Tres

La llegada del Stella Polaris a Mónaco despertó tanto interés entre la población como sucediera con los tres destructores. Entró en el puerto a última hora de la tarde, pues se había encontrado con unas condiciones atmosféricas muy adversas durante la travesía desde Barcelona. Vi el barco iluminado en el muelle y oí débilmente la música bailable que tocaba la orquesta, pero hasta la mañana siguiente no me aproximé para verlo de cerca. Ciertamente, era un barco muy bonito, que alcanzaba una altura considerable por encima del agua, con la proa alta y puntiaguda de un yate de vela, completamente blanco, excepto la única chimenea, que era amarilla y estaba limpia casi hasta la ostentación. Un imponente marinero escandinavo estaba al pie de la pasarela, y por encima de él, en la cubierta principal, vi al oficial de guardia despidiéndose de dos o tres pasajeros. De momento me sentía agradablemente impresionado, pero me reservé el juicio, pues ese barco tiene la reputación de ser lo que se llama «la última palabra» en diseño de lujo, y soy escéptico por temperamento ante esa clase de reputación.

Durante aquel día tuve oportunidad de observar a mis futuros compañeros de viaje, pues la mayoría llegó temprano o pagó en el Bristol la noche anterior al embarque. Grandes cantidades de equipaje aparecieron en el vestíbulo, con las etiquetas azul y blanco del Stella; una parte pertenecía a los pasajeros del crucero anterior que regresaban a sus casas, y estos confraternizaban en el vestíbulo y la coctelería con los futuros pasajeros. Por todas partes oía yo comparaciones de los rigores de la tormenta, tal como la habían experimentado en el Mediterráneo y en el Tren Azul. Los vi en los restaurantes y el casino, y conduciendo por la Corniche en automóviles alquilados, distintos con toda evidencia por sus orígenes y experiencia, pero de todos modos imbuidos de cierta reconocible concordancia de intereses que los convierte en una parte necesaria del estudio de todo analista concienzudo de las condiciones sociales modernas, pues constituyen un tipo selecto y desarrollado por una serie de condiciones totalmente propias de estos tiempos, y deben formar parte de nuestra «época» con tanta seguridad como los cronistas de sociedad o los psicoanalistas.

Lo cierto es que desconozco lo auténtico o valioso que es este sentido de época. Es un producto de las escuelas privadas y la educación universitaria inglesas. En realidad, es casi su único producto que no se puede adquirir mejor y más barato en cualquier otra parte. Los extranjeros cultos carecen de él, lo mismo que esos ingleses admirablemente informados que se han educado en escuelas secundarias, colegios técnicos y las universidades modernas, o en los Reales Colegios Navales de Dartmouth y Greenwhich. Me inclino a creer que prácticamente carece de valor, pues consiste en un vago conocimiento de historia, literatura y arte, un interés de aficionados por la arquitectura y la indumentaria, por las instituciones sociales, religiosas y políticas, por el teatro, las biografías de los principales personajes de cada siglo, unas pocas anécdotas y chistes memorables, fragmentos de diarios, correspondencia e historia familiar. Todos estos tentempiés y golosinas eruditos se fusionan en un todo más o menos homogéneo y coherente, de manera que el inglés culto tiene una sensación del pasado en una serie continua de claros y bonitos tableaux vivants. Este «sentido del pasado» se encuentra en el fondo de la conversación más inteligente y del más respetable y peor pagado género de periodismo hebdomadario, y también colorea la perspectiva que tenemos de nuestra propia época. Nos preguntamos qué imagen tendrán de nosotros nuestros descendientes; intentamos captar el aroma de la época: ¿de qué manera este absurdo revoltillo de fuerzas antagónicas, de ritmos negros y psicoanálisis, de inventos mecánicos e industria en declive, de medios de comunicación infinitamente expansivos y una sustancia comunicable en infinita disminución, de libertad e inercia, de qué manera, digo, se enfriará y cristalizará todo esto? ¿Qué aspecto tendremos en los bailes de disfraces y los festivales benéficos de 2030? Así pues, vamos por la vida generalizando y analizando, y esto, en cualquier caso, nos facilita una actitud impersonal y bastante cómoda hacia ellos.

Los cruceros de placer se han desarrollado durante los últimos veinte años. Anteriormente sólo los muy ricos, poseedores de sus propios yates, podían permitirse este pausado paseo de puerto en puerto. Es una nueva forma de viaje y ha producido una nueva clase de viajero que, sin ninguna duda, contribuye de una manera considerable al talante determinado de nuestra época.

Nuestro sentido del pasado nos informa de dos clases de ingleses que viajaron por el extranjero en el siglo XIX. En primer lugar, está el superviviente del Grand Tour, la gran gira europea, que es invariablemente varón, joven y recién salido de la universidad, de buena cuna y rico, suele viajar en su propio vehículo y con sus propios criados; es posible que le acompañen algunos amigos o un tutor, siempre tiene un par de pistolas y numerosas cartas de presentación; un correo cabalga por delante de él para prepararle sus habitaciones; cena en las embajadas y legaciones británicas y está presente en las cortes extranjeras; admira los mármoles italianos, la ópera; los jardines y parques no le parecen en modo alguno superiores a los de su propio país; lleva un diario; tiene unas relaciones amorosas bastante aventureras; tal vez se bate en duelo; recorre Francia, Italia, Austria y Alemania de esta manera, bailando, observando, comentando; entonces regresa al cabo de un año o año y medio con baúles llenos de regalos para sus hermanas y primas, y tal vez algunas esculturas para distribuirlas por la casa, un bronce antiguo o unos grabados; está plenamente equipado para las tareas de la legislación y, excepto en el recuerdo, no repite la experiencia.

Pero hacia 1860 la prosperidad de la clase media y el transporte mecánico produjo un nuevo tipo: los Jones, Brown y Robinson de los libros ilustrados, el padre de familia de Punch. Por regla general, el padre de familia viaja con su esposa y sin hijos; a menudo le acompañan otros miembros adultos de su familia, una hermana o un cuñado; en invierno lleva un pesado abrigo de tweed y gorra del mismo material con orejeras; en verano está muy acalorado; ha vivido siempre en Inglaterra, ha trabajado con ahínco y le ha ido bien; está «en el continente» para pasar tres semanas o un mes; es muy celoso del prestigio de su país, pero cree que lo preservan mejor unos modales algo jactanciosos con los dueños de los hoteles y el rechazo a dejarse engañar, que la escrupulosa observación de la etiqueta por parte de su predecesor; recela mucho de los extranjeros, basándose sobre todo en que carecen de baños, disimulan sus comidas con salsas extrañas, están oprimidos por sus dirigentes y sacerdotes, no son honrados y sí inmorales y peligrosos, y hablan una lengua absolutamente incomprensible; le hacen montar un asno demasiado pequeño para él, y padece otras afrentas similares; el problema del humo de cigarro en los vagones de tren le afecta especialmente; con su llegada comienza el innoble negocio de fabricar baratijas para turistas, horribles pisapapeles de madera o piedra del país, ornamentos de diseño espantoso o artículos de bisutería para que se los lleve como recuerdos. Los productos nobles de su era son la guía Baedeker y la agencia de viajes Cook. Pisándole los talones llega la solterona viajera, que sigue con astucia la pista del capellán protestante inglés; es experta en la preparación de té de alcoba, y tiene arruruz y galletas en su maletín de viaje, así como un cálido pañolón para abrigarse cuando se pone el sol. Para ella las instalaciones sanitarias inadecuadas están ligadas a las supersticiones del papismo. Ha comenzado una nueva etapa. Los ingleses han descubierto que vivir en el extranjero es muy barato.

A comienzos del siglo XX el señor Belloc inventó una nueva clase de viajero, de nuevo varón, aunque imitado desastrosamente por mujeres emancipadas. «El mundo entero es mi ostra —dijo el señor Belloc— desde que los hombres hicieron los ferrocarriles y me dieron permiso para no acercarme a ellos». El peregrino camino de Roma viste unas ropas muy raídas y lleva un bastón muy grueso. En la mochila que le pende de la espalda lleva un mapa y embutido con ajo, un trozo de pan, un cuaderno de dibujo y un litro de vino. Mientras camina, canturrea en latín macarrónico; conoce la exaltación de levantarse antes del alba y ser alcanzado por ésta a muchos kilómetros de donde ha dormido; habla con personas humildes en las posadas al borde de la carretera y ve en sus diversos tipos la estructura y la unidad del Imperio Romano; tiene cierto conocimiento de estrategia e historia militar; puede distinguir los rasgos geográficos del paisaje; tiende a la destreza física y posee una notable capacidad de aguante; mantiene una firme reticencia con respecto al sexo.

Eso sucedía en los tiempos en que haber marchado con un ejército no era una experiencia generalizada. Desde entonces ha habido la guerra.

También ha tenido lugar la irrupción del automóvil. El tráfico turístico ya no está limitado a los ferrocarriles. Ahora hay muy pocas carreteras en Europa por las que uno pueda caminar sin una circunspección furtiva. Puedes ir silbando a lo largo de un kilómetro, más o menos, y entonces oyes un rugido a tus espaldas y te ves obligado a saltar a la cuneta, envuelto en una nube de polvo. El peregrino se ha convertido en el peatón. Pero, hasta cierto punto, la influencia de El camino a Roma todavía determina las experiencias viajeras de gran número de ingleses inteligentes. Existe un nuevo tipo de viajero representado por casi todos los hombres y mujeres jóvenes a quienes les pagan por escribir libros de viajes. Uno entra en frecuente y agradable contacto con ellos en todas las partes del mundo; la lectura de su libro, si lo termina, casi siempre merece la pena. Se cree en el deber hacia el editor que le ha costeado los gastos de tener el mayor número posible de experiencias atroces. Sostiene la opinión defendible, pero no incontrovertible, de que la gente pobre y de mala fama es más divertida y representativa del espíritu nacional que la gente rica. En parte por esta razón y en parte porque los editores, por naturaleza, no están dispuestos a ser puramente caritativos, viaja y vive de un modo económico, e invariablemente se le acaba el dinero. No obstante, encuentra un placer especial en la incomodidad. Las chinches, la comida espantosa, los barcos y trenes ineficaces, las aduanas hostiles, la policía y los funcionarios de pasaportes, los cónsules que no hacen efectivos los cheques, los excesos de calor y frío, el champaña en el club nocturno e incluso la prisión son sus deleites peculiares. Yo he viajado un poco de esa manera, y el recuerdo que tengo es totalmente grato. Con los auténticos esnobs viajeros me he estremecido al oírles mencionar cruceros de placer o giras circulares o grupos dirigidos personalmente, guías profesionales y hoteles bajo dirección inglesa. A todo inglés en el extranjero, hasta que se demuestre lo contrario, le gusta considerarse un viajero y no un turista. Mientras contemplaba el alzamiento de mi equipaje a bordo del Stella, supe que era inútil seguir fingiendo. Mis compañeros de viaje y yo éramos turistas, sin ningún compromiso ni mitigación; pero éramos turistas, y esto nos hace volver a nuestro argumento inicial, de una nueva clase.

La palabra «turista» parece sugerir naturalmente prisas y obligación. Uno piensa en esos lastimosos tropeles de maestros de escuela procedentes del Oeste Medio con los que se encuentra de repente en esquinas y edificios públicos, desconcertados, jadeantes, los nombres desconocidos zumbándoles en la cabeza, sus cuerpos tensos y magullados por subir y bajar de charabanes motorizados y escaleras, y por haber recorrido del modo más inmisericorde kilómetros de galerías y museos tras un guía chistoso y despectivo. ¡Cómo nos obsesionan sus ojos mucho después de que hayan pasado a la siguiente fase de su itinerario, unos ojos ojerosos que miran sin comprender, con un leve resentimiento, como los de animales que sufren, elocuentemente expresivos de ese cansancio del mundo que todos sentimos bajo el peso muerto de la cultura europea! ¿Deben proseguir hasta el final? ¿Hay todavía más catedrales, más lugares hermosos, más sitios de acontecimientos históricos, más obras de arte? ¿No hay remisión en este rito implacable? ¿Todavía debe reverenciarse el pasado? A medida que escalan trabajosamente cada pico de su ascensión, que van marcando la lista de monumentos programados una vez vistos, el horizonte retrocede más ante ellos y el paisaje se eriza de bellezas ineludibles. Y cuando uno está sentado a una mesa de café, jugueteando apáticamente con el cuaderno de dibujo y el aperitivo, y los ve pasar, tambaleantes, vierte unas lágrimas, no del todo irónicas, por esos pobres desechos humanos, atrapados así y magullados por la maquinaria de la elevación social.

En un crucero de placer no hay nada de eso, y las cualidades que más me impresionaron de este sistema de viaje fueron la comodidad y el ocio excepcionales que ofrecía. El primer día, tras zarpar de Mónaco, lo pasamos en el mar, y a la mañana siguiente, temprano, arribamos a Nápoles. Mientras paseaba por las cubiertas y el salón con Geoffrey (había conseguido que Juliet embarcara, pero ella estaba en el camarote, aquejada de neuralgia) y observaba a nuestros compañeros de viaje y la manera en que empleaban el tiempo, comprobamos la admirable manera en que todo encajaba en su sitio y llenaba una necesidad de la vida moderna. Los barcos pueden estar sucios y ser muy incómodos (cierta vez viajé en segunda clase en un vapor griego desde Patras a Brindisi), pero incluso el peor de los barcos tiene algunas ventajas sobre el mejor de los hoteles. El personal de servicio casi siempre es mejor, probablemente porque su responsabilidad por el bienestar del cliente es más directa. Por otro lado, uno se libra de la codicia azarosa y desorganizada que caracteriza la vida de hotel: un barco no es por sí mismo una máquina de hacer dinero. Has adquirido el pasaje en la agencia y pagado tu dinero. El cometido del barco es llevarte a donde quieres ir y procurarte la máxima comodidad posible durante la travesía; no cuentan tus baños y tus tazas de té, no hay regimientos de chiquillos uniformados que hacen girar las puertas giratorias y esperan propinas. En un barco hay una integridad y una amabilidad que uno pocas veces encuentra en tierra, excepto en hoteles muy anticuados y caros. Por lo que puedo ver, un barco puesto de veras al día tiene todas las ventajas sobre un hotel, con dos excepciones: la estabilidad y la carne fresca. Por cualquier criterio que se siguiera, la comodidad del Stella era extraordinaria. Es un yate a motor de matrícula noruega que desplaza seis mil toneladas y que, cuando está completo, transporta unos doscientos pasajeros. Como cabía esperar dado su origen, exhibía una limpieza nórdica y casi glacial. Jamás he visto nada, aparte de un hospital, tan restregado y pulimentado. Contaba con un médico y una enfermera ingleses; por lo demás, los oficiales y la tripulación, el peluquero, el fotógrafo y el personal con cometidos diversos eran todos noruegos. Los camareros pertenecían a esa raza cosmopolita y políglota, noruegos, suizos, británicos, italianos, que proporciona los sirvientes del mundo. Mantenían un nivel de cortesía y eficiencia a lo Jeeves que era especialmente grato para los pasajeros ingleses, muchos de los cuales habían ido al extranjero a causa del problema que planteaban los sirvientes en sus hogares. También los pasajeros eran de distintas nacionalidades, pero predominaban los británicos y el inglés era el idioma oficial de la nave. Los oficiales parecían hablar todas las lenguas con la misma facilidad. Varios de ellos habían iniciado sus carreras marítimas en grandes veleros, y después de cenar, cuando estaban sentados entre un baile y otro, mientras el barco navegaba suavemente a quince nudos por la cálida oscuridad, contaban espeluznantes relatos de sus días juveniles, de tifones, calmas chichas y privaciones. Creo que cuando sus vidas protegidas les resultaban un poco aburridas hallaban consuelo en esos recuerdos.

