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En el año del Señor de 1230

Surgieron del desierto al caer el sol, como una tormenta de arena, levantando una polvareda que habría podido advertirme de los sombríos designios que auguraban, de no haber estado yo cegado por mi propio resplandor.

En la lejanía de ese horizonte chato no era posible precisar su número ni tampoco distinguir sus ropajes, pero el modo en que cabalgaban en tromba, sin orden ni formación, así como los alaridos que nos transmitía el viento, eran prueba suficiente de que no estábamos ante guerreros de la Santa Cruz, como nosotros, sino ante sarracenos enemigos. Aquella era la respuesta de Dios a mis plegarias, pensé, jubiloso. Al fin tendría la oportunidad de templar mi acero en verdadera sangre infiel, en lugar de chocar la espada de madera con la que había estado entrenándome desde niño contra el muñeco de paja que nos servía de adversario en el patio de armas del Palacio de los Normandos.

Sin pensármelo dos veces ni encomendarme a mi superior, piqué espuelas en los lomos de mi corcel y me lancé a galope tendido contra esa masa compacta de jinetes que iba tomando forma ante mis ojos a medida que desenvainaba. La cabeza se me había convertido en un tambor cuyo retumbar seguía el ritmo de las zancadas de mi montura. Sordo y ciego de furia, embestí…

—¡Pero qué modales son esos, Guillermo! —me reprendería mi madre si me oyera—. Ya te has lanzado a la batalla y ni siquiera te has presentado.

Me llamo Guillermo de Girgenti y nací en la tierra más hermosa de cuantas esparció el Creador entre los cielos y el mar: Sicilia; la más preciada posesión de mi señor Federico, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, conocido como Estupor del Mundo por los incontables talentos que atesoraba su persona.

Aunque vi la luz en los dominios meridionales de mi familia, situados en la villa de la que recibo el nombre, pronto me trasladé a Palermo con el fin de iniciar mi formación militar entre los escuderos del rey; hecho este que constituía un honor parejo al elevado linaje de mis progenitores, ambos servidores del monarca y miembros de su corte, él en calidad de capitán de las tropas imperiales y ella como consejera, tan valiosa que el soberano no daba un paso sin antes escuchar sus recomendaciones.

Gualtiero, mi padre, era, según contaba, hijo de un feroz conquistador normando y una preciosa princesa musulmana, mientras que mi madre, Braira, que apenas hablaba de su pasado, pues le resultaba en extremo doloroso hacerlo, procedía de la legendaria Occitania, tierra de juglares y cultivadores de viñas, arrasada en la cruzada desatada contra los cátaros.

Si la memoria no me engaña, pasé algunos de mis primeros años disfrutando de un mar cálido y una absoluta libertad para ir y venir a mi antojo, antes de comenzar en la capital del reino la durísima formación que habría de convertirme en caballero: interminables jornadas de práctica del latín, griego e italiano, que, por más que me aburrieran, se añadían al árabe y al occitano hablados en casa y me convertían en un políglota semejante a mi señor. Estudios de aritmética, álgebra, gramática, historia y filosofía, considerados inútiles por todos los pupilos e indispensables a juicio del rey, quien no concebía en sus nobles a gente sin educación ni cultura, y también mi favorito: el aprendizaje del manejo de distintas armas y del combate a caballo con armadura, actividades que, como pronto comprobé, requerían una fuerza y habilidad cuyo dominio tardaba mucho en conseguirse.

Gracias a que mi madre gozaba del privilegio de asesorar al emperador y residía en su palacio, aunque en un aposento mucho más lujoso que el anexo a las caballerizas donde dormíamos los escuderos, pude disfrutar de su compañía en los escasos ratos libres que me dejaban mis maestros. Claro que la de Federico era una corte viajera, que se desplazaba continuamente de un lado a otro llevando consigo a sus principales integrantes, entre los que mi madre destacaba con luz propia. Además, la comitiva imperial solía cargar con las piezas más valiosas del zoológico real, incluidos leones y jirafas, y hasta trasladaba en soberbios carruajes velados a las favoritas del harén real, a quienes el soberano se refería como sus «bailarinas». Toda esa parafernalia hacía que cada partida o llegada fuesen acontecimientos magnos que celebrábamos como fiestas.

