Kathleen Layton cerró los puños con rabia. Su frágil y joven cuerpo se estremeció de repulsión al identificar los pensamientos que le llegaban por uno de los corredores. Davy Dinsmore, con sus diecisiete años, la estaba buscando, avanzaba hacia la baranda de mármol desde la cual contemplaba la ciudad, envuelta ya en el manto húmedo y tenue de aquella calurosa tarde de primavera.
La niebla iba cambiando constantemente de dibujo. Unas veces era como tenues copos de lana que ocultaban los edificios, otras como un leve velo que extendiese su fina trama sobre el cielo azul.
Era curioso: la vista hería sus ojos, pero sin serle desagradable. La frialdad del palacio parecía llegar a ella por los corredores y las puertas abiertas, rechazando el calor del sol. Pero el resplandor subsistía.
El susurro de los pensamientos de Davy Dinsmore iba creciendo, acercándose. Veía claramente que intentaría persuadirla una vez más de que fuese su amiga. Con un estremecimiento final, la muchacha rechazó aquellas ideas y esperó a que apareciese. Había sido un error mostrarse amable con él, aunque durante aquellos años le había evitado muchas molestias poniéndose a su lado contra los demás. Ahora prefería su enemistad a los pensamientos amorosos que se filtraban de su cerebro.
—¡Oh! —dijo Davy Dinsmore, saliendo por la puerta—. ¡Aquí estás!
Ella lo miró sin sonreír. Davy, a los diecisiete años, era un muchacho desgarrado, con las largas mandíbulas de su madre, que parecía estar siempre mofándose de los demás, incluso cuando se reía. Se acercó a ella con un aire agresivo que reflejaba los ambivalentes sentimientos que lo ligaban a ella; por una parte el deseo de conquistarla físicamente, por otra el auténtico deseo de herirla de alguna forma.
—Sí —dijo Kathleen—. Esperaba poder estar sola, para variar.
Sabía que la fibra de Davy Dinsmore tenía una insensibilidad que lo hacía inmune a estas respuestas. Los pensamientos que brotaban de su cerebro permitían a Kathleen saber perfectamente qué estaba pensando: «esta muchacha vuelve de nuevo con sus desplantes, pero ya me encargaré yo de domarla».
Kathleen trató de cerrar un poco más su cerebro a los detalles del recuerdo que surgían de las complacientes profundidades de la juventud.
—No quiero que andes más detrás de mí —dijo con fría determinación—. Tu mentalidad es una cloaca. Siento haberte dirigido la palabra la primera vez que me viniste con zalamerías. Hubiera debido pensarlo mejor, y espero que te des cuenta de que te hablo con el exclusivo fin de que sepas lo que pienso. Exactamente esto… palabra por palabra. Particularmente lo de la cloaca. Y ahora, vete.
Davy era un muchacho de rostro pálido, pero la rabia lo tiñó ahora de rojo, y Kathleen captó en su cerebro lo que pasaba en su interior. Cerró inmediatamente su imaginación, tratando de rechazar los vituperios que salían de la de Davy. Se dio cuenta, con sorpresa, de que sólo le dirigía la palabra cuando podía con toda certeza humillarlo.
—¡Largo de aquí! —le gritó—. ¡Carne de perro!
—¡Ah!… —gritó él, saltando hacia ella.
Durante un segundo, la sorpresa de ver que osaba enfrentarse con su fuerza superior la dejó aturdida. Después, comprimiendo los labios, lo agarró, evitando fácilmente sus tendidos brazos, y lo levantó en vilo. Se dio cuenta demasiado tarde de que él ya había contado con esto. Sus bruscos dedos agarraron su cabello y los dorados zarcillos que erguían sus delicados pedúnculos.
—¡Ajá! —gritó—. ¡Ahora te tengo! No me tires al suelo. Sé lo que querías hacer. Derribarme, sujetarme las muñecas y retorcérmelas hasta que te suelte. Como me bajes un centímetro más te doy un tal tirón a tus preciosos tentáculos que alguno se me quedarán en la mano. Sé que puedes sostenerme sin cansarte, de manera que aguanta.
El desfallecimiento daba rigidez a Kathleen. «Preciosos tentáculos», había dicho. Tan preciosos, que por primera vez en su vida ahogó un grito en su garganta. Tan preciosos, que no creyó jamás que nadie se atreviese a tocárselos. Una sensación de desvanecimiento la envolvió como una noche de aterradora tormenta.
—¿Qué quieres? —dijo.
—¡Eso es hablar! —exclamó él. Pero Kathleen no necesitaba sus palabras. Su mente estaba ya en íntima comunicación con ella.
—Muy bien —dijo débilmente—. Lo haré.
—Y en la seguridad de que me bajarás despacio —dijo él—. Y cuando mis labios toquen los tuyos trata de que el beso dure por lo menos un minuto. ¡Ya te enseñaré yo a tratarme como una basura!