Mi camarote era grande y estaba amueblado como un dormitorio. Juliet y Geoffrey se alojaban en la cubierta, por encima de mí, y, gracias a la hermana de Juliet, ocupaban una suite muy lujosa, con un cuarto de estar forrado de madera satinada de las Indias y su propio baño. Había cuatro suites similares en el barco, aparte de una docena, más o menos, de camarotes con baño privado. La sala de fumadores, el salón y los gabinetes de escritura eran muy parecidos a los que se encuentran en cualquier barco moderno. Las cubiertas eran excepcionalmente anchas, y en una de ellas había un bar protegido del viento en tres de sus lados. El comedor tenía una ventaja sobre los de muchos barcos, la de que podía acomodar a todos los pasajeros de una sola vez, por lo que no era necesario organizar las comidas en dos servicios. En cuanto a las comidas, teniendo en cuenta las limitaciones de almacenamiento en frío, eran exquisitas, y su sucesión casi continua. Uno de los principios del servicio a bordo parece ser que los pasajeros necesitan alimentarse cada dos horas y media. Supongo que en tierra el hombre medio civilizado se limita a dos o, como mucho, tres comidas al día. En el Stella todo el mundo parecía comer constantemente. Apenas habían terminado el desayuno (cuyo menú incluía, además de los platos normalmente asociados a esa comida, otros de tanto cuerpo como gulash y filete de carne con cebolla) cuando aparecían las soperas de consomé. El almuerzo era a la una en punto y destacaba, sobre todo, por el bufé frío cargado con toda clase de fiambres escandinavos, salmón y anguila ahumados, carne de venado, empanada de hígado, caza, carne y pescado fríos, salchichas, diversas clases de ensalada, huevos con un surtido de salsas y espárragos fríos en una profusión casi desconcertante. A las cuatro se tomaba el té, a las siete una cena prolongada y a las diez se servían bocadillos, no como los de las estaciones de ferrocarril inglesas, sino panecillos redondos cubiertos de caviar y foie gras con huevo y anchoa. Por supuesto, las bebidas alcohólicas y el tabaco se vendían libres de impuestos, por lo que eran baratos. Había algunos licores escandinavos interesantes que se tomaban como aperitivo, lo cual me producía unas náuseas considerables.

Además de estas comodidades puramente físicas, era muy satisfactorio no tener que quejarte airadamente de nada. Para el auténtico esnob viajero, los choques repetidos con la autoridad en aduanas y comisarías constituyen la mitad de la diversión de viajar. Pasarte horas en una barraca con corrientes de aire mientras un campesino balcánico, vestido como un oficial de estado mayor alemán, sostiene al revés tu pasaporte y te catequiza en un francés intolerable sobre los nombres cristianos de tus abuelos, perder el equipaje y el tren, ser chantajeado por fascistas adolescentes y manoseado bajo los brazos por inspectores sanitarios en busca de signos de infección epidémica son experiencias gratas y dignas de ser registradas. Sin embargo, el viajero más sencillo se sentirá más cómodo entregando su pasaporte al sobrecargo la primera noche del crucero, confiando en que podrá desembarcar y pasear por la ciudad que sea sin que le importunen ni retrasen. Por otra parte, nadie, por muy tenaz que sea, puede gozar de la incesante actividad de hacer y deshacer el equipaje que comporta viajar por tu cuenta, o la molestia de llevar contigo, de un hotel a otro, de un barco de vapor a un wagon-lit, una cantidad cada vez mayor de ropa sucia. Cuando, como verá usted si persevera en la lectura de esta obra, regresé al Stella al cabo de mes y medio viajando por mi cuenta, una de mis principales satisfacciones fue llenar la bolsa de ropa para lavar, colgar mis trajes en perchas apropiadas, disponer mis cepillos y frascos sobre el tocador y meter el baúl bajo la cama, con la certeza de que no volvería a necesitarlo hasta que llegara a Inglaterra.

En general, los pasajeros se dividían en dos categorías. Estaban los que sencillamente viajaban durante sus vacaciones y luego los que querían ver mundo y cultivarse. Los primeros formaban la gran mayoría, y el crucero de placer es especialmente apropiado para ellos. Había esas personas mayores, solas o en pareja, que siempre evitan los inviernos ingleses. Veinte años atrás habrían ido a Egipto, a Marruecos o a la Europa meridional y habrían pasado dos meses en un hotel. El sistema de los cruceros de placer les proporciona una comodidad mucho mayor y un cambio de paisaje más frecuente, más o menos por el mismo precio. Junto a ellos había una o dos personas delicadas, como Juliet, convalecientes tras una enfermedad o una intervención quirúrgica. Había también una pareja de recién casados con una tendencia considerable a la exteriorización de sus sentimientos. No se me ocurre un medio más extraordinario en el que pasar la luna de miel, pero aquellos dos parecían del todo a sus anchas, por mucho que nos azorasen a los demás.

Las personas que querían visitar lugares de interés eran harina de otro costal. Tenían a su servicio un conferenciante que, después del té, en el comedor, les daba unas charlas informativas. En su mayoría eran muchachas pertenecientes a familias de clase alta; entre un puerto y otro leían guías, jugaban en la cubierta, bailaban y se enamoraban de los oficiales. Muchas de ellas llevaban diarios. Un barco de placer no es la mejor manera de practicar esa clase de viaje centrada en la visita a lugares interesantes, pero tampoco es mala, ni mucho menos. Depende totalmente de lo que uno quiera ver. No hay duda de que en un museo o una galería de arte, el medio de transporte que te ha llevado ahí es lo de menos; en la medida en que te pueda afectar, la única cualidad que le pides es que no sea demasiado fatigoso. Esto mismo es aplicable en un grado casi idéntico a centros turísticos tan evidentes como Pompeya, pero cuando el objeto de la visita es ver lugares de belleza natural, tales como las islas griegas o la costa dálmata, hay mucho que decir en favor de un medio de viaje menos lujoso. Una de las principales objeciones es que el tiempo de que dispones en cada lugar es estrictamente limitado; es muy bonito pasar un solo día en Gibraltar, pero dos días en Venecia son inapreciables si pretendes tener una impresión adecuada. No puedes acortar o prolongar tu estancia de acuerdo con tus preferencias. No obstante, puedes efectuar un reconocimiento conveniente con vistas a futuros viajes y decidir qué lugares deseas visitar de nuevo con tiempo suficiente.

Otra objeción es que tu llegada coincide inevitablemente con una gran afluencia de otros visitantes, lo cual ocasiona una erupción antinatural de rapacidad entre los habitantes de las poblaciones más pequeñas. Uno se inclina a aceptar la impresión de que toda la costa mediterránea está poblada exclusivamente por mendigos y vendedores de recuerdos. Además, cada lugar que visitas está relativamente lleno de gente. Esto es muy poco aplicable a un buque pequeño como el Stella, pero en el caso de los grandes barcos que efectúan cruceros el efecto es desastroso para cualquier apreciación auténtica del país. Ciudades como Venecia y Constantinopla engullen esta afluencia sin sufrir una indigestión excesiva, pero el espectáculo, que contemplé cierta vez durante una visita anterior, de quinientos turistas que llegan por carretera para observar la soledad de un pueblo en las montañas griegas resulta penoso y ridículo.

Incluso cuando viajas en un barco pequeño y este atraca en una gran ciudad, en tierra ves mucho a tus compañeros de viaje. Te encuentras con ellos en tiendas, iglesias y clubes nocturnos; se ruborizan, profundamente turbados, cuando los descubres en lugares menos honorables y, a la mañana siguiente, te guiñan maliciosamente el ojo; toman dinero prestado en los casinos, explicando que los han «limpiado» y están seguros de que la próxima vez saldrá su número. Te consultan acerca de las propinas y te paran en la calle para mostrarte sus compras, y según tu temperamento eso puede ser divertido o fastidioso. No tardé en descubrir que mis compañeros de viaje y su comportamiento en los distintos lugares que visitábamos eran objetos de estudio mucho más absorbentes que los mismos lugares.

Un tipo de pasajero especialmente interesante, que abunda en los cruceros, es la viuda de edad mediana con una situación económica desahogada. Ha dejado a sus hijos a buen recaudo en pensionados dignos de toda confianza, sus criados son fastidiosos, y se encuentra en poder de más dinero del que estaba acostumbrada a manejar. Le atraen los anuncios de las navieras. ¡Y de qué manera tan artística están redactados! Uno de los descubrimientos compensadores que uno hace cuando, por cualquier motivo, se encuentra en el estado del célibe, es que toda persona a la que conoce, y muchos de los incidentes y acontecimientos de la vida cotidiana, están inmersos en una atmósfera romántica. (Estoy seguro de que gran parte de la radiante felicidad que se manifiesta en las comunidades religiosas se debe a su origen. ¡Cuántas tonterías se dicen acerca de la represión sexual! En muchos casos un celibato impuesto y sin racionalizar provoca, en efecto, esas condiciones mórbidas que aportan el material para los pasajes más divertidos de los periódicos dominicales. Pero en personas psicológicamente más sanas, un motivo sexual sublimado puede explicar una amplia proporción de las actividades humanas beneficiosas. La cópula no es la única expresión laudable del impulso procreador, y desde luego no lo es la cópula cuya motivación procreadora ha sido penosamente frustrada. Desde antiguo las virtudes cristianas de la caridad y la castidad han estado aliadas de una manera indisoluble… Pero no es de esto de lo que tratábamos.) Así pues, esas viudas, célibes e impresionables, leen los anuncios de las navieras y las agencias de viajes y encuentran ahí precisamente ese ensamblaje de frases, semipoéticas, apenas perceptiblemente afrodisíacas, que pueden producir a voluntad en los ingenuos un estado de tenue irrealidad y encanto. «Misterio, Historia, Ocio, Placer», comienza uno de ellos. No hay ningún reclamo sexual directo. Esa secuencia rosada de asociación, luna en el desierto, pirámides, palmeras, esfinge, camellos, oasis, almuecín que en lo alto del minarete canta la oración vespertina, Alá, Hichens, la señora Sheridan, todo ello señala delicadamente el camino hacia el jeque, la violación y el harén, pero la mente por fortuna dilatoria no lo sigue hasta esta ominosa conclusión, sino que ve la dirección y admira el panorama desde lejos. La idea del rapto es absolutamente repugnante (¿qué dirían en el club de bridge y la asociación de bordadoras cuando ella regresara?), pero la inclinación de otras ideas hacia eso les proporciona una atracción agradable y del todo legítima.

No creo que a esos viajeros más felices les decepcione jamás nada de lo que ven. Regresan al barco después de cada expedición con los ojos brillantes; se han iniciado en extraños misterios, y su vocabulario se ha enriquecido con las palabras del director publicitario de la agencia de viajes; van cargados con sus compras. Es extraordinario ver lo que son capaces de comprar. En cada puerto los buhoneros venden una baratija peculiar, carey en Nápoles; chales en Venecia; bisutería infame en Tánger; tortugas, esponjas y animales tallados en madera de olivo en Corfú; abalorios, confites gelatinosos rociados con azúcar y postales indecorosas en Port Said. En Constantinopla hay un misterioso comercio de calderilla inglesa; en Mallorca venden cestería y sombreros de paja confeccionados por chiquillos; en Argel prismáticos y alfombras; en Atenas estatuillas de mármol. Es difícil librarse de comprar algo, y las viudas compran cualquier cosa que les ofrecen. Supongo que el hábito del gobierno de la casa tiene rienda libre tras veinte años de comprar bombillas, albaricoques en conserva y ropa interior de invierno para los niños. Se vuelven expertas en el regateo y se las ve en el salón, después del café de la tarde, mintiéndose unas a otras de una manera prodigiosa, como los pescadores de las revistas cómicas, comparando precios y pasando sus adquisiciones de mano en mano en medio de los murmullos de admiración y las anécdotas competitivas. No sé qué sucederá con toda esa basura. Cuando llega a Inglaterra, y finalmente la desenvuelven a la luz grisácea de una mañana provinciana, ¿ha perdido parte de su encanto? ¿Se parece a las demás chucherías expuestas en el bazar de géneros de fantasía que se encuentra calle abajo? ¿Se distribuye entre los parientes y amigos para demostrar que no los han olvidado durante el viaje? ¿O se atesora, hasta la última pieza, se cuelga de las paredes y se exhibe sobre las mesas, un azote para la sirvienta pero un constante recordatorio de aquellas noches mágicas bajo un cielo más ancho, de música bailable y apuestos oficiales, de campanas de iglesia que llegan al barco desde la costa, de la inescrutable media luz de los bazares, de Alá, Hichens y la señora Sheridan?

Había una serie de excursiones en tierra organizadas a bordo del Stella por un paciente y encantador capitán de barco noruego en una pequeña oficina que daba a la cubierta de paseo, y uno de los asuntos más discutidos entre los pasajeros era si esas excursiones merecían la pena. Me apunté a una o dos de ellas, y creo que, para aquellos cuyo principal objetivo es ahorrarse la mayor cantidad de molestias posible, son excelentes. Si uno tiene poca experiencia viajera y ningún conocimiento del idioma del país, es inevitable que sea objeto de numerosos engaños. Todos los rufianes de cada nación parecen concentrarse en el tráfico turístico. Las expediciones organizadas eran tranquilas y puntuales. Siempre había suficientes vehículos, nunca faltaba la comida y todo el mundo veía cuanto le habían prometido. Más adelante describiré con más detalle alguno de esos viajes. En Nápoles, donde me aventuré solo con muy escaso conocimiento del italiano, sentí grandes deseos de haberme unido a uno de esos grupos.

Entramos en la bahía el domingo, a primera hora de la mañana, y atracamos en el muelle. En el puerto había un barco turístico de propiedad alemana, al que veríamos varias veces durante la próxima semana, pues prácticamente seguía el mismo rumbo que nosotros. Era bastante parecido al Stella, pero los oficiales hablaban con desprecio de su navegabilidad. Decían que había zozobrado el mismo día de su botadura y que ahora estaba lastrado con cemento armado. En la cubierta había un pequeño aeroplano negro y los pasajeros pagaban unas cinco guineas por cabeza para sobrevolar el puerto. Por la noche su nombre aparecía en la cubierta de botes en letras iluminadas. Tenía dos orquestas que tocaban casi sin interrupción. Los pasajeros eran todos alemanes de edad mediana, de una fealdad increíble, pero vestidos con valor e iniciativa. Uno de ellos llevaba chaqué, pantalones blancos y boina. Todos los pasajeros del Stella sentían un gran desdén por aquel barco vulgar.

Cuando terminamos de desayunar, las formalidades burocráticas de los pasaportes y la cuarentena estaban listas y podíamos ir a tierra cuando lo deseáramos. Varias damas inglesas desembarcaron juntas, con libros de oraciones en las manos, en busca de la iglesia protestante. Más tarde se quejaron del cochero, que las engañó de la manera más indignante al seguir un camino indirecto y cobrarles ochenta y cinco liras. También les propuso que en vez de ir a maitines visitaran unos bailes pompeyanos. También a mí me vinieron con una proposición similar. En cuanto desembarqué, un hombrecillo con sombrero de paja se me acercó corriendo y me saludó con una cordialidad evidente. Tenía la cara morena, de expresión muy alegre, y su sonrisa era encantadora.

—¡Hola, sí, usted, señor! —exclamó—. ¿Quiere una guapa mujer?

Le dije que no, que era demasiado temprano para eso.

—Ah, pues entonces quiere ver danzas pompeyanas. Casa de cristal. Todas chicas desnudas. Muy artístico, muy elegante, muy francés.

