Necesitaron cuatro años, y a Jommy Cross le faltaban dos meses para cumplir veintitrés cuando los slan sin tentáculos descargaron su golpe con inesperada e insospechable violencia. Una mañana de calor asfixiante Jommy bajó lentamente los escalones de la veranda y se detuvo junto al sendero que dividía el jardín. Pensaba con tiernos sentimientos en Kathleen y en sus padres, muertos desde hacía tanto tiempo. No era dolor, ni siquiera tristeza lo que le invadía, sino un profundo y filosófico sentido de la tragedia de la vida.
Pero ninguna meditación podía embotar sus sentidos. Se daba cuenta con una claridad anormal e inhumana de cuanto lo rodeaba. De todo el desarrollo que se había producido en él durante aquellos cuatro años, lo que más marcaba su crecimiento hacia la madurez era esta percepción de algo. Nada escapaba a sus sentidos. A treinta kilómetros de allá, donde estaba escondida su nave del espacio, las oleadas de calor flotaban por entre las laderas de las colinas. Pero ningún halo de calor podía velar a su vista la cantidad de imágenes que ningún ojo humano hubiera podido percibir. Los detalles aparecían claramente allá donde hacía unos cuantos años sólo hubiera visto una imagen borrosa.
Un enjambre de insectos revoloteaba en torno a Granny, que estaba arrodillada junto a un lecho de flores. El suave zumbido de los miles de alas acariciaba los supersensibles receptores de su cerebro. Remotos rumores acudían a sus oídos, y susurros mentales, apagados por la distancia, llegaban hasta él. Y gradualmente, a pesar de su increíble complejidad, un caleidoscopio de la vida de aquel valle iba apareciendo ante sus ojos, formando una sinfonía de impresiones que revoloteaban bellamente, formando un coherente conjunto.
Hombres y mujeres trabajando, chiquillos jugando, los tractores en pleno trabajo, toda aquella comunidad reuniéndose una vez más a la antigua usanza… Miró otra vez a Granny. En un instante su mente penetró en su indefenso cerebro, y fue como si toda ella formase parte de su mismo cuerpo. Una imagen cristalina del sombrío mundo que estaba viendo se transmitió de ella a él. La alta flor que tenía delante pareció crecer todavía más ante sus ojos. De repente la vieja levantó la mano, sosteniendo un pequeño insecto negro. Lo aplastó triunfante, y se limpió complacida los dedos en el suelo.
—¡Granny! —gritó Jommy—. ¿Es que no puedes refrenar tus instintos criminales?
La vieja lo miró, y el aire de reto que apareció en su rostro le recordó la vieja Granny de otros tiempos.
—¡Qué tontería! Hace noventa años que estoy matando estos malditos diablos, y mi madre los había matado también antes que yo.
Su risa sonaba senil. Cross frunció ligeramente el ceño. Granny se había repuesto físicamente bajo aquel benigno clima de la costa occidental, pero Jommy no estaba contento del restablecimiento hipnótico de su mente. Era muy vieja, desde luego, pero el empleo de ciertas frases, como la de que «su madre lo había hecho antes también», era demasiado mecánico. Él le había impreso aquella idea en su cerebro, en primer lugar para llenar el inmenso hueco dejado por la anulación de sus recuerdos, pero uno de estos días tenía que intentarlo de nuevo. Comenzó a alejarse, y en aquel momento fue cuando la advertencia llegó a su cerebro, un rápido latir de lejanos pensamientos exteriores. «¡Aviones! —estaba pensando la gente—. ¡Cuántos aviones!»
Hacía ya años que Jommy Cross había implantado la sugestión hipnótica de que todo aquel que viese algo inusitado en el valle tenía que comunicarlo a través de su subconsciente, sin darse siquiera cuenta de ello. El fruto de esta precaución llegaba ahora a él en oleadas, de una y otra mente.
Y entonces vio los aviones, diminutos puntos negros que, viniendo por encima de la montaña, se dirigían hacia él. Como una langosta que ataca, su mente se lanzó a la captura de los cerebros de los pilotos. Las tensas cortinas mentales de los slan enemigos recibieron el impacto de su mirada investigadora. De un tirón, arrancó a Granny de la tierra y se metió con ella en la casa. La puerta de acero de diez puntos del edificio, construido del mismo metal, se cerró en el momento en que el reluciente transporte de propulsión a chorro se posaba en el jardín, como una gigantesca ave, entre los macizos de flores de Granny. Cross concentró su pensamiento:
—Un avión en cada granja. Esto quiere decir que no saben exactamente en cuál estoy. Pero ahora las naves del espacio vendrán a acabar la obra.
