Jommy Cross se quedó contemplando pensativo pero detalladamente aquel despojo humano que era Granny. No sentía rabia por su traición. El resultado era un desastre, su futuro aparecía súbitamente vacío, sin objeto, sin hogar, pero el primer problema que se presentaba era qué hacer con aquella vieja.
Estaba sentada, riéndose, en una silla, vestida con un traje de alegres colorines que ocultaba sus infectas formas. Lo miró riéndose.
—Granny sabe algo, sí… Granny sabe… —Sus palabras eran incoherentes—. ¡Dinero, oh, Dios mío, sí! ¡Granny tiene mucho dinero en su vejez! ¡Mira!
Con la confiada inocencia de una persona borracha sacó una abultada bolsa negra de debajo de sus faldas y, con el sentido común de un avestruz, volvió a esconderla.
Jommy quedó impresionado. Era la primera vez que veía aquel dinero, pese a que sabía sus diferentes escondrijos. Pero hacerle aquella ostentación ahora, en el momento en que acababa de denunciarlo, era una estupidez que merecía el más severo castigo.
Pero seguía indeciso, mientras la tensión de los pensamientos exteriores que iba en aumento ejercía un peso impalpable sobre su cerebro. Eran docenas de hombres, avanzando detrás de sus baterías de ametralladoras. Frunció el ceño, preocupado. Por derecho natural tenía que dejar que aquella bruja que lo había delatado sufriese el peso de la ley, que quería que todo ser humano, sin excepción, que hubiese encubierto o albergado un slan, fuese colgado por el cuello hasta que sobreviniese la muerte.
Por su mente pasó la imagen de Granny encaminándose al patíbulo. Granny implorando a gritos merced. Granny tratando de impedir que le echasen la soga al cuello, pataleando, arañando, golpeando a sus aprehensoras.
Avanzó y la cogió por su hombro desnudo, donde el traje se había deslizado. La sacudió con una violencia fría, mortal, hasta que sus dientes castañetearon y soltó un horrible sollozo, y una mirada de demente apareció en sus ojos.
—Es la muerte para ti si te cogen… ¿No sabes la ley?
—¿Eh?… ¡Uh!… —Trató de incorporarse, pero volvió a caer en el sopor de su mente aturdida.
Pronto, pronto, pensó él, haciendo un esfuerzo mental por ver si sus palabras habían surtido algún efecto. Estaba ya a punto de renunciar, cuando vio un tenue destello de razón en medio de la incoherente masa de los pensamientos de la vieja.
—… está bien —murmuró—. Granny tiene mucho dinero… A la gente rica no se la ahorca. No digas tonterías…
Jommy se apartó de ella, indeciso. La intensidad de los pensamientos de los hombres eran una enorme carga para su cerebro. Iban acercándose, acercándose, cerrando cada vez más el círculo. Su número le sorprendía. Incluso la poderosa arma que llevaba en el bolsillo sería infructuosa si una lluvia de balas atravesaba las frágiles paredes de la barraca. Y una sola bala bastaba para aniquilar todos los sueños de su padre.
«¡Infiernos! —se dijo—. ¡Estoy loco! ¿Qué voy a hacer contigo, aunque te saque de aquí? Todos los caminos de la ciudad estarán bloqueados. No hay más que una esperanza, y es ya una dificultad casi imposible aun sin el peso de una mujer borracha en mis hombros. No tengo el menor deseo de trepar treinta pisos por las paredes con este peso muerto.»
La lógica le decía que debía abandonarla. Estuvo a punto de marcharse, pero la visión de Granny en el momento de ser ahorcada reapareció con todo su horror. Por muchos que fuesen sus defectos, aquella mujer le había salvado la vida. Era una deuda que tenía que pagar. Con un solo gesto brusco, arrancó el saco negro de debajo de la falda de Granny, que lanzó un gruñido de borracha y, con un resto de lucidez, avanzó las manos hacia la bolsa que Jommy hacía brillar, tentadora, ante sus ojos.
