Siete

Durante los pocos días que duró la travesía hasta Monte Carlo apenas perdimos de vista la costa durante mucho rato. Nos detuvimos una vez más en Catania, Mesina y Nápoles. Como en la ocasión anterior, un nutrido grupo de pasajeros se trasladó en tren a Taormina. Yo me quedé en el Stella, como lo hiciera dos meses antes. No puedo explicar esa aversión a ver Taormina. Creo que los motivos principales eran la tacañería y el temor a poner en un aprieto a unos amigos míos que, según creía, estaban pasando allí la luna de miel. Además, el estrecho de Mesina es muy hermoso, y siempre me extraña que alguien, por la razón que sea, prefiera viajar por tierra cuando puede hacerlo por mar.

Creo que jamás olvidaré la visión del Etna en el ambiente de una puesta de sol, la montaña casi invisible, una mancha gris pastel difuminada con la parte superior brillante, y el humo gris que repetía su forma, como si se reflejara; el horizonte en toda su amplitud extendido detrás e iluminado por una luz rosada, disolviéndose suavemente en un cielo gris pastel. Nada de lo que había visto hasta entonces en el arte o la naturaleza era tan chocante.

Al anochecer pasamos ante Stromboli. Todo el mundo salió a cubierta con la esperanza de ver una erupción, pero no hubo suerte.

Llegamos a Nápoles el día de la Ascensión, una festividad que siempre se celebraba por todo lo alto en mi escuela. Era la única fiesta completa en todo el año. Ese día, casi siempre lluvioso, los alumnos íbamos a un pueblo llamado Bramber, donde hay un museo de monstruosidades disecadas, gallinas bicéfalas, ovejas con cinco patas y cosas por el estilo. En Nápoles también celebraban una gran fiesta. Las iglesias estaban adornadas con damascos de seda blanca e iluminadas con innumerables bombillas eléctricas. En esa ocasión pude ver muchas cosas que no estaban a la vista en mi primera visita.

Fui a Pompeya, lugar que todo el mundo conoce. Lo más interesante entre todo lo que vi allí me pareció el molde de yeso del perro asfixiado. Había oído numerosos comentarios sobre los frescos pornográficos que caracterizan a muchas de las casas, y me sorprendió descubrir que, en su mayor parte, eran simples garabatos que no superaban a los de D. H. Lawrence, y con toda evidencia no eran obra de los decoradores profesionales que habían hecho un trabajo tan elegante en las otras habitaciones. Sólo uno, en la casa de los Vetii, era divertido, y su nivel no pasaba del de los dibujos de las «tiras cómicas» norteamericanas. En las calles excavadas más recientemente han dejado los descubrimientos en sus lugares en vez de llevarlos al museo de Nápoles. Desde luego, ese es con gran diferencia el barrio más interesante de la ciudad. El guía que nos acompañó tenía grandes mandíbulas bien rasuradas y ojos saltones. Podrían haberlo asesinado en cualquier parte, al confundirlo con Mussolini. Resulta muy curioso el hecho de que las personas de los órdenes inferiores con frecuencia se parecen a las figuras públicas de su generación. Los Gladstones empiezan ahora a extinguirse en Inglaterra. En mi universidad había un catedrático idéntico a un notorio asesino.

Al día siguiente hice un viaje en automóvil hasta Amalfi, para comer en el hotel Capucini, y regresé por Sorrento, un recorrido lleno de encanto y variedad.

La noche que zarpamos de Nápoles hubo un dîner d’adieu. El pasajero más respetado pronunció un discurso en el que hizo votos por la salud del capitán y los oficiales y les agradeció la seguridad y comodidad de la travesía. El capitán le respondió y todos cantamos el Auld Lang Syne. A la mañana siguiente llegamos a Mónaco.