¡Con cuánto ahínco me he empeñado en conservar esos recuerdos o rescatarlos del olvido cuando quiso el destino que mi vida tomara un rumbo opuesto!

Mi padre, a diferencia de mi madre, fue un extraño para mí hasta mucho tiempo después, ya que encabezó las tropas enviadas por el emperador a Egipto para luchar por la verdadera fe, y allí permaneció cautivo durante una eternidad, primero del barro, luego de la desesperación y finalmente de los ismaelitas, antes de lograr regresar a Sicilia para reunirse con nosotros. Poco después de ese momento ocurrió el episodio que narraba al comenzar este relato.

Habíamos viajado los tres en la galera del emperador a Palestina, con el fin de conquistar Jerusalén y liberar el Sepulcro de Cristo de la presencia musulmana que soportaba desde los tiempos de Saladino. No se trataba, en realidad, de una conquista propiamente dicha, ya que Federico había negociado con el sultán Al Kamil una tregua de diez años que devolviera la Ciudad Santa a manos cristianas, ni tampoco de una cruzada en sentido estricto, toda vez que su principal paladín, nuestro señor, acababa de ser excomulgado al haber osado enfrentarse al Papa por cuestiones que se me escapaban. Dicho lo cual, allá estábamos, en la tierra que vio nacer y morir a Jesús, los guerreros de la Cruz, decididos a demostrar nuestra determinación de morir, si tal fuera la voluntad de Dios, en defensa de las sagradas creencias cristianas. O eso al menos era lo que yo sentía en lo más profundo de mi corazón.

En mi caso, además, anhelaba vengar los sufrimientos y humillaciones padecidos por mi padre a manos de los sarracenos en Damieta, a orillas del río Nilo, donde había caído prisionero tras varios años de enconada lucha. Necesitaba demostrarle mi devoción matando a cuantos infieles pudiera. No se me ocurría mejor modo de manifestarle un amor que por supuesto nunca habría expresado con palabras; palabras que habrían sonado huecas tanto en sus oídos como en mi boca.

Por lo que supe más tarde, sin embargo, la partida de reconocimiento en la que andábamos embarcados cuando se produjo el encontronazo no estaba destinada a matar otra cosa que el aburrimiento de algunos soldados de la expedición. Llevaban demasiado tiempo ociosos, dándose a la bebida, los dados y las mujeres de mala reputación, lo que llevó a su capitán a organizar una salida de pocos días con el fin de explorar el territorio situado al norte de las murallas semiderruidas dentro de las cuales nos refugiábamos. Nada serio, me dijo mi padre cuando ya era demasiado tarde. Una simple cabalgada festiva para desentumecer los músculos y dar cuerda a los caballos, aletargados en sus establos por la falta de ejercicio.

Dijimos adiós a Jerusalén y a mi madre una calurosa mañana, apenas despuntada el alba, junto a otras dos docenas de jinetes. Tendría yo quince o dieciséis años, no lo sé con exactitud. Me embargaba toda la audacia de esa edad que desconoce el miedo pues carece de sentido del peligro. Cabalgaba un corcel de batalla gigantesco, regalo del mismísimo emperador, al que llamaba Negro por el color de sus crines. Iba henchido de orgullo, revestido de mi armadura plateada, provisto de lanza y espada, sintiéndome el protagonista de uno de esos lances gloriosos que narraban los poetas en la corte. Marchaba en vanguardia, ávido de acción, cuando divisé la polvareda que precedía al enemigo y me abalancé a su encuentro, sin volver la vista atrás.

Antes de distinguir su número, muy superior al nuestro, oí el zumbido de sus flechas: un aguacero mortífero que se abatió sobre nosotros en tal cantidad como para ocultar el sol. Más sorprendido que asustado, miré hacia atrás y vi a varios compañeros caídos, auxiliados por otros que trataban de reanimarlos. Las corazas de acero que nos protegían restaban eficacia a la táctica de esos jinetes surgidos de la nada y ligeros como pájaros, pero no impedían que la potencia de varios impactos simultáneos derribara a un hombre de su silla. Mi comitiva parecía haberse detenido y únicamente tres caballeros, entre los que distinguí a mi capitán, seguían los pasos del caballo que yo había lanzado a una galopada enloquecida.

