Dos

Mi siguiente punto de destino fue Monte Carlo, donde embarcaría en un buque llamado Stella Polaris que iba a llevarme a Constantinopla, pues seguía en pie mi resolución de llegar a Rusia a través del mar Negro. En París había gastado mucho más de lo que me había propuesto y, debido a unos pequeños fraudes, había perdido un poco (si uno es descuidado por naturaleza y tiene un aspecto apacible, debe añadir alrededor del 10 por 100 a todos sus gastos en Francia y el 20 por 100 en Italia, porque los habitantes de esos países, con quienes el turista entra en contacto, no suelen ofrecer el cambio correcto hasta que el incorrecto ha sido rechazado. Se requiere cierto tiempo para superar el hábito inglés de embolsarse el cambio sin examinarlo), por lo que no viajé ni en primera ni a lo grande. Viajar en tren siempre me resulta desagradable, y prefiero pasarlo muy mal y gozar del contraste cuando llego a una casa o un barco que gastar mucho dinero para que sólo sea ligeramente más soportable. Así pues, reservé una couchette, que, según me han dicho, es la manera en que siempre viajan los franceses. Es un compartimento para cuatro pasajeros, con dos literas que se abren desde la pared por encima de los asientos. Uno puede tenderse cuan largo es en esa yacija y abrigarse con mantas. Es mejor que pasarse toda la noche sentado, y no mucho más caro.

Mis compañeros en el compartimento eran un hombre de negocios francés, creo que viajante de comercio, y una pareja de jóvenes ingleses que parecían muy simpáticos y que, presumiblemente, a juzgar por las ternezas que salpicaban su conversación y la marcada solicitud por la comodidad de cada uno, estaban de luna de miel, o por lo menos se habían casado recientemente. El joven era de baja estatura, iba bien vestido y lucía un bigotillo ondulado; leía una buena novela policíaca con aparente agrado. Su esposa, en el rincón, estaba arrebujada en un abrigo de piel, y era evidente que no se sentía nada bien. Volvería a encontrar a esta pareja en el curso de mis viajes, así que será mejor que indique ahora mismo los nombres por los que más adelante los llamaría. Eran Geoffrey y Juliet.

A cada cuarto de hora, más o menos, tenían que decirse: «¿Seguro que estás bien, cariño?». Y el otro replicaba: «Perfectamente, de veras. ¿Y tú, vida mía?». Pero Juliet estaba lejos de encontrarse bien. Cuando llevábamos como una hora de viaje, Geoffrey sacó un termómetro y le tomó la temperatura. Tuvieron cierta dificultad de lectura y traslado de los grados centígrados a Fahrenheit; cuando por fin lo lograron, vieron que el instrumento marcaba 104° F (40° C). Geoffrey se asustó, pero no tanto como Juliet. El pasajero más asustado de todos era el viajante de comercio, el cual entrecerró los ojos al ver el termómetro y se acurrucó en su rincón como para protegerse de la infección con su ejemplar de Le Journal. Por aquel entonces una epidemia de gripe asolaba Londres y París, y debo admitir que también yo sentía una profunda repugnancia hacia aquella desventurada y joven pareja. Empecé a imaginarme solo e inmovilizado en un hospital de la Riviera. Así pues, cuando un poco más tarde entablé conversación con Geoffrey, le di el que, aparte de mi propio interés, era el consejo, perfectamente razonable, de que trasladara a Juliet a un wagon-lit y que pasara la noche allí. Él fue pasillo abajo en busca del conducteur. Juliet, el francés y yo permanecimos sentados en nuestros rincones, en una atmósfera de temor y hostilidad muy intensos. Geoffrey regresó al cabo de largo rato; había soportado la serie de insultos a los que uno siempre se ve sometido en un tren francés, y conseguido el traslado. Sólo había una cama vacante, en un compartimento doble dividido tan sólo por una cortina. Geoffrey dijo que el otro ocupante era un hombre, pero que tenía tres libros religiosos colocados en el estante al lado de la almohada, por lo que sin duda era totalmente respetable. Llevó, pues, a Juliet al coche cama, y se pasó la mayor parte de la noche sentado junto a ella.