Bien, puesto que la situación había llegado a aquel extremo, era obvio que se veía obligado a llevar su plan hasta el límite. Sentía una absoluta confianza, no había en él ni un ápice de duda.
Un profundo desfallecimiento se apoderó de él al asomarse a su placa visual subterránea. Los cruceros y demás naves de guerra estaban allí, desde luego, pero había también algo más… otra nave. ¡Una nave! El monstruo ocupaba la mitad de la placa visual, su casco en forma de rueda llenaba la cuarta parte más baja del cielo. Una nave de ochocientos metros, diez millones de toneladas de metal flotando como si fuesen más ligeras que el aire, como un globo hinchado, gigantesco, respirando pavor con la amenaza de su ilimitado poder.
¡Cobraba vida! Una llamarada blanca de cien metros brotaba de su macizo casco, y la sólida cumbre de la montaña se disolvía bajo aquel fuego devorador. Su montaña, aquella montaña donde su nave, su vida, estaban ocultas, iba destruyéndose por la energía atómica enemiga controlada.
Cross permanecía inmóvil sobre la alfombra que cubría el suelo de acero de su laboratorio de acero. Susurros de humanas incoherencias llegaban de todas direcciones a su cerebro. Bajó la cortina mental, y la confusión de pensamientos exteriores quedó instantáneamente cortada. A su espalda, Granny gruñía, aterrada. A distancia, encima de él, la obra de destrucción atacaba su casi inexpugnable granja, pero la alocada mezcla de ruidos no llegaba hasta él. Se encontraba solo en un mundo de silencio personal, un mundo de pensamientos pausados, seguidos, ininterrumpidos.
Si estaban dispuestos a hacer uso de la energía atómica, ¿por qué no los habían pulverizado con bombas? Mil ideas acudieron a su mente en forma de respuesta. Querían el secreto del tipo perfecto de energía atómica que él poseía. Su método no era una modificación de la maravillosa bomba llamada de hidrógeno de los antiguos tiempos, con su base de uranio y agua pesada y la reacción en cadena, sino que habían vuelto a un período incluso más antiguo, el del principio de explosión con ciclotrones. Sólo esto podía explicar aquellas dimensiones descomunales. Allí había diez millones de toneladas de ciclotrones capaces de un feroz desarrollo de energía, y sin duda esperaban hacer uso de su movilidad para obligarle a entregar su impagable secreto.
Se acercó al cuadro de instrumentos que cubría toda la pared posterior del laboratorio. Accionó un interruptor. Las agujas señalaron la presencia de una nave de guerra frente a aquella montaña que se estaba disolviendo, una nave que se estremecía bajo su vida mecánica, penetrando más y más profundamente en la tierra y dirigiéndose al mismo tiempo infaliblemente hacia el laboratorio. Las diferentes esferas empezaban a marcar alocadamente, pasando de cero al máximo, oscilando, deteniéndose. También ellas revelaron la presencia de proyectores atómicos emergiendo del suelo donde durante tanto tiempo habían estado ocultos, y en el momento en que accionó el mando del instrumento de precisión que había ambicionado toda su vida, veinte cañones invencibles dispararon con una perfecta sincronización.
Los proyectiles hicieron blanco en el infallable casco de la nave. Y se detuvo. ¿Cuál era su propósito contra aquel implacable enemigo? No quería derribar aquella monstruosa máquina. No quería crear una situación en la cual los slan y los seres humanos tendrían que luchar con una ferocidad sin precedentes. Sus grandes cañones móviles podían todavía lanzar proyectiles capaces de horadar cualquier metal que estuviese en posesión de los slan, y si alguna de aquellas naves caía en manos de los humanos, no transcurriría mucho tiempo antes de que también ellos las poseyesen, y sería el comienzo de una guerra infernal. No, no quería hacerlo.