—¡Adelante, por la Santa Cruz! —aullé, imitando el proceder de nuestros contrarios.

Los infieles ya habían adquirido contornos definidos y no se parecían en absoluto a los guerreros árabes que habíamos tenido ocasión de contemplar en Jerusalén. Cabalgaban como si formaran una única persona con su montura, sosteniéndose de pie sobre los estribos a la vez que disparaban una saeta tras otra sin disminuir la velocidad ni perder el control del animal. Vestían de blanco riguroso, de los pies a la cabeza, huérfanos de adornos o aderezos similares a los que lucían los oficiales del sultán egipcio. A diferencia de estos, no se cubrían con turbantes, sino que lucían largas melenas de pelo negro trenzado, que se bamboleaban a ambos lados de sus rostros fieros a medida que se acercaban. Cuando sentí la mirada gélida de uno de ellos traspasar mis ojos, sin una sombra de humanidad, experimenté por vez primera en mi vida una sensación aterradora, que me aflojó las tripas de golpe y casi me vacía la vejiga allí mismo. Lo habría hecho de seguro, ahora lo sé, si en ese preciso instante no hubiese llegado hasta mí la voz de mi padre, diciendo:

—¡Aguanta, Guillermo, estoy contigo!

Venía con un único acompañante, un alemán veterano de las guerras del emperador al que yo apenas conocía, después de que el otro soldado dispuesto a luchar con nosotros hubiera caído derribado por las flechas. Los demás, según comprobé con una mezcla de asco, temor e incredulidad, se desvanecían en la lejanía, huyendo como ratas de la batalla.

Tanto el viejo soldado como mi progenitor se habían despojado de la lanza, pero llevaban la espada en la mano. Para mi estupefacción, ambos la tiraron al suelo nada más llegar a la altura de donde yo estaba, rodeado de enemigos, decidido a derramar mi sangre con honor antes que rendirme a los infieles.

—¡Detente! —me ordenó el hombre al que había querido impresionar con mi hazaña, en un tono que no admitía discusión—. ¡Calla y obedece!

Para entonces, un enjambre de jinetes de piel oscura y expresión torva daba vueltas alrededor de nosotros, profiriendo gritos de victoria. Sus monturas, mucho más pequeñas que las nuestras, demostraban ser también mucho más ágiles, a juzgar por la rapidez con la que les obligaban a moverse. Se regodeaban abiertamente de las inesperadas piezas que acababan de cobrar, prácticamente sin necesidad de darles caza, y debían de estar pensando qué hacer con nosotros. De pronto, el que parecía su jefe, un hombre de tamaño descomunal, que compensaba con su estatura la desproporción existente entre su cabalgadura y la mía, se colocó junto a mí y, entre las risotadas de sus guerreros, me arrancó de un solo golpe el acero de las manos.

Yo estaba petrificado y así me mantuve, convertido en estatua. Hube de respirar muy hondo, haciendo acopio de todas mis fuerzas, para contener la marea de humillación que me inundaba el pecho y que quería alcanzar con sus aguas mis pupilas en forma de llanto.

—La paz sea con vosotros —dijo mi padre en árabe, acompañando el saludo de un gesto de sumisión consistente en bajar la cabeza, previamente despojada del yelmo en forma de cubo invertido que la cubría.

—¿Quién eres tú, cristiano, para pronunciar las palabras del Profeta, bendito sea Su nombre, en la lengua del Corán? —le contestó el caudillo vencedor, exhibiendo un acento mucho más extranjero que el de cualquiera de nosotros—. No pareces un frany de esos que vemos por aquí con el rostro abrasado por el sol y el cabello descolorido —añadió, empleando la palabra con la que los musulmanes de Palestina se referían a los integrantes de las cruzadas que habían llegado hasta Tierra Santa, casi todos ellos francos—. ¡Responde, perro! ¿Quiénes sois tú y esos despojos que te acompañan?

