él cultivaba la amistad del caudillo que nos retenía, acompañándolo a menudo en sus cacerías y compartiendo con él los secretos de la cetrería aprendidos del emperador. Aunque los turcomanos eran célebres por su dominio de las aves de presa, la fama de nuestro soberano como adiestrador excepcional de varias especies de rapaces, autor de un manual que recopilaba todo el saber en la materia acumulado hasta entonces, traspasaba las fronteras. De modo que aunque Chaka no sabía leer ni estaba versado en geografía, conocía de oídas el nombre de Federico, así como su reputación en el arte de amaestrar peregrinos, habilidad que, a ojos de su pueblo, revestía un carácter casi sagrado. Y el primer capitán del ejército de ese halconero, tan próximo a él como para sentarse a su mesa, había cazado muchas veces con el jefe de la Casa de los Hohenstaufen. Un honor que hasta un guerrero analfabeto como Chaka era capaz de apreciar.
Pero mi padre sabía hacer muchas cosas además de mostrar a un polluelo cómo se atrapa una garza. Ya he dicho que era un gran narrador de historias y relatos épicos, capaz de acompañarse con un laúd y solazar a un tiempo la mente y los sentidos de quien le escuchaba, a semejanza de los trovadores occitanos que abundaban en los castillos de la tierra de su esposa. Jugaba como nadie al ajedrez, diversión llevada a Sicilia por los árabes, que él logró enseñar, a base de una paciencia digna del santo Job, al soldado hosco que mandaba en nuestras vidas, poniendo el acento en que lo que se desarrollaba en el tablero no era otra cosa que una batalla en la que el ingenio y la estrategia pesaban más que la fuerza. Era un buen conversador, un militar experimentado… Habría seducido a cualquiera que se cruzara en su camino, ya fuese hombre o mujer. En una ciudad gobernada por la soldadesca, de la que habían huido tras la derrota todos los dignatarios de la corte dotados de algún saber elaborado, Gualtiero de Girgenti era un lujo a la vez que una pieza exótica. Una especie de bufón de altos vuelos, como las aves a las que adiestraba, en cuya compañía gustaba de exhibirse el gigante turcomano hinchado como un pavo real.
Y es que los miembros del clan al que pertenecía aquel coloso con ínfulas no podían compararse a los antepasados musulmanes cuya sangre fluía por mis venas gracias a mi abuela paterna. Aquellos habían conquistado buena parte del antiguo Imperio romano, absorbiendo todo su saber, para luego extenderse hacia el oriente hasta el mar. Estos hijos de Anatolia, por el contrario, eran gentes rudas, sin cultura, que necesitaban desesperadamente desbastarse y pulirse para poder brillar, a semejanza del oro negro, pestilente, que manaba de sus pozos. De ahí que nuestro captor no tardara en encapricharse con mi padre y conmigo, hasta el punto de encumbrarnos a lo más alto del poder palaciego, dando por hecho que aquellos honores, con sus correspondientes riquezas, sellarían definitivamente nuestra lealtad. Gunter fue, desde el principio, harina de otro costal, aunque se acomodó con agrado a las funciones militares que le fueron encomendadas. Yo confieso, apesadumbrado, que habría hecho exactamente lo mismo que él, de no haber estado atado por la obediencia debida al hombre que había inmolado su libertad con tal de salvar mi cuello. Porque la tentación era fuerte.
Recuerdo en especial a las hermosas mujeres que ocasionalmente enviaba a mi lecho el eunuco jefe del harén, a instancias de Chaka, como premio por mi labor y estímulo para la sumisión. En una época en la que el deseo me acompañaba de modo casi permanente, incluso en sueños, aquellos desahogos suponían para mí mucho más que cualquier moneda. Es verdad que no tardaba en arrepentirme de mi lujuria y hacer acto de contrición, con una vaga conciencia, rápidamente acallada, de que la siguiente ocasión traería el pecado de nuevo. ¿Quién, a mi edad, habría sido capaz de rechazar a una concubina versada en los placeres más insospechados?
Pese a su aparente barbarie, Chaka sabía cómo satisfacer a un hombre, acaso porque nuestra naturaleza no requiere, para su satisfacción, de mucho refinamiento. Lo que no tuvo en cuenta ese guerrero glotón, cuyos apetitos se limitaban a la carne y a la sangre, fue la indomable voluntad de su compañero de caza, que no estaba dispuesto a morir allí, alejado de su esposa. Nunca llegó a entender algo que también a mí me costó discernir, y más aún comprender en todo su significado: el amor incondicional que nublaba, sí, el alma de mi padre, a la vez que nutría, empero, su inquebrantable determinación de regresar a su lado.