Y no quería destruir aquella nave, porque no quería matar a los slan sin tentáculos que había a bordo de ella. Porque, después de todo, representaban una raza, una ley y un orden que él respetaba. Y siendo como eran una gran raza, una raza afín a la suya, merecían piedad.
Antes de poner sus ideas en claro, la vacilación cedió. Cross apuntó su batería de armas sincronizadas al centro de aquel inmenso ciclotrón. Su pulgar apretó el botón. Los ochocientos metros de nave en forma de espiral parecieron encogerse como un elefante alcanzado por un certero golpe; se estremeció, como un bergantín cogido por un furioso temporal; y al instante, al calmarse, Jommy pudo ver el cielo a través de un inmenso orificio, y se dio cuenta de su victoria.
Había cortado la vasta espiral de un extremo a otro. El poder de aquel ciclotrón estaba aniquilado. Pero las consecuencias de la presencia de aquella nave subsistían. Frunciendo el ceño, Cross vio la nave detenerse por un momento, temblando. Lentamente, empezó a retroceder, con sus placas antigravedad aparentemente averiadas. Fue subiendo, subiendo, disminuyendo de tamaño, mientras iba perdiéndose en la distancia.
A los ochenta kilómetros era todavía mayor que las demás naves que se asomaban por el casi indemne valle. Y ahora las consecuencias eran claras, frías, mortales. La naturaleza del ataque demostraba que hacía meses que habían descubierto sus actividades en el valle.
Sin duda alguna, habían esperado el momento de librar una batalla titánica obligándolo a salir donde pudieran seguirlo día y noche por medio de sus instrumentos, y matarlo, apoderándose de sus instalaciones.
Jommy se volvió desapasionadamente hacia Granny.
—Voy a dejarte aquí —le dijo—. Vas a seguir al pie de la letra mis instrucciones. Cinco minutos después de que me haya marchado, vas a salir de la forma como entramos, cerrando todas las puertas metálicas. Después olvidarás este laboratorio; va a ser destruido, por lo tanto puedes olvidarlo perfectamente. Si alguien te interroga, te mostrarás senil, pero en las demás ocasiones serás normal. Voy a dejarte correr este peligro sola porque no estoy seguro ya, a pesar de todas mis precauciones, de salir con vida de ésta.
La idea de que había llegado finalmente el gran día le producía una especie de interés impersonal. Los slan enemigos podían considerar aquel ataque que acababan de realizar como mera parte de un plan más vasto que incluía el tan demorado plan de asalto a la Tierra. Ocurriera lo que ocurriese, Jommy había trazado sus planes lo más minuciosamente posible; y pese a que faltaban todavía años para la realización de su designio, debía hacer uso de sus fuerzas hasta el límite de su poder. Había emprendido un camino, y era ya imposible retroceder, porque detrás de él se encontraba la muerte.
La nave de Cross salió del río y emprendió una larga y empinada ascensión hacia el espacio. Era importante no hacerse visible hasta que los slan se diesen cuenta de que no estaba ya en el valle e iniciasen su fútil persecución. Pero primero tenía que hacer una cosa.
Su mano accionó un interruptor. Fijó su penetrante mirada en la placa visual, que le reveló el valle, en cuyo verde suelo podían verse algunos puntos que lanzaban llamas blancas de un extraño resplandor, se iba alejando. Dentro de la tierra, cada arma, cada aparato atómico, iba consumiéndose. El metal de todas las habitaciones iba fundiéndose bajo la devoradora violencia de la energía.
Cuando, algunos minutos más tarde, se volvió, las llamas blancas eran todavía visibles. Que buscasen ahora entre el retorcido y destrozado metal. ¡Que sus científicos tratasen de sacar a la luz del día los secretos por los que luchaban tan desesperadamente, y para obtener los cuales habían venido donde los humanos pudiesen ver algunos de sus poderes! En ninguno de los rincones de aquel valle encontrarían absolutamente nada.
La destrucción de todo aquello que tan precioso era para los atacantes fue cuestión de una fracción de minuto, pero durante esta fracción de minuto lo vieron. Cuatro naves negras como la muerte se lanzaron en el acto en su persecución, y repentinamente vacilaron al accionar Jommy el mecanismo que hacía su nave invisible.