Volví a encontrarle en el coche restaurante, donde tomamos una comida muy mala sentados uno frente al otro a la misma mesa. Geoffrey tenía un trabajo bastante aburrido en Londres; Juliet había enfermado y una hermana suya les había costeado un crucero de placer por el Mediterráneo. Navegarían en el Stella Polaris, y era la primera vez que él viajaba por el extranjero más lejos de Florencia. Ahora Juliet había contraído la gripe; él estaba muy abatido, e intenté animarle con coñac. Le dije que yo también embarcaría en el Stella Polaris, camino de Rusia. Él se mostró adecuadamente impresionado por mi destino.

Regresamos a nuestra couchette, donde el francés se preparaba para pasar la noche, poniéndose cuatro o cinco jerséis de vivos colores.

¡Cómo roncaba y gruñía aquel hombre! Dormí muy poco, y cuando lo hice tuve unos sueños de lo más prosaico. Cuando se filtró la luz del día por los bordes de las persianas salí al pasillo. Por la noche habíamos cruzado una tormenta, y las ventanillas eran totalmente opacas a causa de la nieve convertida en hielo. Un sacerdote muy joven, sin duda recién salido del seminario, estaba en el pasillo, aferrado a los barrotes de la ventanilla. Tenía el mentón azulado y las mejillas muy pálidas, y se llevaba repetidas veces un pañuelo a la nariz.

Al cabo de una hora, mientras Geoffrey y yo tomábamos café en el coche restaurante, escuché un relato muy triste acerca del sacerdote. Era el otro ocupante del wagon-lit de Juliet. Cenó en el último turno y al regresar al vagón vio que Juliet se estaba acostando. El joven permaneció inmóvil en el umbral durante medio minuto, los ojos muy abiertos, escandalizado. Juliet empeoró las cosas al dirigirle una febril sonrisa de bienvenida. Entonces, sin decir una palabra, el sacerdote dio media vuelta y desapareció. Se había pasado toda la noche de pie en el corredor, y el aire nocturno parecía haber sido eficaz, eliminando cualquier pensamiento mundano provocado por el encuentro.

El tren llegó, más o menos, con una hora de retraso, debido a la nieve, pero eso fue una gran suerte en comparación con lo sucedido a otros trenes aquella semana. Al día siguiente, el Tren Azul estuvo retenido durante casi seis horas, y el Simplon-Orient durante varios días.

En Mónaco me separé de Geoffrey y Juliet. Ellos iban a Monte Carlo, pero yo había decidido apearme en Mónaco, porque me habían dicho que allí los hoteles eran más baratos y, además, sería más conveniente para embarcar en el Stella Polaris, aunque había registrado inadvertidamente mi equipaje con destino a Monte Carlo, y tuve que pedir que me lo reexpidieran aquel mismo día.

La estación de Mónaco es muy pequeña y nada pretenciosa. El único mozo de cuerda que pude encontrar pertenecía a un hotel con un nombre que parecía bastante acreditado. El hombre tomó mi maleta y me llevó a través de la nieve cuesta abajo hasta el hotel. Se trataba de una pensión de mísero aspecto en una calle secundaria. Había una pequeña sala con sillones de mimbre ocupados por ancianas inglesas dedicadas a coser. Pregunté al mozo de cuerda si no había un hotel mejor en Mónaco, y respondió que sí, claro, todos los hoteles de Mónaco eran mejores que aquel. Así pues, volvió a cargar con mi maleta, salimos a la nieve, perseguidos por la encargada, y pronto llegamos a un gran hotel que daba al puerto. No aconsejo a nadie que se aloje en ese hotel, que ni es barato, bonito y tranquilo ni cómodo, y la única comida que hice allí era como las que uno toma a bordo de un tren. Sin embargo, dado que me pasaba fuera el día entero, pernocté allí cuatro noches sin una excesiva insatisfacción. Más adelante me enteré de que debería haberme alojado en el Monégasque.