—¡Mira! —le dijo—. Todo tu dinero, todo tu futuro. Te morirás de hambre. Tendrás que ir a barrer los suelos del asilo. Te azotarán…
En quince segundos la vieja se serenó; una serenidad ardiente, capaz de comprender los puntos esenciales con la claridad de un criminal endurecido.
—¡Me ahorcarán! —susurró.
—No, nos iremos a alguna parte —dijo Jommy—. Toma, aquí está tu dinero —añadió, tendiéndoselo y sonriendo al ver la avidez con que la vieja lo cogió—. Tenemos un túnel por donde huir. Va de mi habitación a un garaje de la calle 370. Tengo la llave de un coche. Iremos cerca del Centro del Aire y robaremos un…
Se detuvo, dándose cuenta de la fragilidad de la última parte de su plan. Parecía increíble que los slan sin tentáculos estuviesen tan pobremente organizados que él pudiese apoderarse ahora de una de aquellas maravillosas naves del espacio que lanzaban cada noche hacia el cielo. Cierto que una vez había escapado de ellos con una absurda facilidad, pero…
* * *
Jommy depositó a la vieja sobre el suelo del tejado del edificio de donde partían las naves del espacio y se dejó caer a su lado, jadeante. Por primera vez en su vida sentía un cansancio muscular debido a la violencia del esfuerzo.
«¡Infiernos! —se dijo—. ¿Quién hubiera dicho que esta vieja podía pesar tanto?»
Granny gemía con el retrospectivo terror de la peligrosa escalada. Jommy captó la primera advertencia en las palabras de vituperio que subían a sus labios. Sus extenuados músculos se galvanizaron instantáneamente. Una mano rápida le tapó la boca.
—¡Cállate o te arrojo por la barandilla como un saco de patatas! —le dijo—. Tienes la culpa de la situación y has de aguantar las consecuencias.
Sus palabras hicieron el efecto de una ducha fría. Jommy no pudo menos que admirar la reacción de la vieja después de su terror. Granny tenía ciertamente un gran dominio de sí misma. Apartó la mano que le tapaba la boca y preguntó:
—¿Y ahora qué?
—Tenemos que encontrar la manera de meternos en el edificio lo antes posible y… —Miró su reloj de pulsera y se sintió desfallecer: ¡Las diez menos doce minutos! ¡Doce minutos antes de la salida de la nave cohete! ¡Doce minutos para asumir el control de la nave!
Levantó a Granny de un empujón, se la echó al hombro y echó a correr hacia el centro del tejado. No solamente no tenía tiempo de buscar las puertas, sino que probablemente estarían cerradas, y le quedaba todavía menos tiempo para estudiar y neutralizar el sistema de alarma. No había más que un camino. En alguna parte debía encontrarse la pista por la cual las naves eran lanzadas hacia las remotas regiones del espacio interplanetario.
Notó bajo sus pies una ligera elevación, como una pequeña protuberancia. Se detuvo, tambaleándose, perdiendo casi el equilibrio por la súbita parada después de su veloz carrera. Buscó cuidadosamente el inicio de la sección protuberante que debía ser el borde de la pista de lanzamiento. Sacó rápidamente del bolsillo el arma atómica de su padre y su fuego desintegrante lanzó llamaradas.
Se asomó al agujero de más de un metro de diámetro que había hecho, y vio un túnel que penetraba en las profundidades, en un ángulo aproximado de sesenta grados. Eran cien, doscientos, trescientos metros de metal reluciente, y la nave iba adquiriendo forma a medida que los ojos de Jommy Iban acostumbrándose a la tenue luz. Vio la aguda punta de un torpedo con unos tubos de explosión que salían de ella, desfigurando el efecto liso y afilado. En aquel momento, todo aquello tenía un aspecto muerto y silencioso, pero amenazador.
Le hacía el efecto de asomarse al cañón de una escopeta y ver la punta de la bala que estaba a punto de ser disparada. La comparación le pareció tan apropiada que durante algunos momentos estuvo indeciso sobre lo que debía hacer. Dudaba. ¿Osaría deslizarse por la suave pista cuando de un segundo a otro la nave-cohete podía lanzarse hacia el cielo?