—Somos servidores del emperador Federico, amigo y aliado de vuestro señor, Al Kamil —contestó mi padre, dando por hecho que nuestros captores, a pesar de su aspecto extraño, serían un destacamento despistado del ejército del sultán con el cual nuestro rey acababa de firmar una tregua.

—¿Ese bufón que sólo sabe descansar el culo en mullidos cojines de seda? —replicó su interlocutor—. Nosotros no somos fatimitas sino turcomanos sunníes; auténticos musulmanes; jinetes selyúcidas de Anatolia; guerreros dispuestos a conquistar con nuestra sangre lo que otros negocian entre lujos, como mercaderes en un bazar. Hace años que encabezamos con coraje la yihad y hacemos el trabajo sucio que nuestros hermanos de fe árabes, egipcios o persas rehúsan llevar a cabo, acostumbrados como están a los placeres que reblandecen el cuerpo y la determinación. Esta tierra nos pertenece.

—Pero mi señor, el emperador… —trató de explicarse mi padre.

—¡Tu señor no es nadie! —interrumpió su alegato el hombre llamado Chaka, con un sonoro bofetón que le dejó marcada la cara—. Vosotros no sois nadie. Tal vez os dejemos vivir o tal vez no. Tal vez valgáis algo en el mercado de esclavos… —amenazó, sarcástico, en ese árabe burdo y mal hablado que contrastaba con la perfecta pronunciación de mi padre—. Me lo pensaré de camino hacia nuestro campamento.

Nos despojaron de armas, armaduras y todo lo valioso que llevábamos de valor, antes de atarnos a las sillas. En respuesta a las súplicas de mi padre, que se comportaba de un modo servil del que nunca le hubiera creído capaz, nos dieron agua y algunos mendrugos de pan ácimo en forma de torta. Era ya noche cerrada cuando iniciamos la marcha hacia el nordeste, guiados por las estrellas, en medio de un silencio denso, impuesto a golpe de látigo cada vez que intentábamos hablar entre nosotros.

Pese al agotamiento que me nublaba la conciencia, un torrente de emociones sacudía mi corazón con tanta fuerza como para mantenerme despierto toda la noche. Mentiría si negara que tuve miedo; más del que hubiera experimentado hasta entonces y tanto como para elevar mis plegarias al cielo a cada rato, suplicando la ayuda divina. No obstante, ni todo ese temor era capaz de justificar, en mi fuero interno, la indignidad que, a mi modo de ver, había cometido mi padre, humillándose así ante el infiel. ¿Acaso había sido siempre un cobarde al que yo tenía idealizado? ¿Era esa la razón por la que en alguna ocasión le había visto discutir acaloradamente con mi madre? ¿Seguiría arrastrándose sin pudor hasta el punto de inclinar voluntariamente la cabeza ante el verdugo?

La muerte, con la que no me había encontrado todavía cara a cara, era algo inabarcable para mí. El honor o la valentía me parecían en cambio conceptos diáfanos, mientras que la ausencia de vida resultaba imposible de concebir. Necesitaba urgentemente luz entre tanta y tamaña oscuridad, pero caminábamos entre tinieblas, en una noche sin luna.

Ninguna de las miradas que dirigí a la única persona que habría podido darme paz, aparentemente adormilado junto a mí, encontró respuesta. El alemán, cuyo nombre seguía sin conocer, nos precedía, mascullando maldiciones en ese habla incomprensible para mis oídos que parecía compuesta únicamente de consonantes. Tampoco de nuestros guardianes obtuve otra cosa que gruñidos y golpes, hasta que al día siguiente, bajo un implacable sol ante el cual había que cerrar los ojos, llegamos a unas tiendas de lana gruesa semiocultas entre dunas. Hasta la más apartada de todas fuimos conducidos a empellones, con las manos atadas a la espalda, en espera de conocer nuestro destino.