Después del almuerzo cesó de nevar y la tarde, aunque muy fría, fue clara y brillante. Tomé un tranvía colina arriba hasta Monte Carlo. Desde el bastión, por debajo del paseo donde se anunciaba «Tir aux Pigeons», llegaba un sonido de disparos. Estaba convencido de que, si quería escribir un libro, tenía que observarlo todo minuciosamente (este convencimiento no tardó en debilitarse), por lo que pagué unos francos y bajé a las gradas en un ascensor dorado. Hacía un frío terrible. Estaban realizando una especie de competición, cuyos participantes eran en su mayor parte suramericanos con títulos papales. Hacían unos gestos muy interesantes con los codos, mientras esperaban que las presas salieran de las pequeñas jaulas estrelladas contra el suelo. También hacían unos peculiares ademanes de irritación y disculpa cuando fallaban, cosa que no sucedía con frecuencia, pues el nivel general de puntería era alto, y mientras estuve allí, sólo tres aves que revoloteaban erráticamente, con la cola y las alas desplumadas, se libraron de las escopetas, sólo para caer en manos de los chiquillos que las esperaban en la playa o en botecillos de remos y que las despedazaban. A menudo, cuando las cajas caían, las aves se quedaban inmóviles y aturdidas entre los restos, hasta que las asustaban arrojándoles una bocha; entonces se elevaban torpemente y las abatían, en general con el primer cañón de la escopeta, cuando estaban a unos tres metros del suelo. En la galería, por encima de las gradas, se había posado una paloma del casino, privilegiada y robusta, y contemplaba la matanza sin ninguna emoción evidente. Aquel deporte no parecía muy atractivo, pues le faltaba incluso la espontaneidad artificial o la utilidad, no menos ficticia, de las partidas de caza inglesas y escocesas. La única recomendación convincente de semejante actividad se la oí a uno de los visitantes del Bristol, el cual observó que aquello no era cricket, pero incluso esa es una alabanza muy negativa.

Cuando regresaba colina abajo me detuve en el Sporting Club, de donde me hice socio temporal, y fue allí donde me enteré de la solución de un pequeño problema que a menudo me había contrariado. Siempre leía en los periódicos acerca de «clubistas», y me intrigaba esa raza misteriosa, de la que ni siquiera estaba seguro de haber visto alguna vez a una de las personas que la formaban. No había duda de que se estaban extinguiendo con rapidez, pues, aunque en la prensa abundaban los anuncios de sus fallecimientos, jamás había leído ninguna noticia sobre sus nacimientos o sus empleos. Un día me enteraría por la prensa de la muerte del último clubista y sabría que ya era demasiado tarde. Me preguntaba a cuántos clubes debía uno pertenecer para que se le pudiera considerar clubista, o si bastaba con dormir y comer en uno solo. El problema se planteó agudamente cuando solicité mi afiliación temporal en la secretaría del Sporting Club. El secretario, que era un joven amable y elegante, me dijo que sería para ellos un placer y un honor que me uniera a su club, y empezó a cumplimentar mi dossier. ¿Nombre? ¿Dirección? ¿Nacionalidad? ¿Profesión? Entonces permaneció sentado con la punta de la estilográfica cernida sobre el espacio correspondiente a «Club». Le dije que no pertenecía a ningún club de Londres, y él pareció decepcionado y azorado. Replicó que sin duda debía de pertenecer al Club de los Autores. Intenté explicarle la paradoja de la organización social inglesa por la cual es posible escribir libros y, sin embargo, no ser miembro del Club de los Autores, pero vi con claridad que no me comprendía. Para él sólo existían dos posibles explicaciones: o bien yo era un fullero que trataba de pasar por autor, o bien era un autor renegado y desacreditado, un marginado por sus colegas, un plagiario y violador de derechos, un escritor analfabeto, engañoso y malicioso, alguien cuyos libros sin duda tenían feas cubiertas y no se podían enviar por correo. El secretario me dijo que lo sentía mucho, pero el Sporting Club sólo admitía a clubistas. El Sporting Club estaba afiliado a todos los clubes principales de Europa y América. La idea de que aquella alegre mezcla de coctelería y garito de juego estuviera afiliada con el Club Liberal Nacional, por ejemplo, me pareció notable. Entonces, cuando me disponía a marcharme, las imágenes evocadas por la conversación, de sillas de cuero rojo y ancianos dormidos detrás de periódicos, me recordó un episodio de mi pasado.