Al cumplirse el tercer Ramadán, la cuarentena de ayuno durante la cual les estaba prohibido a los devotos del Profeta comer o beber bajo la luz del sol, ya estábamos los tres cautivos imperiales plenamente integrados en la vida de Mosul, hablábamos con soltura la lengua de los turcomanos y disponíamos de alojamientos confortables dotados del correspondiente servicio encargado de atendernos. Mi padre y yo ocupábamos estancias contiguas en la zona noble del recinto amurallado, no muy lejos de donde desempeñaba yo mi trabajo, mientras que Gunter se había instalado más cerca del cuerpo de guardia, que era el lugar en el que se pasaba el día. No nos faltaba de nada, excepto lo esencial: la dignidad inherente al libre albedrío.
El alemán adiestraba a los guerreros que nos habían capturado en la defensa ante algunas de nuestras armas más peligrosas, como el hacha o la maza de combate. Parecía disfrutar de esa ocupación que le permitía medir fuerza y destreza con los mejores combatientes de Chaka, a quienes era frecuente que hiciese morder el polvo. Hablábamos cada vez menos, pues apenas nos encontrábamos ni precisábamos saber el uno del otro. Mi padre sí que le visitaba a menudo, a fin de cerciorarse de que estuviese bien, pues sentía un enorme afecto hacia ese soldado leal que le había seguido hasta el fin del mundo. Siempre me lo ponía como ejemplo:
—Aprende de Gunter, hijo. No hace falta que corra sangre noble por tus venas para ser un hombre de honor. Sólo es necesario llevar la caballería en el corazón.
Yo cada vez pensaba menos en esas cuestiones que tanto me preocupaban al salir de Jerusalén. Estaba demasiado cansado para hacerlo. Dedicaba largas horas a leer y escribir en distintos idiomas, hacer cuentas y llenar columnas de números, al principio bajo la supervisión de alguno de los eunucos en quienes Chaka confiaba ciegamente, y, a medida que fue pasando el tiempo, bajo mi propia y exclusiva responsabilidad. Era generosamente recompensado por ello. Me bastaba con formular un deseo para verlo satisfecho al instante, e incluso llegó un momento en el que empecé a ser convocado a compartir junto a mi padre los banquetes con los que Chaka honraba a sus mejores hombres; fiestas en las que corría el vino y abundaban las mujeres, según él porque su tesoro crecía de día en día gracias a mi buen hacer.
Por mis manos pasaban las reseñas de las caravanas que llegaban o partían de la ciudad, situada de forma estratégica en un cruce de caminos entre Oriente y Occidente, y yo supervisaba que abonaran religiosamente a los recaudadores de tasas el gravamen correspondiente al valor de su carga. Asimismo, tomaba nota de los tributos recaudados entre la población judía y cristiana, tan abundante en aquella región de antiguos seguidores de Jesús como abrumada de cargas fiscales, pues aunque se les permitía practicar su religión, el precio que pagaban por ello era elevado. Y también era yo quien llevaba el control de las obras públicas, asegurándome de que nadie cobrase un dinar más de lo estipulado. Llegué a temer por mis ojos, de tanto como tuve que forzar la vista en aquel cuartucho mal alumbrado, escribiendo en caracteres minúsculos para no desaprovechar una pulgada del valioso papel que había sustituido recientemente a las tablillas de arcilla como soporte de los documentos.
Hasta que una tarde, por fin, se obró el milagro.
—¡Lo he encontrado, padre, se llama Enrico y es genovés!
—¡Explícate, por todos los santos! —me replicó enfadado—. ¿Cuándo aprenderás a controlar tus impulsos?
—Me dijeron que unos italianos acampaban a las puertas de la ciudad, con una caravana de más de cien camellos procedente de la China, y me acerqué a visitarlos fingiendo querer controlar personalmente que no ocultaran mercancía valiosa a fin de evitar pagar a la hacienda pública. Hablamos largo y tendido sobre todo un poco y le fui sonsacando. Me confesó su lealtad a nuestro señor Federico, a cuyas órdenes había servido en algunas de sus primeras campañas, cerca de Aquisgrán, según me dijo, y añadió que había luchado a tu lado y sentía un gran respeto por ti. Está dispuesto a llevarnos con él, siempre que nos presentemos allí esta misma noche, sin equipaje, para poder partir al alba, disfrazados de siervos, sin dar tiempo a nadie de descubrir nada. Con un poco de suerte, antes de que piensen en buscarnos en esa dirección, estaremos lejos, a punto de embarcar hacia Sicilia.