—Saldremos de esta —aseguré dirigiéndome a mi progenitor, cuyo rostro sucio y surcado de arrugas se me antojaba, por vez primera, viejo.

—¿Ah, sí? —me contestó, fulminándome con su mirada azul de hielo—. ¿Y tú cómo lo sabes? ¿Acaso vas a liberarte de tus ataduras y después soltar las nuestras?

—Estoy convencido de que se aclarará el malentendido, el emperador enviará tropas en nuestra ayuda o, en el peor de los casos, pagará nuestro rescate.

—Muy seguro te muestras para ser un simple escudero, además de un estúpido inconsciente.

Aquellas palabras me dejaron de piedra. Nunca antes había oído insultos de sus labios, sino palabras cariñosas, bromas y aventuras narradas con el arte e ingenio del mejor trovador. Desconcertado, me sinceré:

—Pensé que al verme combatir con valor te sentirías orgulloso de mí…

—Sólo los locos o los imbéciles atacan a una fuerza muy superior en territorio hostil, sin ni siquiera haber elaborado un plan de batalla. ¿Qué eres tú, un loco o un imbécil?

De pronto su voz sonaba vacía de afecto, fría, severa y distante, como la de los instructores que nos enseñaban en el patio de armas del palacio, en esa Palermo a la que tal vez no regresáramos nunca. ¿Quién era ese desconocido cuyos rasgos se asemejaban tanto a los de mi padre? Aguijoneado por su desprecio, me envalentoné:

—Lo que te pasa es que tienes miedo. Has perdido la fuerza de la juventud y no te atreves a morir como un hombre.

—Moriría mil muertes si con ello lograra algo útil, mentecato —me espetó, mientras el germano, incapaz de comprender la conversación que manteníamos en italiano, nos contemplaba asombrado—. Es mucho lo que te queda por aprender y me temo que las lecciones van a ser duras. Ahí va la primera: el miedo, debidamente administrado, es un escudo protector que nos ayuda a escapar de muchas trampas. La suficiencia, esa arrogancia hueca con la que querías deslumbrarme, no es sino el más peligroso de los enemigos, porque te acecha desde dentro sin que te des cuenta. Y ahora déjame dormir, que no tardarán en venir a buscarnos y debo estar lúcido si quiero encontrar el modo de que nos mantengamos todos enteros, con la cabeza sobre los hombros.

Habría deseado rebatir su argumentación. Habría dado cualquier cosa por detectar algo de calor en el tono de su voz, mas no tardó en ponerse a roncar y yo también sucumbí al sueño. Cuando desperté, seis fornidos hombres del desierto nos indicaban, por señas, que les acompañáramos fuera.

Tras una breve parada para hacer nuestras necesidades y comer unos dátiles, nos condujeron hasta el alojamiento de su jefe, que no difería gran cosa del nuestro, salvo por el colorido de las alfombras tendidas sobre el suelo. Él tampoco era el mismo de la noche anterior, ya que se había lavado la cara y aceitado la cabellera y la barba con óleos perfumados. Lucía un bonete puntiagudo, que exhibía a modo de corona, y una larga túnica de seda bordada, a la que llamaban kaftán, apenas suficiente para abrazar su cuerpo de coloso. Estaba sentado con las piernas cruzadas sobre un enorme cojín, frente al cual nos obligaron a arrodillarnos con brusquedad, sin hacernos la merced de desatarnos los brazos de la espalda.

—¿Por qué hablas árabe, frany? —interrogó Chaka a mi padre, ignorándonos por completo al otro soldado y a mí.

—No soy franco —respondió él ceremonioso—. Tampoco lo son mi hijo —dijo señalándome— ni este hombre que se halla bajo mis órdenes. Él es un alemán perteneciente a la guardia del emperador y nosotros sicilianos de su corte.

—¿Por qué hablas árabe y tienes la piel oscura como los de esa raza? —insistió el caudillo turcomano, en su lenguaje plagado de incorrecciones, con gestos evidentes de impaciencia.

—Mi madre fue una princesa sarracena en la Sicilia gobernada por los seguidores de Mahoma —explicó mi padre, confiando en que esa circunstancia, que en otras ocasiones le había servido de ayuda al tratar con ismaelitas, ejerciera también en esta de salvoconducto hacia la libertad.

