La catástrofe se produjo tan sencillamente como esto. Un accidente no totalmente imprevisible, pero amargamente decepcionante. Seis veces Barton Corliss había llegado ya con veinte minutos de retraso y había pasado inadvertido. Esta vez, por cinco minutos de inevitable retraso, el largo brazo de la suerte había caído sobre la esperanza de un mundo.
Cross miró tristemente las placas visuales. A sus pies tenía rocas, rocas abruptas e inimaginablemente desiertas. Las hendiduras no formaban ya estrechos arroyos. Las rocas se extendían en todas direcciones como bestias al acecho. Vastos valles cobraban vida; las grietas mostraban insondables profundidades y se elevaban formando abruptas montañas. Aquella extensión impracticable era el único camino que se ofrecía a él si pretendía escapar, porque no había nave capturada, por grande y formidable que fuese, que pudiera esperar huir de la guerra que los slan enemigos podían lanzar entre él y su indestructible nave…
Quedaba una cierta esperanza, desde luego. Tenía una pistola atómica construida en forma parecida a la de Corliss, que lanzaba una descarga eléctrica hasta que el mecanismo de descarga de energía atómica era accionado. Y la sortija de matrimonio que llevaba en el dedo era una copia de la de Corliss, con la única diferencia de que contenía el cargador atómico más pequeño que jamás se había construido y estaba destinado, como la pistola, a disolver lo que se le pusiese en contacto. ¡Dos armas y una docena de cristales para detener la guerra de las guerras!
La tierra que volaba a los pies de su nave aérea iba haciéndose más desierta. Un agua negra, plácida y oleosa formaba sucias charcas en el fondo de aquellos abismos primitivos, formando el principio de aquel océano sin belleza que era el Mare Cimmerium.
Súbitamente, apareció una vía antinatural. Sobre una meseta montañosa de su derecha había una gran nave de guerra que parecía un tiburón negro. Un enjambre de cañoneros yacían sobre la roca desnuda a su alrededor, que como una manada de peces aéreos estaban medio ocultos en las anfractuosidades de aquella tierra muerta. Ante su penetrante mirada la montaña se convirtió en una imponente fortaleza de roca y acero. Acero negro, incrustado en la negra roca, con gigantescos cañones elevándose hacia el cielo.
Y allí, a su izquierda esta vez, se veía otra meseta de desnuda roca y otro crucero rodeado de sus naves piloto casi ocultas en sus cunas. Los cañones fueron aumentando de tamaño; apuntando siempre hacia el cielo, como si esperaran de un momento a otro la aparición de algún monstruoso y peligroso enemigo. ¿Contra qué estaba destinada aquella defensa increíble? ¿Podían los slan enemigos tener tal incertidumbre acerca de los verdaderos, slan que ni aún todo aquel poderoso armamento podía calmar su temor de aquellos elusivos seres?
¡Ciento cincuenta kilómetros de cañones, fortalezas y naves! ¡Ciento cincuenta kilómetros de infranqueables gargantas y aguas e inexpugnables acantilados! Y al franquear su nave y el crucero armado que le daba escolta un pico inaccesible, apareció a corta distancia la ciudad cristalina de Cimmerium. La hora de ser examinado había llegado.
La ciudad se extendía por una llanura que llegaba a la escarpada costa de un brazo de mar. El cristal relucía bajo el sol con un resplandor blanco y ardiente que tendía sobre la superficie de las aguas llamas de fuego. No era una gran ciudad. Pero era todo lo grande que podía ser en aquella tierra inhabitable. Se erguía con escalofriante temeridad en el borde mismo de los insondables abismos que abarcaban su bóveda de cristal. Su diámetro más ancho era de cinco kilómetros; en su sitio más estrecho podía alcanzar tres; y dentro de sus confines vivían doscientos mil slan, según las cifras que la habían suministrado Corliss y Miller.
El campo de aterrizaje estaba situado donde sabía supuesto. Era una vasta extensión de metal en uno de los extremos de la ciudad, suficiente para albergar una nave de guerra, cruzada por relucientes vías de ferrocarril. Su aparato fue a tomar suavemente una de estas vías, posándose sobre el chasis número 9977. Simultáneamente, la imponente masa de la gran nave de guerra pasó en dirección al mar y se perdió de vista al mismo instante detrás del imponente acantilado de la bóveda cristalina.