—¿A qué estamos esperando entonces? —respondió, con una luz de esperanza en los ojos que no veía desde hacía una eternidad—. Voy a comunicar la noticia a Gunter. ¡No se lo va a creer! ¡Por fin, después de tanto invocar Su nombre, el Señor escucha nuestra plegaria! Tú recoge algo de ropa, una capa, poco más, y sobre todo deja todo lo que tenga algún valor. No quiero que se nos pueda acusar de haber robado.
Repartí generosos sobornos entre los integrantes de la guardia de aquella noche, simulando querer vía libre para visitar discretamente un prostíbulo famoso de la ciudad, y me aseguré de que más de uno se ausentara de su puesto en el momento preciso. Después empaqueté cuatro cosas y ni siquiera me molesté en tratar de dormir. Di vueltas de un lado para otro haciendo tiempo, mientras mi padre rezaba, hasta que pasó un rato largo sin que se oyera un ruido. Entonces abandonamos nuestra estancia sin mirar atrás.
Era una noche clara, de luna creciente. En el silencio de la ciudad dormida, el cabalgar de mi corazón desbocado se me antojaba tan estruendoso como para alertar a los guardias. Sin atrevernos casi a respirar, salimos, cubiertos con gruesos mantos de lana y, a tientas, avanzamos hasta el punto más bajo de la tapia del jardín, que saltamos, de camino a la libertad. Enfilamos entonces por callejuelas desiertas hacia el Tigris, donde nos estaría esperando un emisario de Enrico a fin de conducirnos hasta su campamento, en el que ya todo estaría dispuesto para la partida.
—La paz sea contigo —le saludó mi padre empleando la fórmula acordada por mí.
—Contigo sea la paz —respondió el encapuchado en turco, antes de mostrar su rostro. No era el que esperábamos, sino el del capitán de la guardia de Chaka, quien a gritos llamó a sus hombres, escondidos entre los arbustos.
Antes de darnos tiempo a comprender lo sucedido, fuimos golpeados, maniatados y conducidos a un calabozo, cuya puerta oímos cerrarse con un golpe sordo, seguido del ruido seco de la tranca empleada para asegurarla. El sonido del cautiverio. La voz de la desolación.
—Hemos sido traicionados —dije rompiendo el encantamiento perverso que siguió a esa acción violenta—. Alguno de los hombres a quienes pagué por mirar hacia otro lado ha debido de irse de la lengua y nos han seguido.
—¿Y qué ha sido de Enrico? —replicó mi padre, sombrío—. Es más probable que él haya sido el delator. ¡Malnacido!
—No digo que no, pero me sorprendería. Parecía tan genuinamente dispuesto a socorrernos…
—Fuera quien fuese, prepárate para morir como un hombre, hijo. Es el destino que nos aguarda.
Gunter callaba, acurrucado en una esquina, aunque su actitud no denotaba el miedo propio de quien se sabe a punto de sufrir una muerte atroz. Parecía más bien esforzarse por desaparecer en su rincón, con la mirada baja, como los chiquillos que juegan a hacerse invisibles por el procedimiento de cerrar los ojos. Y fue precisamente ese empeño por ocultarse lo que hizo que a mi padre y a mí se nos ocurriera simultáneamente la misma idea.
—No habrás sido tú —le espetó, a la vez que se le acercaba y le obligaba a levantar la cara—. ¡Mírame y júrame que no has sido tú!
—Nos dejarán vivir —se defendió el traidor arrastrándose hacia atrás contra el muro como si quisiera pasar a través de él—. Me prometieron que nos dejarían vivir a todos. No habría salido bien, era una locura…
—Tú, maldito bastardo. —Me abalancé sobre él—. Si tuviera las manos libres te estrangularía ahora mismo, escoria.
—¡Niñato engreído! —me respondió Gunter dando rienda suelta al pensamiento que debía llevar largo tiempo reteniendo—. Por tu culpa estamos en esta situación y aún te atreves a tratarme con desprecio. ¿Quién te crees que eres? A tu padre le reconozco el derecho a reprocharme lo que he hecho. Pero ¿a ti? ¡No, no te consiento que me eches en cara que haya apostado por vivir! De no haber sido por tu bravuconería altanera y loca estaría en mi casa, con mi esposa y mi hijita a las que nunca volveré a abrazar. De este modo, al menos, conservaré el pellejo y tal vez algún día obtenga la libertad.