—¿De modo que eres un apóstata? —rugió Chaka llevándose las manos a la cabeza sobre su sombrero picudo—. ¡Te haré decapitar ahora mismo! ¡Mejor aún, te haré desollar después de haberte permitido contemplar el suplicio de tu hijo! No cabe mayor ofensa al Profeta, bendito sea Su nombre, que el pecado de apostasía…

—Tienes razón, mi señor —le interrumpió mi padre, en actitud implorante—, mas no es mi caso.

—¿No era tu madre una creyente?

—Lo fue, hasta su muerte, aunque dejó que mi padre, un conquistador normando, me educara en el cristianismo.

—Comprendo… —se apaciguó nuestro captor—. Una mujer sometida, violentada por un infiel como el perro de tu padre, haría ese sacrificio para proteger a su hijo. Yo vengaré en vosotros los escarnios que sin duda padeció.

Ante mi estupor, mi padre calló, como si no hubiera escuchado las mismas infamias que habían herido mis oídos.

—¿Por qué debería permitiros vivir? —reanudó su discurso el coloso infiel, mostrando una condescendencia irritante, que terminó de desatarme la lengua.

—¡Si te atreves a tocarnos, hijo de…!

Iba a decir «una zorra sarracena» e invocar el nombre de Federico de Hohenstaufen y Altavilla como vengador despiadado, cuando un brutal cabezazo de mi padre me derribó sobre el costado derecho y me abrió una brecha en la frente de la que surgió un chorro de sangre. Incrédulo, mareado y aturdido, aunque incapaz de sentir otro dolor que el de mi alma perdida en la incomprensión, asistí silencioso, como el germano, al resto de la conversación, mientras notaba un hilillo de líquido viscoso resbalar por mi cara, hasta terminar por coagularse.

—Perdona a este chiquillo imprudente, gran señor —rogó mi padre a nuestro carcelero—. Desconoce las reglas de la cortesía. Si me permites responder a tu pregunta, tal vez te convenga mantenernos con vida con el fin de que podamos servirte.

—¿Y cómo lo haríais? —dijo mofándose él—. Nuestra fuerza y destreza con las armas no tiene parangón con la vuestra, tal como comprobamos ayer. No hay más que ver la situación en la que os encontráis. ¿Para qué querría yo a tres franys inútiles que alimentar?

—Tu pueblo —continuó adulándole mi padre— tiene desde antiguo la costumbre de emplear a esclavos instruidos en tareas administrativas, mientras los grandes guerreros como tú se ocupan de las cosas importantes. Mi hijo y yo hablamos varias lenguas, él sabe de números y maneja con soltura la escritura, y, en cuanto al otro hombre, hará lo que le ordenemos. Dado que sin duda estás destinado a gobernar amplios territorios, más pronto que tarde, tal vez, llegado el momento, pudiéramos serte útiles en alguna tarea de naturaleza vil, como la gestión del tesoro.

—¿Cómo sabéis tu hijo y tú todas esas cosas? —inquirió con desconfianza el selyúcida—. Creo que estás tratando de embaucarme…

—En absoluto, mi señor. Todos somos súbditos de un gran soberano llamado Federico, máxima cabeza de la cristiandad, cuya corte está en la ciudad de Palermo, donde resplandecen las mezquitas erigidas antaño por tus hermanos de fe, así como incontables huertos y jardines que igualan, se dice, a los de Babilonia. Allí aprendió el emperador de sus instructores musulmanes y judíos lo importante que es el conocimiento a la hora de reinar, y nunca ha dejado de mantener excelentes relaciones con todas las gentes del Libro, abogando por la tolerancia…