Sus labios se acercaban a los de la muchacha, destacándose sobre el fondo de su repulsivo rostro y sus ávidos ojos, cuando se oyó una voz autoritaria que, con una mezcla de rabia y sorpresa, exclamó:
—¿Qué significa esto?
—¡Oh!… —balbució Davy Dinsmore. Kathleen sintió que sus dedos soltaban su cabello y sus tentáculos, y con una profunda aspiración lo dejó caer—. Yo… eh… ¡Oh, perdone señor Lorry! Eh…
—¡Fuera de aquí, perro miserable! —gritó Kathleen.
—¡Sí, largo de aquí! —asintió Lorry.
Kathleen lo vio desaparecer tambaleándose, aterrorizado de haber ofendido a uno de los más poderosos hombres del gobierno. Pero cuando hubo desaparecido, no se volvió para mirar al recién llegado. Instintivamente, sus músculos se pusieron rígidos, y apartó su rostro y su mirada de aquel hombre, el más poderoso de los consejeros del gabinete de Kier Gray.
—¿Y qué era todo esto? —dijo la voz, no desagradable, de Lorry—. Al parecer he sido oportuno al subir…
—No lo sé —respondió fríamente Kathleen, en tono de profundo candor—. Tus atenciones me son igualmente repulsivas.
—¡Hem!… —Se inclinó sobre la barandilla, a su lado, y ella pudo dirigir una mirada furtiva a su fuerte mandíbula.
—En realidad no hay ninguna diferencia —insistió ella—. Los dos queréis lo mismo.
Lorry permaneció un momento silencioso, pero sus pensamientos tenían la misma calidad evasiva de Kier Gray. Los años le habían enseñado a eludir la lectura de sus pensamientos. Cuando finalmente habló, su voz había cambiado y tenía una calidad más dura.
—No me cabe la menor duda de que tus ideas sobre este punto cambiarán cuando seas mi amante.
—¡Eso no será jamás! —chilló Kathleen—. No me gustan los seres humanos. No me gustas tú.
—Tus objeciones no tienen importancia —dijo fríamente él—. El único problema que se presenta es cómo poseerte sin caer en la acusación de estar en secreta alianza con los slan. Hasta que encuentre la solución puedes estar tranquila.
Su seguridad produjo un escalofrío a Kathleen.
—Estás completamente equivocado —respondió con firmeza—. La razón por la cual tus intenciones fracasarán es muy sencilla. Kier Gray es mi protector. Ni tú osarás ponerte contra él.
—Tu protector, sí —dijo Lorry después de haber reflexionado un instante—. Pero en cuestión de virtud femenina no tiene moral. No creo que tenga inconveniente en que seas mi amante, pero inventará que encuentre en ello una razón de propaganda. Estos últimos años se ha vuelto muy anti-slan. Yo lo creía en pro. Pero ahora es casi fanático en no querer saber nada de ellos. John Petty y él están ahora más de acuerdo que nunca sobre este punto. ¡Es curioso!
Permaneció otro momento reflexionando, y añadió:
—No te preocupes. Encontraré la fórmula y…
Un rugido de los altavoces cortó las palabras de Lorry.
«¡Alarma general! Una nave no identificado acaba de ser vista cruzando las Montañas Rocosas en dirección este. Los aparatos lanzados en su persecución han sido distanciados rápidamente, y la nave parece dirigirse hacia Centrópolis. Se ordena a todo el mundo refugiarse en sus casas, ya que la nave, que se cree es de origen slan, estará aquí dentro de una hora a partir de las presentes indicaciones. Las calles se necesitan para objetivos militares. ¡Todo el mundo a casa!»
El locutor cortó y Lorry se volvió hacia Kathleen con la sonrisa en los labios.
—Que no te dé esto ninguna esperanza de salvación. Una nave no puede traer gran cantidad de armamento si no tiene un gran número de fábricas detrás de ella. La antigua bomba atómica, por ejemplo, no puede ser fabricada en una cueva, y además, para ser enteramente franco, los slan no la utilizaron en la guerra antihumana. El desastre de este siglo y el anterior fue causado por los slan, pero no de esta forma.
Permaneció silencioso durante un minuto, y prosiguió:
—Todo el mundo creyó que aquellas bombas habían resuelto el secreto de la energía atómica… A mí me parece —añadió tras una pausa— que este raid tiene por objeto atemorizar a los humanos de mentalidad simple, como preliminar a una tentativa de negociaciones.
Una hora más tarde Kathleen seguía al lado de Jem Lorry mientras la plateada nave de los slan se dirigía hacia el palacio. Iba acercándose a una velocidad vertiginosa. La mente de Kathleen levantó el vuelo hacia ella tratando de conectar los cerebros slan que pudiese haber a bordo.
La nave fue bajando, acercándose, pero ella seguía sin recibir respuesta de sus ocupantes. Súbitamente, un objeto metálico cayó de la nave, dio en el sendero del jardín a un kilómetro de distancia y quedó en el suelo, reluciendo como una joya bajo el sol de la tarde.