—¿Y de qué te servirá el pellejo? —terció mi padre con una calma gélida, como si ya se hubiese resignado a lo peor—. ¿Podrás dormir tranquilo, empuñar la espada o elevar tus plegarias a Dios ahora que te has deshonrado? ¿Podrás seguir llamándote hombre?
—Podré comer, respirar y disfrutar de las mujeres, que no es poco. No todos somos como vos, capitán Gualtiero. Algunos nacen más fuertes y otros más débiles; es la voluntad de Dios.
—¡No metas a Dios en esto ni te escudes en la debilidad, gusano! Dios te ha dado los mismos atributos que a cualquiera de nosotros. ¿Acaso careces de voluntad? ¿Se te ha privado del poder de decidir? La fortaleza se trabaja cada día, al igual que la lucha o el tiro con arco. Siempre es una opción. Tú no eres débil sino cobarde, que es otra cosa. ¡Y pensar que esgrimía tu nombre ante mi hijo como un ejemplo de lealtad! Te has vendido desde el principio. Eso has hecho.
—He elegido vivir y no me avergüenzo por ello.
—Morirás en tierra de infieles —le auguré, furioso— y tus huesos se pudrirán aquí, lejos del suelo sagrado, mientras tu alma pecadora arde eternamente en el infierno. Es más, a poco que tenga ocasión, yo mismo te enviaré allí de un modo que no va a gustarte.
—Antes que yo iréis vosotros —respondió él, defendiendo la posición tomada junto al muro.
—Tal vez —le replicó mi padre—, pero lo haremos con la dignidad intacta.
—La dignidad no alimenta ni solaza ni se vende en el mercado. Guardaos vuestra dignidad que yo conservaré mi vida. Además, mientras hay vida hay esperanza.
—Te equivocas, Gunter. Mientras hay esperanza hay vida. Lo que acabas de decir demuestra que ya no necesitas cadenas porque llevas la esclavitud en la mente tanto como en el alma. Eres y siempre serás un cautivo.
En ese momento entró un carcelero y se lo llevó, dejándonos a nosotros sumidos en nuestra agonía.
Pasaron apenas unas horas antes de que Chaka nos llamara a su presencia, en su salón del consejo, a donde fuimos conducidos por los guardias sin contemplaciones. Una vez allí nos obligaron a arrodillarnos pegando la frente al suelo, en la misma posición que utilizaban ellos para adorar a su dios, aunque con los brazos fuertemente atados a la espalda. Él, nuestro dueño, descansaba sentado con las piernas cruzadas sobre un cojín de seda, inmóvil. Los tendones del cuello podían contársele, de puro tensos que estaban, como si fueran las cuerdas de un laúd. Apretaba los puños hasta el extremo de mostrar unos nudillos amoratados. Todo su cuerpo traslucía la ira que le carcomía por dentro. Permaneció callado un buen rato, deliberadamente, mientras el dolor de la incómoda postura que manteníamos iba macerando aún más nuestra resistencia. Cuando al fin habló, lo hizo con voz cavernosa, que parecía venir de otro mundo.
—Os lo di todo. Os abrí mi palacio, mi tesoro, mi corazón…
—Es verdad —acertó a decir mi padre, besando el suelo—. Todo menos la libertad sin la cual nada tiene valor alguno.
—¡Calla, ingrato! —tronó el gigante—. No quiero oírte nunca más. Habéis mordido la mano que os alimentó y pagaréis las consecuencias.
—¿Mando venir al verdugo? —intervino uno de sus sirvientes, impaciente por hacer méritos.
—No, la muerte sería un castigo demasiado indulgente y no me reportaría beneficio alguno. Puesto que habéis despreciado mi hospitalidad —dijo dirigiéndose a nosotros—, os proporcionaré los medios para que catéis la de nuestros vecinos, los mongoles. Desde que Alá, ¡alabado sea Su nombre!, creó el paraíso de Adán y Eva, la Tierra no ha conocido calamidad semejante a la que trajeron ellos. Recibirán complacidos el tributo de dos franys de alta cuna que podrán exhibir como trofeos. Ya que exigen de nosotros dones con los que aplacar su sed inextinguible de sangre, os incluiré en el próximo envío, junto con el trigo que reclaman. Sí, conozco a un jefe de tribu que estará encantado de acogeros en su campamento. Vais a experimentar el verdadero dolor, escorpiones. Esa será mi venganza. ¡Sacad a esta escoria de aquí! —ordenó a los guardias.