Así terminaba el crucero. Aparecieron los equipajes en la cubierta, complementados por fardos de formas extrañas que contenían los recuerdos acumulados durante el viaje. Los pasajeros se afanaron en recuperar los pasaportes, cambiar cheques, dar propina a los camareros, despedirse del capitán y los oficiales, despedirse entre ellos y prometer que volverían a verse. Mi equipaje sólo estaba a medio hacer. Contemplé con desesperanza los montones de ropa, libros y fotografías sobre la cama. Pensé desalentado en el detestable viaje en ferrocarril que me aguardaba, las comidas en el coche restaurante, el traqueteo que salpicaría el mantel de sopa y vino, el tintineo de los cubiertos, los camareros empujándose en los pasillos; pensé en la noche de insomnio en el carísimo coche cama o sentado y apoyado en la pared de la plataforma de un vagón; en la fetidez de la atmósfera del tren cuando amaneciera, en la sensación de tener la cara sucia y sin afeitar; pensé en las vueltas que daría por París en el autobús de circunvalación, en el desolador muelle de Calais y el más desolador todavía muelle de Dover, en la suciedad y la indignidad de viajar en tren. Entonces volví a meter el baúl bajo la cama.

El Stella había concluido la temporada mediterránea y al cabo de dos días partiría con rumbo a Noruega para iniciar los cruceros veraniegos en los fiordos. Ahora navegaría alrededor de la costa española, tocaría en Argel y Mallorca y seguiría hasta Harwich, un crucero de catorce días. Decidí quedarme a bordo.

En el intervalo entre los dos cruceros sometieron el buque a otra tremenda limpieza completa. Yo dormía en el camarote y hacía las comidas en tierra. Monte Carlo estaba prácticamente desierta, el Sporting Club cerrado; el ballet ruso se había ido a Londres para trabajar en su última temporada; las tiendas de ropa, o ya habían cerrado, o anunciaban el final de las rebajas; los postigos de la mayor parte de chalés y hoteles estaban cerrados; unos pocos inválidos obstaculizaban los paseos con sus sillas de ruedas; el señor Rex Evans había dejado de cantar. Mientras paseaba por aquellas calles serenas y soleadas o permanecía sentado y soñoliento a la sombra de los jardines del casino, pensaba con curiosidad en la estipulación del destino que ha hecho de los ricos unos seres tan rígidamente litúrgicos en sus movimientos que acudirán a Monte Carlo cuando nieva porque es la época decretada para su llegada por las reglas y el calendario, y abandonarán la ciudad en cuanto sea habitable para regresar a sus grandes, mugrientas y confusas ciudades del norte, y pensaba también en lo distintos que son los ricos de los lirios del campo, que no dividen el tiempo por algún sistema métrico, sino que sus brotes surgen alegremente al primer atisbo de la primavera, y los pierden casi de inmediato, en cuanto sobreviene la helada.

Al cabo de dos días embarcaron los nuevos pasajeros. Los tres o cuatro que quedábamos del crucero anterior observamos a los recién llegados con mirada crítica y llegamos a la conclusión de que nuestro concepto de ellos era más bien bajo. Desde luego, al día siguiente no tenían un aspecto muy atractivo, tras una noche de mar gruesa en el golfo de León, y las expresiones de sus rostros eran de disgusto, como si atribuyeran el mal tiempo a negligencia por parte de alguien con autoridad. Navegamos a lo largo de la costa durante toda la mañana, mientras un catalán encantador con el que había trabado conversación señalaba con mucha ilusión las fincas veraniegas de sus amigos y parientes, y llegamos a Barcelona a las dos en punto de la tarde. En la entrada del puerto y a lo largo del rompeolas había una flota de balsas, de las que pendían ristras de mejillones que engordaban con las aguas residuales. Atracamos a lo largo del muelle en la dársena interior.