—Soy miembro vitalicio de la Oxford Union —le dije—. Supongo que están ustedes afiliados a esa sociedad.

—Sí, desde luego —respondió el secretario, quien recuperó por completo su afabilidad, me extendió una tarjeta de afiliación al club y me franqueó la entrada con una inclinación de cabeza.

La moraleja de esta historia es que cada uno de nosotros es un clubista sin saberlo, algo que sólo se revela cuando morimos. Y el descubrimiento de este hecho demuestra que viajar amplía el horizonte mental.

Esa noche cené en el Sporting Club. La cena fue deliciosa y no tan cara como en los tres o cuatro restaurantes principales. No me atreví a hablar con él, pero vi allí a Joseph, que es uno de los personajes célebres de Europa, siempre dispuesto a rendir sus servicios; presta dinero a las bellezas famosas y conoce los secretos de la noblesse industrielle. Después de la cena jugué a la ruleta y gané unos cien francos. Fui con ellos al casino, que en comparación parecía muy destartalado. La versión del productor cinematográfico de las salles privées con cortesanas enjoyadas y grandes duques que lucen sus galones es cosa del pasado. En la actualidad, por la noche, esas famosas salas parecen la estación de Paddington en las primeras semanas de agosto. Hay hileras de solteronas muy mal vestidas que juegan metódicamente la apuesta mínima cuando las posibilidades son del 50 por 100; hombres jóvenes que parecen, y probablemente son, contables de vacaciones; unos pocos militares retirados a quienes impulsa la avaricia y numerosos alemanes de feo aspecto. Admiré la destreza de los crupiers, sobre todo los que repartían las cartas con unas varas de madera aplanadas. Regresé a las demás salas, llamadas «la cocina», y jugué un poco. Nadie trató de sisarme mis ganancias. Por mi parte, recogí distraído un montón de valiosas fichas cuadradas que pertenecían a una institutriz sentada delante de mí. Me apresuré a devolverlas, pero, a juzgar por lo que ella dijo audiblemente entre dientes, era evidente que no se creía demasiado mis disculpas. Perdí mis cien francos seguidos de otros cien, y entonces me fui a la cama.

A pesar de la helada, que no tenía trazas de remitir, durante los tres días siguientes lo pasé muy bien. Fui a los jardines del palacio y visité el acuario, no tan parecido a un cine como el de Londres y más semejante a una tienda de peces. Otro día tomé el funicular a La Turbie y fui caminando por la espesa nieve hasta Eze, donde almorcé. Había dos restaurantes rivales, uno frente al otro. Pregunté a un lugareño cuál era mejor, pero él respondió que eso debía decidirlo por mí mismo. Me pareció una respuesta absurda, pues no había manera de juzgar salvo tomar dos comidas preliminares y luego una tercera en el establecimiento de mi elección, así que resolví entrar en el de la izquierda sin pensar más en ello, y fui recompensado con una comida excelente y media botella de un vino de aguja llamado Royal Provence, al que tomé gusto hace unos años en Tarascon. Hacía la mayor parte de mis comidas en restaurantes de Mónaco, Monte Carlo y Beausoleil. Había uno encantador en el muelle, el Stallé, que no era tan barato como parecía, y otro en el barrio portuario, llamado Marina, donde la cena sólo costaba diez francos y cuyo patrón siempre estaba deseoso de complacer. Otro establecimiento que frecuentaba en Monte Carlo era el Giardino. Allí la comida era buena, y tenía un jardincillo con un emparrado a modo de techo del que gozaría cuando regresara a finales del verano, pero cuyos clientes, muchos de ellos pertenecientes al ballet ruso, se mostraban bastante cohibidos, y el ambiente me recordaba demasiado al del Soho.