La maquinaria automática arrastró el chasis por los raíles en dirección a una gran puerta de acero que se abrió automáticamente y volvió a cerrarse tras él.
Lo que el primer golpe de vista le ofreció ante los ojos no fue totalmente inesperado, pero la realidad sobrepasó lo que había leído en las mentes de Miller y Corliss. En la sección del vasto hangar que podía ver, debía haber por lo menos mil naves. Del suelo al techo estaban apretujadas como sardinas en lata, cada una en su chasis, y cada una, lo sabía, a punto de ser sacada fuera si su número aparecía en el cuadro de señales.
El aparato se detuvo. Cross se apeó tranquilamente, e hizo un breve saludo a los tres slan que estaban esperándolo. El de más edad se dirigió hacia él, sonriendo:
—¡Vaya, Barton, te has ganado un nuevo examen! Bien, ten la seguridad de que irá aprisa; lo de siempre, ya sabes: impresiones digitales, rayos X, análisis de sangre, reacción cutánea, examen microscópico del cabello…
Los pensamientos que brotaron de los cerebros de los tres hombres parecían indicar que estaban a la expectativa. Pero Cross no los necesitaba. Jamás se había encontrado más despierto, más atento a los detalles, más capaz de distinguir las más superficiales sutilezas.
—¿Desde cuándo forma parte de un reconocimiento el análisis químico de la piel?
Los tres hombres no se excusaron de la trampa que le habían tendido, ni sus pensamientos delataron el desengaño del fracaso. Pero Cross no reveló tampoco ninguna emoción por su primera victoria. Pasase lo que pasase, dada la situación, en ningún caso podía someterse a un examen. Tenía que echar mano hasta el límite de todos los preparativos que había hecho durante aquellas últimas semanas en que analizó las informaciones captadas en las mentes de Miller y Corliss.
—Llévalo al laboratorio y haremos la parte física del reconocimiento —dijo el más joven de los hombres—. Tómale la pistola, Prentice.
Cross tendió su arma sin decir una palabra.
Ingraham, el de más edad, sonreía, a la expectativa; Bradshaw lo miraba fijamente con sus ojos grises; sólo Prentice parecía indiferente al meterse en el bolsillo el arma de Cross. Pero era su silencio, no sus acciones, lo que llegaba al cerebro de Jommy. No había el menor ruido, no se oía ni el susurro de una conversación. Aquella comunidad del hangar le parecía un cementerio, y de momento parecía que detrás de aquellas paredes una ciudad trabajase febrilmente en la preparación de una guerra.
Accionó la combinación y vio chasis y nave deslizarse en silencio, primero horizontalmente, después hacia el alto techo. Se oyó un leve ruido metálico, y volvió a quedar en posición. Y de nuevo reinó el silencio después de aquella breve percusión sonora.
Sonriendo interiormente por la forma cómo estaban esperando su menor error de maniobra, Cross se dirigió hacia la salida. Salió a un corredor en cuyas relucientes paredes había algunas puertas cerradas, a intervalos regulares. Cuando estuvieron a la vista del laboratorio, Cross dijo:
—Supongo que habréis llamado al hospital a tiempo diciendo que vendría retrasado.
Ingraham se detuvo en seco, y los demás lo imitaron. Se quedaron mirándolo.
—¡Diablos! ¿Es que va a volver en sí tu mujer esta mañana? —preguntó Ingraham.
—Los doctores tenían que llevarla al borde de la conciencia veinte minutos después de la hora en que yo tenía que aterrizar —asintió Cross sin sonreír—. Deben llevar ya trabajando aproximadamente una hora. Tu examen y el de la comisión militar tendrán que ser aplazados.
—Los militares te escoltarán, sin duda —asintió Ingraham.
Fue Bradshaw quien tomó brevemente la palabra por su radio de muñeca. La tenue pero clara respuesta llegó a los oídos de Cross.
—En circunstancias ordinarias los militares lo escoltarían hasta el hospital. Pero nos encontramos ante el individuo más peligroso que el mundo ha conocido, Cross tiene sólo veintitrés años, pero es un hecho probado que el peligro y la adversidad maduran a los individuos. Podemos suponer, por consiguiente, que nos encontramos ante una potencialidad desconocida. Si Corliss fuese en realidad Cross, la coincidencia de recobrar el conocimiento la señora Corliss en este momento preciso exigiría estar preparado para cualquier contingencia, particularmente la de sospecha, en el momento de aterrizar. Ha tenido ya una impresión al saber que iba a ser examinado. Sin embargo, el hecho mismo de que por primera vez ha sido necesario posponer el examen de un hombre parecido a Cross, requiere que los peritos entrenados en los reconocimientos preliminares no se aparten de su lado ni un segundo. Se procederá, pues, de esta forma hasta nuevas órdenes. En el ascensor n.º 1 hay un coche esperando.