Tenía frío. Haciendo un esfuerzo, apartó la vista de la paralizadora profundidad del túnel y fijó sus ojos, primero sin verlo, después como fascinado, en el distante esplendor del palacio. Sus pensamientos pasaron veloces; su cuerpo fue perdiendo lentamente su tensión. Durante algunos segundos permaneció allí, absorbido en la magnificencia, en la belleza y el esplendor que ofrecía el palacio por la noche.
Desde aquella alta torre y por entre los rascacielos, el palacio aparecía claramente en toda su brillantez. Brillaba con una llama suave, viva y maravillosa que cambiaba de color a cada instante, ofreciendo mil combinaciones, cada una de ellas sutil, a veces sorprendente, variada. Ninguna de ellas eran una repetición de la anterior.
¡Relucía, vibraba, vivía! Una vez, durante un largo momento, la alta torre se convirtió en una brillante turquesa azul, mientras la parte baja visible del palacio era un profundo rojo de rubí. Fue sólo un momento… y la combinación se deshizo en un millón de rutilantes fragmentos de color: azul, rojo, verde, amarillo… Ni un solo color faltaba en aquella maravillosa policromía, en aquella silenciosa explosión.
Durante mil noches su alma se había alimentado de aquella belleza, y ahora sentía nuevamente su admiración. Aquella visión le daba fuerzas. Volvía a él el valor, como la inquebrantable e indestructible fuerza que tenía. Apretó los dientes y contempló de nuevo la pendiente que formaba un ángulo tan agudo, tan liso, en su promesa de un alocado descenso hasta la acerada punta de la nave.
Aquel peligro era como un símbolo de su futuro. Un futuro ignorado, menos previsible que nunca. Era de sentido común creer que los slan sin tentáculos sabían que estaba en el tejado. Debían tener sistemas de alarma… debían tenerlos…
—¿Qué estás haciendo aquí mirando por este agujero? —gruñó Granny—. ¿Dónde está la puerta que necesitamos? Es hora de…
—¡Hora! —dijo Jommy Cross. Su reloj marcaba las diez menos cuatro minutos y ponía en tensión todos los nervios de su cuerpo. ¡Habían transcurrido ocho minutos, le quedaban cuatro para conquistar una fortaleza! Captó los pensamientos de Granny, que se daba cuenta de sus intenciones. La palma de su mano llegó a tiempo de ahogar en sus labios el grito que se disponía a lanzar. Un segundo después caían, irrevocablemente lanzados a lo irremisible.
Chocaron con la superficie del túnel casi suavemente, como si hubiesen penetrado súbitamente en un mundo de avance lento. La superficie no era dura, sino que parecía ceder bajo su cuerpo, y sentía tan sólo una vaga noción de movimiento. Pero sus ojos y su mente no se engañaban. La aguda proa de la nave del espacio subía hacia ellos. La ilusión de que la nave avanzaba rugiendo era tan real que tuvo que luchar contra el pánico que amenazaba apoderarse de él.
—¡Pronto! —le susurró a Granny—. ¡Frena con la palma de las manos!
La vieja no necesitaba que la instasen. De todos los instintos de su extenuado cuerpo el más fuerte era el de conservación. En aquel momento hubiera sido incapaz de gritar ni para salvar su vida, pero sus labios temblaban de terror mientras luchaba por ella. El terror había convertido sus ojos en dos puntos negros… ¡pero luchaba! Tendiendo sus huesudas manos, se agarró al reluciente metal, rascando la superficie con las largas piernas abiertas, y por lamentable que fuese el resultado, ayudó.
Repentinamente, la punta de la nave se elevó por encima de Jommy Cross, más alta de lo que había pensado. Haciendo un esfuerzo desesperado, se agarró a la primera gruesa hilera de cámaras de propulsión. Sus dedos tocaron el liso metal engrasado y resbalaron; instantáneamente perdió presa.