Faltaba una semana para que inauguraran la Exposición Universal de Barcelona, pero era mucho lo que había para ver. Hay una calle llamada las Ramblas, con antiguas casas e iglesias a los lados y un ancho paseo en el centro que divide los dos estrechos carriles para el tránsito. Este paseo está lleno de sillas, árboles y quioscos donde venden periódicos, tabaco y postales. Durante todas las horas del día está lleno de soldados y civiles que se saludan y chismorrean, pero su elemento más hermoso son los puestos de flores, que colorean y perfuman la calle en toda su longitud. La mejor hora para verlos es hacia el mediodía, antes de que los compradores hayan agotado las existencias o las flores estén ya polvorientas y alicaídas. Hay una catedral de estilo gótico español, cuyas ventanas han sido reducidas a pequeñas hendiduras y mirillas de vidrio coloreado. La oscuridad del interior es casi impenetrable, y la escasa luz que hay es tan poco natural que el templo no parecía en absoluto un edificio sino un decorado teatral, tal vez para la tentación de Margarita en Fausto o para El jorobado de Notre Dame o el último acto de algún drama histórico cuya heroína, arrepentida, renuncia al mundo y se hace monja, la caricatura imbuida de sentimiento del gótico de Chartres o Beauvais. Hay una colina llamada Tibidabo, en cuya cima han instalado un parque de atracciones, con restaurante y café, un salón de máquinas tragaperras, un templo inacabado de fantástico diseño y una gran noria. Hay una excelente compañía de taxis llamada «David», cuyos conductores hablan francés y rechazan las propinas; hay también varios taxistas autónomos de aspecto amenazante, que no hablan ninguna lengua extranjera, manipulan el taxímetro en su beneficio y exigen elevadas propinas. Los buenos edificios abundan en la zona antigua de la ciudad, con portales de hierro forjado y bonitos patios. Tengo entendido, aunque tras la movida travesía estaba demasiado cansado para investigarlo, que hay una bulliciosa vida nocturna en las calles alrededor de los muelles. Comí dos veces en tierra, en unos restaurantes tranquilos; los precios me parecieron elevados y la cocina execrable. El vino, sin embargo, era muy bueno. En uno de los restaurantes, un local muy humilde, poco más que una fonda de cocheros, vi a un soldado muy joven que bebía de un frasco provisto de un pitorro, con el extremo puntiagudo, que le sobresalía del lado. El muchacho lo sostenía con el brazo extendido, inclinándolo de manera que un chorro muy delicado de vino brotaba con cierta fuerza del pitorro, y lo recogía en la boca, sacando afuera con un gesto informal el labio inferior. El vino le salpicaba los dientes y se deslizaba por su gaznate sin que se derramara una sola gota. Entonces, con un diestro giro de la muñeca, interrumpía el flujo, recogía las últimas gotas y pasaba el frasco por encima de la mesa a su compañero, el cual bebía de la misma manera, pero con cierta torpeza, dirigiendo el chorro primero a un ojo y luego mentón abajo, lo cual causaba la hilaridad de todos los parroquianos. Parece muy difícil beber de ese modo, y creo que es más difícil de lo que parece, pero debe de ser muy delicioso cuando uno ha aprendido.