Esa noche la pasamos en silencio, fingiendo los dos dormir pese a sabernos despiertos. Yo me culpaba por haber generado la situación que nos había llevado hasta Mosul y luchaba a brazo partido por esconder el miedo que me atenazaba las tripas. Mi padre, si sentía temor, lo ocultaba a la perfección. Tampoco me mostraba inquina alguna. Imagino que se reprochaba haber tratado de abrir la jaula dorada en la que estábamos instalados, dando lugar a la sentencia que acabábamos de escuchar. Un destino incierto, de resonancias inquietantes, no tan dolorosas, empero, en esa hora de vigilia amarga, como la muerte de nuestra esperanza.
Al día siguiente nos unimos a una caravana, tal como habíamos imaginado, aunque orientada en dirección contraria a la que deseábamos. Cargados de cadenas, fuimos encomendados a la escolta armada de una partida de comerciantes que se dirigían hacia China, con el encargo expreso de entregarnos en un punto concreto de la ruta norte.
Entonces no podíamos imaginar la vida que nos aguardaba, por más que la palabra «mongoles» nos hubiera helado la sangre. Habíamos oído hablar de ellos, como todo el mundo. Sabíamos de la crueldad despiadada de su rey, al que llamaban Gengis Kan, quien había llevado a sus hordas de jinetes arqueros hasta las puertas del imperio de Federico y conquistado el territorio persa. Se decía que esos guerreros invencibles no cargaban con prisioneros ni respetaban a las mujeres, los ancianos o los niños. ¿Qué iban a hacer con nosotros? Esa cuestión se me incrustó en la cabeza día y noche, de manera obsesiva, hasta convertirse en una pesadilla que me atenazaba el espíritu incluso estando despierto.
La marcha que emprendimos esa mañana calurosa, a comienzos del verano, resultó ser un calvario para el cuerpo y para el alma. Despojados de todo cuanto nos hacía hombres, excepto la fe, fuimos escarnecidos con el fin de doblegarnos, obligados a desempeñar los trabajos más viles, a robar comida o disputársela a los perros, a suplicar una manta con la que cubrirnos para sobrevivir al hielo que traía consigo la oscuridad… Por vez primera en mi existencia me topé cara a cara con el hambre que te roe constantemente las tripas, te agria el carácter y te chupa la energía gota a gota. Espoleado por ese apetito obsesivo aprendí a mentir, a jurar en vano, a renegar de todos los principios que me habían inculcado durante mi formación como caballero. Asistí a mi propia degradación, demasiado cansado para tratar de impedirla.
A cualquiera que me hubiese hablado entonces de los sentimientos de orgullo y dignidad ofendida que habían guiado mi conducta apenas unos años atrás, al protagonizar ese absurdo enfrentamiento con las huestes de Chaka, le habría tachado de loco.
Créanme cuando les digo que hay formas de quebrar a un hombre. Si hay una etapa de mi vida que he luchado por olvidar, es esa.
La luna hizo su ronda por el cielo tantas veces que perdí la cuenta. Atravesamos llanuras y cordilleras que parecían inexpugnables. Tierras pobres en su mayoría. Bosques tupidos, húmedos. Planicies pedregosas, yermas, pobladas de ovejas escuálidas cuya lana era cardada y tejida en telares primitivos, enclavados en chozas bajas de piedra basta y tejado de leña. Telares operados por mujeres veladas de la cabeza a los pies, que se me antojaban espectros cuando las veía trabajando en el quicio de la puerta. Parajes inhóspitos, sin pasto, ni habitantes, ni caza, más allá de algún carnero de grandes cuernos que se dejaba ver entre las grietas de una escarpadura pelada.
Aquí y allí, muy de tarde en tarde, emergía un puñado de tiendas de piel rodeadas de cabras. Y de repente, en medio de un desierto semejante a una inmensa sartén diabólica, florecían ciudades nacidas con el único fin de alimentar a las caravanas. Urbes surgidas de las aguas de un oasis. Algunas milagrosamente intactas, grandiosas en su variedad de razas y de lenguas. Otras, como Herat o Bujara, reducidas a cenizas por las hordas del Gran Kan.
He tratado durante décadas de borrar ese recuerdo de mi memoria. He luchado a brazo partido contra los fantasmas de los desdichados sacrificados a millares por osar desafiar a ese demonio encarnado, mas no lo he conseguido. Cierro los ojos y veo gigantescas explanadas sembradas de cadáveres limpiados a conciencia por los carroñeros. Montañas de huesos humanos mezclados con los escombros calcinados por el fuego vengador de esa bestia de rostro lobuno que no conocía la misericordia. Calaveras desprendidas de su tronco a millares, a decenas de millares, apiladas ante lo que fueron las puertas de esas dos plazas, arrasadas por no rendirse al conquistador venido de las estepas del este a las que nos dirigíamos nosotros, sobrecogidos por el espectáculo que contemplábamos en un silencio sepulcral.