También me negué, y él siguió proponiéndome otras diversiones en absoluto adecuadas para una mañana de domingo. Así fuimos caminando a lo largo del muelle, hasta la hilera de coches en la entrada del puerto. Allí subí a un pequeño carruaje. El alcahuete trató de subir, pero fue bruscamente rechazado por el cochero. Le dije a éste que me llevara a la catedral, pero él me llevó a una casa de perversa naturaleza.

—Ahí dentro —me dijo el cochero—. Danzas pompeyanas.

—No —repliqué—. Quiero ir a la catedral.

El cochero se encogió de hombros. Cuando llegamos a la catedral la tarifa era de ocho liras, pero el suplemento ascendía a treinta y cinco. Yo carecía de adiestramiento como viajero y, tras un altercado durante el que intenté absurdamente razonar mi postura, le pagué y entré en la catedral. Estaba llena de fieles. Uno de ellos interrumpió sus oraciones y se me acercó.

—Después de la misa. ¿Quiere ir a ver danzas pompeyanas?

Sacudí la cabeza con la frialdad de un protestante.

—¿Chicas bonitas?

Miré hacia otro lado. Él se encogió de hombros, se santiguó y asumió de nuevo su actitud devota…

Aquella noche, cuando cenábamos en la mesa del capitán, la señora que se sentaba a mi lado me dijo:

—Ah, señor Waugh, el conserje del museo me ha hablado de unas antiguas danzas pompeyanas muy interesantes que, según parece, todavía se bailan. No entendí del todo lo que me decía, pero me dio la impresión de que valía la pena. Tal vez usted querría…

—No sabe cuánto lo siento —repliqué—, pero le he prometido al doctor que jugaríamos al bridge.

Lo cierto es que no disfruté mucho de aquellos dos días en Nápoles. Estaba continuamente molesto e impulsado, por un impaciente sentido de la obligación, a visitar muchas más cosas de las que podía ver de una manera inteligente. El resultado fue que malgasté dinero y no vi prácticamente nada. Habría sido mucho mejor que me uniera a una de las excursiones organizadas, pero mi actitud ante este sistema era esnob y, además, creía que si iba por mi cuenta me saldría más barato. Unas pocas horas en tierra me convencieron de la inutilidad de esta postura. La admirable frase del Baedeker, «siempre excesivo y a menudo abusivo», tal vez sea aplicable más adecuadamente a los napolitanos que a cualquier otra raza. Cuando regresé, al cabo de mes y medio, me había acostumbrado a la depredación y la descortesía, y pude visitar los lugares que deseaba con un estado de ánimo bastante sereno. Durante aquellos primeros días húmedos en Nápoles estuve muy cerca de esa obsesión debida al pánico y la manía persecutoria que amenaza a todos los viajeros inexpertos. Rechacé los servicios de los guías oficiales con una brusquedad excesiva, sólo para caer víctima de pregoneros analfabetos que iban a mi lado exhalando vaharadas de ajo y me explicaban la arquitectura en un torrente de inglés ininteligible o intentaban venderme bandejas repletas de recuerdos. Después de la primera mañana vi que empezaba a tener esa expresión obsesiva que había visto con frecuencia en los ojos de los turistas. Vi muy poco. Fui al museo y me divirtió algo el espectáculo de mis compañeros de viaje que, furtivamente, pedían localidades para la Gabinetta Pornographica. Me detuve cierto tiempo ante el que debe de ser uno de los más hermosos portales del mundo, el arco triunfal de Alfonso de Aragón en el Castel Nuovo, y ninguno de los dos vendedores de postales que charlaban a mi lado pudieron disipar el placer y la exaltación que sentía. Dediqué algún tiempo a caminar por las calles de la ciudad vieja, donde el Baedeker recomienda las «diversas escenas de la vida popular». Chiquillos de piernas largas y morenas jugaban a las bochas con naranjas sobre la lava húmeda. Las niñas, por orden de los curas, llevaban unas medias gruesas y sucias. Sábanas y prendas de vestir colgaban de las ventanas en cuanto dejaba de llover. Los callejones desiguales se convertían en escaleras entre altas casas de pisos. Los olores eran variados e intensos, pero no del todo desagradables. Había hornacinas de santos en la mayor parte de las esquinas, adornadas con ramos de flores artificiales. En oscuros talleres se practicaban oficios rudimentarios. Las mujeres chismorreaban y reprendían en las puertas, ventanas e innumerables balcones. No me avergüenza haber disfrutado de ese paseo. El aborrecimiento del «tipismo» y los «aspectos pintorescos» que experimenta todo inglés bien constituido es, después de todo, un prejuicio muy insular. Se ha desarrollado de una manera natural como defensa propia contra las artes y oficios, la preservación de la Inglaterra rural, la conservación de los monumentos antiguos, el transplante de las casas de campo de la época Tudor, la colección de objetos de peltre y roble antiguo, la taberna reformada, la Ye Olde Inne, el Kynde Dragone, el queso de Cheshire, Broadway, Stratford-on-Avon, las danzas folclóricas, las representaciones teatrales navideñas, la indumentaria reformada, el amor libre en una casa de campo, las alegres canciones, el Lyric, Hammersmith, Belloc, Ditchling, la veneración de Wessex, los letreros de los pueblos, las costumbres locales, la heráldica, los madrigales, la cerveza especiada, la cocina regional, los tés de Devonshire, las cartas a The Times pidiendo que se salven de la destrucción los hospicios enmaderados, la preservación de la lengua galesa, etc. Es inevitable que el gusto inglés, enfrentado a todas estas espantosas amenazas a su integridad, haya adoptado una actitud inflexible hacia todo cuanto esté, aunque sólo mínimamente, contaminado de antigüedad.

Pero en un país latino ese peligro no existe en un grado considerable. En Inglaterra, la boga de las casas de campo y lo que las acompaña sólo empezó en cuanto dejaron de representar una parte importante de la vida inglesa. En Nápoles no existe esa boga porque las calles aún están en perfecta armonía con sus habitantes. Con su indefectible discernimiento, el Baedeker señala de una manera firme y discreta lo esencial, «las diversas escenas de la vida popular».

Me pasé el resto del día visitando iglesias, la mayor parte de las cuales estaban cerradas. Esto último me sorprendió, pues había llegado a aceptar la afirmación, que con tanta frecuencia hacen los católicos romanos en Inglaterra, de que sus iglesias siempre están abiertas a los devotos, en contraste con la iglesia parroquial protestante. Yo tenía una lista, extraída del Baedeker y El arte barroco meridional del señor Sitwell, de las iglesias que deseaba ver. Uno de los rasgos exasperantes de los cocheros napolitanos era el de asentir alegremente cuando se les daba instrucciones y recorrer una ruta complicada, y sin duda indirecta, hasta llegar ante la fachada del edificio cuyos frescos yo deseaba ver, y entonces, volviendo la cabeza desde el pescante, sonreír afablemente, hacer el movimiento de cerrar una puerta y decir: Chiusa, signore. La única iglesia en la que pude entrar aquella tarde fue la de San Severo, y compensó con creces el trabajo que me costó encontrarla. El cochero desconocía ese nombre, pero tras numerosas pesquisas dimos con una pequeña puerta en una calle apartada. Bajó del carruaje, fue en busca del guardián y regresó al poco con una encantadora chiquilla descalza que llevaba un manojo de grandes llaves. Pasamos del barrio bajo a un ámbito donde resplandecía un barroco extravagante. Mientras recorría la iglesia con pasos ligeros, la chiquilla enumeraba las capillas y tumbas con una voz de peculiar resonancia. En ese templo la escultura es asombrosa, sobre todo La Pudicizia de Antonio Corradini, una gruesa figura femenina cubierta de la cabeza a los pies con un velo de muselina transparente. No creo que la genialidad imitadora pudiera ir más lejos. Cada línea del rostro y el cuerpo es claramente visible bajo esa tela de mármol pegada al mismo. Sólo las manos y los pies están desnudos, y el cambio de textura entre el mármol que representa la carne desnuda y el que representa la carne cubierta de muselina se ha realizado con una sutileza que desafía el análisis.

Mientras yo me desplazaba por el templo, el cochero aprovechó la oportunidad para rezar un poco. Esta acción parecía algo fuera de lugar en aquella iglesia, tan fría, mal cuidada y atestada de figuras de mármol a las que sólo les faltaba un hálito de vida.

Tras hacer un recorrido bastante completo, la chiquilla encendió una vela y me señaló una puerta lateral. Por primera vez su rostro mostraba un auténtico entusiasmo. Bajamos unos escalones y doblamos una esquina. La oscuridad era total, salvo por la vela, y se notaba un intenso olor a putrefacción. Entonces la niña se hizo a un lado y alzó la vela para que viera el objeto de nuestra visita. En sendos ataúdes rococó, apoyados verticalmente contra la pared, había dos figuras con los brazos cruzados sobre el pecho, totalmente desnudas y de color marrón oscuro. Tenían varios dientes y algo de pelo. Al principio pensé que eran estatuas de un virtuosismo desacostumbrado, pero entonces me di cuenta de que se trataba de cadáveres exhumados y parcialmente momificados gracias a la sequedad del aire, como los cadáveres de Saint Michan en Dublín. Eran un hombre y una mujer. El cuerpo del hombre estaba abierto y a través de la abertura se veía una maraña de pulmones y órganos digestivos secos. La chiquilla acercó la cara al hueco y aspiró profunda y ávidamente. Luego me invitó a hacer lo mismo.

—Huele bien —me dijo—. Muy bien.

Subimos a la iglesia, y le pregunté por el origen de los cadáveres.

—Son cosa de los curas —respondió.

Al día siguiente perdí mucho tiempo en el aeródromo, tratando sin éxito de convencer a un italiano muy afable, para el que tenía una carta de presentación, de que me llevara gratis en su avión a Constantinopla. Después de comer fui a Pozzuoli para ver una erupción volcánica muy aburrida. El guía que me llevó allí pretendió que podía hacer que el gas llameara con un trozo de estopa encendida. Medía casi dos metros de altura y llevaba un abrigo con cuello de astracán. Parecía tan abatido por el fracaso evidente de su demostración que me sentí impulsado a animarle con unas palabras de admiración. Pero hacer eso con los italianos es una equivocación. Concede siempre poca importancia a sus cosas y te respetarán. La más ligera cortesía hace que seas despreciable para ellos. Desde el momento en que mi guía creyó que me había embaucado con su patético experimento científico, se volvió dominante y quejumbroso. (Recuerdo un incidente casi idéntico en el laboratorio de química de mi escuela.)

Durante el camino de regreso visité el acuario. Desconozco su valor entre los ictiólogos, pero como «entretenimiento artístico» me pareció muy inferior al de Londres. Todos sus habitantes parecían pertenecer a la misma especie. Tomé el té en casa Bertolini, todavía solo y muy deprimido. La bruma difuminaba la bahía de Nápoles y el Vesubio.

Zarpamos aquella noche, después de cenar. Me encontré con el pobre Geoffrey, quien leía sin consolarse L’Illustration en el salón de fumadores. La neuralgia de Juliet había mejorado, pero seguía teniendo fiebre alta y no había cenado nada. Al parecer, él se había pasado la mayor parte del día enviando telegramas a sus cuñadas. 

Llegamos a Mesina a primera hora de la mañana siguiente y la mayoría de los pasajeros partieron en autobuses a Taormina, para regresar al barco, que entretanto había navegado hasta Catania, a última hora de la tarde. Geoffrey y yo desembarcamos, paseamos por la ciudad en un pequeño coche de caballos y visitamos los humildes edificios que lentamente se están alzando en la zona desolada tras el terremoto de 1908. Es sorprendente lo poco que se ha hecho y de una manera tan cicatera. El lugar es ideal para una ciudad, con su bahía alargada y abierta y un fondo de colinas y viñedos. Las calles nuevas, comerciales y residenciales, carecen por completo de belleza y dignidad. Las iglesias hacen algún débil intento de atraer, sobre todo San Juliano, cuyo baptisterio de hormigón en estilo gótico es elegante y alto, y está bien concebido. En la plaza, frente a la catedral, contra el fondo de hierro ondulado y desechos de los constructores, se alza, aparentemente ilesa, una deliciosa fuente renacentista, obra de Montorsoli. Su finura y la riqueza de su ornamentación son más conmovedoras todavía por la ruinosa sordidez de su entorno. Este contraste se observa todavía más en la catedral. Entramos por un patio con materiales de construcción, en el que se amontonaban fragmentos de esculturas. El interior estaba lleno de andamios y los trabajadores iban de un lado a otro por todas partes, empujando carretillas y cargando con sacos de cemento y vigas de acero. El enorme altar y retablo barrocos, cubiertos en algunos lugares con arpillera y, en otros, por el polvo y los fragmentos de piedra, brillaba entre los andamios, mientras los trabajadores iban montando gradualmente exquisitos relicarios de mármol taraceado contra las desnudas paredes de hormigón. Nos paseamos durante un rato por el interior de la catedral, sumido en una semipenumbra, sin que nos molestaran guías ni guardianes, y sólo un poco asustados por las ocasionales cataratas de herramientas y materiales de construcción que caían desde el techo a nuestro alrededor. Regresamos al barco y almorzamos casi nosotros solos con los oficiales, mientras navegábamos hacia Catania con el mar en calma. Ahora hacía muy buen tiempo. Nos sentamos en la cubierta de botes y contemplamos la orilla a través de los prismáticos. Taormina era claramente visible, así como el flujo de lava de una reciente erupción volcánica. El pequeño tren que enlazaba con Catania parecía emitir mucho más humo que el Etna. 

Vista desde el mar, Catania parecía sucia y poco atractiva. Una motora repleta de funcionarios del puerto, inspectores de cuarentena y de pasaportes, etcétera, vino a nuestro encuentro. La mayoría de ellos vestían uniformes muy elegantes, con capas, espadas y sombreros de tres picos. Les bajaron la escala, pero había cierto oleaje en el puerto y les resultaba difícil subir a bordo. Cuando la motora se alzaba hacia la escala, los funcionarios extendían los brazos hacia la barandilla y el fornido marinero noruego que estaba allí para ayudarles. Algunos lograban aferrarse, pero cada vez les faltaba valor, precisamente cuando la embarcación estaba más alta; en vez de alzarse con firmeza desde la motora, daban un saltito y se soltaban. No era una hazaña muy ardua. Todos los pasajeros que regresaron de Taormina lo consiguieron sin ningún percance, incluso varias señoras muy mayores. Sin embargo, los sicilianos no tardaron en abandonar el intento y se contentaron con dar dos vueltas alrededor del barco, como para demostrar que no habían tenido realmente la intención de subir a bordo, tras lo cual regresaron a sus oficinas.

Geoffrey y yo fuimos a tierra y paseamos durante una o dos horas. La gente tenía aspecto de habitantes de ciudad, y desdichados por cierto, sobre todo los niños, que haraganeaban en tristes grupitos en las esquinas de las calles, como sólo los hombres lo hacen en lugares más alegres. Examinamos algunas interesantes iglesias barrocas, una de ellas con la fachada cóncava, algo que me parece fuera de lo corriente, y vimos varios bellos y oscuros Caravaggios en el museo de San Nicolo. Sin embargo, no pudimos entrar en la iglesia para ver los frescos del techo, descritos por el señor Sitwell en Arte barroco meridional. Geoffrey insistió en investigar un teatro griego parcialmente excavado que no tenía un interés particular.

Esa noche nos dirigimos al este y navegamos durante dos días con buen tiempo antes de llegar a Haifa. Durante esos días se le declaró a Juliet una pulmonía, por lo que vi poco a Geoffrey. Los pasajeros se dedicaban a juegos en las cubiertas. El más fatigoso de ellos se llamaba «tenis de cubierta». Los jugadores, en parejas, se colocaban a uno y otro lado de una alta red y lanzaban un aro de cuerda atrás y adelante. Muchos de los pasajeros alcanzaban un grado sorprendente de agilidad en este cometido. Los menos afortunados se ponían en ridículo y se hacían impopulares al arrojar los aros por encima de la borda. Algunos jugaban con tal vigor y persistencia que se distendían los músculos de brazos y piernas, resbalaban en la cubierta y se magullaban las rodillas, sufrían rozaduras que les dejaban en carne viva algunas zonas de las manos, se golpeaban unos a otros en la cara, se torcían los músculos y sudaban profusamente.