Al salir a la calle, Bradshaw dijo:
—Si no es Corliss, su presencia en el hospital será completamente inútil, y el cerebro de la señora Corliss puede quedar permanentemente lesionado.
—Te equivocas —dijo Ingraham—. Los verdaderos slan pueden leer los pensamientos. Con la ayuda de los receptores Porgrave será capaz de captar los errores en el quirófano con la misma exactitud que Corliss.
Cross vio la amarga sonrisa del rostro de Bradshaw mientras decía:
—Tu voz se ha desvanecido, Ingraham. ¿Se te ha ocurrido repentinamente pensar que la presencia de los Porgraves puede impedir a Cross hacer uso de su cerebro, salvo de la forma más limitada?
—Otra cosa —intervino Prentice—: la única razón por la cual Corliss va al hospital es porque reconocerá si ocurre algo extraño, a causa de la afinidad natural entre marido y mujer. Pero esto quiere decir también que la señora Corliss reconocerá inmediatamente si es o no su marido.
—Tenemos, por lo tanto, la conclusión final —dijo Ingraham—. Si Corliss es Cross, el restablecimiento de la señora Corliss en su presencia puede tener consecuencias fatales para ella. Pero estas mismas consecuencias bastarían para probar su identidad, aunque todas las demás pruebas diesen un resultado negativo.
Cross no dijo nada. Había examinado a fondo el problema presentado por los receptores Porgrave. Constituían un peligro, sin duda, pero no eran más que máquinas. El control que él tenía sobre la mente reduciría esta amenaza.
El ser reconocido por la señora Corliss ya era otro asunto. La afinidad entre marido y mujer era fácilmente comprensible, y era inimaginable que tuviese que contribuir a la destrucción de su mente femenina de slan. De una u otra forma tenía que salvar a aquella mujer de la demencia, pero tenía que salvarse también a sí mismo.
El coche avanzó suavemente por un bulevar adornado con flores. El camino era oscuro, de apariencia cristalina y no recto. Ondulaba por entre los altos árboles que medio ocultaban los edificios a derecha e izquierda. Los edificios eran de estructura baja, y su belleza y florida ornamentación le sorprendieron. Había captado ya algunas de las imágenes en los cerebros de Miller y Corliss, pero aquel triunfo del genio arquitectónico sobrepasaba sus previsiones. No es de esperar que una fortaleza sea bella; las torres artilladas suelen ser construidas para la defensa más que para inspirar cantos a la arquitectura.
En este caso servían su propósito admirablemente. Parecían verdaderos edificios que formasen parte de la ciudad, en lugar de ser meramente un baluarte armado del resto de ella. Una vez más, la magnitud de las defensas demostraba con qué temor eran esperados los verdaderos slan. Un mundo de hombres iba a ser atacado a causa de los temores de los slan sin tentáculos, y aquello era el último grado de la trágica ironía.
«Estoy en lo cierto —pensó Cross—; los verdaderos slan viven con los slan enemigos al igual que los slan enemigos viven a su vez con los seres humanos; por lo tanto, todos estos preparativos son contra un enemigo que se ha infiltrado ya dentro de sus defensas.»
El coche se detuvo en un vestíbulo que llevaba a un ascensor. El ascensor se hundió en las profundidades del suelo con la misma rapidez con que el primero había salido del hangar. Disimuladamente, Cross sacó una de las cajas de «cristales» de su bolsillo y la tiró a la papelera que había en uno de los rincones del ascensor. Vio que los slan habían observado su gesto, y explicó:
—Tengo doce de estas cajas, pero al parecer sólo puedo llevar cómodamente once. El peso de las demás apretaba ésta contra mi costado.
Fue Ingraham quien se agachó y recogió el objeto.
—¿Qué es? —preguntó.
—La razón de mi retraso. Lo explicaré a la comisión más tarde. Las doce son exactamente iguales, de manera que ésta no importa.