Súbitamente, los detectores enemigos de energía atómica entraron en acción. Las naves se pusieron en su persecución de una manera infalible. Los timbres de alarma delataron otras naves delante de él, cerrando el círculo. Sólo los incomparables propulsores atómicos lo salvaron de la vasta flota. Eran tantas las naves que no pudo siquiera empezar a contarlas, y todas las que conseguían acercarse apuntaban sus proyectores hacia donde señalaban sus instrumentos. Fallaban porque, en el momento en que lo descubrían, su nave se situaba fuera de la trayectoria de sus potentes cañones.
Completamente invisible, viajando a una velocidad de muchos kilómetros por segundo, su nave se dirigía hacia Marte. Debía pasar a través de algún campo de minas, pero no tenía importancia ya. Los devoradores rayos desintegradores que exhalaban las paredes de su gran máquina absorbían las minas antes de que pudiesen hacer explosión, y simultáneamente destruían toda onda de luz que hubiese podido revelar su presencia bajo los cegadores rayos del Sol.
Había sólo una diferencia. Las minas eran devoradas antes de que alcanzasen su nave. La luz, siendo una onda, sólo podía ser destruida durante la fracción de segundo en que tocaba su nave y comenzaba a reflejar. En el preciso momento de reflejar, su velocidad disminuía, los corpúsculos que básicamente la componían se alargaban de acuerdo con las leyes de la teoría de la contracción de Lorentz-Fitzgerald, y en aquel instante de casi inmovilidad, la furia de los rayos del Sol era apagada por los desintegradores.
Y debido a que la luz tenía que tocar las paredes primero y por lo tanto podía ser absorbida tan fácilmente como siempre, sus placas de visión no quedaban afectadas. La imagen de todo lo que ocurría en el exterior llegaba a él, que permanecía invisible. Su nave parecía sostenerse inmóvil en la bóveda celeste, salvo que Marte iba aumentando gradualmente de tamaño. A un millón y medio de kilómetros había un gran disco resplandeciente del tamaño de la Luna vista desde Tierra, que iba creciendo como un globo que se hincha, hasta que su gran volumen llenó la mitad del cielo y perdió su color rojo.
Los continentes empezaron a cobrar forma, iban viéndose montañas, mares, increíbles abismos, extensiones de tierra llana y desierta y aglomeraciones de rocas. La visión iba haciéndose siniestra, cada nuevo aspecto de aquel dentellado planeta parecía más mortal. Marte, visto a través del telescopio eléctrico a cincuenta mil kilómetros, recordaba un ser humano demasiado viejo, mustio, huesudo, arrugado por la edad, inmensamente repelente.
La zona oscura que era el Mar Cimmerrum aparecía como un tenebroso mar de barro [1]. Silenciosas, casi sin mareas, las aguas yacían bajo el cielo eternamente azul, pero jamás nave alguna podría surcar aquellas plácidas aguas. Extensiones sin fin de dentelladas rocas rompían la superficie. No había accidentes, ni canales, sólo el mar con la emergencia de las rocas. Finalmente, Cross vio la ciudad ofreciendo un extraño e impresionante aspecto bajo su cúpula de cristal; después apareció una segunda; más tarde una tercera.
Lejos de Marte inició el descenso, parados los motores, sin que ninguna parte de la nave difundiese la menor partícula de energía atómica. Era pura y simplemente una precaución. No podía haber temor de que hubiese detectores a aquellas distancias. Finalmente, el campo de gravitación del planeta comenzó a influir sobre la nave, que fue cediendo a su inexorable atracción acercándose a la parte nocturna del globo. Era una tarea difícil. Los días de la Tierra se convertían en semanas. Pero finalmente puso en acción, no su energía atómica, sino sus placas de antigravitación, que no había usado desde que instaló sus propulsores atómicos.
Durante días y días, mientras la acción centrífuga del planeta suavizaba su rápida caída, permaneció sin dormir, observando las placas visuales. Cinco veces las temibles bolas de metal que eran minas volaron hacia él, pero cada vez actuó durante breves segundos sus devoradores desintegradores murales… y esperó por si alguna nave había descubierto su momentáneo uso de la fuerza. Dos veces sonaron los timbres de alarma y los visores acusaron luces, pero ninguna nave apareció a la vista. Bajo la nave, el planeta iba agrandándose, y cubría ya todo el horizonte con su sombría inmensidad. Aparte de las ciudades, en toda aquella región no había signos distintivos en las tierras. Alguna que otra vez, manchas luminosas delataban una ciudad o un centro de actividades, y por fin encontró lo que buscaba: el mero punto luminoso de una llama, como una vela que vacilase en la remota oscuridad.