Había un juego menos brusco que consistía en arrojar aros de cuerda por encima de un poste y otro, más apacible todavía, en el que se impulsaban tejos de madera a lo largo de la cubierta con unos palos especiales, como escobas sin el manojo de ramas. En otro juego, llamado «tablero del toro», los jugadores lanzaban discos de caucho a un tablero negro dividido en cuadrados numerados. La forma más suave y fácil de jugar consistía en arrojar aros de cuerda a un cubo. Este último era el preferido de los pasajeros mayores, a los que se veía practicarlo furtivamente cuando creían que no había nadie en las cubiertas.

Se formó un comité, del que me vi convertido en un miembro muy incompetente, para organizar esos deportes en un torneo. A cada uno de nosotros nos pusieron al frente de un juego, y era responsable de buscar a los competidores y presentarlos a sus parejas y adversarios en las pruebas clasificatorias. De esta manera todos los pasajeros se conocieron y pudieron comprobar sus anteriores especulaciones acerca de los orígenes e inclinaciones de sus compañeros de viaje. Era interesante observar que mientras los ingleses, en conjunto, se entregaban con entusiasmo a la actividad de organizar, puntuar y arbitrar, en el trato que daban a los mismos juegos solían mostrar claramente indiferencia y frivolidad. En cambio los representantes de otras nacionalidades, y en especial los escandinavos, se dedicaban con toda su energía a la causa de la victoria.

Al llegar a este punto, me resultaría muy grato, a la manera de Adiós a todo eso, llenar algunas páginas con descripciones de mi propia destreza atlética, pero lo cierto es que debo confesar que me derrotaban en la primera vuelta de cada uno de los juegos y que mis parejas me reprendieron severamente en dos ocasiones por mi torpeza superior a la ordinaria.

Llegamos a Haifa durante la noche, tras la segunda jornada deportiva. Era un pequeño puerto de aspecto más bien mediocre, levantado a finales del siglo XIX en la orilla meridional de la bahía de Acre, al pie del monte Carmelo. Nunca había oído hablar de ese lugar antes de visitarlo, a pesar de que es una ciudad de cierta importancia comercial. Recientemente su nombre ha salido en los periódicos, como escenario de disturbios antijudíos. La mañana de nuestra llegada parecía muy tranquilo, en el puerto no había ningún otro buque de gran tonelaje y una ligera lluvia mantenía en sus casas a la mayoría de los habitantes. Son una raza mixta y de temperamento apacible, formada por judíos, armenios, árabes, turcos y numerosos alemanes. Una gran fábrica de cemento en las afueras de la ciudad proporciona trabajo a la mayoría de ellos. Las casas son cuadradas y blancas, sin ninguna pretensión ornamental, y la mayor parte da la impresión de estar inacabada. Hacia el sur, el monte Carmelo se alzaba entre la niebla, un voluminoso promontorio que no llegaba a los seiscientos metros de altura, coronado por un monasterio. Detrás de la ciudad eran visibles las montañas de Galilea, una cima tras otra desdibujándose en el cielo gris, en sucesivas gradaciones de oscuridad.

Aleccionado por mi experiencia en Nápoles, me había apuntado a la excursión organizada a Nazaret, Tiberíades y el monte Carmelo. Así pues, después del desayuno desembarqué de inmediato con el grupo del Stella. Los automóviles nos esperaban en el muelle. Me colocaron en el asiento delantero de un Buick, al lado del conductor, de cara cetrina e intelectual y vestido a la europea. La mayoría de los demás conductores se cubrían con el fez. El trujamán al frente de la expedición lucía un mostacho que le sobresalía de la cara, de manera que las puntas eran claramente visibles desde detrás, como los cuernos de un bisonte. Los pocos holgazanes que se acercaron a mirarnos llevaban los voluminosos pantalones turcos diseñados por los fieles para proporcionar espacio en caso del renacimiento repentino del Profeta. Más adelante pasamos junto a varias familias con indumentaria árabe y una caravana de camellos. Yo siempre los había asociado con la arena, el sol y las palmeras de dátiles, y parecían fuera de lugar en aquel paisaje, pues, con excepción de los cactus que de vez en cuando se veían al lado de la carretera, las colinas violáceas y brumosas, la llovizna, la plétora de judíos y las monótonas coníferas bien podrían pertenecer a algún rincón, poblado de urogallos, de las tierras altas de Escocia. Producía una curiosa confusión mental, debido a esta asociación del apuesto príncipe Charlie con «el encanto del Oriente inescrutable».

El conductor de nuestro vehículo era un hombre inquieto y de aspecto triste. Fumaba continuamente cigarrillos Lucky Strike, y cuando encendía uno nuevo apartaba ambas manos del volante. A menudo lo hacía en las curvas. Conducía muy rápido y pronto dejamos atrás a los demás coches. Cuando estábamos en un tris de tener un accidente, soltaba una risa salvaje. Hablaba un inglés casi perfecto, con acento americano. Dijo que nunca podía comer ni beber cuando salía con el coche, pero en cambio fumaba. El mes anterior había hecho el viaje de ida y vuelta a Bagdad, con un caballero a bordo, y luego había enfermado. Sólo sonreía en las curvas o cuando, al cruzar un pueblo, algún chiquillo, cuya madre chillaba alarmada, pasaba corriendo por delante de nosotros. Entonces pisaba el acelerador y se inclinaba adelante con ansiedad. Cuando el niño nos esquivaba, el conductor emitía entre dientes un ligero silbido de decepción y reanudaba su triste pero cortés retahíla de anécdotas. Me dijo que no tenía creencias religiosas ni hogar ni nacionalidad, que era un huérfano criado en Nueva York por el Near East Relief Fund. No lo sabía con seguridad, pero suponía que sus padres habían sido asesinados por los turcos. Le gustaba Estados Unidos, donde había muchos ricos. Después de la guerra había intentado conseguir la nacionalidad norteamericana, pero se la habían denegado. Tenía cierto problema muy serio acerca de unos «papeles». No acabé de entender de qué se trataba. Le habían enviado como colono a Palestina, un lugar que no le gustaba porque allí había muy pocos ricos. Odiaba a los judíos porque eran los más pobres de todos, así que se había hecho mahometano. Tenía derecho a una docena de esposas, pero permanecía soltero. Las mujeres requerían tiempo y dinero. Quería hacerse rico y dedicar el tiempo a viajar de un lado para otro, hasta el fin de sus días. Tal vez, si llegaba a ser muy rico, le permitirían convertirse en ciudadano norteamericano. No se establecería en Estados Unidos, pero cuando viajara le gustaría decir que era americano, y entonces todo el mundo le respetaría. Había estado una vez en Londres y dijo que era una buena ciudad, llena de ricos. Y París también era un buen sitio, con abundancia de ricos. A la pregunta de si le gustaba su trabajo actual, respondió preguntando a su vez: ¿qué otra cosa se podía hacer en un lugar hediondo como Tierra Santa? Su ambición inmediata era conseguir empleo como camarero en un barco, no un barquito apestoso, sino uno lleno de ricos, como el Stella Polaris. Aquel hombre me gustaba.

Fuimos a Caná de Galilea, donde una chiquilla vendía tinajas de vino, las auténticas utilizadas en el milagro. Si eran demasiado grandes, tenía otras más pequeñas en el interior. Sí, las más pequeñas también eran auténticas. Entonces nos dirigimos a Tiberíades, un pueblecito de pescadores, con las casas cuadradas, a orillas del mar de Galilea. Allí estaban las ruinas de una especie de fuerte y un baño público de humeante agua mineral, con una cúpula blanca. Entramos en el baño, en cuyo patio tenía lugar algo que parecía una merienda campestre. Los miembros de una familia árabe estaban sentados en el suelo y comían pan y pasas. El baño estaba casi a oscuras, y los bañistas, desnudos, yacían envueltos en el vapor, sin que les molestara nuestra intrusión. Almorzamos en Nazaret, en un hotel regido por alemanes, y comimos tortillas, empanadillas y carne de cerdo. Para beber tomamos un vino nada recomendable llamado Jaffa Gold. Durante el almuerzo dejó de llover y fuimos a visitar los Santos Lugares. De todos ellos, el Pozo de María, en la plaza central del pueblo, es el que tiene más probabilidades de ser auténtico. Es una fuente comunal de antigüedad evidente y diseño tradicional. Quizás el pozo actual no date de los comienzos de la era cristiana, pero es muy posible que un pozo de diseño similar haya estado siempre en ese mismo lugar. Los habitantes del pueblo que acuden a sacar agua deben de tener un acusado parecido con los de hace dos mil años, con la única salvedad de que, en lugar de los cántaros de barro pintados por el señor Harold Copping, ahora llevan latas de petróleo sobre la cabeza. La iglesia de la Anunciación es de construcción moderna y humilde diseño, mas para acceder a ella hay que cruzar un bonito patio que contiene fragmentos de construcciones anteriores. Nos enseñaron el lugar de la Anunciación y el taller de José. Ambos lugares eran cuevas. Un alegre monje irlandés de barba rojiza nos abrió las puertas. Era tan escéptico como nosotros acerca de las inclinaciones troglodíticas de la Sagrada Familia. La actitud de mis compañeros de viaje, a quienes irritó la actitud de aquel juicioso eclesiástico, fue interesante. Habían esperado encontrarse con alguien muy supersticioso, crédulo y medieval, a quien pudieran ridiculizar discretamente. Pero resultó que todas las risas estuvieron del lado de la Iglesia. Éramos nosotros, que habíamos recorrido treinta y ocho kilómetros y depositado nuestro óbolo en el cepillo, quienes causábamos con nuestra superstición el amable regocijo del monje.

En el exterior de la iglesia tenía lugar un vigoroso comercio basado en unos pisapapeles de madera de olivo. Los chiquillos se arrojaban a nuestros pies y empezaban a limpiarnos los zapatos. Una monja vendía pequeños tapetes de encaje. Una anciana quería darnos la buenaventura. Nos abrimos paso bregando entre esos nazarenos y regresamos a los coches. Nuestro conductor estaba fumando a solas y comentó que los demás conductores eran unos necios ignorantes y que él no iba a desperdiciar el tiempo hablando con ellos. Miró con una expresión burlona los recuerdos que habíamos comprado.

—No tienen ningún interés —comentó—, ninguno en absoluto, pero si de veras deseaban comprarlos deberían habérmelo dicho. Yo podría habérselos conseguido por la décima parte de lo que han pagado.

Se abalanzó con una llave de tuercas y golpeó en los nudillos a un viejo que trataba de vendernos un mosqueador. Seguimos adelante. Las colinas estaban cubiertas de asfódelos, anémonas y ciclaminos. Pedimos al conductor que parase y bajé a fin de recoger unas flores y hacer un ramo para Juliet.

—Se marchitarán antes de que vuelvan al barco —dijo el conductor.

Regresamos a Haifa y, atravesando la ciudad, fuimos al monasterio en el monte Carmelo. Éste tiene poco que mostrar con algún interés arquitectónico, pues se ha visto sometido a sucesivas demoliciones y expoliaciones desde su fundación. Durante las guerras napoleónicas, el gobernador británico de Acre se llevó todos sus tesoros y en 1915 los turcos lo usaron como hospital. Contiene algunos frescos horrorosos que representan la historia de la orden, realizados por uno de los hermanos actuales. Sin embargo, la cueva sobre la que el monasterio se levanta, conocida como Cueva de Elías, es un lugar de santidad peculiar al que reverencian por igual judíos, mahometanos y cristianos. Los carmelitas son una de las pocas órdenes latinas importantes en Oriente y efectúan ese curioso enlace entre cristianismo y paganismo, que es un rasgo tan característico de las iglesias orientales. Hay una semana determinada del año en la que los árabes llevan a sus hijos al Carmelo y los monjes los bendicen y llevan a cabo la ceremonia de afeitarles las cabezas. Durante esa semana toda la ladera del monte se convierte en un campamento. Los árabes traen presentes de aceite, incienso y velas, y los monjes no hacen el menor intento de convertirlos al cristianismo. Se van como han venido, con camellos, caballos y numerosas esposas, mahometanos de la cabeza a los pies. (Se podría escribir un libro interesante sobre este tema. Me han dicho que en el Sinaí hay una mezquita en el claustro del monasterio y el sacerdote mahometano toca a diario la campana que convoca a misa.) Un monje inglés, con la dicción y el tono de voz de un archidiácono, nos mostró el monasterio. En el claustro había un puesto de postales a cargo de un monje que intentó sisarme con el cambio.

A la hora de la cena zarpamos de Haifa con rumbo a Port Said, y muy pronto nos encontramos con mal tiempo. Pusieron los rebordes en las mesas, unos listones de madera para impedir que resbale y caiga la vajilla durante el temporal, y los camareros fueron a los camarotes y depositaron en el suelo todos los objetos frágiles. Aquella noche no hubo baile. El pobre Geoffrey se había pasado el día con el médico de a bordo, a fin de conseguir los servicios de una enfermera. Esta resultó ser una joven rechoncha de nacionalidad indeterminada, que chapurreaba el inglés y se había adiestrado en un hospital. Se pasó la primera media hora frotando a Juliet y volviéndola a uno y otro lado de la cama. Luego le raspó la lengua con una lima para uñas. A continuación, sintiéndose muy mareada, se retiró a su camarote y el pobre Geoffrey, que se había pasado en vela toda la noche anterior, compartió otra noche de vela con la camarera (a quien la enfermera llamaba «hermana»). Enviaron a la enfermera por tren a su casa desde Port Said. Era la primera vez que navegaba y, a pesar de que se pasó la totalidad de su travesía postrada, se mostró encantada por la experiencia y solicitó al médico un puesto permanente a bordo. Cuando se hubo ido, Geoffrey encontró un curioso documento en el camarote. En la parte superior, por encima del membrete, había una línea escrita a lápiz con una caligrafía muy inestable. Decía: «Pulmonea (La Grippe) es una Enfermedad epidémica muy frecuente en primavera lo es».

Muchos pasajeros abandonaron el Stella en Haifa y prosiguieron el viaje a Egipto, por Damasco y Jerusalén. Al cabo de ocho días embarcarían de nuevo en Port Said. Los demás pasaron la noche a bordo y a la mañana siguiente partieron en tren hacia El Cairo y Luxor. Geoffrey, Juliet, yo y los otros dos pasajeros enfermos nos quedamos a bordo tras la primera jornada en Port Said. Todo el mundo valora esa semana de inactividad en medio del crucero. Los oficiales se visten de civil y van de compras a Simon Arzt, los marineros y camareros bajan a tierra en alegres grupos de seis y siete. Es la única oportunidad que tienen de hacer excursiones prolongadas y varios de ellos fueron a pasar el día a El Cairo. Los que están de servicio se dedican a renovados prodigios de limpieza, pulimentado y pintura. Repostamos combustible y agua. La orquesta tocó en uno de los cafés de la costa. El capitán ofreció comidas a los oficiales y amigos. El sol era brillante y cálido, sin quemar demasiado, y por primera vez pudimos sentarnos cómodamente en la cubierta sin bufandas ni gabanes y contemplar las idas y venidas de los grandes barcos por el canal.