Kathleen levantó la vista y vio que la nave había desaparecido. No, allí estaba. Se veía aún un punto brillante en la remota lejanía, en línea recta detrás del palacio. Durante un instante parpadeó como una estrella y luego desapareció. Sus ojos descansaron del violento esfuerzo, apartó la vista del cielo y vio a Jem Lorry a su lado.
—Aparte de todo lo demás —exclamó éste con entusiasmo—, esto es lo que estaba esperando; la oportunidad de ofrecer una explicación que me permitirá llevarte esta noche misma a mi habitación. Supongo que va a reunirse inmediatamente el consejo.
Kathleen lanzó un profundo suspiro. Veía claramente como se las había arreglado y que había llegado el momento de luchar con todos los medios que tuviese a su disposición. Echando la cabeza atrás, brillándole los ojos, respondió con altivez:
—Pediré estar presente en la reunión del consejo por haber estado en comunicación mental con el capitán de la nave. Puedo aclarar ciertas cosas del mensaje que han lanzado —añadió, terminando su mentira.
Hacía un terrible esfuerzo de imaginación. Había captado más o menos el contenido del mensaje y, por lo tanto, podía inventar una historia semiverosímil de lo que el jefe slan le había dicho. Si le captaban la mentira podía acarrearle peligrosas consecuencias, estando como estaba en manos de estos enemigos de los slan, pero tenía que evitar que la entregasen a Lorry.
* * *
Al entrar en la sala de consejo, Kathleen tuvo una sensación de derrota. Había sólo siete hombres presentes, incluyendo a Kier Gray. Los miró uno tras otro tratando de leer en ellos lo que pudiese, y vio que no podía contar con ninguna ayuda.
Los cuatro más jóvenes eran amigos personales de Jem Lorry. El sexto, John Petty, le dirigió una mirada de fría hostilidad y apartó la vista con indiferencia. La mirada de Kathleen se fijó por fin en Kier Gray. Un ligero temblor de sorpresa la invadió al ver que él la miraba con una lacónica mirada de indiferencia y un leve gesto de desdén en los labios. Captó su mirada y rompió el silencio.
—De manera que has estado en comunicación mental con el jefe de los slan, ¿verdad? Bien, de momento vamos a creerlo —añadió, riéndose.
Había tal incredulidad en su voz y en su expresión, y tanta hostilidad en toda su actitud, que Kathleen sintió cierto alivio cuando apartó los ojos de ella. Se dirigió a los demás al proseguir:
—Es lamentable que cinco consejeros estén en estos momentos rondando por los ámbitos del mundo. Personalmente, no soy de la opinión de apartarnos mucho de nuestro cuartel general; que sean los subordinados quienes viajen. Sin embargo, no podemos demorar la discusión sobre un problema tan urgente como éste. Si los siete presentes llegamos a un acuerdo, no necesitaremos su presencia. Si quedamos igualados será necesario hacer amplio uso de la radio. La síntesis del mensaje lanzado por la nave afirma que hay un millón de slan organizados por todo el mundo…
—Me parece —interrumpió Jem Lorry sardónicamente— que nuestro jefe de policía secreta se ha dejado embaucar pese a su tan cacareado odio a los slan.
Petty se incorporó, dirigiéndole una mirada iracunda.
—Quizás estarías dispuesto a cambiar de cargo conmigo durante un año y veríamos lo que puedes hacer —le chilló—. No me importaría desempeñar la reposada carga de ministro de Estado por algún tiempo.
El prolongado silencio que siguió fue cortado por las glaciales palabras de Kier Gray:
—Déjame terminar. Siguen diciendo que no solamente este millón de slan organizados existe, sino que hay además una enorme cantidad de slan no organizados, hombres y mujeres, estimados en más de diez millones. ¿Qué te parece esto, Petty?
—Indudablemente existen algunos slan no organizados —admitió cautelosamente el jefe de policía—. Cada mes detenemos aproximadamente un centenar esparcidos por el mundo, que al parecer no pertenecen a ninguna organización. En las vastas zonas de las regiones más primitivas de la Tierra es imposible infundir a los pueblos el odio a los slan, y los aceptan como seres humanos. Y existen, sin duda, algunas vastas colonias en lugares remotos, particularmente en Asia, África, América del Sur y Australia. Hace ya muchos años que tales colonias fueron fundadas, pero suponemos que siguen existiendo y que, a través de los años, han constituido sólidos sistemas de defensa. Estoy dispuesto, por consiguiente, a reconocer cualquier actividad por parte de estas remotas fuentes. La civilización y la ciencia son organismos basados principalmente en la actividad, física y mental, de centenares de millones de seres. Desde el momento en que estos slan se refugian en las regiones más retiradas de la tierra, corren hacia su derrota, porque están separados de los libros y del contacto con las mentes civilizadas que son la única base posible de un más grande desarrollo. El peligro no reside, ni ha residido nunca, en estos remotos slan, sino en los que viven en las grandes ciudades, donde tienen posibilidad de establecer contacto con las grandes mentalidades humanas y tienen, a pesar de todas nuestras precauciones, acceso a los libros. Es una cosa fuera de toda duda que esta nave que hemos visto hoy ha sido construida por los slan que viven, y constituyen un peligro, en los centros civilizados.
