La adquisición de dinero corrompió a Granny. A veces desaparecía días enteros, y cuando regresaba Jommy averiguaba por su incoherente conversación que frecuentaba por fin los lugares de placer por los que durante tanto tiempo había suspirado. Cuando estaba en casa, la botella era su inseparable compañero. Necesitándola cerca de él, Jommy le hacía la comida, manteniéndola en vida a pesar de sus excesos. Cuando se quedaba sin dinero, Jommy se veía obligado a robar de cuando en cuando para ella, pero por lo demás se apartaba constantemente de su camino.
Dedicaba una gran parte de su tiempo libre a perfeccionar su educación, lo cual no era cosa fácil. La zona donde vivía era miserable, y la mayoría de sus habitantes eran gente sin educación, analfabetos muchos de ellos, pero había algunos con una mentalidad despierta. Jommy averiguó quiénes eran, qué hacían y qué sabían, informándose acerca de ellos. Para todo el mundo era el nieto de Granny. Una vez fue aceptado este hecho, se resolvieron muchas dificultades.
Había gente, desde luego, que recelaba de un pariente de la vieja trapera, considerándolo indigno de confianza. Algunos individuos, que habían sentido el aguijón de la aguda lengua de Granny, le eran netamente hostiles, pero su reacción se limitaba a ignorarlo. Otros estaban demasiado ocupados para acordarse de Granny ni de él.
Sin hacerlo de una manera manifiesta, Jommy consiguió no obstante llamar la atención de algunos. Un joven estudiante de ingeniero, que lo calificaba de «maldito granuja», le enseñó sin embargo la ciencia de la ingeniería. Jommy leyó en su mente que tenía la sensación de ir perfeccionando sus conocimientos y comprendiendo a su discípulo, y algunas veces se jactaba de tener tan profundos conocimientos de ingeniería que era capaz de enseñárselos a un muchacho de diez años. Jamás adivinó el motivo de la precocidad del chiquillo.
Una mujer que había viajado mucho antes de su matrimonio, y se encontraba ahora en malas circunstancias, vivía a media manzana de su casa, y algunas veces le daba de comer mientras le explicaba con apasionado ardor el mundo y la gente tal como ella los había visto. Jommy se veía obligado a aceptar el soborno porque de lo contrario la mujer hubiera podido sospechar. Pero jamás existió chismosa en el mundo que prestase un oído tan atento a lo que se hablaba que la señora Hardy. La señora Hardy era una mujer de rostro afilado, amargada, cuyo marido la había arruinado en el juego perdiendo cuanto poseía, y que había viajado por Europa y Asia, conservando tras sus penetrantes ojos una gran cantidad de detalles. Conocía también vagamente el pasado de estos pueblos.
En un tiempo —así por lo menos lo había oído decir— China había estado densamente poblada. La Historia refería que las sangrientas guerras habían diezmado hacía mucho tiempo las zonas más pobladas. Estas guerras, al parecer, no habían sido de origen slan. Era únicamente a partir de los últimos cien años que los slan habían fijado su atención en los chiquillos chinos y de otros pueblos orientales, despertando así la enemistad de pueblos que hasta entonces los habían tolerado.
Tal como lo explicaba la señora Hardy, aquello parecía una acción más sin sentido de los slan. Jommy escuchaba y fijaba en su memoria el hecho, convencido de que la explicación no podía ser tal como se la presentaban, preguntándose dónde estaría la verdad, y decidido a sacar algún día todos estos hechos a la luz.
El estudiante de ingeniero, el señor Hardy, un droguero que había sido piloto de cohetes a reacción y mecánico de radio y TV, y el viejo Darrett, fueron las gentes que lo educaron, sin darse cuenta de ello, durante los dos primeros años que pasó en casa de Granny. De todo el grupo, el viejo Darrett era el preferido de Jommy. Era un hombre alto, solitario y cínico, de setenta y pico de años, que había sido profesor de Historia, pero éste era tan sólo uno de los muchísimos temas sobre los cuales tenía una inagotable fuente de conocimientos.
Era obvio que tarde o temprano el hombre tenía que poner sobre la mesa el tema de las guerras de los slan. Tan obvio, que Jommy se permitió no hacer caso de la primera alusión a ellas, como si el tema no le interesase. Pero una tarde de principios de invierno habló de nuevo de ellas, como Jommy había esperado, y esta vez dijo:
—Está hablando de guerras. No pudieron ser guerras. Esa gente no son más que fuera de la ley. No se pueden tener guerras contra los fuera de la ley; es necesario exterminarlos.
Darrett se puso rígido.
—¡Fuera de la ley! —dijo—. Muchacho, aquellos fueron grandes tiempos. Te diré que cien mil slan se apoderaron prácticamente del mundo. Todo estuvo maravillosamente planeado y llevado a cabo con la más grande osadía. Tienes que darte cuenta de que el hombre, como masa, no hace nunca su juego, sino el de alguien más. Se ve cogido en una trampa de la que no puede escapar. Pertenece a un grupo; es miembro de una organización; es leal a las ideas, a los individuos, a ciertas zonas geográficas. Si consigues hacerte dueño de las instituciones que apoyan… has encontrado el método.