También he cerrado mis oídos pero oigo, con claridad, los gritos desesperados de las madres decapitadas ante sus hijos, de las criaturas de pecho utilizadas como diversión antes de morir aplastadas, de tantos padres impotentes ante tamaña infamia… Los sonidos del horror taladrarán mis oídos hasta que el Señor me llame para ser juzgado. Y ese día, ¡vive Dios!, le preguntaré por qué consintió tales horrores.
Nadie debería contemplar jamás lo que nosotros vimos al pasar por Herat y Bujara. Dios se apiade de esas almas torturadas.
Me recuerdo a mí mismo en esos días extenuado hasta el punto de olvidar lo que era el deseo y perder incluso el miedo. Veo el rostro de mi padre convertido en una calavera con barba y sus brazos, antaño tan fuertes, reducidos a un amasijo de huesos. ¿Qué sentido tenía seguir?
—Creo que mañana me negaré a moverme —le dije una noche, con los ojos cerrados, acurrucados los dos al cuerpo de un camello a fin de compartir su calor—. Lo más que pueden hacer es matarme y ya estoy muerto.
—¡No harás tal cosa! —me respondió airado, dentro del escaso margen que la fatiga extrema dejaba al enfado—. Seguiremos adelante mientras tengamos aliento. No pierdas la esperanza ni la paciencia. Dios se apiadará de nosotros.
—Dios nos ha olvidado, padre.
—¡No te atrevas a blasfemar! Dios nos ama, como nos ama tu madre, quien tampoco habrá dejado de confiar en nuestro regreso; estoy seguro. Cuando siento que me hundo, como te está ocurriendo a ti, me aferro a su recuerdo, evoco el calor de su piel, el sonido de su risa, el contorno de sus labios… Dejo volar mi espíritu hasta donde está ella y le hablo sin pronunciar sonido. La imagino paseando por los jardines de palacio, rodeada de naranjos y, en algunas ocasiones, hasta soy capaz de oler el perfume del azahar que tanto disfrutaba ella en primavera. Veo a través de sus ojos el mar color turquesa de Sicilia, siento la brisa fresca de la tarde, su sol amable. Le cuento nuestras desventuras en busca de consuelo y oigo su voz cantarina, créeme, susurrarme que aguantemos, que confiemos, que cuide de ti, como le juré que haría.
—No hay nada que esperar ni nadie en quien confiar, padre. ¿Es que no te das cuenta?
—Conocí a un hombre en Damieta, Guillermo…
Mi padre se había incorporado para sentarse con las piernas cruzadas, al modo de los turcomanos, apoyando su espalda contra la de la bestia dormida que nos abrigaba. A la tenue luz de las estrellas, su cara demacrada semejaba la de un aparecido, pálido, con los ojos hundidos, encogido sobre sí mismo a fin de guarecerse del frío. Era la viva imagen de la fragilidad. Y sin embargo…
—Se llamaba Hugo de Jerusalén —continuó, impertérrito—. Era un anciano cuando lo rescaté de las aguas del Nilo, en medio de una batalla, y apenas un adolescente cuando fue expulsado de su hogar por Saladino el feroz, azote de la cristiandad en Palestina. Solía regañarme por mi impaciencia. No había conocido otra cosa que la derrota, en su propia ciudad, en la batalla decisiva de los Cuernos de Hattin, en la cruzada encabezada por Federico el Barbarroja, y pese a todo demostraba tener un valor indestructible, además de una ilusión a prueba de golpes. Le sostenía la idea de que debía recuperar para la verdadera fe la Tierra Santa ganada por los sarracenos, así como la verdadera Cruz de Cristo, antes del Segundo Advenimiento de Nuestro Señor, que según él era inminente.
—No te ofendas, padre, pero no estoy de humor para escuchar historias pasadas.
—Hugo me enseñó una cosa —prosiguió él, como si no me hubiera oído—: que un hombre sin un propósito es un alma condenada a vagar, mientras que una meta clara, una razón para vivir, es alimento suficiente para mantenerte en pie en medio de la peor tormenta. ¿Lo entiendes?
—Creo que sí.
—Pues no vuelvas a caer en la tentación de rendirte. Nunca. Dame tu palabra de honor.