La variedad del espectáculo era inagotable. A menudo se reunían en el puerto al mismo tiempo hasta cuatro o cinco transatlánticos de lujo, ingleses, franceses, alemanes, italianos, holandeses; cargueros de todos los tamaños y todas las partes del mundo; barcos de emigrantes, transportes de tropas, buques turísticos. El transbordador con rueda de paletas navegaba atrás y adelante, llevando grupos de obreros negros e increíblemente andrajosos a los patios de carbón en el lado este. Siempre había innumerables botes de remos que daban vueltas al barco, cuyos tripulantes, con la esperanza de conseguir algún dinero trasladando pasajeros al muelle, anunciaban a viva voz sus servicios; había culíes que subían y bajaban por las escalas cargados con sacos de carbón, cantando sin perder el compás y, al parecer, en absoluto apresurados por los golpes que les propinaban los capataces; estaban las dragas que funcionaban sin cesar, día y noche, produciendo un sonido como el de los leones marinos a la hora de la comida; había motoras rápidas llenas de funcionarios del puerto, siempre navegando velozmente entre los barcos y el puerto, casi haciendo zozobrar, con el oleaje que causaban, a los inestables botes de remos. Más allá de todo ese bullicio veíamos los edificios bajos de la ciudad, unos pocos árboles y, en lo alto de un promontorio, el edificio con arcadas y cúpulas de la compañía administradora del canal. Próxima a éste, y con un diseño que lo emula modestamente, la Navy House, desde cuyos balcones las esposas de los oficiales británicos contemplan con nostalgia los barcos de la P. & O. (Pacific and Oriental) que se llevan a sus hermanas para que pasen una temporada en casa, mientras en las gradas que limitan con el agua, soldados en mangas de camisa sostienen cañas de pescar y, con una tenacidad indomable, aguardan el infrecuente acontecimiento de que algún pececillo incomestible pique su cebo.

El único elemento inquietante durante esa feliz semana fue Juliet, quien por entonces estuvo gravemente enferma. El médico dictaminó que no estaba en condiciones de viajar, así que la tendieron en una camilla y la llevaron a tierra, al hospital británico. Fui con el grupo, formado por el médico de a bordo, quien llevaba brandy caliente y una cucharilla, un oficial, Geoffrey, medio loco de inquietud, un gentío de egipcios, coptos, árabes, marineros indios y sudaneses, y un grupo de enfermeros, dos de los cuales apartaban a los espectadores mientras los demás introducían a Juliet, quien tenía un inquietante aspecto cadavérico, en una furgoneta. Esos últimos hombres eran griegos y rechazaron el pago por sus servicios. Ya era suficiente recompensa para ellos que les permitieran vestir uniforme. Deben de ser las únicas personas en todo Egipto que jamás han hecho algo a cambio de nada. Al cabo de unas semanas encontré a uno de ellos, desfilando con una tropa de niños exploradores, y él abandonó las filas y cruzó corriendo la calle para estrecharme la mano y preguntarme por Juliet en un francés mucho peor que el mío.

El viaje al hospital fue melancólico, y el de regreso con Geoffrey todavía lo fue más. El hospital británico se encuentra en el extremo del paseo marítimo. Pasamos ante un terreno desigual, cubierto de arena, donde unos jóvenes egipcios, vestidos con jerséis verdes y blancos, pantalón corto, calcetines a rayas y calzados con relucientes botas negras de fútbol, se entregaban con entusiasmo a un partido. Cada vez que daban un puntapié a la pelota gritaban: «Hip, hip, hurra», y algunos tocaban silbatos. Una o dos cabras vagaban entre ellos, y sus hocicos ponían al descubierto fragmentos de desperdicios enterrados a medias. 

Hicimos un alto en la terraza del Hotel Casino para tomar una copa y se presentó un mago que nos hizo trucos con pollos vivos. Les llaman «guli guli», debido a los ruidos guturales que emiten. Son unos magos de la peor especie, pero unos cómicos excelentes. Se sientan en cuclillas en el suelo, producen unos curiosos sonidos cloqueantes con la garganta, sonríen alegremente y, sin engañar apenas al espectador, se dedican a meter y sacar pollos de sus amplias mangas. El truco final consiste en tomar una moneda de cinco piastras y hacerla desaparecer en la manga. Sin embargo, las dos o tres primeras veces es una buena diversión. En la ciudad había una pequeña árabe que había aprendido a imitarlos perfectamente, pero, con un excepcional instinto para eliminar lo que no era esencial, no se molestaba en absoluto por los pases mágicos y se limitaba a ir de mesa en mesa, en las terrazas de los cafés, diciendo «guli guli» mientras sacaba un pollo de una pequeña bolsa de tela y volvía a meterlo. Era tan divertida como los magos adultos y ganaba tanto dinero como ellos. Sin embargo, la tarde a que me refiero no era posible consolar a Geoffrey fácilmente y la representación de magia más bien parecía aumentar su tristeza. Regresamos al barco y le ayudé a hacer el equipaje y trasladarlo al hotel.

Al cabo de dos días decidí reunirme con él. Las noticias sobre el mar Negro eran desalentadoras: había fuertes tormentas, algunos puertos estaban todavía cerrados por el hielo y eran pocos los barcos que navegaban con regularidad. Todo el mundo me decía que tardaría por lo menos un mes y medio en conseguir el visado soviético. Esto, unido a un sentimiento de auténtica solidaridad hacia Geoffrey y Juliet, me hizo abandonar la idea de ir a Rusia y decidirme por la empresa menos ambiciosa de escribir el primer libro de viajes que trataría por extenso y seriamente de Port Said. Así pues, me instalé allí para pasar un mes, y este capítulo contiene un resumen de mis investigaciones.

La ciudad se levanta en una planicie arenosa limitada al norte por el mar Mediterráneo, al este por el canal de Suez, al sur por el lago Menzaleh, y va difuminándose al oeste en una serie de dunas imprecisas hasta el delta del Nilo. Se trata, pues, de una isla unida a tierra firme por una franja de arena entre el lago Menzaleh y el canal, lo bastante ancha para permitir el tendido de líneas férreas y una carretera. El lado mediterráneo está «ganando tierra» un año tras otro, con una rapidez sorprendente, y en este territorio formado recientemente en el norte es donde se ha levantado el barrio europeo. La principal vía pública en el centro de la ciudad, que une el barrio árabe con el puerto, todavía se llama Quai du Nord, un resto de la época en que constituía el extremo de la población. Los edificios principales, la Casa del Gobernador, el Hotel Casino, los hospitales británico y egipcio, las escuelas y las casas de los habitantes más ricos se construyeron antes de la guerra en la nueva fachada marítima, y ya existe una amplia y firme playa entre la carretera y el mar, una zona que está lista para avanzar en su desarrollo, lo cual crea cierta inquietud, sobre todo a los propietarios de los hoteles, quienes dependen del fácil acceso al mar, un importante paliativo de sus muchas otras deficiencias.

El hotel donde Geoffrey y yo nos alojábamos, un flamante edificio de hormigón, estaba en la fachada marítima y lo regían un funcionario inglés retirado y su esposa. Lo elegimos porque se encontraba cerca del hospital y era relativamente barato. Todos los miembros de la colonia británica de Port Said lo recomendaban, porque era el único lugar donde podías estar seguro de que no ibas a encontrarte con egipcios. Desde luego, las personas con las que nos encontramos eran muy británicas, pero estaban lejos de ser alegres. Son pocos los que se quedan en Port Said, si no es por algún motivo más bien sombrío. Había dos simpáticos pilotos del canal que se alojaban permanentemente en el Bodell, y un admirable y joven abogado recién salido de Cambridge que tenía la virtud de estimular nuestra alegría en grado sumo. Estaba de vacaciones lejos del Temple y dedicaba su tiempo a investigar la vida nocturna de Alejandría, Port Said y El Cairo. De la misma manera que ciertas personas encuentran instintivamente el lavabo en una casa desconocida, aquel joven, nada más llegar a la estación de ferrocarril de cualquier ciudad en cualquier continente, podía orientarse al instante hacia su barrio de mala fama. Pero aparte de él y los pilotos, los demás huéspedes del hotel Bodell eran personas en tránsito, que se habían visto obligadas a abandonar sus barcos debido a las enfermedades de sus esposas o hijos. Había un colono de Kenia con una hijita y una institutriz. Regresaba a casa por primera vez en catorce años y su esposa estaba muy enferma en el hospital. Había un capitán del cuerpo de carros de combate, el cual viajaba a la India por primera vez y cuya esposa, al sufrir un ataque de apendicitis, había sido llevada a toda prisa al quirófano. La esposa de un militar iba con sus hijos a casa para pasar la estación calurosa, y al más pequeño se le había declarado una meningitis. Yo temía las veladas en el hotel, cuando todos nos sentábamos en sillones de mimbre y comentábamos tristemente los progresos de los enfermos, mientras los apacibles sirvientes bereberes, vestidos de blanco y con fajas carmesíes, entraban y salían sin hacer ruido, con whiskis y bebidas carbónicas, y el señor Bodell trataba de animarnos poniendo en marcha un viejo gramófono y proponiendo un juego ininteligible que se jugaba con tiras de cartón perforadas.

En Port Said hay dos grandes hoteles, el Eastern Exchange y el Casino, cuyas notables diferencias son ejemplo del cambio que ha sufrido la ciudad en los últimos años. El Eastern Exchange es el más viejo y el menos estimado. Se alza en una esquina de una calle muy concurrida, entre las tiendas y los cafés, a los que deja empequeñecidos con la sucesión vertical de galerías de vidrio enmarcadas en acero. El bar es muy amplio y está lleno de sillones de cuero bastante deteriorados y columnas de acero. Es un lugar donde se bebe mucho y su atmósfera es claramente disoluta. Los camareros son sudaneses o bereberes vestidos con prendas nativas. Algunas dependientas de los almacenes Simon Arzt bailan ahí por la noche. No es corriente ver a alguien con traje de etiqueta o de noche. Los funcionarios egipcios celebran sus fiestas en ese hotel. Los agentes de comercio ingleses se alojan en él, así como alegres grupos de oficiales de los transatlánticos. La comida es, con gran diferencia, la mejor de la ciudad y las bebidas son caras, pero no están adulteradas. La mayor parte de los dormitorios están dispuestos en suites grandes y con un mobiliario insuficiente. Vi que siempre había mucho ajetreo, constantes idas y venidas, gente que reconocía a viejos conocidos, altercados con el personal de servicio y consultas de las pizarras donde estaban escritas a tiza las horas de salida de los barcos.

El Casino se encuentra en la esquina del paseo marítimo y el puerto, bastante lejos de las tiendas y los cafés, entre oficinas de compañías navieras, bloques de pisos y edificios gubernamentales, y mira hacia el rompeolas donde se alza la estatua de Lesseps. Es un edificio de hormigón, sólido y pomposo, y anuncia un jardín trasero minúsculo pero cuidado con esmero. Se nota que, si pudiera, le gustaría adoptar un aire de hotel de la Riviera francesa. Los camareros y demás empleados son europeos en su mayoría, sobre todo griegos, y visten raídos trajes de etiqueta. La comida es mala. En las noches de gala hay una mesa de boule, cuyas ganancias se destinan a organizaciones benéficas de la ciudad. 

Cada sábado por la noche hay baile, para el que se envían invitaciones impresas, y los miembros de la sociedad europea de Port Said se presentan en gran número, mostrando una gran falta de naturalidad, con esmóquines y vestidos de tul. Se distribuyen globos, trompetas de cartón, muñecas y narices artificiales. Cada consulado tiene su propia mesa y mantiene cierta reserva diplomática. Después de ellos, en la escala de importancia social, están los tres médicos británicos, los dos abogados, el capellán, los oficiales de la House Navy y sus esposas, el jefe de policía británica, la compañía naviera y los gerentes de banco. Todo el que esté al servicio del Gobierno británico cuenta más que cualquiera al servicio del Gobierno egipcio. A las enfermeras del hospital las buscan afanosamente como parejas de baile. Pero las normas de la sociedad de Port Said, a pesar de su liberalidad, son rígidas. En el Casino uno ve a los jóvenes de la agencia Cook que venden billetes de tren, pero no a los jóvenes de Simon Arzt, que venden cascos tropicales. Los egipcios no están excluidos, pero muy pocos de ellos asisten. En ocasiones se presentan pasajeros de los transatlánticos y tienden a mostrarse alegres tras la aburrida navegación por el canal. Son bien recibidos, pero objeto de abundantes críticas. Mientras estuve allí, una joven pasajera de un buque de la P. & O. se puso a bailar sin medias. Me atrevería a decir que semejante atrevimiento todavía se comenta. Hubo también un joven que se puso un fez y el cónsul británico le reprendió oficialmente con una mirada. Casi todos los caballeros de Port Said beben un poco más de la cuenta en esas noches de sábado, y a las once y media se les ve sentados en el club con tazas de Bovril y salsa de Worcester, perorando desagradecidamente contra el whisky del Casino.

Este club es un elemento muy importante de Port Said. Todos los residentes británicos masculinos de tolerable respetabilidad son miembros y tienen el hospitalario detalle de admitir a los forasteros mientras dura su visita. Todas las personas con las que nos encontrábamos, el señor Bodell, los médicos del hospital, el capellán, el gerente del banco donde cobrábamos las tarjetas de crédito, tuvieron la amabilidad de ofrecerse para presentarnos al club. Éste ocupa la planta encima del Banco Angloegipcio y está formado por sala de billares, sala de escritura, sala de fumadores, galería y bar. Lo amueblan grandes sillones y está decorado con fotografías de la familia real, así como de generales y almirantes de la última guerra. El olor del desodorante predomina hasta la noche, cuando el humo del tabaco ocupa su lugar. El bridge, el billar y los dados (para jugarse las bebidas) son las principales ocupaciones; Punch, The Illustrated Sporting and Dramatic News y la edición semanal del Daily Mirror constituyen los principales intereses intelectuales. La conversación es vigorosa y enérgica, si bien de alcance limitado. Tuve la impresión de que la camaradería era abundante y auténtica, aunque indiscriminada. «En esta ciudad, todos los inconvenientes los causan las mujeres», me dijo uno de los miembros, y salvo ciertas leves intrigas en la época de la elección del comité, no vi nada más que armonía y concordia por todas partes.

Me pareció que la vida que llevaban aquellos hombres de negocios y funcionarios en el extranjero era muy agradable y envidiable si se comparaba con la de sus colegas en la Inglaterra moderna. Por supuesto, la tontería de la aventura romántica tropical brillaba por su ausencia; no había una jungla indómita ni contacto con la naturaleza virgen ni malaria ni delírium trémens ni lisonjas del plantador blanco a la nativa con ánimo de conquistarla, nadie mostraba la menor inclinación a «volverse nativo», nadie se consumía de nostalgia por las luces de Piccadilly o los paseos bordeados de tejos en el jardín de una casa señorial, no jugaban al bridge con cartas mugrientas ni leían y releían un periódico del año anterior, nadie «trataba de olvidar». Para eso tenías que ir a otras partes de África. Port Said es una ciudad muy respetable y casi de aspecto moderno. Desde luego, allí no se leían las novedades literarias, pero tampoco los libros añejos. Tenían discos de gramófono de comedias musicales que todavía se representan en Londres, el atraso de sus periódicos era de diez días, pero contaban con su propia Tatler, una gaceta ilustrada de la sociedad inglesa y norteamericana llamada The Sphinx. (Por cierto, en esa publicación observé una estratagema que recomiendo a la prensa ilustrada inglesa. Había una fotografía de cuatro personas de aspecto amable y sencillo que parpadeaban bajo el sol y estaban reproducidas dos veces en el mismo número con nombres distintos para cada una de ellas.) Las jornadas se caracterizaban por el ocio, interrumpido por un almuerzo con la sobremesa muy prolongada, durante la cual los jóvenes jugaban al tenis mientras los mayores dormitaban. Todo el mundo se reunía en el club a las seis en punto, para leer los periódicos y charlar. Por la noche había ensayos de teatro de aficionados y las invitaciones a cenar eran numerosas. En una de las cenas, mi anfitriona, al salir del comedor, se detuvo en la puerta para decir: «Adiós, encantos, y guardadnos vuestras anécdotas traviesas».