—Mucho de lo que supones es probablemente cierto —asintió Kier Gray—. Pero volviendo al mensaje, sigue diciendo que estos millones de slan sólo sienten el deseo de terminar este período de violencia que existe entre ellos y la raza humana. Denuncian la ambición de poder que dominó a los primeros slan, explicando que esta ambición fue debida a un falso concepto de superioridad, aclarado hoy porque la experiencia les ha demostrado que no son superiores a los seres humanos sino únicamente distintos. Acusan también a Samuel Lann, el ser humano y biológico científico que fue el primero en crear a los slan, y de quien han tomado el nombre: S. Lann = slan, de haber inculcado en sus criaturas la creencia de que deben gobernar el mundo. Y que esta creencia, y no un innato deseo de dominio, fue la raíz de las desastrosas ambiciones de los primitivos slan.
Hizo una breve pausa y prosiguió:
—Desarrollando esta idea, sigue haciendo ver que las primeras invenciones de los slan eran simplemente pequeños perfeccionamientos de ideas ya existentes. No ha habido en realidad, afirman, obra creadora en la ciencia física realizada por los slan. Declaran también que sus filósofos han llegado a la conclusión de que los slan no poseen una mentalidad científica, en el verdadero sentido de la palabra, diferenciándose, bajo este concepto, de los seres humanos de hoy en día, tan vastamente como los griegos y los romanos de la antigüedad, que jamás desarrollaron, como sabemos, ciencia alguna.
Seguía hablando, pero durante un momento Kathleen podía escucharlo sólo con la mitad de su cerebro. ¿Podía ser verdad? ¿Los slan sin mentalidad científica? ¡Imposible! La ciencia era meramente una acumulación de hechos, y la deducción de las conclusiones de estos hechos. ¿Quién mejor que un slan adulto, en pleno desarrollo, puede alcanzar un orden divino de una intrincada realidad? Vio a Kier Gray tomar una hoja de papel de sobre la mesa, y concentró de nuevo su mente en lo que decía.
—Voy a leeros la última página —dijo con una voz sin entonación—. No sabríamos encomiar demasiado la importancia de este punto: «Esto representa que nosotros, los slan, no podremos jamás retar el poderío militar de los humanos. Cualesquiera que fuesen las mejoras y modificaciones que introdujésemos en las armas y maquinaria ya existentes, no pueden afectar el resultado de una guerra, en el caso de que esta desastrosa circunstancia se produjese.
»A nuestro modo de ver, no hay nada más fútil que el presente estado de los slan, los cuales, sin solucionar nada, sólo consiguen mantener el mundo en un estado de intranquilidad, creando gradualmente un caos económico del cual los seres humanos sufren hasta un grado que aumenta incesantemente.
»Ofrecemos la paz con honor, siendo la base única de esta negociación que los slan deben gozar en adelante de un derecho legal a la vida, a la libertad, y a la persecución de la felicidad.»
Kier Gray dejó lentamente el papel sobre la mesa, recorrió con la vista el rostro de todos los presentes y, con una voz a la vez dura y descolorida, dijo:
—Soy rotundamente contrario a todo compromiso. Fui de la opinión de que podía hacerse algo antes, pero ya no lo soy. Todo slan que exista por ahí —hizo un amplio gesto con la mano significando que abarcaba a todo el globo— debe ser exterminado.
A Kathleen le pareció que una pantalla que lo oscurecía todo se había interpuesto entre sus ojos y la tenue luz de los plafones de la pared. En medio de aquel silencio, incluso la pulsación de los pensamientos de los hombres producía una tenue vibración en su cerebro, como el romper de las olas en una playa de los tiempos primitivos. Todo un mundo de impresiones separaba su mente de la sensación producida por aquellos pensamientos; la impresión de ver el cambio que se había producido en Kier Gray.
Pero… ¿era un cambio? ¿No era acaso posible que aquel hombre estuviese tan desprovisto de remordimientos como John Petty? La razón de mantenerla en vida podía ser exactamente, como había dicho, el propósito de estudio. Y, desde luego, hubo también el tiempo en que había creído, con razón o sin ella, que su futuro político estaba ligado a la continuación de la existencia de Kathleen. Pero nada más. No experimentaba ningún sentimiento de compasión o piedad, no tenía ningún interés en proteger a aquella débil criatura por interés hacia la misma. Nada, fuera de los designios más materiales de la vida. Aquél era el gobernante de hombres que ella había admirado, casi venerado, durante años enteros. ¡Este era su protector!