Resultó ser la entrada de una mina, y la luz venía de la casa donde vivían los cuatro slan enemigos que vigilaban su funcionamiento, movido enteramente por una maquinaria automática. Había casi oscurecido cuando Cross regresó a su nave, convencido de que había encontrado lo que quería.
Una espesa niebla, como un manto negro, cubría el planeta la noche siguiente, cuando Cross aterrizó de nuevo en el desfiladero que llevaba a la boca de la mina. No se veía el menor movimiento, ni el menor ruido turba el silencio cuando emprendió su camino. Sacó una de las cajas metálicas que protegían sus cristales hipnóticos, e insertó el objeto atómico cristalino en una grieta de las rocas de la entrada; levantó la tapa protectora, y echó a correr antes de que su cuerpo pudiese afectar el nefasto artefacto. En las sombras del barranco, esperó.
A los veinte minutos, la puerta de la casa se abrió. La luz del interior dibujó la silueta de un hombre alto y joven. La puerta se cerró de nuevo; en las manos del hombre brilló la luz de una linterna eléctrica, que iluminó el sendero que seguía y lanzó un destello al reflejarse en el cristal hipnótico. El hombre se acercó a él, intrigado, y se detuvo a examinarlo. Sus pensamientos volaron a la superficie del cerebro de Jommy.
«¡Es curioso! Este cristal no estaba aquí esta mañana —pensó—. Alguna roca que se habrá desprendido, y el cristal estaría detrás.»
Permaneció contemplándolo, captado en el acto por su fascinación. La sospecha acudió a su despierta mente. Reflexionó sobre el objeto con fría lógica, y se dirigió hacia la cueva donde estaba Cross en el momento en que los rayos paralizadores se posaban sobre él. Cayó sin sentido dentro de la cueva.
Cross se precipitó hacia él, y a los pocos minutos había sacado al hombre del barranco, fuera de todo posible alcance de la voz desde la mina. Pero incluso durante aquellos minutos su mente estaba buscando a través de la cortina mental protectora del desconocido. Era un trabajo lento, porque buscar en el cerebro de un hombre sin sentido era como andar por el agua, ofrecía mucha resistencia. Pero súbitamente encontró lo que buscaba, el corredor abierto por la aguda percepción del hombre de la forma del cristal.
Cross siguió rápidamente el corredor mental hasta su remoto extremo por entre las complejas raíces del cerebro. Mil senderos parecían abrirse ante él perdiéndose en todas direcciones. Con cauteloso pero desesperado afán, los siguió, despreciando los que eran visiblemente imposibles. Y entonces, una vez más, como el ladrón que descerraja cajas de caudales y espera oír el ruido delator de que ha acertado otro número de la combinación, un nuevo corredor clave apareció ante él.
Ocho corredores clave, quince minutos, y la combinación fue suya, el cerebro de aquel hombre era suyo. Bajo sus órdenes, el hombre, que se llamaba Miller, volvió en sí con un suspiro. Instantáneamente, cerró herméticamente su cortina mental.
—No seas absurdo —dijo Cross—. Baja la cortina.
La cortina se corrió en el acto; y en la oscuridad, el slan enemigo se quedó mirándolo, asombrado.
—¡Me has hipnotizado, cielos! —dijo admirado—. ¿Cómo lo has hecho?
—El método puede ser utilizado sólo por los verdaderos slan —respondió Jommy fríamente—, de modo que las explicaciones serían inútiles.
—¡Un verdadero slan! —dijo el hombre lentamente—. ¡Entonces eres Cross!
—Soy Cross.
—Supongo que sabes lo que estás haciendo —prosiguió Miller—, pero no sé qué puedes conseguir ganar controlando mi cerebro.