Pero la gloria y el encanto de Barcelona, que no puede ofrecer ninguna otra ciudad del mundo, es la arquitectura de Gaudí. En Inglaterra apenas conocemos el significado del Art Nouveau. El señor John Betjeman, la principal autoridad viviente sobre el tema, lo relaciona con el motivo decorativo de las raíces del nenúfar, que destacó en este país más o menos por la época en que falleció William Morris. También he visto objetos de peltre que datan más o menos de 1900 y están decorados con tulipanes y hojas de acedera felizmente conseguidos. Hay diseños estarcidos en algunos de los primeros números de la revista Studio en los que se disciernen las aspiraciones reprimidas pero resistentes del movimiento. Ahora bien, en nuestro caso, como sucede en el de los parisienses, la decadencia se reveló como la fuerza más vital. La pluma de pavo real y el clavel verde eclipsan al tulipán y la raíz de nenúfar. Luego, tras un entusiasta pero poco convincente coqueteo con Holanda, cuando los pintores crearon imágenes muy adornadas de molinos de viento y velas ocre oscuro, pusieron azulejos alrededor de sus chimeneas y cántaros panzudos de cobre bruñido en sus ventanas, la fantasía decorativa inglesa se arremolinó entre la madera y la paja y el viejo y negro roble. Pero no les ocurrió así a los catalanes, quienes reaccionaron al movimiento con todo el entusiasmo de su naturaleza exuberante pero nada discriminatoria. Nunca se interesaron por la decadencia o el arcaísmo. El Art Nouveau les llegó en una época de expansión comercial y conflictividad política, y ellos lo tomaron e hicieron suyo, incluso lo bautizaron y exportaron a Florida con su propio nombre, como el estilo neocatalán. De esta nueva guisa, en los últimos años incluso ha vuelto a Inglaterra. Cerca de donde escribo, en la costa meridional de Inglaterra, hay una pequeña colonia de chalés y bungalós que se extiende desde Bognor Regis a lo largo de un kilómetro y medio, hasta la playa. En su mayor parte están vacíos durante los meses invernales, por lo que puedo apoyarme en sus portales y estudiarlos sin importunar o despertar sospechas, y en su estructura tan nueva, y espero que transitoria, he discernido muchos rasgos que son básicamente neocatalanes. Hay ahí el mismo afán de atraer la atención, aunque creo que este impulso podría ser más comercial que artístico. No han construido esos edificios como hogares, sino como pabellones donde pasar los días de ocio, que se alquilan a unos precios extravagantes por breves períodos durante la temporada de baños. Su objetivo es atraer las miradas con un exterior notable y dejar el interior al azar, confiando en que los inquilinos pasarán la mayor parte del día tendidos en la arena. Muestran la misma confusión irresponsable de estilos arquitectónicos, aquí gótico, allí Tudor, más allá clásico. Muestran la misma repugnancia a la falta de abigarramiento, siempre que es estructuralmente posible sustituirla por matacanes y amplias curvaturas. Muestran la misma predilección por los colores brillantes y las superficies iridiscentes, más concretamente las conseguidas con azulejos vidriados o un mosaico de fragmentos de loza y guijarros empotrados en cemento. Este último es uno de los principales recursos decorativos de la arquitectura neocatalana. Hay ejemplos de este método que destellan y resplandecen en toda Barcelona, pero sólo Gaudí supo usarlo con precisión e iniciativa y convertirlo en el arte que en Nueva York se conoce reverentemente como «baño Tiffany».

Con respecto a esos constructores anónimos, Gaudí guarda la misma relación que los maestros del barroco italiano guardan con los decoradores rococó del budoir de la Pompadour, o Ronald Firbank con el autor de Frolic Wind. Lo que en ellos es frívolo, superficial y chic en Gaudí es estructural y esencial. En su obra las contorsiones, los burbujeos y circunvoluciones, el alma convulsa del Art Nouveau, llegan a la apoteosis.

Pude enterarme de muy poco sobre la vida de Gaudí, salvo que se inició en Barcelona, donde pasó la mayor parte de ella, y finalizó allí hace menos de cinco años, cuando el anciano y achacoso maestro fue atropellado por un tranvía eléctrico en la avenida principal de la ciudad. En sus últimos años hizo muy poca labor creativa y dedicó sus escasas energías a supervisar la construcción del gran templo de la Sagrada Familia, que describiré en seguida. El período de su producción más abundante e impetuosa son las dos últimas décadas del siglo XIX. Fue entonces cuando su arte, que maduraba cautamente, rompió con todos los límites preconcebidos del orden y el decoro y se expandió con desenfreno por la ciudad, salpicándolo todo con sus riquezas, como si fuesen barro.

Cierto que, cuando uno tiene el primer contacto con el genio de Gaudí, no percibe tanto el atropello del decoro como el de su sentido de la verosimilitud. Mi interés por el arquitecto catalán comenzó la mañana del segundo día que, por desgracia, era el último de mi estancia en Barcelona. Caminaba solo y sin ninguna intención determinada por una de las avenidas cuando vi algo que, al principio, tomé por un elemento de la campaña publicitaria de la Exposición. Al mirarlo más de cerca, me di cuenta de que era un edificio permanente que, para mi sorpresa, resultó ser el consulado turco. Delante del edificio, a lo largo de la acera, había árboles que ocultaban los pisos más bajos. Fue el tejado lo que más me llamó la atención, pues era de un color azul de pavo real y estaba ondulado, como una mar gruesa petrificada. Las chimeneas también eran de loza de barro vidriada con unos colores muy vivos, y estaban retorcidas y dobladas en todas las direcciones, como árboles frutales muy nudosos. La fachada del edificio, hasta el nivel de la segunda hilera de ventanas, mostraba el mosaico de fragmentos de loza al que antes me he referido, pero planteado cuidadosamente, de modo que los colores se mezclaban en delicadas gradaciones desde violeta y azul hasta verde de pavo real y dorado. Los aleros sobresalían en oleadas irregulares y amorfas, y en algunos lugares se atenuaban formando estalactitas de porcelana de color. El efecto era el de un pastel toscamente alcorzado. No puedo describirlo con más precisión porque, deslumbrado y cegado por lo que vi luego, mi impresión de esa primera experiencia, aunque profunda, es un tanto confusa. Fui de un lado a otro cámara en ristre, tratando de encontrar un aspecto fotografiable, pero la combinación de los árboles y el sol frustraron mi intención.