Era verdad, desde luego, que los slan estaban mintiendo. Pero, ¿qué otra cosa podían hacer si trataban con un pueblo que sólo conocía el odio y la mentira? Por lo menos ellos ofrecían la paz, no la guerra; y allí estaba aquel hombre rechazando, sin la menor consideración, una oferta que pondría fin a más de cien años de criminal persecución de su raza.
Se dio cuenta con sobresalto de que los ojos de Kier Gray estaban fijos en ella. Sus labios esbozaban una sarcástica sonrisa al decir:
—Y ahora vamos a ver en qué consistía este mensaje mental que dices haber recibido en tu… comunicación con el comandante slan.
Kathleen lo miró con expresión desesperada. Gray no creía una palabra de su pretensión, y ella sabía que lo único que podía ofrecer al cerebro implacablemente lógico de aquel hombre era una declaración cuidadosamente meditada.
—Pues… —comenzó—. Fue…
De repente se dio cuenta de que Jem Lorry se había levantado, frunciendo el ceño, con seña.
—Kier —dijo—, considero intolerable declarar tu incalificable oposición a un asunto tan grave como éste sin dar ocasión al consejo de deliberar sobre él. En vista de tu actitud, no me queda otra alternativa que declararme, con ciertas reservas, desde luego, en favor de este ofrecimiento de paz. Mi reserva principal es ésta: los slan tienen que aceptar ser asimilados a la raza humana. A este fin, los slan no podrán casarse entre ellos, sino que deben casarse con seres humanos.
—¿Qué te hace creer que unión humano-slan puede dar fruto? —preguntó Kier Gray sin hostilidad.
—Es lo que voy a averiguar —respondió Lorry, con una voz tan indiferente que sólo Kathleen captó la intensidad que había en ella. Se inclinó hacia adelante, conteniendo la respiración—. He decidido hacer de Kathleen mi amante, y veremos lo que ocurre. Espero que nadie se oponga a ello…
Los consejeros jóvenes se encogieron de hombros. Kathleen no tuvo necesidad de leer sus pensamientos para ver que no tenían la menor objeción que hacer. Se dio cuenta de que John Petty no prestaba atención a lo que se decía, y Kier Gray parecía absorbido en sus meditaciones, como si tampoco lo hubiese oído.
Angustiada, Kathleen abrió los labios para hablar. Pero los volvió a cerrar. Una idea acudió súbitamente a su cerebro. Supongamos que el matrimonio mixto fuese la solución del problema slan… y que el consejo aceptase la proposición de Jem Lorry… Pese a que ella sabía que el plan estaba meramente basado en el deseo que Lorry sentía, ¿osaría defenderse si existiese la más remota posibilidad de que aquellos slan que habían venido en la nave estuviesen de acuerdo y terminasen de esta forma centenares de años de sufrimientos y asesinatos?
Volvió a echarse hacia atrás, viendo la ironía de la situación. Había asistido al consejo con intención de defenderse, y ahora no se atrevía a articular palabra.
Kier Gray estaba hablando nuevamente:
—En la solución brindada por Jem Lorry no hay nada nuevo. El mismo Samuel Lann estaba intrigado por los posibles resultados de tal unión, y convenció a una de sus nietas de que se casase con un ser humano. La unión no produjo fruto alguno.
—¡Quiero hacer la prueba yo mismo! —repitió Jem Lorry obstinadamente—. El problema es demasiado importante como para que dependa de una sola unión.
—Hubo más de una —observó Kier Gray tranquilamente.
—Lo importante del experimentado —intervino otro de los presentes secamente—, es que ofrezca una solución, y no cabe la menor duda de que la raza humana dominaría el resultado. Somos más de tres billones y medio aproximadamente contra, digamos, cinco millones, lo cual es a mi juicio una estimación aproximada de su número. Y aunque el experimento no produjese hijos, conseguiríamos nuestro objetivo en el sentido de que dentro de doscientos años, considerando a una vida normal una duración de ciento cincuenta años, no quedaría un slan vivo.
Kathleen quedó impresionada al ver que Jem Lorry había ganado su causa. Percibió vagamente en la superficie de su mente que no trataría más de aquel asunto. Por la noche mandaría soldados a buscarla, y nadie podría decir después que había habido desacuerdo en el Consejo. Su silencio era consentimiento.
Durante algunos minutos sólo percibió un vago rumor de voces y un murmullo de ideas más vago todavía. Finalmente, una frase se fijó en su cerebro. Haciendo un esfuerzo fijó su atención en lo que decían. La frase «podríamos exterminarlos de este modo», le hizo ver hasta donde habían llegado en el perfeccionamiento de su plan en el espacio de aquellos breves minutos.