—¿Y los slan lo hicieron? —preguntó Jommy, con una intensidad que le sorprendió a él mismo, quizá demasiado reveladora de sus sentimientos. Cambiando de tono, se apresuró a añadir—: Todo esto es una historia. Es mera propaganda para asustarnos, como lo que has dicho a menudo de otras cosas.
—¡Propaganda! —estalló Darrett. Pero permaneció silencioso. Sus grandes y expresivos ojos negros estaban casi ocultos por sus largas pestañas. Finalmente, con voz lenta, dijo—: Quiero que te fijes en esto, Jommy. En el mundo reinaba la confusión y el terror. Por todas partes los chiquillos humanos eran sometidos a la tremenda campaña de los slan para hacer más slan. La civilización empezó a imponerse. Había una enorme cantidad de demencia, suicidios, asesinatos, crímenes; el gráfico del caos alcanzó inconmensurables alturas. Y una mañana, sin saber exactamente cómo se había producido la cosa, la raza humana despertó para darse cuenta de que, de la noche a la mañana, el enemigo se había apoderado del control del mundo. Trabajando desde dentro, los slan habían conseguido apoderarse de la clave de innumerables organizaciones. Cuando consigas entender la rigidez de la estructura institucional de nuestra sociedad, te darás cuenta de cuán desamparados se encontraban los seres humanos al principio. Mi propia opinión personal es que los slan hubieran podido conseguir su objeto de no haber sido por una razón.
Jommy escuchaba silencioso. Tenía una triste premonición de lo que se acercaba. El viejo Darrett prosiguió:
—Siguieron tratando implacablemente de crear otros slan con los chiquillos humanos. Retrospectivamente, parece un poco estúpido.
Darrett y los otros fueron sólo el principio de su instrucción. Siguió a hombres doctos por las calles, captando la superficie de sus pensamientos. Asistía telepáticamente a las conferencias, disponía de muchos libros, pero los libros no eran suficientes. Tenían que ser interpretados, explicados. Eran libros de matemáticas, de física, de química, de astronomía, de todas las ciencias. Su deseo no tenía límites. En los seis años que transcurrieron entre su noveno y su decimoquinto aniversario, aprendió lo que su padre le había prescrito como instrucción básica de un slan adulto.
Durante aquellos años observó cautelosamente a los slan sin tentáculos, a distancia. Cada noche, a las diez, sus naves del espacio saltaban al cielo; y el servicio era cumplido con una exactitud matemática. Cada noche, a las dos y treinta minutos, otro monstruo en forma de tiburón caía del cielo, desapareciendo como un fantasma en el techo del alto edificio.
Sólo dos veces durante aquellos años fue suspendido el tránsito, cada vez durante un mes, y cada vez cuando Marte, siguiendo su órbita excéntrica, se hallaba en la parte más lejana del Sol.
Se mantuvo alejado del Centro del Aire, porque cada día crecía más su respeto por el poderío de los slan sin tentáculos. Y cada vez veía con mayor claridad que sólo un milagro lo salvó el día que se reveló ante los dos adultos. Un milagro debido a la sorpresa.
Sobre los misterios básicos de los slan no supo nada. Para pasar el tiempo se entregaba a orgías de actividad física. Ante todo, necesitaba un camino secreto para escapar, sólo por si acaso… un camino secreto tanto para Granny como para el mundo entero. Y, en segundo lugar, le era imposible seguir viviendo en aquella pocilga. Necesitó meses enteros para construir centenares de metros de túnel, meses también para adornar el interior de la casa con bellas paredes, brillantes techos y suelos de plástico.
Granny traía lo robado por la noche, pasaba por el montón de desperdicios del patio y la casa, que seguía exteriormente sin pintar. Pero todo aquello requirió casi un año… a causa de Granny y su botella.
¡Quince años!… A las dos de la tarde, Jommy dejó el libro que estaba leyendo, se quitó las zapatillas y se puso los zapatos. La hora de la decisión había llegado. Hoy tenía que ir a las catacumbas y tomar posesión del secreto de su padre. No conociendo los corredores secretos de los slan, tendría que correr el riesgo de entrar por la puerta pública.
No dedicó al posible peligro más que un pensamiento superficial. Este era el día desde hacía tanto tiempo fijado e hipnóticamente transmitido por su padre. Parecía importante, sin embargo, poderse escabullir de la casa sin que la vieja se enterase.
Se puso ligeramente en contacto mental con ella, y sin la menor sensación de desagrado examinó la corriente de sus pensamientos. Estaba completamente despierta, echada en su cama. Y de su cerebro manaba libremente, con furia, un chorro de sorprendentes y malvados pensamientos.