Cayó de espaldas, y sólo entonces se dio cuenta de que se había erguido con el máximo de estatura de su cuerpo. Fue una caída fuerte, casi aturdidora, pero en el acto se puso nuevamente en pie gracias a la fuerza especial de sus músculos de slan. Sus dedos se agarraron a la segunda hilera de los grandes tubos, con tal fuerza que la parte incontrolable de su recorrido terminó. Extenuado por el esfuerzo y el descenso se abandonó, y sólo cuando volvió a incorporarse tratando de aliviar el aturdimiento de su cabeza se dio cuenta de que un poco más allá, bajo el inmenso cuerpo del aparato, se veía una zona iluminada.
La nave describía ahora un arco tan cerrado hacia el suelo del túnel que tuvo que inclinarse de una forma dolorosa para avanzar. «Una puerta abierta, aquí, pocos segundos antes de salir la nave», iba pensando. ¡Era una puerta! Una abertura de setenta centímetros de diámetro en el casco de metal de la nave de treinta centímetros de espesor, con los goznes abriendo hacia adentro. La empujó sin vacilar, con la terrible arma dispuesta para prevenir el menos movimiento. Pero no se produjo.
A la primera mirada vio que estaba en la sala de control. Había algunas sillas, un cuadro de instrumentos de aspecto complicado y dos grandes placas curvadas y relucientes a cada lado. Había también una puerta abierta que llevaba a otro departamento. Jommy sólo necesitó un instante para entrar en la nave y arrastrar a la asustada vieja tras él. Y una vez allí, con ligereza, saltó hacia la puerta de comunicación.
Al llegar al umbral se detuvo y se asomó. La segunda habitación estaba en parte amueblada con las mismas sillas que el cuartel de control, unas sillas cómodas y profundas. Pero más de la mitad de la habitación estaba ocupada por cajas de embalaje sujetas al suelo con cadenas. Había dos puertas. Una de ellas daba seguramente a otra sección de la alargada nave. Estaba entreabierta y por ella se veían más cajas y vagamente, en el fondo, otra puerta que llevaba a un cuarto departamento. Pero fue la segunda puerta la que hizo que Jommy Cross se detuviese, helado, donde estaba.
Estaba en un lado, más allá de las sillas, y daba al exterior. Por ella entraba un gran chorro de luz en el interior de la nave procedente de la habitación exterior, en la cual había unos hombres. Abrió su mente a toda recepción. Instantáneamente, una oleada de pensamientos emitidos por varios cerebros llegó a él; eran tantos, que la combinada filtración que pasaba a través de las defectuosas pantallas mentales le aportaba una enorme variedad de actitudes, amenazadoras unas, inquietas otras, pero todas ellas como si aquellos slan sin tentáculos estuviesen allí reunidos esperando algo.
Cortó la comunicación mental y se volvió hacia el cuadro de instrumentos que ocupaba toda la pared principal del cuarto de controles. El cuadro tenía como un metro ancho y dos de largo, y contenía varios tubos metálicos relucientes y diversos brillantes mecanismos. Había más de una docena de palancas de control de diversos géneros, todas al alcance del hombre que estuviese sentado en el sillón de mando.
A cada lado del cuadro de instrumentos había las relucientes placas curvadas que habían llamado ya su atención. La superficie cóncava de cada sección principal relucía con una luz propia atenuada. Era imposible comprender el sistema de controles de la nave en los pocos instantes de que disponía. Sin pensar en lo que hacía, se sentó de un salto en la silla de control y, con un gesto deliberado, accionó todos los conmutadores y palancas del cuadro.
Una puerta se cerró con un ruido metálico. Se produjo una súbita y maravillosa sensación de ligereza, un rápido movimiento de avance que casi aplastó su cuerpo, y después un sordo rugido grave. Instantáneamente, Jommy comprendió el objeto de las dos placas curvadas. En la de la derecha apareció la imagen del cielo que tenían delante. Jommy veía luces y la tierra a lo lejos, pero la nave subía demasiado vertical para que la tierra fuese otra cosa que una imagen deformada en el fondo de la placa.