—Vamos a poner en claro la situación —decía Kier Gray animadamente—. La introducción de la idea de adoptar un aparente acuerdo con los slan con el objeto de exterminarlos parece haber hecho vibrar una cuerda sensible que, al parecer también, elimina de nuestras mentes toda idea de una verdadera y honrada colaboración basada en, por ejemplo, una idea de asimilación. Los esquemas de la idea son, en pocas palabras, como siguen: Número uno. Permitirles mezclarse con los seres humanos hasta que cada uno de ellos haya sido completamente identificado, y entonces coger a la mayoría de ellos por sorpresa y dar caza a los demás en un breve espacio de tiempo. Plan número dos. Obligar a todos los slan a instalarse en una isla, digamos Hawai, por ejemplo, y una vez los tengamos allá rodear la isla con barcos de guerra y aniquilarlos. Plan número tres. Tratarlos duramente desde el principio; insistir en fotografiarlos y tomar sus huellas digitales, hacerlos comparecer ante la policía con frecuencia, lo cual ofrecería un elemento de legalidad y rectitud. Esta tercera idea puede ser del agrado de los slan porque, si se lleva a cabo durante un cierto período de tiempo, puede parecer una salvaguardia. Lo estricto de la medida tendrá además el valor psicológico de hacerles sentir que somos severos y meticulosos, y tranquilizará gradual y paradójicamente su estado de espíritu.
La voz fría siguió perorando, pero todo aquello tenía en cierto modo un sentido de irrealidad. Era imposible que siete hombres estuviesen allí discutiendo la traición y el asesinato en vasta escala… siete hombres que decidían en nombre de toda la raza humana un punto que estaba más allá de la vida y de la muerte.
—¡Qué locos estáis! —dijo Kathleen con saña—. ¿Os imagináis por un solo instante que los slan se dejarán engañar por vuestras burdas patrañas? Los slan podemos leer el pensamiento, y además, todo es tan transparente y ridículo, y cada uno de vuestros planes tan infantil y claro, que me pregunto cómo he podido creer a ninguno de vosotros inteligente y astuto.
Todos se volvieron para mirarla fríamente, en silencio. Una leve sonrisa de ironía se esbozaba en los labios de Kier Gray.
—Me parece que eres tú quien estás en un error, no nosotros. Suponemos que son inteligentes y suspicaces y, por lo tanto, no les ofrecemos ninguna idea complicada; y esto es, desde luego, el primer elemento del éxito de una propaganda. En cuanto a leer el pensamiento, no nos pondremos nunca en contacto con los jefes slan. Transmitiremos la opinión de nuestra mayoría a los otros cinco consejeros, que entablarán las negociaciones en la firme creencia de que jugamos limpio. Ningún subordinado recibirá instrucciones, salvo la de que el asunto debe ser llevado lealmente. De manera que…
—Un momento —interrumpió John Petty, con tal tono de satisfacción que Kathleen se volvió hacia él sobresaltada—. El principal peligro no reside en nosotros mismos sino en el hecho de que esta muchacha slan ha oído nuestros planes. Ha dicho que había estado en comunicación mental con el capitán de la nave que se ha acercado hoy a palacio. En otras palabras, ahora saben que está aquí. Supongamos que se acerque otra nave; se encontrará en condiciones de comunicarles nuestros planes. Considero, por consiguiente, que debe dársele muerte sin demora.
Un desfallecimiento mental ardía en el interior de Kathleen. La lógica del argumento no podía ser refutada. Veía que las mentes de todos los reunidos iban aceptando la idea. Al tratar de huir de las asiduidades de Jem Lorry había caído en una trampa que sólo podía terminar con la muerte.
La mirada de Kathleen estaba fija, como fascinada, en el rostro de John Petty. El hombre se sentía henchido de una íntima satisfacción que no podía ocultar; no cabía la menor duda de que no había esperado una victoria tan rotunda. La sorpresa no hacía más que aumentar la satisfacción.
Apartó reluctante la mirada de él y la fijó en los demás presentes. Los vagos pensamientos que había captado en ellos le llegaban ahora más concentrados. Ya no cabía la menor duda acerca de lo que pensaban. Su decisión causaba un placer particular a los más jóvenes que no tenían, como Jem Lorry, un interés personal por ella. Pero su convicción era algo inalterable: la muerte.
A Kathleen le parecía que lo irremisible de aquel veredicto estaba escrito en el rostro de Jem Lorry. Se volvió hacia ella, con el desfallecimiento pintado en su rostro.
—¡Maldita imbécil!… —dijo.
Comenzó a morderse nerviosamente el labio inferior y se desplomó sobre su silla, con la vista melancólicamente fija en el suelo.