Ingraham la miró pensativamente, y estaba a punto de abrirla cuando el ascensor se detuvo. Se la metió decididamente en el bolsillo.
—Voy a guardarla. Sal primero, Corliss.
Cross salió decidido al ancho corredor de mármol, y vio a una mujer con una capa blanca que avanzaba por él.
—Os llamaremos dentro de cinco minutos, Barton. Esperad aquí.
Desapareció por una puerta, y Cross captó un pensamiento superficial de Ingraham. Se volvió, mientras el slan de más edad decía:
—El asunto de la señora Corliss me preocupa tanto, que me parece que antes de dejarte entrar, Corliss, tenemos que hacer una simple prueba que hace años no hemos usado porque carece de dignidad, y porque tenemos otras pruebas igualmente efectivas.
—¿Qué prueba es ésta? —preguntó Cross secamente.
—Pues… si eres Cross, tienes que usar cabello artificial para ocultar tus tentáculos. Si eres Corliss, la fuerza natural de tu cabello nos permitirá levantarte por él del suelo sin causarte la menor molestia. El cabello falso, artificialmente pegado, no resistirá el peso. De manera que por interés de tu mujer, voy a pedirte que inclines la cabeza. Seremos cautelosos y ejerceremos la presión gradualmente.
—Vamos —dijo Cross sonriendo—. Creo que veréis que es cabello verdadero.
Lo era, desde luego. Hacía ya tiempo que había descubierto la manera de solucionar este problema. Un espeso fluido que, obrando sobre la raíz del pelo, lo endurecía hasta darle una elasticidad que bastaba para cubrir los delatores tentáculos. Retorciendo cuidadosamente el cabello antes de que el proceso de endurecimiento fuese completo, se formaban diminutos receptáculos de aire en la raíz de cada cabello.
Frecuente lavado del material y largos períodos de dejar su cabello en su estado natural, habían sido suficientes para dejar el estado de su cabeza inafectado. Algo parecido debían haber hecho, a su juicio, los verdaderos slan durante todos aquellos años. El peligro residía en los períodos de «descanso».
—En realidad esto no prueba nada —dijo Ingraham al final gruñendo—. Si Cross viniese aquí no se dejaría coger por una cosa tan sencilla como ésta. Aquí está el doctor…
El dormitorio era vasto y gris y lleno de instrumentos que latían suavemente. La paciente no era visible, pero había una larga caja de metal como un ataúd, uno de cuyos extremos apuntaba hacia la puerta, mientras que el otro era invisible, pero Cross sabía que la cabeza de la mujer debía asomar por él.
Sujeto sobre la caja había una abultada bola de pruebas transparente. De ella salían unos tubos más delgados que penetraban en el ataúd, y por ellos y por la bola corría un abundante chorro de roja sangre. Al lado de la cabeza de la mujer había una mesa llena de instrumentos. Las luces parecían centellear como si, ahora una, ahora la otra, cediesen alternativamente a alguna oculta presión. Cada vez la que vacilaba parecía luchar obstinadamente para recobrar su extinguida energía.
Desde donde el doctor lo había hecho inclinarse, Cross veía la cabeza de la mujer destacarse sobre aquellas máquinas latientes. No, no era la cabeza, sólo eran visibles los vendajes que la envolvían y los hilos de los instrumentos desaparecían dentro de aquella blanca masa de vendas.
Su mente estaba todavía destrozada, y Cross trató de penetrar cautelosamente en el dédalo de semiinsconscientes ideas que flotaban con extrema lentitud.
Conocía la teoría de lo que habían realizado los cirujanos slan enemigos. El cuerpo estaba enteramente desconectado de todo contacto nervioso con el cerebro por un simple sistema de cortocircuito. El cerebro, conservado vivo por rápidos rayos generadores de tejido, había sido dividido en veintisiete secciones; y simplificado de esta forma, la enorme cantidad de reparaciones habían podido ser llevadas a cabo rápidamente.
La onda de sus pensamientos pasó de largo por estas operaciones de «separación» y «reparación». Vio que había en ellas muchos errores, pero todos ellos de menor importancia, tan soberbiamente había sido llevada a cabo la obra quirúrgica. Cada sección de aquel poderoso cerebro cedería a la fuerza curativa de los rayos generadores de tejido. Sin ningún género de duda, cuando la señora Corliss abriese los ojos sería una mujer sana y capaz, y lo reconocería como el impostor que verdaderamente era. Pese a la urgencia del momento, Cross pensó:
«Hace años era capaz de hipnotizar a los seres humanos sin la ayuda de cristales, si bien requería mucho más tiempo. ¿Por qué no a los slan?»