Ahora sabía lo que deseaba ver en Barcelona. Tomé uno de los taxis de David e hice comprender al conductor que quería ir a cualquier otro edificio como aquel. El taxista me llevó a un gran edificio de pisos que no estaba lejos, llamado, según creo, la Casa Milà i Camps. Más adelante, en una tienda de fotografía, me cercioré de que aquel edificio era obra del mismo arquitecto que había diseñado el del consulado turco, y que se llamaba Gaudí. Pude tomar fotografías de la casa, que tengo delante de mí mientras escribo, pero la impresión que dan es menos excéntrica que en la realidad. Tiene el mismo tejado ondulante de azulejos coloreados, pero en este caso Gaudí introdujo la novedad de que las curvas de la silueta no se corresponden en modo alguno con las curvas de la parte superior de las paredes. Cada una de las chimeneas tiene un diseño diferente, algunas están decoradas con espirales, otras con rombos, otras con nervaduras verticales, pero más o menos de la misma forma, como grandes colmenas, desde cuyo extremo superior sobresalen pequeños cañones de chimenea. Las paredes del edificio, que se alza en un chaflán, son de áspera arenisca y están horadadas por seis hileras de ventanas, diseñadas de modo que parecen cavernas, sin contornos claramente definidos y ninguna línea recta, es decir que tanto los costados como la parte superior y la inferior están curvados de una manera extravagante e innecesaria, como si los hubiera trazado una mano vacilante. También la planta ha sido diseñada con los mismos límites ondulantes. Tal vez lo más inesperado de ese edificio sea la obra de hierro. La puerta principal está compuesta de paneles de vidrio ensamblados en un marco de hierro de irregularidad inflexible, como los contornos de las piezas de un rompecabezas o las divisiones de lo que los jardineros llaman «pavimento loco», mientras que en el exterior muchas de las ventanas tienen balaustradas de hierro forjado que son audaces marañas de metal retorcido, como los restos de un aeroplano que hubiera caído desde una gran altura envuelto en llamas y al que hubieran enfriado de repente con chorros de agua fría.

Indudablemente en Barcelona hay otras casas de Gaudí, y me dijeron que en algún lugar del distrito se podía ver un palacio episcopal diseñado por él, pero dado el escaso tiempo que tenía a mi disposición me vi obligado a concentrarme en sus dos obras principales, el parque Güell y el templo de la Sagrada Familia, ambos situados en las afueras de la ciudad. El parque Güell es un parque público y un terreno recreativo; también es el nombre del suburbio circundante, por lo que transcurrió cierto tiempo antes de que pudiera hacerle comprender al taxista lo que deseaba, una dificultad incrementada por mi propio desconocimiento. Me habían dicho tan sólo que había obras de Gaudí en el parque Güell, nada más. Recorrimos varias calles con chalés, todos ellos de extravagante estilo neocatalán, pero sin la calidad que ya había aprendido a reconocer como la del maestro. En cuanto avistamos el portal de los jardines no hubo más dudas: allí estaba el género auténtico. Pagué al taxista y subí por una doble escalera revestida de mosaico de loza, entre paredes curvas y almenadas, decoradas con un alegre diseño a cuadros de azulejos coloreados, en cuya base había una fuente y una especie de poste totémico de mosaico.