Súbitamente, Miller se dio cuenta de la extrañeza de aquella conversación sostenida en la oscuridad del barranco bajo el negro cielo cubierto por la niebla. Sólo una de las dos lunas de Marte era visible, formando una vaga forma blanca que brillaba en la remota bóveda de los cielos. Rápidamente, el hombre dijo:
—¿Cómo es que puedo hablar contigo, razonar contigo? Creía que el hipnotismo dejaba embotado.
—El hipnotismo —interrumpió Cross sin detenerse en largas explicaciones— es una ciencia que comporta muchos factores. Un control total permite al sujeto una libertad aparentemente completa, salvo que su voluntad está enteramente dominada por el otro. Pero no tenemos tiempo que perder. —Su voz se hizo más autoritaria y su cerebro se retiró del del hombre—. Mañana es tu día de descanso. Irás a la Oficina de Estadísticas a averiguar el nombre y localización de todo hombre que tenga un parecido físico conmigo.
Se detuvo, porque Miller se estaba riendo suavemente. Su mente y su voz estaban diciendo:
—¡Hombre, esto te lo puedo decir ahora mismo! Han sido todos ellos descubiertos desde que tu descripción fue publicada hace algunos años. Están todos en observación. Son hombres casados y…
Su voz se apagó. Sardónicamente, Cross dijo:
—¡Sigue!
Miller prosiguió, reluctante:
—Hay en total veintisiete que se parecen a ti en todos los detalles, lo cual es un porcentaje sorprendente.
—¡Sigue!
—Uno de ellos —prosiguió Miller, desconsolado— está casado con una mujer que resultó gravemente herida en la cabeza en un accidente de una nave del espacio la semana pasada. Están reparándole el cerebro y el cráneo, pero…
—Pero se necesitarán algunas semanas —terminó Cross en su lugar—. El hombre se llama Barton Corliss, vive en la fábrica de naves del espacio de Cimmerium, como tú, y va a la ciudad de Cimmerium cada cuatro días.
—Debería haber una ley que condenase a los que pueden leer el pensamiento —dijo Miller torpemente—. Afortunadamente, los receptores de Porgrave te descubrirán —terminó con mejor humor—. La radio de Porgrave emite pensamientos y los receptores los reciben. En Cimmerium hay uno a cada paso, en todos los edificios, casas, por todas partes. Son nuestra protección contra los espías de las víboras. Un pensamiento indiscreto y… ¡listos!
Cross permanecía silencioso. Finalmente dijo:
—Una pregunta más, y quiero que tu mente deseche una serie de pensamientos sobre este punto. Necesito detalles.
—Sí…
—¿Hasta qué punto es inminente el ataque a Tierra?
—Se ha tomado la decisión de que, en vista del fracaso de la tentativa de apoderarse de ti para matarte y conocer tu secreto, el control de la Tierra ha llegado a ser esencial para prever todo peligro. Con este fin se están construyendo grandes cantidades de naves siderales; la flota está movilizada en sitios estratégicos, pero la fecha del ataque, si bien debe estar ya decidida, no se ha anunciado todavía.
—¿Qué han proyectado hacer con los seres humanos?
—¡Al diablo los seres humanos! —exclamó Miller—. ¡Cuando nuestra propia existencia está en peligro, no podemos preocuparnos de ellos!
La oscuridad que los envolvía parecía aumentar, el frío de la noche comenzaba a penetrar a través de sus ropas dotadas de calefacción. Cross iba preocupándose por instantes a medida que reflexionaba sobre las palabras de Miller. ¡Guerra! Con voz apagada, dijo:
—Sólo con la ayuda de los verdaderos slan puede detenerse este ataque. Tengo que encontrarlos… donde sea, y he agotado ya casi todas las posibilidades. Voy a ir al sitio donde es más probable que residan.
La mañana apareció. El Sol brilló abrasador en el azul profundo del vasto cielo. Las sombras que despedía sobre el suelo fueron reduciéndose a medida que se elevaba, y volvieron a alargarse cuando Marte ofreció el rostro poco amistoso de la tarde a la persistente luz.
Desde donde había aterrizado la nave de Jommy, el horizonte ofrecía una línea detallada de colinas destacándose sobre el cielo ensombrecido. El crepúsculo se anunciaba amenazador, y finalmente su larga espera encontró su recompensa. El pequeño objeto estriado de rojo en forma de torpedo se elevó sobre el horizonte escupiendo fuego por su popa. Los rayos del poniente brillaban sobre su piel metálica, y se lanzó hacia la izquierda del lugar donde Cross esperaba al lado de su máquina que, como un animal de presa, estaba agazapada en la cueva de los acantilados.