La mujer estaba inconsciente, sin la cortina protectora corrida. Al principio, Cross sintió los receptores Porgrave y el peligro que ofrecían, y lentamente fue adaptando su cerebro a las vibraciones de ansiedad que serían naturales en Corliss en aquellas circunstancias. Todo temor desapareció de su cerebro. Se lanzó adelante con frenética rapidez.
El método de la operación lo había salvado. Un cerebro tan normalmente tejido hubiera requerido horas para ser explorado, debido a los millones de senderos a explorar sin el menor indicio de comienzo apropiado. Pero ahora, en aquel cerebro fragmentado por los maestros cirujanos en veintisiete secciones, la masa de células donde residía la voluntad era fácilmente reconocible; en un minuto estuvo en el centro de ella, y la fuerza palpable de sus ondas mentales le habían dado su control.
Tuvo tiempo de ponerse los auriculares de los receptores Porgrave, observando al mismo tiempo que Bradshaw tenía ya unos… para él, pensó sonriendo. Pero no vio el menor recelo en el cerebro del joven slan. Evidentemente, el pensamiento en forma de fuerza física casi pura, completamente incolora, no podía ser transmitido por los Porgrave. Sus pruebas quedaban confirmadas.
La mujer se estremeció física y mentalmente, y el pensamiento incoherente de su cerebro resonó en los auriculares.
«Lucha… ocupación…»
Las palabras eran comprensibles porque había sido comandante militar, pero no eran suficientes para tener sentido. Hubo un silencio.
«Junio… definitivamente junio… así podremos haber limpiado antes del invierno, y no habrá muertes innecesarias por el frío y… está fijado, entonces… el 10 de junio…»
Cross hubiera podido reparar los defectos de su cerebro en diez minutos por sugestión hipnótica, pero requirió una hora y cuarto de cautelosa cooperación con los cirujanos y sus máquinas de presión vibratoria. Cross estuvo continuamente pensando en sus palabras.
¡Así pues, el 10 de junio era el día del ataque a Tierra! Estaban a 4 de abril, cómputo terrestre. ¡Dos meses! Un mes para el viaje a Tierra y un mes para… ¿qué?
Mientras la señora Corliss se sumergía suavemente en un sueño sin pesadillas, Cross vio la respuesta. No se atrevía a gastar un día más en busca de los verdaderos slan. Más tarde, quizá podría volver a coger la pista, pero ahora, si podía salirse de ésta…
Frunció mentalmente el ceño. Dentro de algunos minutos estaría siendo examinado por miembros de la raza más implacable, minuciosa y eficiente de todo el sistema solar. A pesar del éxito de su intento de demora, a pesar de su éxito preliminar de conseguir poner un cristal en manos de uno de los de su escolta, la suerte se había vuelto contra él. Ingraham no había sido lo suficientemente curioso como para abrir la caja y examinar el cristal. Tendría que hacer otra tentativa, desde luego, pero ya desesperada. Un slan era incapaz de experimentar otra cosa que sospecha al segundo intento, cualquiera que fuese el método empleado.
Sus ideas se detuvieron. Su mente adquirió un estado de aguda receptividad en el momento en que una voz habló por la radio de Ingraham, y las palabras brotaron por la superficie de su mente.
—Terminado o no, el reconocimiento físico, vas a traerme a Barton Corliss inmediatamente a mi presencia. Esto anula toda orden anterior.
—¡De acuerdo, Joanna! —respondió Ingraham en forma perfectamente audible. Se volvió hacia Cross—. Vas a ser llevado inmediatamente a presencia de Joanna Hillory, la comisario militar.
Fue Barton quien repitió el pensamiento en la mente de Cross.
—Joanna es la única de todos nosotros que ha pasado horas con Cross —dijo—. Fue nombrada comisario debido a esto y a sus subsiguientes estudios sobre él. Controló la fructuosa busca de su lugar de refugio, y predijo también el fracaso del ataque llevado a cabo con el ciclotrón. Ha escrito además un largo informe explicando con el más mínimo detalle las horas que pasó en su compañía. Si eres Cross, te reconocerá al instante.