Las mujeres parecían especialmente despreocupadas. Viven en unos pisos modernos de tamaño razonable, con una servidumbre de silenciosos nativos, cuya respuesta a todas las órdenes, por mal que las entiendan, es una deferente inclinación de cabeza y un «de acuerdo» dicho en voz baja. A nadie le preocupan las aspiraciones sociales, porque no hay ninguna dirección hacia la que aspirar. Todo el mundo se conoce y no existen unas disparidades notables entre los ingresos de unos y otros. Nadie se muestra especialmente interesado por poseer automóvil, ya que no hay ningún lugar adonde ir excepto el club francés en Ismailia.

Los hombres viven a cinco minutos a pie de su lugar de trabajo, y se libran del hacinamiento en los trenes y omnibuses que amargan la vida de la clase media londinense. Más aún, son casi sin excepción empleados de empresas importantes. Se limitan a actuar como agentes locales, con unas responsabilidades estrictamente limitadas y una autoridad bien definida, gozan de seguridad absoluta en lo que respecta a sus ingresos y aguardan ilusionados la promoción que llegará con regularidad y, a la larga, la jubilación y la pensión. Permanecen, pues, serenos y desconocedores de las inquietudes que acosan al director de una pequeña empresa: la lucha anual para presentar un balance plausible a la junta de accionistas; el preocupado examen del presupuesto nacional que, debido a ciertos nuevos incidentes tributarios, puede cerrar unos mercados cuidadosamente preparados y convertir un beneficio marginal en una pérdida completa. Viven en un estado socialista utópico, sin que les afecten los ardores y las asperezas de la empresa privada. Creo que muchos de ellos eran conscientes de la peculiar felicidad de su vida. Desde luego, los que habían ido a sus casas de permiso poco tiempo atrás mostraban a su regreso un ligero aire de insatisfacción. Decían que Inglaterra estaba cambiando, que los condenados bolcheviques estaban por todas partes. Uno de ellos me dijo: «Tienes que salir de Inglaterra para encontrar el mejor tipo de inglés».

No vi apenas nada de la colonia francesa, pero supongo que la vida que llevan allí es muy similar. Tienen su propio club, pero creo que la mayor parte de sus intereses se centran en Ismailia, una ciudad recién construida canal arriba. El cónsul francés era el único hombre al que veía ganar constantemente en el juego de boule. Había muchos griegos, pero todos de clase humilde, artesanos, peluqueras y dueños de tiendecillas. Tienen la iglesia más grande en una ciudad erizada de arquitectura eclesiástica. Con excepción de Simon Arzt y un admirable repostero francés, las tiendas carecen de interés y están principalmente en manos de coptos y egipcios. Simon Arzt es un magnífico emporio que vende casi todo lo que uno puede encontrar en Harrods a un precio considerablemente superior. Abre para todos los grandes barcos, sin que importe la hora de la noche en que atraquen.

Uno de los azotes de Port Said como, por lo demás, de todo Egipto es la venta callejera. No puedes sentarte un momento en cualquier café sin que te asedien los pilluelos árabes, muchos de ellos con los ojos humedecidos por el tracoma y repugnantes enfermedades de la piel, que tratan de limpiarte los zapatos. La simple negativa verbal no sirve de nada. Se acuclillan a tus pies, gritando: «¡Limpia, limpia!», y golpeando los dorsos de sus cepillos. El residente con experiencia les da un puntapié, lo más fuerte que puede, y ellos le sacan la lengua y se van a otra mesa; el visitante finge no verlos y ellos, tomando esta actitud como un encargo, proceden a ensuciarle los calcetines y los dobladillos de los pantalones con una pasta negra. Permitir al primero que llega que haga eso no es suficiente protección; no sólo se forma una cola de chiquillos que esperan a que él haya terminado para empezar a importunar, sino que el mismo muchacho volverá al cabo de veinte minutos y tratará de limpiarte de nuevo los zapatos. La molestia desaparece gradualmente a medida que se expande tu reputación como buen propinador de patadas. Al cabo de quince días, a Geoffrey y a mí nos conocían como unos clientes seguros de sí mismos y violentos, y vivíamos sin molestias, pero cuando hubieron transcurrido tres semanas y Juliet estuvo lo bastante restablecida para salir con nosotros, los limpiabotas, con un laudable discernimiento, supusieron que no querríamos mostrar nuestro mal genio ante la dama blanca y renovaron su persecución hasta el final de nuestra visita. A Juliet le parecían unos angelitos.

Supongo que esta limpieza de botas es el adiestramiento inicial para la venta más ambiciosa que amenaza tu serenidad de ánimo en la calle. Esos pelmazos adultos suelen quedarse en casa cuando no hay ningún barco en el puerto, pero eso sucede raras veces. Venden periódicos europeos, bombones, cigarrillos, collares de cuentas, boquillas de ámbar y marfil, pitilleras de latón y bronce de cañón taraceado, bordado appliqué con diseños de jeroglíficos falsificados y postales de una obscenidad sin igual que exhiben de la manera más embarazosa bajo tus ojos. Geoffrey compró un paquete de ellas y las envió en sobres herméticamente cerrados a varios conocidos de Inglaterra, corriendo el riesgo, creo yo, de que entablaran una acción judicial contra él y sus amigos. Más adelante supe que las placas originales de las fotografías tienen cierta antigüedad: las vendieron en la primera Exposición Internacional de París y luego las llevaron a Port Said para las celebraciones de la apertura del canal de Suez. Por supuesto, desde entonces ha habido innumerables imitaciones, pero me pareció que aquellos ejemplos iniciales eran difícilmente superables y era interesante observar que, a pesar de las desnudeces que mostraban, estaban inequívocamente «fechadas» por ese indefinible aire de época que ya hemos comentado.

Además de los buhoneros estaban los «guli guli» y numerosos adivinos. Estos últimos tenían unos impresos con extractos de testimonios supuestamente escritos por lord Allenby, lord Plumer, lord Lloyd y otros distinguidos ingleses, pero sus predicciones eran invariablemente monótonas y evasivas. Los europeos sienten un respeto supersticioso por los adivinos orientales, y los árabes de la ciudad se han apresurado a comercializarlo. Todos los camelleros se brindan para decirles la buenaventura a sus clientes, antes de ofrecerles otros servicios, a menudo menos aceptables.

Los trujamanes que infestan el barrio turístico de El Cairo son de clase mucho más alta. Todos ellos hablan por lo menos una lengua europea pasablemente bien, tienen un conocimiento superficial pero bastante extenso de las antigüedades y muestran gran cortesía y encanto. Visten bien y viven con cierto grado de comodidad, en general con cuatro o cinco esposas. La mayoría tiene pequeñas granjas en el campo, a las que se retiran cuando finaliza la temporada turística. Como en Port Said no hay nada que cualquier turista inteligente desearía ver, los trujamanes son muy escasos. Sólo conocí a uno, un pícaro zalamero con un gran mostacho negro y dientes de oro, el cual me llevó a la mezquita, un edificio moderno, recubierto de elementos ornamentales de Oriente, como un salón de té, y me ofreció hachís. Le di treinta piastras y él se volvió con una circunspección admirablemente simulada y me puso un paquete en la mano, diciéndome que de ninguna manera lo abriera en la calle. Lo llevé furtivamente al Bodell y lo abrí en mi habitación, en compañía de Geoffrey y el abogado de Cambridge. El paquete contenía una lata de cigarrillos de ámbar de diez piastras, y los otros se rieron de mí. Hicimos varios intentos más de conseguir hachís, que es una sustancia habitual en las ciudades árabes, pero siempre respondían a nuestras preguntas con expresiones de total incomprensión. Se supone que todo europeo es un espía hasta que se demuestre lo contrario y, sin duda, sabían que teníamos buenas relaciones con el comisario de policía. Sin embargo, el negocio de la droga tiene amplias ramificaciones en Egipto. El hachís se cultiva en la Siria francesa y se transporta por ferrocarril hasta Cantara o por mar hasta Port Said. Se utilizan todas las estratagemas imaginables para pasarlo de contrabando por las fronteras y a las esposas árabes, aparentemente embarazadas, las someten a un riguroso manoseo que a menudo conduce al descubrimiento de fardos de contrabando bajo sus negras vestimentas. Parece ser que, una vez en el interior del país, la detección es imposible, y todas las incautaciones de alijos importantes tienen lugar en la frontera. Creo que si un europeo emprendedor organizara este aspecto del negocio, la ganancia sería considerable. La revisión del equipaje de los turistas es muy superficial. Lo único necesario sería reunir a una docena, más o menos, de europeos en Damasco, con grandes baúles llenos de etiquetas de hoteles y compañías navieras, los cuales contendrían hachís y cocaína escondidos en bolsas de esponjas, botas y zapatos, cajas de jabón, libros ahuecados y tantos otros artículos que no es preciso declarar y que nunca examinan. Entonces el grupo podría concertar un viaje turístico a El Cairo, con un guía auténtico que no sospecharía nada, en una de las acreditadas agencias de viajes. Uno de tales convoyes bastaría para aportar unos estupendos beneficios a todos los participantes. Y creo que podría repetirse, con juiciosos cambios de personal, durante tanto tiempo como lo requiriesen los organizadores.

Otra manera mucho más segura de hacer fortuna, que he recomendado a todos mis amigos avariciosos, consiste en abrir un club nocturno en Port Said. En la actualidad no existe ninguno de tales establecimientos. Llegan continuamente grandes barcos que permanecen dos o tres horas en el puerto y de los que baja una horda de pasajeros bastante acomodados. Los bajos fondos de Port Said todavía conservan su reputación, y por lo menos la mitad de los viajeros están deseosos de verlos. Desembarcan llenos de agitación. ¿Juego? Sí, ciertamente, está la mesa de boule en el casino, cuyos beneficios se entregan a las organizaciones benéficas cristianas. ¿Baile? Por ahí se va al hotel Eastern Exchange. ¿Bebida? Hay un café limpio y espacioso: Bass, Guinness, Johnny Walker. Se habla inglés. ¿Teatro? Sí, claro. La Sociedad de Aficionados a la Opera de Port Said está representando El Mikado, y también hay tres excelentes dramas norteamericanos de amor materno en los tres cines. Eso no es en absoluto lo que les habían hecho imaginar. Así pues, van al Casino y bailan durante una hora, compran unas pocas y espantosas chucherías de bordado o latón y regresan desconsolados a sus barcos. Estoy convencido de que cualquiera con suficiente espíritu emprendedor para darles lo que quieren podría hacerse rico en una sola temporada. No existen leyes reguladoras de la venta y consumo de alcohol, y podría seguir el ejemplo económico que dan los propietarios de locales de moda en Londres y París, el de fabricar su propio champaña en el sótano. Los alquileres son bajos, sobre todo en la parte vieja de la ciudad, alrededor de los muelles, donde las casas son edificios de madera, de dos pisos, con unas asociaciones vagamente románticas. El cine Eldorado, con su doble hilera de palcos de tablas machihembradas, serviría a la perfección. Imagino que fue construido con ese fin en la época de mala fama de Port Said. Por su construcción es casi igual que aquellos imponentes salones de baile en las películas sobre la quimera del oro en la región canadiense de Klondike. Sería muy fácil reunir un cabaret bastante divertido de bailarinas de can-can árabes, encantadores de serpientes y así por el estilo. Se podrían importar algunos marginados del Blue Lantern y distribuirlos a lo largo de las paredes para dar al local un aspecto peligroso. A los «empleados de la jungla» que regresaran desde solitarias avanzadas comerciales les parecería deliciosamente civilizado y moderno, mientras que, en las mesas vecinas, los grupos de turistas y funcionarios que hubieran salido por primera vez se sentirían no menos encantados por esta introducción al hechizo de Oriente.

Tan sólo desde la guerra y, según tengo entendido, gracias sobre todo a los esfuerzos del actual jefe de policía, Port Said se ha vuelto respetable. Desde los años en que empezó a crecer alrededor de la entrada del canal, se convirtió en un refugio de los tipos más acabados de la chusma internacional y su reputación como sumidero de iniquidad iba en aumento junto con la importancia cada vez mayor de la ciudad. Y, como siempre sucede, el mito literario sobrevive mucho después de los hechos. Bodell, el dueño del hotel, me mostró un artículo de revista, publicado recientemente, acerca de Port Said, en el que se describía «el canal maloliente y verdoso que serpentea entre las callejuelas por las que el pecado y el delito caminan con descaro». Pues bien, el canal jamás podría haber serpenteado entre las callejuelas ni creo que jamás haya sido maloliente y verdoso, pero según me dijeron todos los residentes veteranos, lo del pecado y el delito que caminaban con descaro fue del todo cierto hasta la belicosa limpieza emprendida por Teale Bey. Los atracos con violencia y los asesinatos eran sucesos habituales en las calles, y la gente se mostraba reacia a salir de noche, incluso en el barrio europeo, excepto en parejas o tríos. Ahora es casi tan seguro como Plymouth y mucho más que Marsella o Nápoles. La prostitución, que era uno de los aspectos más destacados de la ciudad, se ha reducido y hoy es insignificante. Hasta la guerra, y durante ella, hubo burdeles en las calles principales alrededor del puerto y encima de los cafés y las tiendas más importantes. Hoy todos están localizados, como en la mayor parte de las ciudades orientales.

Geoffrey, el abogado de Cambridge y yo dedicamos dos o tres noches a investigar la vida nocturna de la ciudad, en la zona que los residentes llamaban «zona de tolerancia». Se encuentra en el extremo más alejado de la ciudad, junto al lago Menzaleh, alrededor del pequeño muelle y el patio de mercancías del canal de Menzaleh, separada de las tiendas, oficinas y hoteles por un kilómetro y medio, más o menos, de calles árabes densamente pobladas. Es muy difícil encontrarla de día, pero de noche, incluso sin la ayuda de las dotes peculiares de nuestro abogado, nos habrían conducido allí los taxis llenos de marineros y camareros de barco borrachos o los serios y resueltos egipcios que pasaban rápidamente por nuestro lado en la estrecha calle.