Fue en la placa de la izquierda donde Jommy pudo gozar de la visión gloriosa de una ciudad de luces, a medida que iba quedando atrás de la nave, tan vasta, que impresionaba la imaginación. Lejano, a un lado, vio el nocturno esplendor del palacio.
Y entonces la ciudad se perdió en la distancia. Fue cerrando cuidadosamente todas las llaves que había abierto, comprobando el efecto de cada una de ellas. A los dos minutos el complicado cuadro de instrumentos estaba comprendido, y tenía el sencillo mecanismo bajo control. La utilidad de cuadro de los interruptores no era clara, pero podía esperar. Adoptó una marcha horizontal, porque no tenía intención de penetrar en los espacios sin aire. Esto exigía un profundo conocimiento de todos los botones y contactos del mecanismo, y su primer propósito era establecer una nueva y más segura base de operaciones. Después, con aquella nave dispuesta a llevarlo donde quisiera ir…
Su cerebro se encumbraba. Sentía que una extraña sensación de poderío lo dominaba. Quedaban todavía mil cosas por hacer, pero, por lo menos, estaba fuera de la jaula; tenía edad y fuerza suficiente. Tenían todavía que transcurrir años, largos años que lo separaban de la madurez. Tenía que aprender a usar toda la ciencia de su padre. Ante todo, tenía que estudiar cuidadosamente su plan primordial de encontrar a los verdaderos slan y hacer las primeras exploraciones.
Sus pensamientos cesaron súbitamente al recordar la presencia de Granny. Las ideas de la vieja no habían sido más que un leve latir de su mente durante aquellos minutos. Sabía que estaba en la habitación contigua, y en el fondo de su cerebro veía la imagen de lo que ella estaba viendo. Y en aquel preciso instante la imagen se desvaneció, como si ella hubiese cerrado los ojos.
Jommy Cross sacó su arma y, simultáneamente, dio un salto de costado. Del umbral salió un destello de fuego que abrasó el sitio donde había estado sentado, tocó el cuadro de instrumentos y se apagó. Una alta muchacha slan sin tentáculos estaba de pie frente a él, apuntándolo con su pistola, pero su cuerpo quedó inmóvil al ver el arma de Jommy apuntándola a ella. Así permanecieron ambos durante un largo momento aterrador. Los ojos de la muchacha se convirtieron en dos pozos relucientes.
—¡Maldita víbora!
A pesar de su furor, quizá debido a él, la voz tenía una vibración sonora casi bella, y en el acto Jommy Cross se sintió vencido. Su aspecto y el sonido de su voz trajeron a su memoria el piadoso recuerdo de su madre y, con una sensación de desamparo, supo que jamás podría borrar la existencia de aquella maravillosa criatura, como no hubiera podido borrar la de su madre. Pese a la potente arma que la amenazaba, como la de la muchacha lo amenazaba a él, supo que estaba completamente a su merced. Y la manera como ella había disparado por la espalda probaba la firme decisión que ardía detrás de aquellos ojos grises. ¡Muerte! ¡El odio implacable de los slan sin tentáculos contra los verdaderos slan!
Pese a su desfallecimiento, Jommy la contemplaba con creciente fascinación. Alta, fuerte, de esbelto cuerpo, permanecía inmóvil, tranquila, con un pie adelantado, un poco jadeante, como un corredor dispuesto a emprender una carrera. La mano derecha, que sostenía el arma, era delgada, delicadamente moldeada, de un delicioso color cobrizo. La mano izquierda estaba oculta tras la espalda, como si al avanzar rápidamente, balanceando los brazos, se hubiera detenido súbitamente a medio paso, con una mano delante y otra detrás.