Cross permaneció silencioso. No tenía medios de comprobar las declaraciones del alto slan, pero suponía que debían ser ciertas.
Al salir de aquella hermética habitación, Cross pudo ver por vez primera la ciudad del Cimmerium, la verdadera, la ciudad subterránea. Desde el umbral de la puerta veía dos corredores. Uno llevaba al ascensor que los había bajado, el otro a un ancho vestíbulo donde había gran número de altas puertas transparentes. Más allá de las puertas se extendía la ciudad de los sueños.
En Tierra había oído decir que el secreto de los materiales que habían servido para fabricar los muros del gran palacio se había perdido. Pero allí, en aquella oculta ciudad de los slan enemigos, se veía su gloria en todo su esplendor. Había una calle de colores tenues y cambiantes, y la magnífica realización de aquella edad de oro de los arquitectos formaba perfectos edificios que tenían vida, como la tiene la música. Allí había, y no podía aplicársele otro nombre porque no conocía ninguna otra palabra que se le amoldase, el maravilloso equivalente, en arquitectura, de la más alta forma de la música.
Ya en la calle, borró la belleza de la imagen de su mente. Sólo los seres importaban. Y había miles de ellos en los edificios, en los vehículos y por las calles. Miles de mentes al alcance de una mente a la cual no escapaba nada y que buscaba ahora tan sólo uno, un solo verdadero slan.
Y no había ninguno; ni el menor rastro de una mente que se deleitase por un susurro; ni un cerebro que no supiese que su dueño era un slan sin tentáculos. Su convicción de que tenían que estar allí estaba destrozada, como tendría que estarlo el resto de su vida. Dondequiera que estuviesen los verdaderos slan, su protección estaba a prueba de otros slan, sin duda alguna por lógica. Pero en este caso, desde luego, la lógica decía que los monstruos-chiquillos no eran creados por gente normal. Los hechos, en este caso, eran diferentes. ¿Qué hechos? ¿Lo qué se decía? ¿Qué otra explicación había?
—Ya hemos llegado —dijo tranquilamente Ingraham.
—Vamos, Corliss —añadió Bradshaw—. La señorita Hillory quiere verte… solo.
El suelo de los cien pasos que tuvo que recorrer hasta llegar a la puerta le pareció de una extraña dureza. La oficina de Joanna era confortable y casi lujosa, con un aspecto más de habitaciones privadas que de oficina. Había estanterías con libros, un sofá de tonos suaves, sillas neumáticas y una gruesa alfombra. Y finalmente una vasta mesa detrás de la cual estaba sentada una mujer joven, bella y altanera.
Cross no había esperado que Joanna pareciese de más edad de la que parecía. Cincuenta años más podrían marcar algunos surcos en sus mejillas de terciopelo, pero en la actualidad la única diferencia estaba en él y no en ella. Antes, era un chiquillo slan el que había contemplado aquella muchacha; ahora, sus ojos la contemplaban con toda la admiración de la madurez.
Observó con cierta curiosidad que su mirada tenía una expresión como de ansiedad, y le pareció fuera de lugar. Su mente se concentró. El poder de coordinación de su cerebro convirtió pronto su expresión facial en triunfo y auténtica alegría. Su cerebro presionó intensamente la cortina protectora del de Joanna, asomándose a los más tenues intersticios, absorbiendo el menor rastro de pensamiento, analizándolo todo a medida que segundo tras segundo crecía su perplejidad. Su sonrisa se convirtió en franca risa, y entonces su cortina mental desapareció. Su mente se ofrecía a su mirada abierta, franca, sin artificio. Simultáneamente, en el cerebro de la muchacha se formó un pensamiento:
«Mira atentamente, John Thomas Cross, y debes saber ante todo que los receptores de esta habitación y de sus alrededores han sido desconectados. Debes saber también que soy el único ser viviente amigo tuyo, y que he dado orden de que te trajesen aquí antes de que fueses sometido a un examen físico al que sería imposible que sobrevivieras. Te he observado a través de los Porgraves y he sabido que eras tú. Pero date prisa, busca en mi mente, comprueba mi buena voluntad y obraremos rápidamente para salvar tu vida.»
Cross no sentía confianza ni credulidad. Los minutos volaban, y él seguía buscando en los oscuros corredores del cerebro de la muchacha las razones básicas que pudiesen explicar aquel hecho portentoso. Finalmente, con voz pausada, dijo:
—¿Entonces creíste en los ideales de un muchacho de quince años, te inflamaste ante un joven egotista que te ofrecía sólo…?