—¡Otro bufón como ese Al Kamil del que me has hablado antes! —le cortó en seco Chaka, aprovechando para eructar ruidosamente—. Caudillos como esos son los que ponen en peligro las conquistas realizadas por auténticos muhaidines como nosotros. Miran al cielo, cuentan estrellas y nubes, se solazan con sus mujeres y se entretienen componiendo versos, mientras los hombres de verdad derraman su sangre para sostener sus tronos. Así llevamos nosotros largos años respondiendo a la llamada de auxilio de los califas persas, sirios o egipcios cada vez que vosotros, los infieles, invadís sus territorios con esas túnicas bordadas de cruces rojas cubriéndoos las armaduras. Luego, una vez que pasa el peligro y reclamamos nuestra recompensa, somos expulsados de su lado con los más rebuscados ardides. Nos quieren para la pelea, pero luego consideran que nuestro lugar está en la estepa, lejos de sus palacios.

—De ahí, si se me permite hablar, la importancia de sumar a vuestra destreza militar e incuestionable valentía algo de la cultura que ha hecho grandes a los soberanos que has mencionado.

—¿Cultura, dices? ¿Cultura voy a aprender yo de ti, perro infiel, miembro de una horda que es capaz de devorar seres humanos? ¿Tengo que recordarte cómo tomasteis a sangre y fuego la Ciudad Santa de Jerusalén o la de Maarat, en Siria?

—Pero…

—¡Calla de una vez, esclavo —bramó Chaka acompañando su grito de un empujón que derribó a mi padre, igual que él lo había hecho antes conmigo—, y escucha! Ni los más sanguinarios de mis guerreros serían capaces de despedazar a mujeres indefensas antes de hervirlas en sus cazuelas, o de ensartar a criaturas de pecho en espetones y asarlas a fuego lento para devorarlas por puro placer, que fue el destino reservado por los franys a los desdichados habitantes de Maarat. Tampoco imitó Salah ad-Din vuestro ejemplo al tomar Jerusalén. No degolló a todos los cristianos que había en la ciudad, como hicisteis vosotros con los creyentes, ni quemó vivos a los judíos. Nada tenemos que aprender de los cristianos en materia de eso que llamas cultura.

Todos callábamos, temiéndonos lo peor, en consonancia con el discurso que acabábamos de escuchar. Yo me esforzaba por contener la ira y convencerme de que lo narrado por Chaka eran un montón de mentiras, aunque el rostro contrito de mi padre y el hecho de que nada hubiese rebatido me sumían en una gran confusión. Gunter, que al fin me había dicho su nombre, no comprendía las palabras de nuestro carcelero, aunque se daba perfecta cuenta de lo que significaban sus gestos: que íbamos directos a la decapitación. Los ojos de mi padre lo decían todo, una vez agotados, en el intento de salvar nuestras vidas, todos los argumentos a su alcance y hasta la última gota de su dignidad. Nuestra situación era evidentemente desesperada, aunque en ese momento cualquiera de las amenazas con que nos fustigaba el turcomano resultaba menos hiriente que el trato recibido de mi progenitor, cuyo golpe yo consideraba tan injusto como inmerecido.

En esas cavilaciones andaba inmerso cuando, tras una interminable pausa destinada a beber un sorbo de vino, nuestro dueño se arrancó de nuevo, en un tono más pausado.

—Es verdad, empero, que para la gestión de mis nuevos dominios en Mosul voy a necesitar buenos administradores. ¿Puedes demostrar lo que has dicho respecto de las habilidades de tu hijo con la escritura y los números?

—Desde luego que sí —respondió mi padre, aliviado—. Desátalo y manda traer recado de escribir, a fin de que él mismo pueda demostrártelo.

No fue fácil, con los brazos entumecidos por el efecto de las ligaduras, trazar unos cuantos garabatos en las caligrafías latina, griega y árabe aprendidas de mis maestros palermitanos, ni tampoco transcribir las sumas, restas y multiplicaciones que se me ordenó efectuar, pero lo que estaba en juego era demasiado grave para que me temblara el pulso. De modo que obedecí, poniendo en ello mi mejor empeño, hasta que el turcomano confirmó su indulto temporal y nos despachó, no sin antes advertir a sus hombres de que estuvieran alerta y nos vigilaran estrechamente durante el largo viaje que estábamos a punto de emprender hacia el corazón de Asia Central. Allí era, según Chaka, donde Alá, en su misericordia, había situado el jardín de las delicias, a orillas del río Tigris.