Unos cinco kilómetros, calculó Cross aproximadamente. La distancia no sería un obstáculo para aquel motor que yacía silencioso en el cuarto de máquinas de la nave, dispuesto a lanzarse hacia delante con su formidable y silencioso poder.
Quinientos kilómetros y aquel estupendo motor vibraría sin esfuerzo, sin fallar un solo latido; salvo que aquella titánica fuerza no podía ser desencadenada donde su fuerza podía tocar el suelo y arrancar un nuevo pedazo de aquella ya torturada tierra.
Cinco kilómetros, seis, siete… hizo rápidamente los preparativos. La fuerza de los magnetos lanzó su poder a través de la distancia y, simultáneamente, la idea que había desarrollado durante su largo viaje desde la Tierra cobró vida bajo la forma de un motor especial. Ondas de radio, tan similares a las vibraciones de energía que estaba usando que sólo un instrumento extraordinariamente sensible hubiera podido descubrir la diferencia, brotaron del motor que había instalado ochocientos kilómetros más allá. Durante aquellos breves minutos, todo el planeta vibró con ondas de energía.
Los slan sin tentáculos debían estar ya buscando el centro de aquella onda de interferencia. Entretanto, su escaso uso de fuerza debía pasar inadvertido. Los motores seguían cumpliendo su misión rápidamente, pero con suavidad. La lejana nave redujo su marcha como si hubiese tropezado con una resistencia. Redujo más todavía su avance, y fue arrojada inexorablemente contra el acantilado de arcilla.
Sin el menor esfuerzo, utilizando las ondas de radio como pantalla para un mayor uso de fuerza, Cross retiró su nave más profundamente en el abultado vientre del acantilado, ensanchando el túnel natural con un chorro de energía disolvente. Después, como una araña con una mosca, atrajo la pequeña nave a su antro tras él.
Al momento siguiente se abrió una puerta y apareció un hombre. Saltó ligeramente al suelo del túnel y permaneció un instante contemplando el resplandor del reflector de la otra nave. Confiado, se acercó. Sus ojos se fijaron en el cristal de la húmeda pared de la cueva.
Lo miró con indiferencia; después, la misma anormalidad de una cosa que podía distraer su atención en un momento como aquel penetró en su conciencia. En el momento en que iba a recoger el objeto de la pared, los rayos paralizadores de Cross lo derribaron.
Instantáneamente, Cross cortó toda la fuerza. Cerró un interruptor, y la lejana emisora de onda atómica se disolvió en su propia energía.
En cuanto al hombre, lo único que Cross quería de él en aquel momento era una gran fotografía, un registro de su voz y el control hipnótico. Sólo veinte minutos necesitó para estar volando nuevamente hacia Cimmerium, hablando interiormente contra su esclavitud, incapaz exteriormente de hacer nada contra ella.
No podía haber prisa en lo que Cross sabía que tenía que hacer antes de atreverse a entrar en Cimmerium. Todo tenía que ser previsto, una cantidad casi ilimitada de detalles laboriosamente preparados. Cada cuatro días, un día de descanso, Corliss venía a la cueva, yendo y viniendo, y mientras transcurrían las semanas su mente iba vaciándose de su memoria, de los detalles. Finalmente, Cross estuvo a punto, y al séptimo día de descanso sus planes fueron puestos en acción. Un tal Barton Corliss permanecía en la cueva, sumido en un profundo sueño hipnótico; el otro tomaba la pequeña nave estriada de rojo y se dirigía rápidamente hacia la ciudad de Cimmerium.
Veinte minutos después la nave de guerra aparecía en el cielo y se colocaba a su lado como una alargada masa de reluciente metal.
—Corliss —dijo la aguda voz de un hombre en la radio de la nave—, durante la observación normal de todos los slan que se parecen a la víbora Jommy Cross te esperábamos, y vemos que llegas aproximadamente con cinco minutos de retraso. Serás por consiguiente llevado a Cimmerium bajo escolta, donde comparecerás ante la comisión militar para ser examinado. Eso es todo.