—¡Esperanza! —terminó ella—. Me trajiste la esperanza un instante antes de que llegase al punto en que la mayoría de los slan llegan a la dureza y la implacabilidad máxima que puede darles la vida. «Seres humanos», dijiste, «¿qué hay de los seres humanos?». Y la impresión de estas palabras y de otras cosas me afectaron hasta lo indecible. Di deliberadamente una falsa descripción de ti. Debió extrañarte, pero lo hice porque no se me atribuía un conocimiento profundo de la psicología humana. No lo tenía, desde luego, pero hubiera podido perfectamente dibujarte de memoria, y la imagen adquiría claridad cada día. Se consideraba natural que me dedicase al estudio del «asunto Cross». Y natural también que se me asignasen los más altos cargos relacionados contigo. Supongo que era igualmente natural que…
Se detuvo inesperadamente, y Cross dijo con gravedad:
—Siento esto…
Sus ojos grises se fijaron gravemente en los pardos de Cross.
—¿Con quién otro quieres casarte? —preguntó—. Una vida normal debe incluir el matrimonio. No sé nada, desde luego, de tus relaciones con Kathleen Layton salvo que presenciaste su muerte, pero el matrimonio con varias mujeres al mismo tiempo no es una cosa inusitada en la historia slan. Después, desde luego, hay mi edad…
—Reconozco —dijo Cross con sencillez— que quince o veinte años de diferencia no ofrecen el menor obstáculo para un matrimonio entre slan. Sin embargo, tengo una misión que cumplir.
—Sea como esposa o no —dijo Joanna—, a partir de este momento tienes una compañera para llevar a cabo esta misión, con tal de que podamos sacarte vivo de este examen físico.
—¡Oh, esto!… —dijo Cross con un gesto de su mano—. Lo único que necesitaba era tiempo, y la manera de poner ciertos cristales en las manos de Ingraham y los demás. Me has procurado ambas cosas. Necesitaremos también la pistola paralizadora que tienes en el cajón de tu mesa. Y entonces llámalos uno a uno.
Con un rápido movimiento, Joanna sacó el arma del cajón.
—Yo dispararé. Estoy dispuesta.
Cross se rió de la vehemencia de la muchacha, y sintió extrañeza ante el súbito cambio de los acontecimientos, ahora que estaba seguro de ganar. Durante años enteros había vivido a base de nervios y Iría determinación. Súbitamente, una parte del fuego de la muchacha lo había alcanzado. Sus ojos brillaron.
—Y no te arrepentirás de lo que has hecho, pese a que tu fe puede ser todavía puesta a prueba antes de haber triunfado. Este ataque a Tierra no debe tener lugar. Por lo menos antes de que sepamos qué debemos hacer con estos pobres diablos, aparte de dominarlos por la fuerza. Dime: ¿hay algún medio por el que pueda ir a la Tierra? He leído en la mente de Corliss algo referente a un plan de trasladar a la Tierra a todos los slan que se me parecen. ¿Puede hacerse esto?
—Puede. La decisión depende enteramente de mí.
—Entonces —dijo Cross—, ha llegado el momento de obrar con rapidez. Tengo que ir a la Tierra. Tengo que ir al palacio. Tengo que ver a Kier Gray.
Los bellos labios de la muchacha se abrieron con una sonrisa, pero en sus tiernos ojos no había la menor ironía.
—¿Y cómo conseguirás acercarte al palacio con todas sus fortificaciones? —preguntó, marcando las palabras.
—Mi madre me habló a menudo de unos corredores secretos bajo el palacio —respondió Cross—. Quizá tú máquina estadística conozca el emplazamiento exacto de las diversas entradas.
—¡La máquina!… —Quedó silenciosa por algunos momentos. Luego prosiguió—: Sí… lo sabe. Sabe muchas cosas. Ven.
Cross siguió a Joanna a través de un dédalo de habitaciones llenos de grandes y relucientes placas metálicas. Era el Departamento de Estadísticas, y aquellas placas eran registros eléctricos que procuraban la información al pulsar un botón, pronunciar un nombre o un número o una palabra clave. Nadie sabía la cantidad de informaciones que había en aquel gabinete. Habían sido traídas de la Tierra y databan de los más remotos días de los slan. Había allí almacenados un cuatrillón de informaciones, incluyendo, desde luego, toda la historia de los siete años en busca de un tal John Thomas Cross, busca que Joanna Hillory había dirigido desde el santuario interior de aquel mismo edificio.