Se la di, dispuesto a cumplirla, aunque sin convicción. No pregunté cómo había acabado Hugo. Lo único cierto era que Jesucristo, el Salvador, aún no había regresado a la Tierra revestido de toda su gloria y que en un lugar como aquel, entre tanta desolación, resultaba harto difícil imaginarse ese evento.
—Mañana será otro día —zanjó él la conversación, volviendo a tumbarse a mi lado—. Trata de reponer fuerzas.
El día siguiente fue otro, exactamente igual a los precedentes. Ese y muchos más continuamos avanzando hacia el sol de la mañana, que retrasaba su aparición y se acostaba temprano, a medida que agonizaba el verano y la temperatura caía hasta congelarnos manos y pies.
Como se les había encomendado a nuestros guardianes entregarnos en buen estado y se aproximaba el momento de hacerlo, justo antes de cruzar las montañas llamadas Altai, un lugar de poca caza, frío intenso y muerte segura en invierno, nos proporcionaron ropa de abrigo en sorprendente buen estado: túnicas de lana tupida largas, ceñidas con cinturones de cuero; botas altas del mismo material, bonetes y capas de fieltro basto, pero grueso, al estilo de las empleadas por los pastores locales. El calor de aquellas prendas nos hizo recobrar la sonrisa y dar gracias al Señor por estar vivos, pues la felicidad es caprichosa y se presenta de improviso, cuando menos se la espera, del mismo modo que huye sin avisar. Me había costado aprenderlo, pero a esas alturas lo sabía: hay que acogerla como a la mujer amada; abrazarla, gozarla, agarrarse a su cintura con fuerza y sumergirse en ella hasta la locura. Aferrarse a ella. No permitirle escapar.
Fue una travesía infernal. Aunque buena parte de la caravana había tomado otra ruta, los carros que llevábamos avanzaban a duras penas por los angostos senderos abiertos entre gargantas, obligando a sus conductores a fustigar sin piedad a las bestias que los arrastraban a fin de obligarlas a seguir adelante. En más de una ocasión, hubo que liberarlas de sus jaeces y descolgar los carruajes mediante cuerdas por las pendientes más escarpadas. Otro tanto sucedió con algunos caballos, que fue preciso cegar utilizando trapos, pues se encabritaban a causa del terror al igual que pasaba con más de un sirviente, reacio a adentrarse en aquel paraje helado.
A medida que fuimos ascendiendo, la lluvia se convirtió en nieve, proporcionándome un espectáculo nunca visto más allá de la cumbre de la montaña de fuego que presidía Sicilia, a la que llamaban Etna. Un espectáculo tan grandioso como para privarme de aliento, según deduje de mis dificultades para respirar.
Tardamos varias jornadas en coronar las cumbres cubiertas de hielo e iniciar el descenso, no menos fatigoso, hacia la interminable planicie que se abría a nuestros pies. El aire olía a invierno. Atrás dejábamos un muro prácticamente infranqueable; una última frontera que marcaba el punto de no retorno a una vida pasada de felicidad, que iba difuminándose en mi mente. Era preferible así. Mejor morir a cualquier afecto para renacer en otra piel.
Acabábamos de llegar al fin del mundo.
La estepa mongola, el infierno al que nos había enviado Chaka como venganza por nuestra frustrada fuga, era una extensión inabarcable de pastos ralos, de un gris verdoso amarillento, barrida, a ráfagas violentas, por un viento implacable que parecía haber vaciado de vida el lugar. Nada de lo que se veía allí permitía pensar que el mismo Dios que había creado Sicilia, con sus vergeles, sus playas voluptuosas y sus atardeceres soleados, hubiese sido capaz de hacer emerger de las aguas semejante desierto helado. Cuando la pisamos por vez primera, bajo una llovizna fina que calaba hasta los huesos, tuve la sensación de que mi montura caminaba sobre esponjas, pues la tierra blanda amortiguaba sus pasos hasta convertir su avance en un trotar que, en otras circunstancias, habría resultado cómico.
Nuestra partida había quedado reducida a una docena de jinetes y un par de carruajes, en los que viajaba el tributo debido al señor del lugar, del que mi padre y yo suponíamos la parte más sustanciosa. Íbamos juntos, en formación de a dos, tratando de asimilar cómo sería nuestra existencia a partir del momento en que fuéramos entregados a nuestro nuevo dueño, de quien habíamos oído múltiples advertencias sobre su ferocidad.
—¡Mostraos sumisos! —nos habían insistido una y otra vez los soldados que nos custodiaban—. En caso contrario os enfrentaréis a su ira, cuya manifestación visteis en Herat y Bujara.