A gritos nos hicieron caminar de vuelta a la tienda que nos servía de cárcel. Al fin quedamos los tres libres de ataduras visibles, aliviados por haber salvado el cuello, pero conscientes de que el camino de la liberación era un camino sin retorno, hacia un destino situado a una distancia infinita de nuestro hogar en Girgenti.

¿Dónde quedaba Mosul? En el mismo momento en que me formulé esa sencilla pregunta tuve una visión increíblemente nítida y lacerante del rostro de mi madre, tan real como si estuviera allí, ante mis ojos, recordándome que no volvería a verla.

—Ella nos sacará de esta, estoy seguro —le dije a mi padre de quien ella tanto y tan bien solía hablar, tratando de darme ánimos y seguro de que él sabría a quién me estaba refiriendo.

—No te atrevas a mentarla —me respondió furioso—. No pronuncies su nombre.

Aquello era más de lo que podía soportar. ¿Que no pronunciara el nombre de mi madre? Mi madre habría estado orgullosa de mí. Ella había sido una valerosa embajadora de nuestro rey en su Occitania natal, donde había superado toda clase de peligros sin retroceder ante ninguno. Ella admiraba el coraje y me amaba mucho más que ese extraño al que llamaba padre. De eso estaba seguro. Y fue ese amor, acaso preñado de soberbia, el que me infundió la furia necesaria para desafiarle con palabras de las que pronto me arrepentiría.

—Ella no se habría rebajado como lo has hecho tú, cobarde. Habría preferido mil veces morir o sufrir tormento antes de ver cómo te inclinabas ante la bestia que nos tiene cautivos.

—¿Ah, sí? —me replicó él, tan encendido como yo—. ¿Tienes la más remota idea de lo que estás diciendo? ¿Vas a hablarme de tormentos a mí, que me he pasado la vida alejado de todo lo que amaba, privado de felicidad y encadenado a una espada por salvaguardar ese honor del que te llenas la boca sin vislumbrar siquiera su significado?

Luego, antes de darme tiempo a contestar, se volvió hacia el germano y chapurreó, en su lengua, algunas palabras que no entendí, pero que parecieron tranquilizarle, pues enseguida le vi hacer gestos claros de resignación.

Lejos de amilanarme, yo insistí:

—Ella hablará con el emperador, que la escucha como a ningún otro de sus consejeros; armarán un ejército para acudir en nuestra ayuda, nos buscará…

Un bofetón propinado con violencia me selló los labios.

—Escucha con atención —me dijo en un susurro que fue creciendo— porque sólo lo diré una vez: lo que hiciste al lanzarte por tu cuenta y riesgo contra los jinetes selyúcidas fue una insensatez que debería haberte conducido a la muerte y lo habría hecho, sin duda, de no haber empeñado yo mi palabra de caballero con tu madre. Ella me hizo jurar, justo antes de partir, que cuidaría de ti, y esa es la razón por la que estoy aquí, junto al bueno de Gunter, en lugar de haberte abandonado a tu suerte como debimos hacer. Porque te repito que únicamente los locos o los imbéciles se comportan como tú lo hiciste. En cuanto a la comedia que acabo de representar, bien a mi pesar, ante el caudillo que nos retiene, es lo único que tal vez, sólo tal vez, nos proporcione tiempo y una oportunidad para escapar. Ahora bien, si vuelves a actuar como un demente y amenazas con ello nuestras vidas, yo mismo te mataré. ¿Lo has entendido?

Callé.

—¿Lo has entendido, mentecato?

—Sí —fue lo único que acerté a responder, pues algo en la forma en que me hablaba me alertaba de que lo haría.

—Vamos a seguir adelante, vamos a agachar la cabeza y esperaremos el momento adecuado para emprender la fuga. Tú harás exactamente lo que yo te diga y yo cumpliré mi promesa de devolverte sano y salvo a tu madre, que es la mujer a la que amo. Desvíate una pulgada del camino que te marque y no respondo de mis actos.