Salimos una noche después de cenar, con bastante aprensión, un mínimo de dinero cuidadosamente calculado y cachiporras de plomo, cuero y hueso de ballena que el abogado, con no poca sorpresa para los otros dos, nos proporcionó. Dejamos los relojes, anillos y agujas de corbata en nuestros respectivos tocadores y nos abstuvimos de alarmar a Juliet informándole de nuestro destino. El paseo fue interesante. Un tranvía absurdo avanza por el Quai du Nord, tirado por una yegua y un asno. Lo seguimos un trecho y entonces giramos a la izquierda y nos internamos en la ciudad árabe. Las calles ofrecían un espectáculo de asombrosa vivacidad y animación. El tráfico que circulaba por ellas era escaso, las calzadas eran de tierra y no había aceras. En cambio, estaban invadidas por las carretillas de los vendedores ambulantes, cargadas en general de fruta y dulces, hombres y mujeres dedicados a regatear y al chismorreo, innumerables niños descalzos, cabras, ovejas, patos, gallinas y gansos. Las casas a ambos lados eran de madera, con galerías voladizas y terrados, sobre los que se levantan unas desvencijadas construcciones temporales que sirven de almacén y gallinero. Nadie nos molestó en absoluto, ni siquiera nos prestaron la menor atención. Era el Ramadán, el prolongado período de ayuno mahometano, durante el que los creyentes se pasan el día entero, desde la salida hasta la puesta del sol, sin tomar alimento ni bebida de ninguna clase. El resultado es que pasan la noche entregados a un febril festín. Casi todo el mundo llevaba un pequeño cuenco esmaltado con un alimento que parecía budín de leche, que tomaba entre bocados de unas roscas de pan que debían de ser deliciosas. Unos hombres provistos de recipientes de latón muy decorados vendían una especie de limonada. Había mujeres que transportaban pilas de tortas sobre la cabeza. A medida que avanzábamos, las casas eran más destartaladas y las calles más estrechas. Nos encontrábamos en las afueras del pequeño barrio sudanés, donde se lleva una vida realmente primitiva. Entonces, de repente, llegamos a una plaza llena de baches y muy iluminada, con dos o tres casas de recia construcción y fachadas estucadas, y una hilera de taxis a la espera. Uno de los lados se abría a las oscuras y someras aguas del lago, y estaba festoneado por los mástiles de las pequeñas embarcaciones de pesca a las que, según creo, llaman makaris. Dos o tres chicas vestidas con prendas europeas arrugadas y llenas de lamparones nos cogieron de los brazos y tiraron de nosotros hacia el más iluminado de los edificios, en cuya fachada estaban pintadas las palabras MAISON DORÉE. Las chicas gritaron: «¡Caza Doada, Caza Doada, mu buena, mu limpia!». La verdad es que no me parecía ni muy buena ni muy limpia. Nos sentamos en una pequeña sala atestada de motivos decorativos orientales y tomamos cerveza con las jóvenes damas. La madame se reunió con nosotros, una guapa marsellesa con un vestido de seda verde bordado. No debía de tener más de cuarenta años y era de lo más amigable y divertida. Entraron otras jóvenes, todas más o menos blancas, se sentaron muy juntas en el diván y tomaron cerveza, sin esforzarse apenas, algo digno de encomio, por atraer nuestra atención. Ninguna de ellas sabía una palabra de inglés, salvo: «Salud, señor americano». No sé cuáles serían sus nacionalidades. Supongo que judías, armenias o griegas. La madame nos dijo que costaban cincuenta piastras cada una y que todas eran señoras europeas. Las casas vecinas estaban llenas de árabes y, según ella, eran unos lugares horribles y sucios. Varias chicas se quitaron los vestidos, danzaron y cantaron una canción que decía algo así como «ta-ra-rábum-ti-ei». Desde el piso de arriba nos llegaba el jolgorio de una fiesta, con una concertina y ruido de cristales rotos, pero la madame no nos dejó subir, en vista de lo cual pagamos las consumiciones y salimos.

Entonces fuimos a la casa vecina, mucho más plebeya, llamada Les Folies Bergères y regida por una mujer árabe, gruesa y entrada en años, que hablaba muy poco francés y nada de inglés. Tenía permiso para emplear a ocho chicas, pero no creo que su establecimiento funcionara con regularidad. Cuando llegamos envió a un muchacho a la calle y el mensajero regresó con media docena de chicas árabes, todas muy rollizas y feas, y maquilladas con notable descuido. Se sentaron en nuestras rodillas y nos abrazaron, así que, tras prometerles que íbamos en busca de unos amigos y volvíamos en seguida, nos marchamos. Había otra casa grande, llamada Pensión Constantinopla, que examinamos desde el exterior pero en la que no entramos. Alrededor estaban las callejas donde vivían las prostitutas autónomas, en cabañas de una sola habitación que parecían casetas de baño. Las mujeres que no estaban ocupadas se sentaban ante las puertas abiertas de sus tugurios y cosían con aplicación. Entre una y otra puntada, alzaban la vista y llamaban a los clientes. Muchas tenían sus precios escritos a tiza en el marco de la puerta: veinticinco piastras en algunos casos, pero generalmente menos. Desde la calle se veían las camas de hierro y banderines colgados de las paredes, con los escudos de regimientos británicos. Su oficio sólo se practica entre la clase más pobre de los árabes, pero sentadas allí, silueteadas contra la luz, muchas de ellas tenían un atractivo del que carecían sus competidoras instaladas en edificios más suntuosos, algo de ese misterio, hoy vulgar, que cautivó las imaginaciones de tantos escritores del siglo XIX, atraídos por los furtivos pendones de las calles en las ciudades septentrionales.

Camino de regreso vimos otro edificio alegremente iluminado, la Maison Chabanais. Entramos y nos sorprendimos al encontrar allí a la madame y todas sus jóvenes damas de la Maison Dorée. Se trataba, en efecto, de la parte trasera de su casa. La señora nos explicó que, a veces, los caballeros se marchaban insatisfechos, decididos a buscar otra casa, que con mucha frecuencia daban la vuelta e iban por el otro lado, y que los menos observadores nunca descubrían su error. Era una mujer emprendedora y divertida, y desde entonces varias veces la visitamos para tomar una cerveza y charlar. Mientras pagáramos la cerveza, ella nunca se molestaba en ofrecernos otros servicios.

A cualquier hora del día o de la noche, la ciudad árabe era un lugar fascinante para nosotros, y nos asombraba descubrir lo poco que la conocía la colonia inglesa y el desinterés que mostraba. Muchos de ellos jamás habían puesto allí los pies. Aunque sólo estaba a unas calles de distancia, sus noticias sobre el lugar eran tan vagas como las que los londinenses tienen de Limehouse. Se habían hecho la idea de que olía mal y estaba llena de bichos, y eso les bastaba, aunque se mostraban tolerantes por mi interés y observaban que cada uno tiene sus gustos. Yo era uno de esos tipos que escriben, por lo que, naturalmente, tenía que fisgar un poco para retener el color local y, además, era muy atractivo para alguien interesado por esa clase de cosas. Leerían acerca de ese ambiente cuando se publicara mi libro. Entretanto ellos se contentarían con el billar y el whisky con soda. Pero no era el color local ni el pintoresquismo, ni siquiera la curiosidad por los hábitos de otra raza, lo que me llevaba allí un día tras otro, sino la embriagadora sensación de vitalidad y realidad. No creo que esta parte de Port Said sea más interesante que cualquier otra ciudad oriental; incluso es probable que lo sea mucho menos, pero fue la primera que visité y la única donde permanecí durante un período bastante largo. La jovialidad y el deseo de saber de la gente, esa capacidad animal de acurrucarse y dormir en el polvo, sus prácticas religiosas que llevan a cabo sin el menor embarazo, su cortesía hacia los forasteros, su fecundidad descontrolada, la dignidad de sus ancianos contrastan de una manera interesante con las riñas y el resentimiento de los barrios bajos septentrionales, iluminados por intermitentes accesos de histeria. En Inglaterra no puedes caminar por una calle pobre sin oír a alguna mujer enfurecida o algún niño lloroso. No recuerdo haber oído ni una sola vez tales cosas en Port Said.

Mientras estábamos allí llegó el fin del Ramadán, con la fiesta de Bajiram. A todos los niños les dieron ropa nueva (los que no podían permitirse una túnica llevaban una tira de oropel o una cinta brillante) y desfilaron por las calles a pie o en coches de caballos. Las calles de la ciudad árabe estaban iluminadas y adornadas con banderitas y todo el mundo se dedicaba a armar tanto ruido como pudiera. Los soldados dispararon un cañonazo tras otro; los civiles tocaban tambores, hacían sonar silbatos y trompetas o se limitaban a golpear cacerolas de hojalata y gritar. Este jolgorio duró tres días.

Había una feria y dos circos. Una noche, Geoffrey, el director del hospital y yo fuimos al circo, con gran asombro por parte de los miembros del club. Las enfermeras se mostraron sorprendidas por nuestra decisión. «Pensad en los pobres animales —nos dijeron—. Sabemos cómo tratan los egipcios a sus animales». Pero, al contrario que en los circos europeos, en aquél no actuaban animales.

Éramos los únicos europeos en la carpa. Las sillas estaban colocadas en unos escalones de madera bastante inestables, por los que se subía desde la pista hasta una altura considerable en el fondo. Detrás de la última fila había unos palcos con pesadas cortinas para las mujeres, que eran escasas. La mayoría del numeroso público lo formaban hombres jóvenes, algunos de ellos con trajes confeccionados de corte europeo, pero todos ellos con el fez rojo. Varios chiquillos estaban apretados entre la primera fila y el borde de la pista, y un policía se dedicaba a ahuyentarlos del parapeto con un bastón. Todos los asientos parecían ser del mismo precio. Pagamos cinco piastras por cabeza y buscamos sitio cerca del fondo. Unos vendedores se desplazaban entre las filas, ofreciendo frutos secos, agua mineral, café y una especie de narguiles rudimentarios, que consistían en un coco medio lleno de agua, un braserillo de hojalata con tabaco y una larga boquilla de bambú. El doctor me advirtió que si fumaba con uno de aquellos trastos atraparía alguna enfermedad temible. No obstante, lo hice, sin ningún efecto nocivo. El vendedor mantiene varios de ellos encendidos, succionando la boquilla de cada uno por turno. Todos tomamos café, que era muy espeso y dulzón, y estaba lleno de posos.

Cuando llegamos ya había empezado el espectáculo, y nos encontramos en medio de un número cómico que tenía una enorme popularidad. Dos egipcios vestidos a la europea intercambiaban agudezas. Por supuesto, no entendíamos nada, pero de vez en cuando la emprendían a coscorrones o puntapiés, por lo que sin duda el espectáculo era muy parecido a un número de teatro de variedades inglés. Al cabo de un tiempo, que me pareció desmedido, los comediantes se marcharon entre aplausos estruendosos, y ocupó su lugar una chica blanca muy bonita con traje de ballet. No podía tener más de diez o doce años, y se puso a bailar el charlestón. Más tarde se dedicó a vender postales con su imagen. Resultó que era francesa. Quienes gozan moralizando sobre tales cosas, hallarán materia de reflexión en la idea de ese baile africano, que ha viajado a través de dos continentes, ha pasado de esclavo a gigoló y gradualmente se ha desplazado de nuevo al sur, hacia la tierra de sus orígenes.

Seguidamente actuaron unos malabaristas japoneses y luego toda la compañía realizó un interminable número cómico. Cantaron una especie de canción lastimera y entonces, uno tras otro, con una teatralidad muy esmerada, fueron entrando en la pista y tendiéndose en el suelo. Cuando todos los adultos estuvieron tendidos, apareció la niña y también se tendió. Finalmente, una chiquitina de dos o tres años entró bamboleándose y se tendió. Todo esto requirió como mínimo un cuarto de hora, y entonces se levantaron, cantando todavía, uno tras otro y por el mismo orden, y salieron. Después de esta actuación hubo un intermedio, durante el que todo el mundo se levantó de su asiento y paseó por la pista como se hace en la pista de cricket entre los innings. Tras esto apareció un negro de físico imponente. Primero se clavó como una docena de agujas de punto en las mejillas, de modo que le sobresalieron a cada lado de la cabeza; deambuló entre el público erizado de esa guisa, acercando su cara a la nuestra, con una sonrisa fija y bastante espantosa. Entonces tomó unos clavos y con un martillo se los clavó en los muslos. Luego se quitó toda la ropa excepto unos calzoncillos muy ornados y, sin ninguna incomodidad aparente, rodó encima de una tabla en la que estaban fijados con las afiladas puntas hacia arriba numerosos cuchillos de trinchar.

Mientras el faquir actuaba se entabló una pelea. El foco de mayor intensidad estaba alrededor de la entrada, inmediatamente por debajo de nuestros asientos. Las cabezas de los combatientes estaban al nivel de nuestros pies, por lo que nos encontrábamos en una posición muy ventajosa para verlo todo sin correr ningún peligro grave. No era fácil hacerse una idea de lo que estaba pasando y cada vez acudían más personas del público al lugar del altercado. El negro se levantó de la tabla de cuchillos, sintiéndose totalmente desairado y ofendido, y se dirigió al público, golpeándose el pecho desnudo y llamándoles la atención acerca de las torturas que sufría por ellos. El hombre que estaba a mi derecha, un egipcio de expresión seria que tenía cierto conocimiento de inglés y con el que yo había conversado un poco, se levantó de repente e, inclinándose por encima de nosotros tres, descargó un resonante golpe de paraguas en la cabeza de uno de los pendencieros. Entonces volvió a sentarse con la misma expresión seria e imperturbable y se dedicó a succionar su improvisado narguile.

—¿Por qué se pelean? —le pregunté.

—¿Pelearse? —replicó—. ¿Quién se ha peleado? Yo no he visto ninguna pelea.

—Ahí —le dije, señalando el alboroto que se había armado en la entrada y que amenazaba con derribar la carpa.

—¡Ah, eso! —dijo él—. Perdóneme, creí que había dicho usted «pelea». Eso no es más que la policía.

Y, en efecto, al cabo de unos minutos, cuando por fin la multitud se dispersó, vimos a dos agentes de policía fuera de sí, a quienes los espectadores habían intentado separar. Los obligaron a salir para que solucionaran su querella en el exterior y la gente empezó a buscar y sacudir sus feces caídos. Volvió la normalidad y el corpulento negro continuó con las laceraciones que se infligía, tranquilo y agradecido.

Siguieron varios números acrobáticos en los que la chiquilla francesa hizo gala de gran intrepidez y estilo. El espectáculo estaba en plena marcha cuando nos fuimos, y al parecer prosiguió por la noche durante horas, hasta que el último espectador consideró que había recibido lo suficiente a cambio de su desembolso. Al día siguiente vimos a la chica francesa en la ciudad, sentada a una mesa de la pastelería, con su empresario, y atracándose de pastelillos de chocolate, el rostro macilento e inexpresivo.

Durante el Bajiram se conseguían billetes de ferrocarril hasta El Cairo a mitad de precio y, aprovechando esta circunstancia, el abogado y yo emprendimos el viaje y pasamos una noche en un coche cama muy cómodo. La línea férrea se extiende un trecho entre el lago y el canal. Luego, con el desierto a un lado, se dirige a Cantara, el desvío hacia Jerusalén y el emplazamiento de uno de los campamentos base más grandes de la guerra pasada, y a continuación, por el valle del Nilo, avanza hasta El Cairo. Esta última parte del viaje fue especialmente hermosa, tras las semanas que habíamos pasado en el incoloro entorno de Port Said. Hectáreas y más hectáreas de campos de un verde lustroso se extendían a ambos lados, divididos por pequeñas acequias que llenaban de agua unos bueyes con anteojeras, los cuales trazaban estrechos círculos alrededor de las norias. Los camellos andaban bamboleándose por las carreteras, cargados con grandes fardos de verduras. Todo daba una impresión de fácil opulencia y fertilidad bíblica. La agricultura en ese suelo espléndido es un arte muy distinto de la áspera lucha por la subsistencia en las pedregosas tierras de la Europa meridional.

Llegamos a El Cairo al anochecer y fuimos en busca de hotel. Todos los hoteles de Egipto son malos, algo que se excusa de acuerdo con dos principios opuestos. Unos sostienen, legítimamente, que no importa la mala calidad de los hoteles siempre que sean baratos; para otros la mala calidad no importa siempre que sean caros. Tanto a unos hoteles como a los otros les va bastante bien. Nosotros buscamos uno del primer tipo, un establecimiento grande y anticuado, cuya dirección era griega y que se encontraba en el Midan el-Jaznedar, el Hotel Bristol et du Nil, donde las habitaciones, incluso en plena temporada, sólo cuestan ochenta piastras por noche. Mi habitación tenía tres camas dobles con altos doseles de polvorienta red mosquitera y dos desvencijadas mecedoras. Las ventanas daban a una terminal de tranvías. Ningún miembro del personal hablaba una sola palabra de ninguna lengua europea, pero este defecto era insignificante, puesto que jamás acudían cuando pulsabas el timbre.