Pese a la promesa hecha poco tiempo antes a mi padre sobre la determinación de luchar, mi ánimo vagaba por territorios yermos y lúgubres, semejantes al que recorría mi corcel. ¿Con qué propósito continuar? La infinitud de aquel horizonte era peor que cualquier barrote.
Unas nubes compactas, casi sólidas, preñadas en mares remotos, eran los únicos elementos cambiantes en ese escenario de pesadilla que nos tenía atrapados. Chaka no había mentido. Mejor habríamos hecho aceptando nuestra suerte junto a su «hospitalidad», que arriesgándonos a caer en el círculo maldito de tierra estéril que se dibujaba a nuestro alrededor. Habría sido mejor, sí. ¿Y qué? En cualquier caso, ya era tarde para llorar sobre la leche vertida.
Lancé a mi padre una mirada desesperada, que él correspondió esbozando una sonrisa.
—Saldremos de esta —afirmó—. Te lo repito una vez más: juré a tu madre que te devolvería sano y salvo y pienso cumplir mi promesa.
No supe qué responder. Sentí un impulso de ternura agradecida hacia ese padre valeroso al que empezaba a conocer en profundidad, y esa emoción me devolvió algo de mi coraje perdido.
Al rato, una nueva ráfaga de aire furioso, que nos habría derribado de los caballos de no habernos acostado prácticamente sobre sus lomos, nos obligó a hacer un alto. Desmontamos para atrincherarnos como pudimos al abrigo de los carros. A lo lejos, unos arbustos raquíticos, de color rojizo, besaban el suelo doblegados por la furia del vendaval. Entre sus aullidos agudos, oí la voz de mi padre decir:
—¿Ves esas matas de allí?
—Las veo —acerté a gritar.
—A nosotros no nos ocurrirá eso.
—¿Qué?
—No seremos como Gunter. No permitiremos que nada nos obligue a humillar la cabeza. Nos mantendremos erguidos, pase lo que pase.
—Así será, padre. Nunca más tendrás que avergonzarte de mí —contesté, sin la menor certeza de que sabría honrar mi promesa, aunque decidido a intentarlo poniendo en ello toda mi voluntad.
Lo primero que divisamos del campamento llamado a convertirse en nuestro hogar fueron los perfiles de los cuantiosos caballos, ovejas y cabras que constituían la fuente de alimentación de aquellas gentes, además de su principal riqueza. Pastaban la hierba raquítica del otoño a considerable distancia del conjunto de tiendas redondas, de distintos tamaños, que formaban el poblado de Tukai Kan, dueño y señor de un dominio que iba mucho más allá de lo que abarcaba la vista, como no tardaríamos en comprobar.
Nada más percatarse de nuestra presencia, un par de jinetes se lanzó a una carrera vertiginosa con el fin de interceptarnos antes de que pudiéramos causar daños. A una velocidad que nunca había visto, llegaron hasta nuestro grupo en actitud amenazadora, esgrimiendo sus arcos con las flechas calzadas. Tras intercambiar unas palabras en una lengua extraña con uno de nuestros guardianes, empero, su hostilidad se tornó curiosidad dirigida hacia nuestras personas. Hablaban, nos miraban y comprobaban el contenido de las carretas, hasta que se dieron por satisfechos. Entonces, volvieron grupas y se dirigieron hacia su aldea, tan sólo para regresar un rato más tarde con refuerzos. Después de que fueran desenganchadas las mulas y se nos ordenara desmontar, el jefe de la partida con la que habíamos viajado desde Mosul nos comunicó:
—Habéis llegado a vuestro destino. Formáis parte del tributo que mi señor entrega cada año a los mongoles a cambio de que se mantengan a este lado de las montañas. Obedeced, trabajad y conservaréis la vida.
Mientras hablaba, uno de los recién llegados comentó algo al intérprete, aparentemente muy divertido. Este tradujo:
—Pregunta si os complace el paisaje.
—Es distinto al de nuestra patria —contestó mi padre con prudencia, sin faltar a la verdad.
Una vez oída la respuesta, el mongol, súbitamente serio, se nos acercó tanto como para que oliéramos su aliento podrido, y susurró en su idioma gutural, inmediatamente traducido:
—Esta es nuestra patria —dijo subrayando el posesivo—, y a partir de ahora la vuestra, esclavos. Por eso mandó Gengis Kan destruir todas las ciudades; para que el mundo entero vuelva a ser una inmensa estepa en la que las madres mongolas amamanten a sus hijos, libres y felices.