Kathleen estaba muy aturdida. Estuvo mirando largo rato a Kier Gray antes de verlo. Vio con horror el surco de cruzaba su frente, la expresión no disimulada de sus ojos. Aquello le dio un instante de valor. No quería su muerte, de lo contrario no hubiera estado tan aterrado. El valor, y la esperanza que vino con él se desvanecieron como una estrella detrás de una nube negra. El mismo desfallecimiento de Gray le decía que el problema que había hecho erupción en aquella sala, como una bomba, no tenía remedio. Lentamente su expresión fue convirtiéndose en impasibilidad, pero no tuvo la menor esperanza hasta que le oyó decir:
—La muerte sería quizá la solución necesaria si fuese verdad que ha estado en comunicación con un slan del interior de la nave. Afortunadamente para ella, ha mentido. En la nave no había ningún slan. La nave era un robot autoimpulsado.
—Creía que las naves robot de autoimpulsación podían ser capturadas por radiointerferencia con su mecanismo —dijo uno de los presentes.
—Y así es —respondió Kier Gray—. Recordarás que la nave se elevó casi vertical antes de desaparecer. Los controladores slan la lanzaron de esta forma cuando se dieron súbitamente cuenta de que la estábamos interfiriendo con éxito.
Esbozó una horrible sonrisa.
—Hemos derribado su nave en un terreno pantanoso a ciento cuarenta kilómetros al sur. Quedó en muy mal estado según los informes y no han podido sacarla aún; pero será llevada a su debido tiempo a los grandes talleres de Cudgen donde, sin duda, su mecanismo podrá ser analizado. La razón de que tardásemos tanto —añadió—, fue que su mecanismo robot estaba basado en un principio ligeramente distinto, que requería una nueva combinación de ondas de radio para dominarlo.
—Todo esto carece de importancia —dijo Petty con impaciencia—. Lo que cuenta aquí es que esta muchacha slan ha estado escuchando nuestros planes de aniquilación de su raza y puede, por lo tanto, ser peligrosa, en el sentido de que hará cuanto pueda por informar a los suyos de nuestras intenciones. Debe ser muerta.
Kier Gray se puso en pie lentamente, y se volvió hacia Petty con el rostro ceñudo. Su voz, al hablar, tenía un timbre metálico.
—Creo haberte dicho que estoy haciendo un estudio sociológico sobre esta slan y te agradeceré, por lo tanto, que te abstengas de toda otra tentativa de ejecutarla. Has dicho que todos los meses se capturan y ejecutan centenares de slan, y que ellos afirman que existen aún otros cinco millones de ellos en el mundo. Espero —añadió con un tono de sarcasmo en la voz— que se me concederá el privilegio de conservar la vida a éste para propósitos científicos: un slan que, al parecer, odias más que a todos los demás juntos…
—Todo esto está muy bien, Kier —interrumpió el otro secamente—. Lo que quisiera saber es por qué mintió Kathleen Layton al afirmar que había estado en comunicación con la nave.
Kathleen exhaló un profundo suspiro. El terror de aquellos minutos de peligro mortal iba desvaneciéndose en ella, pero se ahogaba todavía bajo el peso de la emoción. Con voz temblorosa, dijo:
—Porque sabía que Jem Lorry iba a hacer de mí su amante y quería que supieseis que me resistía.
Sintió el temblor de los pensamientos de los allí reunidos y vio sus expresiones faciales; primero comprensión, después impaciencia.
—¡Por la salud del cielo, Jem! —exclamó uno de ellos—, ¿no podrías dejar tus asuntos amorosos al margen de las reuniones del Consejo?
—Con el debido respeto a Kier Gray —intervino otro—, es sencillamente intolerable que un slan se oponga a cualquier cosa que un ser humano haya proyectado acerca de él. Tengo curiosidad por ver cuál sería el resultado de esta unión. Tus objeciones están refutadas; y ahora Jem, llévate a tu protegida a tus habitaciones. Espero que eso termine la discusión.
Por primera vez durante sus diecisiete años, Kathleen tuvo la sensación de que había un límite a lo que un slan era capaz de soportar. Sentía una tensión interior como si algún órgano vital estuviese a punto de romperse. Se daba cuenta de que no podía pensar en nada. Permanecía sentada, agarrada con fuerza al brazo de plástico de su silla. Y súbitamente sintió en su cerebro el latigazo de una idea de Kier Gray. «¡Loca! ¿Cómo te has metido en este lío?»
Lo miró, angustiada, viendo por primera vez que estaba echado hacia atrás en su silla, los ojos entornados, los labios apretados. Finalmente, dijo:
—Todo esto estaría muy bien si estas uniones necesitasen pruebas. Pero no es así. El testimonio de más de cien casos de intentos de reproducción en las uniones humano-slan se hallan a la disposición de todos en los archivos de la biblioteca, bajo el epígrafe «Matrimonios anormales». Las razones de la esterilidad son difíciles de definir, ya que los hombres y los slan no difieren unos de otros hasta un grado tan considerable. La sorprendente dureza de la musculatura de los slans es debida, no a un nuevo tipo de músculo, sino a la aceleración de las explosiones eléctricas que actúan en los músculos. Hay también un gran incremento en el número de nervios de todas las partes del cuerpo que los hacen extraordinariamente más sensibles. Los dos corazones no son en realidad dos corazones, sino una combinación en la cual cada una de las secciones puede operar separadamente. Y las dos secciones cardíacas no son sensiblemente mayores que un solo corazón normal. Son sencillamente dos bombas más perfeccionadas.