Su traje consistía en una simple túnica anudada a la cintura y en su cabeza, orgullosamente erguida, ondulaba una cabellera castaño oscuro. Su rostro, bajo aquella diadema dorada, era el epítome de una belleza sensitiva, los labios no demasiado gruesos, la nariz delicadamente perfilada, las mejillas tersas y suaves. Y, no obstante, era esta suavidad de las mejillas lo que daba a su rostro aquella fuerza, aquella potencialidad intelectual. Su piel parecía suave y clara, y los ojos grises tenían una luminosidad sombría.
No, no, no podía disparar; no podía borrar la existencia de aquella mujer exquisitamente bella. Y no obstante… no obstante tenía que demostrarle que podía hacerlo. Permanecía inmóvil estudiando la superficie de su mente, las ideas borrosas que brotaban de ella. Veía en su reserva la misma incompleta protección que había observado en los demás slan enemigos, debido, sin duda, a su incapacidad de leer los pensamientos ajenos y, por consiguiente, de calcular lo que significaba una protección completa.
De momento no podía permitirse el seguir las ligeras vibraciones que emanaban de ella. Lo único que contaba ahora era que estaba de pie delante de aquella muchacha terriblemente peligrosa, las armas de ambos levantadas, los músculos tensos, los dos cuerpos en la más atenta actitud de acecho. La muchacha fue la primera en hablar.
—Esto es una locura —dijo—. Tenemos que dejar las armas en el suelo, sentarnos y hablar. Esto calmará nuestra intolerable tensión nerviosa, pero nuestra posición seguirá siendo materialmente la misma.
Jommy Cross quedó sorprendido. La proposición delataba una debilidad ante el peligro que no aparecía ni en su enérgico rostro ni en su cuerpo. El hecho de que la hubiese formulado reforzaba psicológicamente la posición de Jommy, pero éste sentía cierto recelo, tenía la convicción de que su oferta podía ocultar ciertos peligros.
—La ventaja será tuya —respondió él lentamente—. Tú eres una slan adulta, en pleno crecimiento, tus músculos están mejor coordinados. Puedes volver a coger el arma más rápidamente que yo.
—Es verdad —asintió ella, considerando la exactitud de la reflexión—. Pero por otra parte tú tienes la ventaja de poder leer por lo menos parte de mis pensamientos.
—Al contrario —dijo él, mintiendo descaradamente—. Cuando tu cortina mental estaba cerrada, la cobertura fue tan completa que no pude adivinar tu propósito antes de que fuese demasiado tarde.
Pronunciar aquellas palabras le hizo comprender cuán imperfectamente cerrado estaba en realidad su cerebro. Pese a que había mantenido su mente concentrada en el peligro y no en la corriente de sus triviales pensamientos, había captado lo suficiente para tener una breve y coherente historia de la muchacha.
Se llamaba Joanna Hillory. Era piloto de línea de la Línea de Marte, pero aquél iba a ser su último viaje durante algunos meses, ya que se había casado recientemente con un ingeniero residente en Marte y esperaba un hijo; en vista de lo cual fue asignada a cargos que requerían menos esfuerzo que la constante tensión nerviosa de la aceleración a la cual estaban sometidos los viajes por el espacio.
Jommy Cross empezó a tranquilizarse. Una recién casada esperando un chiquillo no tomaría probablemente decisiones desesperadas.
—Muy bien —dijo Jommy—. Dejemos nuestras armas al mismo tiempo y sentémonos.
Una vez las armas estuvieron en el suelo, Jommy Cross contempló a la muchacha, y le sorprendió ver en sus labios una leve sonrisa de ironía que fue aumentando.
Desfallecido, Jommy vio que la muchacha lo amenazaba con una pequeña pistola que tenía en la mano izquierda. Sin duda había mantenido aquella diminuta arma oculta en su espalda durante todos aquellos momentos de tensión, esperando irónicamente el momento oportuno de hacer uso de ella. Su voz musical, de timbre de oro, prosiguió:
—¿Conque has podido tragarte toda esta historia de la pobre esposa separada y el chiquillo, y el marido esperando ansioso? Una víbora ya crecida no hubiera sido tan crédula. Y en cambio, ahora, la víbora joven morirá víctima de increíble estupidez.