Durante los últimos días de mi estancia hubo una gran animación, debido a la visita de tres destructores, dos italianos y uno británico, el Montrose. Los italianos llegaron a primera hora y despertaron al principado disparando salvas. El Montrose se atuvo con más rigidez a la etiqueta y ofendió a algunos monegascos al aproximarse sin previo aviso. Los tres barcos atracaron uno al lado del otro en el muelle, y la multitud de espectadores nunca se cansaba de compararlos. Había pocas dudas sobre la elegancia superior del Montrose, pero las salvas habían inclinado a la afectuosa opinión pública hacia los italianos, quienes tuvieron un público mucho más numeroso. Por cierto, siempre parecía haber más movimiento a bordo de sus barcos, y el uniforme de su primer oficial (no sé cuál sería su graduación) superaba en magnificencia incluso al de los sargentos de policía monegascos. En una ocasión vi a Geoffrey, durante unos minutos, en el casino. Estaba muy preocupado por Juliet, pero la hermana de ésta había enviado un giro telegráfico y ahora disponía de un médico y una enfermera que trataban de conseguir que se repusiera para que pudiese embarcar en el Stella.

Una cosa que despertó mi admiración fue la manera en que las autoridades del casino se ocupaban de la nieve. Mientras estuve allí, cada noche cayó una intensa nevada, que a veces continuaba casi hasta mediodía, pero siempre, antes de que hubiera transcurrido una hora desde que dejara de nevar, había desaparecido todo rastro de nieve. En cuanto caía el último copo, aparecía un ejército de hombrecillos enfundados en monos azules y armados con escobas, mangueras y carretillas. Regaban y raspaban las aceras y acicalaban las extensiones de césped; subían a los árboles con escalas y sacudían las ramas para que se desprendiera la nieve. Sobre los parterres habían extendido unos armazones de alambre, paja y cobertores de bayeta verde, y al retirarlos aparecían las plantas floridas que, en cuanto la helada las agostaba, eran sustituidas por nuevas plantas recién salidas de los invernaderos. Por otro lado, el simple hecho de eliminar el feo depósito no era ninguna tontería, pues uno no se encontraba con esos sucios montones de nieve que en otros lugares permanecen en los rincones más impensados semanas después del deshielo. Cargaban la nieve en carretillas y cestos y se la llevaban de inmediato, tal vez al otro lado de la frontera, o al mar, pero desde luego bien lejos de los dominios del casino.

Este triunfo de la industria y el orden sobre los elementos me parece característico de Monte Carlo. Nada podría ser más engañoso, excepto tal vez la playa que acababan de instalar y que parecía de goma elástica, pero la artificialidad de Monte Carlo tiene una coherencia, moderación y eficacia de las que carece penosamente la de París. La inmensa riqueza del casino, que deriva completa y directamente de la negativa del hombre a aceptar la conclusión de la prueba matemática; la absurda posición política del estado; la novedad y pulcritud de sus edificios; la absoluta negación de la pobreza y el sufrimiento en este lugar, donde la enfermedad está representada por elegantes inválidos y la industria, por el personal hotelero, donde los campesinos con trajes tradicionales acuden a la ciudad y ocupan asientos gratuitos en el teatro, donde presencian los ballets o Le pas d’acier y Mercure… Todas estas cosas constituyen un principado que es tan real como un pabellón en una Exposición Internacional. Lo cierto es que podría ser uno de esos pabellones, dispuesto en el tiempo en lugar del espacio: el Palacio de la Europa Habitable en los primeros años del siglo XX. Creo que guarda exactamente la misma relación con nuestra vida actual que la idea del señor Belloc sobre el cristianismo medieval o los maestros de la forma en la ciudad-estado griega del siglo VI a. de C. con respecto a los auténticos griegos de la época de Pericles o los cristianos en tiempos de santo Tomás de Aquino.