Dennis (será más conveniente que llame así a mi compañero) ya había visitado El Cairo y estaba deseoso de mostrarme los lugares de interés, en especial, por supuesto, la «zona de tolerancia». Caminamos a lo largo de la Sharia el-Genaineh hasta Shepheard’s, para tomar unos cócteles. Esta calle, paralela a un lado de los jardines de Ezbekiyeh, destaca por sus mendigos, que se alinean junto a la verja, exhiben sus llagas y deformidades y se aferran a las ropas de los transeúntes. Shepheard’s estaba lleno de turistas que acababan de visitar los monumentos. Fuimos a cenar al restaurante Saint James, al que el experto Dennis llamaba Jimmy’s. Es una tolerable imitación de un pequeño grill-room inglés, con frascos de salsa de Worcester, ketchup y condimentos sobre las mesas. Después de la cena, inevitablemente, fuimos en busca de las casas de mala fama. Todas se encuentran en el triángulo suburbial detrás de la Sharia el-Genaineh. En sus puertas, y en las entradas de los callejones, había carteles pegados en las paredes que decían: «PROHIBIDA LA ENTRADA A TODOS LOS GRADOS DE LAS FUERZAS DE SU MAJESTAD». Nos enteramos de que el motivo de esta prohibición no era tanto proteger la moral o la salud de las tropas como la paz de los habitantes del barrio. Poco después de la guerra, los australianos, que se estaban divirtiendo, defenestraron a una joven desde un piso alto, causándole la muerte, y entonces se negaron a pagar las tarifas normales del establecimiento. Los egipcios decentes se negaban a frecuentar los lugares donde era probable que sucedieran tales cosas, por lo que los dueños de los burdeles se vieron obligados a buscar la protección de las autoridades militares. En cualquier caso, eso fue lo que nos contaron.

El barrio entero estaba preparado para la fiesta con una brillante iluminación. Marquesinas de algodón de vivos colores, estampados para imitar alfombras, colgaban de una ventana a otra a través de las calles. Hombres y mujeres ocupaban hileras de sillas en el exterior de las casas, contemplando la densa multitud que paseaba arriba y abajo. Muchos cafetines estaban llenos de hombres que tomaban café, fumaban y jugaban al ajedrez. El distrito, aparte del escandaloso comercio que tenía lugar en él, era el centro de una intensa vida social. En algunos cafés los hombres bailaban unas danzas populares lentas y desgarbadas. Había música por todas partes. Con excepción de un piquete de policías militares, no vimos ningún europeo. Nadie nos miraba ni nos azoraba de ninguna manera, pero nos sentíamos fuera de lugar en aquella atmósfera íntima y alegre, como quien se cuela de gorra en la fiesta de cumpleaños que tiene lugar en un aula. Estábamos a punto de irnos cuando Dennis se encontró con un conocido, un perito electricista egipcio con quien había estado en el barco y que salía del barrio. Nos estrechó afectuosamente la mano y nos presentó al amigo que le acompañaba, enlazaron sus brazos con los nuestros y los cuatro desfilamos así por la estrecha calle, charlando amigablemente. El perito, que se había formado en Londres para ocupar algún puesto importante relacionado con los teléfonos, estaba muy deseoso de que nos lleváramos una buena impresión de su ciudad, y tan pronto se mostraba jactancioso como se deshacía en disculpas. ¿Nos parecía demasiado sucia? No debíamos pensar que eran unos ignorantes. Lástima que aquel fuese un día de fiesta. Si hubiéramos ido en cualquier otro momento, él podría habernos enseñado cosas que son inimaginables en Londres. ¿Amábamos a muchas chicas en Londres? Él sí. Nos mostró una cartera que estaba llena de fotografías de mujeres jóvenes. ¿Verdad que todas ellas eran unos bombones? Pero no debíamos pensar que las chicas egipcias son feas. Muchas tienen la piel tan clara como las nuestras. De no ser fiesta, él podría habernos mostrado algunas bellezas.

Parecía un joven muy popular. En todas partes tenía amigos que le saludaban, y nos los presentaba. Todos ellos nos daban la mano y nos ofrecían cigarrillos. Como ninguno de ellos hablaba inglés, esos encuentros eran breves. Finalmente nos preguntó si queríamos tomar café y nos llevó a una de las casas.

—Ésta no es tan cara como las otras —nos explicó—. Algunas cobran demasiado, son terribles. Igual que en vuestro Londres.

El establecimiento se llamaba Casa del Gran Mundo, y el nombre estaba pintado sobre la puerta en inglés y en caracteres árabes. Subimos por una escalera interminable y llegamos a una pequeña sala donde tres hombres muy ancianos tocaban instrumentos de cuerda de formas extrañas. Varios árabes bien vestidos se sentaban junto a las paredes y mordisqueaban frutos secos. Nuestro anfitrión nos explicó que en su mayoría eran pequeños terratenientes que, procedentes del campo, habían acudido a la ciudad en fiestas. Pidió que nos sirvieran café, frutos secos y tabaco, y dio media piastra a los músicos. En la sala había dos mujeres, una muy gorda, blanca y de raza indistinguible, y una espléndida joven sudanesa. Nuestro acompañante nos preguntó si queríamos ver bailar a una de las damas. Le dijimos que sí y nos decantamos por la negra. Él se quedó desconcertado ante nuestra elección.

—Tiene la piel muy oscura —observó.

—Nos parece la más bonita —le dijimos.

La cortesía venció sus escrúpulos. Al fin y al cabo, éramos sus invitados. Ordenó a la negra que bailara, y la chica se levantó y buscó unas castañuelas sin mirarnos, moviéndose muy lentamente. No debía de tener más de diecisiete años, llevaba un vestido de baile rojo, muy corto y abierto por la espalda, del que emergían las piernas desnudas y los pies descalzos. Al moverse resultó evidente que no llevaba nada debajo del vestido. Varios brazaletes de oro le adornaban los tobillos y las muñecas, y nuestro anfitrión nos aseguró que eran auténticos, pues aquellas jóvenes siempre invertían todos sus ahorros en adornos de oro. Encontró las castañuelas y empezó a bailar con una expresión de profundo hastío, pero con un garbo espléndido. Cuanto más excitantes eran sus movimientos, tanto más distraída e indiferente se volvía su expresión. Su arte no evocaba en absoluto el jazz, no era más que un rítmico y sinuoso cambio de una pose a otra, una contorsión despaciosa y vibrante de los miembros y el cuerpo. Bailó durante un cuarto de hora o veinte minutos, mientras nuestro anfitrión escupía despectivamente cáscaras de frutos secos alrededor de sus pies. Entonces la muchacha tomó una pandereta y procedió a la colecta, haciendo una inclinación de cabeza apenas discernible cada vez que alguien depositaba un óbolo.

—No se os ocurra darle más de media piastra —nos dijo nuestro anfitrión.

Yo sólo tenía una moneda de cinco piastras, así que se la eché en la pandereta, pero ella la recibió con total indiferencia. Salió un momento para guardar sus ganancias, se sentó y, tomando un puñado de frutos secos, se puso a mordisquearlos y escupir las cáscaras, con los ojos entornados y la cabeza apoyada en un puño.

Por entonces estaba claro que éramos un estorbo para nuestro anfitrión, por lo que, tras prolongados intercambios de cortesía y expresiones de camaradería, le dejamos para ir al barrio europeo. Allí tomamos un taxi y pedimos al conductor que nos llevara a un club nocturno. Nos llevó a uno llamado Peroquet, lleno de jóvenes con corbata blanca que lanzaban serpentinas. Aquello no era exactamente lo que estábamos buscando, por lo que salimos de la ciudad y cruzamos el río, hasta Gizeh. Allí el lugar de diversión se llamaba Fantasio, y en el exterior había un portero con una vistosa librea. Sin embargo, una serie de máquinas tragaperras en el vestíbulo eliminaron cualquier duda acerca del buen tono de aquel local. Era un sitio deprimente. Unos tabiques bajos de madera formaban una especie de rediles para las mesas y, más o menos las tres cuartas partes de ellas, estaban vacías. En una tarima, en el extremo de la sala, un joven egipcio cantaba algo que parecía un canto litúrgico en lastimera voz de tenor. Esta actuación prosiguió, con breves pausas, mientras estuvimos allí. En uno de los rediles había un viejo jeque de aspecto magnífico, borracho perdido. (Eso de que los mahometanos no beben es una tontería.) 

Cuando llevábamos media hora en el Fantasio incluso el entusiasmo de Dennis por la vida nocturna empezó a decaer, por lo que pedimos un coche de caballos descubierto y regresamos en la noche estrellada al Hotel Bristol et du Nil. Al día siguiente fuimos al bazar de los perfumistas en el Mouski, compramos unos frascos de esencia para Juliet y tomamos el tren de mediodía con dirección a Port Said. Almorzamos en el vagón restaurante y, entre otras muchas exquisiteces, tomamos unos excelentes pepinillos, de sabor amargo, que nos sirvieron calientes.

En Port Said viví muchas otras experiencias estimulantes y deliciosas (té en la casa del párroco, cena en el consulado, cócteles en la Navy House), que se aproximan demasiado a la vida inglesa para que merezca la pena incluirlas en un libro de viajes. Una noche el club agasajó a los oficiales de un barco de guerra visitante y, en esa ocasión, cuando entré en el bar, un joven pelirrojo me dio una palmada en la espalda al tiempo que me preguntaba: «¿Tomará usted un trago con la Armada, señor?». ¿Qué sabe él de Inglaterra que sólo Inglaterra sabe? Cuando escriba mi novela sobre la vida de Port Said habrá muchos incidentes similares que contar, pero en este libro sólo otro episodio de mi visita merece que lo mencione. Se trata del viaje que Dennis y yo hicimos por el canal de Menzaleh hasta un pueblo de pescadores llamado Matarieh.

El canal de Menzaleh es un término utilizado para dignificar el pasillo navegable a través del lago desde Port Said a Damietta, donde en algunos lugares han sumido artificialmente el fondo unos metros más y han señalado los bajíos con pilotes. Un vapor de paletas y una lancha motora prestan servicio a diario por ese canal. La situación de Matarieh es idónea, pues se encuentra hacia la mitad del recorrido. Sales a las ocho de la mañana en el vapor y llegas a mediodía. En una hora la lancha motora procedente de Damietta te recoge y te lleva de regreso a Port Said, adonde llegas a las cinco de la tarde. Con excepción del administrador de la compañía del canal, sólo otro inglés residente había efectuado ese viaje. Era el médico retirado, el cual, durante las primeras semanas de su vida en aquel lugar, fue allí con la esperanza de cazar agachadizas y, como él decía, «llené el zurrón que daba gusto».

El señor Bodell nos preparó bocadillos y el gerente acudió para despedirse de nosotros en el muelle frente a la Maison Dorée. Hacía un buen día, muy soleado. En primera clase sólo viajaban otros dos pasajeros, unas misioneras norteamericanas que permanecieron cosiendo en su camarote. Dennis y yo habíamos comprado cerveza, tabaco y libros; el gerente nos prestó dos sillones de la oficina.

Decir que era un «vapor de ruedas» da una falsa idea del barco. No tenía nada en común con los casinos flotantes del Nilo o el Mississipi, salvo su medio de propulsión, el cual consistía en una sola paleta fijada en la popa que también actuaba como una draga, removiendo arena y grava del fondo a medida que avanzábamos. Nuestra embarcación no tenía nombre. Era de dos pisos, con el techo y el fondo planos, y un calado de unos veinte centímetros. El piso inferior era la sala de máquinas, la bodega y el salón de segunda clase en una sola pieza. De veinte a treinta árabes y egipcios, hombres, mujeres y niños, estaban tumbados entre los montones de combustible y un cargamento de sacos. Al piso superior se accedía por una escala de hierro. Había allí dos camarotes y una cubierta pequeña y mugrienta. Aquel barco había navegado en una ocasión por el mar. El gerente en persona lo había llevado desde Alejandría a Port Said en los primeros meses de la guerra, con seis egipcios aterrados y mareados a bordo.

El canal pasaba junto a numerosas islas llanas, algunas de las cuales no eran más que dunas y otras estaban cubiertas de hierba. En una de ellas se alzaban las ruinas de una gran mezquita. En el lago había centenares de pequeños botes de pesca y la mayor parte de ellos parecían tripulados por chiquillos. Son idénticos a los que muestran los dibujos jeroglíficos, en forma de pez, con una sola vela sujeta a un largo y flexible madero transversal. También había pescadores que iban de un lado a otro por las aguas someras, provistos de redes manuales similares a las usadas para capturar gambas. En este lago se pescan los pececillos muy insípidos que son inevitables en toda mesa de Port Said. En una o dos ocasiones estuvimos a punto de chocar con algunos botes de pesca, y una vez embarrancamos y varios hombres tuvieron que empujar la embarcación aguas adentro. Pasé una deliciosa mañana, tendido perezosamente al sol.

Matarieh era una población muy distinta de El Cairo y Port Said, un grupito de barracas sobre un promontorio, unido al continente por una línea férrea. Supongo que nuestra llegada allí fue casi tan sorprendente como lo sería la llegada a un pueblo de Dorset de un jeque vestido a la usanza árabe. En cualquier caso, produjo una enorme agitación. El empleado de la compañía del canal nos recibió con gran cortesía y nos dirigió unas breves palabras en inglés, nos hizo pasar a la choza que le servía de oficina y nos obsequió a cada uno con una bolsa de cacahuetes y cerveza de jengibre. Sobre su mesa había una fotografía enmarcada de la Gran Pirámide. Intentamos pasear por la aldea, pero pronto tuvimos a toda la población pisándonos los talones. Nos seguían a corta distancia, riéndose e intercambiando codazos; cuando nos deteníamos, ellos también lo hacían; cuando nos volvíamos y los mirábamos furibundos, ellos retrocedían y trataban de ponerse a cubierto. Dennis les hizo una foto que, lamentablemente, no salió en el revelado. Desde luego, la actitud de la gente no era hostil y no creo que fuese burlona de veras. No era más que esa misma curiosidad de las mujeres inglesas que se abren paso a empellones a tu alrededor cuando te diriges a una boda, pero resultaba muy embarazoso, así que regresamos a la oficina de la Compañía de Navegación del Canal de Menzaleh, donde el agente se deshizo en disculpas.

—Esto es un sucio agujero —comentó—. Se parece a la Malta de ustedes.

(Estas fueron sus palabras exactas. Todos podíamos hacer esa clase de observaciones; la única razón por la que merece la pena dejar constancia de esta estriba en que es auténtica.) 

Entonces llegó la lancha motora para llevarnos de regreso. Había otro pasajero con nosotros, un árabe bien vestido, con un grueso bastón cuya empuñadura era de oro. Ocupó el asiento de popa y se puso a comer pan y aceitunas. Sus cuatro esposas y sus nueve o diez hijos viajaban en segunda clase, separados de nosotros por una mampara de mimbre. Cuando terminó de comer, nos ofreció lo que quedaba y, tras nuestro rechazo, pasó las sobras a su familia. Las mujeres metían los dedos manchados de alheña por el enrejado de mimbre, pidiendo tabaco. Dennis llevaba un bastón taburete que atrajo la curiosidad del árabe y, aunque éste no hablaba inglés, le mostramos con pantomimas cómo se usaba. Él estaba encantado y bromeó un poco, fingiendo sentarse sobre la empuñadura de su propio bastón; lo esencial de la broma era la obesidad del caballero. Dos de sus esposas, que miraban a través de la rejilla, también se echaron a reír, pero el hombre se apresuró a silenciarlas con unas palabras de reprimenda, pronunciadas muy severamente en árabe. Cuando llegamos a Port Said le vimos subir a un carruaje y alejarse, dejando que sus mujeres le siguieran a pie cargadas con el equipaje. Un hombre recto y de elevados principios.