—Quiero enseñarte algo —dijo Joanna.
Cross permaneció observándola mientras ellas accionaba la placa «Samuel Lann», y después «Mutación Natural». Sus dedos tocaron el botón activador, y en la reluciente placa leyó:
«Fragmentos del diario de Samuel Lann, 1 junio 2071: Hoy he vuelto a mirar a los tres chiquillos, y no cabe la menor duda de que se ha producido una extraordinaria mutación. He visto seres humanos con cola. He examinado cretinos e idiotas, y los monstruos que han salido de estos casos recientemente. Y he observado estos curiosos y espantosos desarrollos orgánicos a que los seres humanos están sujetos. Pero esto es todo lo contrario de estos errores. Esto es la perfección.
»Dos niñas y un niño. ¡Qué tremendo y gran accidente! Si no fuese un racionalista de sangre fría, la perfección de lo que ha ocurrido haría de mí un pedante adorador del santuario de la metafísica. Dos niñas para reproducir una especie y un niño para ser su compañero. Tendré que acostumbrarlos a la idea.»
«2 junio 2071», comenzó la máquina. Pero Joanna apretó el disolvedor, manipuló el número de clave y produjo: «7 junio 2073».
«Un periodista idiota ha escrito hoy un artículo acerca de los chiquillos. El muy ignorante cuenta que utilicé la máquina sobre la madre cuando en realidad no conocí a la mujer hasta después de nacidos los chiquillos. Tendré que convencer a los padres de que se retiren a alguna remota parte del mundo. En los sitios donde hay esta especie de asnos que se llaman seres humanos puede ocurrir cualquier cosa.»
Joanna hizo otra selección: «31 mayo 2088.»
«Han cumplido diecisiete años. Las muchachas aceptan sin inconveniente unirse con su hermano. La moralidad, después de todo, es una cuestión de costumbres. Quiero que se produzca esta unión a pesar de estos otros jóvenes que encontré el año pasado. No me parece prudente esperar a que hayan crecido. Podremos empezar los cruces de raza más tarde.»
El 18 de agosto de 2090 dio: «Cada una de las chiquillas ha tenido trillizos. Maravilloso. A este promedio de reproducción, el período en que el azar puede ser causa de su desaparición puede reducirse a un estricto mínimo. A pesar del hecho de que otros de su raza van desapareciendo aquí y allá, estoy continuamente inculcando en ellos la creencia de que sus descendientes serán los futuros dueños del mundo.»
Una vez hubieron regresado al despacho de Joanna, ésta miró a Cross y dijo:
—Ya lo ves, ni hay ni ha habido nunca una máquina creadora de slan. Todos los slan son metamorfosis naturales. La mejor entrada en el palacio para tus propósitos —estalló súbitamente— está situada en la sección estatuaria, a tres kilómetros bajo tierra constantemente bajo una brillante iluminación, y exactamente bajo los cañones de la primera línea de fortificaciones. Patrullas de tanques y baterías de ametralladoras controlan los tres primeros kilómetros.
—¿Y mi pistola? ¿Estaré autorizado a conservarla en la Tierra?
—No. El plan de transporte de los hombres que se parecen a ti incluye el desarme.
Cross se dio cuenta de la mirada interrogadora que Joanna le dirigía, y su frente se frunció.
—¿Qué clase de hombre es Kier Gray, según tus informaciones?
—Enormemente capaz para ser un humano. Nuestros rayos X secretos lo han revelado como indiscutiblemente humano, si esto lo que estás pensando…
—En aquel tiempo pensé en ello, pero tus palabras confirman la experiencia de Kathleen Layton.
—Nos hemos salido del camino —dijo Joanna Hillory—. ¿Qué hay de las fortificaciones?
—Cuando el premio es considerable —respondió él tristemente—, los riesgos tienen que ser equiparados a él. Iré solo, naturalmente. Tú —añadió mirándola sombríamente— tendrás la gran misión de confianza de localizar la cueva donde está mi nave y llevar la máquina a la Tierra antes del 10 de junio. Corliss tiene que ser liberado también. Y ahora, por favor, que venga Ingraham.