Ante la expectación del auditorio, continuó:
—Los tentáculos que emiten y reciben pensamientos son también crecimientos fibrosos de antiguas formaciones poco conocidas, de la parte alta del cerebro, que tienen que haber sido, evidentemente, la fuente de toda la vaga telepatía mental conocida por los primitivos seres humanos, practicada todavía en todas partes por muchísimos humanos. Ya veis, por lo tanto, que lo que hizo Samuel Lann con su máquina de transformación a su mujer, que le dio los tres primeros chiquillos slan, un niño y dos niñas, hace más de seiscientos años, no ha añadido nada nuevo al cuerpo humano, sino que ha cambiado o modificado lo que ya existía anteriormente.
A Kathleen le parecía que trataba de ganar tiempo. En un breve destello mental, vio indicios de una comprensión total de la situación. Pero hubiera podido saber que no había argumentos ni lógica que fuesen capaces de disuadir a un hombre como Jem Lorry de sus pasiones. Oyó la voz de Gray que proseguía:
—Os doy estas informaciones porque al parecer ninguno de los aquí presentes se ha tomado la molestia de investigar la verdadera situación para compararla con la creencia general. Tomemos, por ejemplo, la así llamada inteligencia superior de los slan, a la cual se alude en la carta recibida de ellos hoy. Hay un caso a este respecto que lleva muchos años olvidado; el experimento por el cual Samuel Lann, este hombre extraordinario, crió un mono pequeño, un chiquillo slan y otro humano, en las mismas rígidas condiciones científicas. El mono fue el más precoz, aprendiendo en pocos meses lo que el slan y el humano tardaron mucho más en asimilar. Después el humano y slan aprendieron a hablar, y el mono quedó considerablemente atrás. El slan y el humano siguieron progresando a un paso casi igual hasta que, a la edad de cuatro años, las facultades de telepatía mental del slan comenzaron vagamente a manifestarse. Al llegar a aquel punto, el chiquillo slan se puso a la cabeza. Sin embargo, el doctor Lann descubrió más tarde que intensificando la educación del chiquillo humano, le era posible alcanzar y sostenerse en un nivel relativamente igual al del slan, especialmente en la rapidez del pensamiento. La gran ventaja del slan era leer los pensamientos de los demás, lo cual le daba una inigualada visión interna de la psicología y un fácil acceso a la educación que el chiquillo humano podía sólo alcanzar a través de los ojos y los oídos.
John Petty lo interrumpió con una voz dura y áspera:
—Todo lo que dices lo hemos sabido desde siempre, y es la principal razón por la cual no podemos tomar en consideración negociaciones de paz con esos… esos malditos seres artificiales. Para que un ser humano pueda equipararse a un slan tiene que someterse a años de terrible esfuerzo para adquirir lo que el slan adquiere con la mayor facilidad. En otras palabras, todo lo que no sea una mínima fracción de humanidad es incapaz de ser otra cosa que un esclavo en comparación con un slan. Señores, no podemos tratar de paz, sino al contrario de una intensificación de los métodos de exterminio. No podemos correr el riesgo de poner en práctica uno de estos maquiavélicos planes que hemos discutido, porque el peligro de que fracase es demasiado grande.
—¡Tiene razón! —exclamó un consejero.
Varias voces hicieron eco a esta convicción, y al instante ya no cupo duda sobre cuál iba a ser el veredicto. Kathleen vio Kier Gray mirarla fijamente a los ojos.
—Si ésta tiene que ser vuestra decisión —dijo—, consideraría un grave error que uno de nosotros la tomase como amante. Podría producir una mala impresión.
El silencio que siguió fue de asentimiento, y la mirada de Kathleen se fijó en el rostro de Jem Lorry. Él le devolvió fríamente la mirada, poniéndose al mismo tiempo en pie mientras ella se dirigía hacia la puerta. Avanzó hacia ésta para darle paso y, cuando ella pasó por su lado, le dijo:
—No va a ser por mucho tiempo, querida. De manera que no acaricies vanas esperanzas.
Y le sonrió confidencialmente. Pero no era esta amenaza en lo que Kathleen iba pensando mientras avanzaba por el corredor. Recordaba la explosiva y destructora expresión que había aparecido en el rostro de Kier Gray en el momento en que John Petty solicitó su muerte.
No lo entendía. No se amoldaba en absoluto a las suaves palabras que había pronunciado un minuto antes, cuando informó a los demás que la nave slan había sido derribada en un pantano. Si era así, ¿por qué se había impresionado? Y si no era así, ¿por qué Kier Gray había corrido el terrible riesgo de mentir por ella y estaba probablemente preocupándose por ella todavía?