Creo que los jardines han sido diseñados en su totalidad por Gaudí. Desde luego, los rasgos arquitectónicos son inequívocamente suyos. Hay una gran terraza donde juegan los niños, con un banco corrido en todo su contorno, ondulado y revestido con el característico mosaico de fragmentos de loza. Hay una muralla almenada hecha con piedras ásperas y ladrillos duros, y embellecida con placas con el nombre GÜELL en letras retorcidas y entrelazadas. Hay una especie de pérgola apoyada en una columnata de ladrillos duros, las columnas oblicuas y en ángulo unas con otras. Hay una torrecilla con un pedestal de hierro forjado en lo alto en el que se levanta una cruz. Hay una portería que es una gema del gaudismo y que parece una cabaña de cuento de hadas extraída de ciertos libros ilustrados.

Hasta la fecha sólo se ha construido una pequeña parte del templo de la Sagrada Familia, que sería el logro supremo de Gaudí, y a menos que se convenza a algún millonario excéntrico para que intervenga en el próximo futuro, a pesar de las grandes sumas que ya se han derrochado, habrá que abandonar el proyecto. La gran empresa comenzó con un capital muy exiguo y confió por entero en las contribuciones voluntarias para su progreso. El hecho de que haya avanzado hasta su situación actual es una muestra del gran entusiasmo que ha despertado entre las gentes del país, pero el entusiasmo y las contribuciones han disminuido en el transcurso de los últimos veinte años, hasta el punto de que sólo hay diez hombres empleados con regularidad, los cuales dedican la mayor parte de su tiempo a reparar los daños causados a la obra por la intemperie. Ya han aparecido unas grietas amenazantes en las torres. Serían necesarias unas sumas enormes para terminar el edificio a la escala que se planeó, y las porciones ya construidas dificultan fatalmente todo intento de modificación. Tengo la certeza de que siempre será una ruina, y muy peligrosa, a menos que se desmonten las torres antes de que se derrumben.

La parte terminada en la actualidad está formada por la cripta, una porción del claustro, la puerta meridional, dos de las torres y un tramo de la pared en el lado este. En la cripta hay una maqueta del edificio terminado, que se mostró en una de las Exposiciones Internacionales de París, pero que no atrajo un apoyo internacional considerable. La iglesia ha de ser circular, con la fachada meridional recta y provista de un gablete, formando una tangente que toca la circunferencia, pero no, como cabría suponer, en su centro, sino en un punto algo alejado al este de la entrada principal. Detrás del altar mayor ha de haber un baptisterio con una cúpula muy alta y puntiaguda, adornada con grecas y presumiblemente vidriada.

Hay un sacristán empleado para mostrar el edificio a los visitantes, que son la única fuente de ingresos para la continuación de las obras. El hombre me dijo que el templo inacabado es muy atractivo para los campesinos de los alrededores, los cuales acuden en gran número y se maravillan ante la pericia de las tallas. Añadió que a la mayoría de los turistas les desagrada, y expresan su impaciencia ante las excentricidades del «arte moderno». No diré que si yo fuese rico no encontraría una manera mejor de invertir mi fortuna, pero creo que sería una pena permitir el desmoronamiento de esta sorprendente curiosidad. Creo que aportar el capital para que se complete sería una acción garbosa por parte de alguien un poco tocado de la cabeza.

Podría haber pasado fácilmente quince días en Barcelona, localizando más ejemplos del gaudismo. Creo que diseñó muchas otras cosas además de casas, especializándose en idear unos diseños de mesas, sillas y otros objetos de uso corriente que los haría inadecuados aparentemente para sus objetivos. Me parece que Gaudí es un gran ejemplo de aquello en lo que el arte por el arte puede convertirse cuando no lo moderan en absoluto las consideraciones de la tradición o el buen gusto. Picabia, en París, es otro ejemplo; pero creo que sería más apasionante coleccionar gaudís.

Existe un gran libro sobre Gaudí publicado en Barcelona que en aquel entonces no pude comprar. Aunque lo hubiera comprado, no habría podido leerlo, puesto que está escrito en español, pero me habría encantado consultarlo a menudo, para identificar las ilustraciones y hacer fotografías y bocetos propios; tal vez incluso leer una ponencia o escribir una monografía sobre el tema.

Pero el Stella zarparía aquella noche, y había reservado pasaje hasta Inglaterra.