Jommy Cross frunció el ceño. En medio del infierno de recuerdos de aquella vieja (porque vivía casi exclusivamente en el pasado cuando estaba borracha) había aparecido una rápida, astuta decisión: «Libérate de este slan… es peligroso para Granny ahora que ya tiene dinero. No debe dejarle sospechar… hay que apartarlo de la mente a fin de que…»
Jommy Cross sonrió melancólicamente. No era la primera vez que captaba un pensamiento de traición en su cerebro. Con súbita energía acabó de anudar el cordón de su zapato, se puso en pie y se fue a su habitación.
Granny yacía como una masa inerte bajo la manta manchada de ron. Sus negros ojos profundamente hundidos miraban desde el fondo de su rostro apergaminado. Al verla, Jommy sintió un impulso de piedad. Por malvada y perversa que hubiese sido la vieja Granny, la prefería a aquella borracha que yacía acostada como una bruja medieval milagrosamente transportada al lecho azul y plata del futuro. Sus ojos parecían verlo claramente por primera vez. Una retahíla de maldiciones salió de su boca.
—¿Qué quieres?… —consiguió balbucir—. Granny quiere estar sola.
La compasión se desvaneció en él. La miró fríamente.
—Quiero solamente hacerte una pequeña advertencia. Voy a marcharme pronto, de manera que no pierdas más tiempo pensando en la manera de traicionarme. No hay ningún medio seguro. Tu viejo pellejo que tanto aprecias no valdría ni un centavo si me pescasen.
Los ojos negros se fijaron en él, atemorizados.
—Te crees listo, ¿eh? —murmuró. La palabra parecía despertar una nueva corriente de ideas que Jommy no podía seguir mentalmente—. Inteligente… —repitió, medio riéndose—. La cosa más inteligente que ha hecho Granny fue coger un joven slan… Pero ahora es peligroso… tiene que librarse de él…
—Vieja loca —respondió Jommy Cross fríamente—. No olvides que la persona que encubre a un slan está automáticamente condenada a muerte. Has conservado este viejo pellejo que tienes por cuello tan bien engrasado que no chirriará cuando te cuelguen, pero darás buenas patadas en el aire con tus asquerosas piernas.
Pronunciadas estas brutales palabras, dio media vuelta y salió de la habitación y de la casa. Ya en el autobús, pensó: «Tengo que vigilarla, y dejarla cuanto antes. Teniendo en cuenta las probabilidades, no hay nadie capaz de confiarle nada de valor.»
Incluso en la parte baja de la ciudad las calles estaban desiertas. Tomó el autobús sorprendido de ver aquella calma en un lugar donde en general solía reinar el bullicio. La ciudad estaba demasiado tranquila; era como una verdadera ausencia de vida y movimiento. Permaneció inmóvil en la acera, sin acordarse ya ni remotamente de Granny. Concentró su mente, y al principio sólo percibió un leve susurro de la distraída mente del conductor del único autobús que había a la vista, que no tardó en desaparecer. El sol brillaba sobre el pavimento. Las pocas personas que pasaban llevaban en el pensamiento un vago terror, tan continuo e invariable, que a Jommy le era imposible penetrar más allá de él.
A medida que aumentaba el silencio crecía la inquietud de Jommy Cross. Exploró los inmuebles vecinos, pero le fue imposible percibir el más leve clamor mental. Nada en ninguna parte. De una calle lateral llegó a él el ruido de un motor. De dos manzanas más allá salió un tractor arrastrando un tremendo cañón que apuntaba amenazadoramente al cielo. El tractor se detuvo con estruendo en el centro de la calle por donde había venido. Algunos hombres se acercaron al cañón, preparándolo; después miraron al cielo, esperando nerviosamente.
Jommy Cross sentía deseos de acercarse a ellos y leer sus pensamientos, pero no se atrevió. La sensación de encontrarse en un momento peligroso iba reafirmándose en él. De un momento a otro podía aparecer un militar o un policía y preguntarle qué hacía en la calle. Podía ser detenido u obligado a quitarse la gorra, mostrando el cabello y los dorados zarcillos que eran sus tentáculos.
Decididamente allí ocurría algo grave, y el lugar más seguro para él eran las catacumbas, donde estaría fuera de la vista, si bien en un peligro de otro género. Se dirigió pues apresuradamente hacia la entrada de las catacumbas que había sido su meta desde que salió de la casa. Se disponía a dar la vuelta a la esquina para tomar una calle lateral cuando un altavoz le volvió a la realidad. La voz de un hombre gritaba: «¡Última advertencia! ¡Salid de la calle! ¡Apartaos de la vista! La misteriosa nave de los slan se está acercando a la ciudad a una velocidad aterradora. Se cree que la nave se dirige al palacio. Se han creado interferencias en todas las ondas de radio para evitar que sean radiadas patrañas de los slan. ¡Salid de las calles! ¡Aquí viene la nave!»
Jommy se quedó helado. Vio un destello plateado en el cielo, y una especie de torpedo alado de reluciente metal que pasó a una velocidad vertiginosa sobre su cabeza. Oyó el rítmico disparo del cañón seguido de otras detonaciones, y la nave se convirtió en un lejano punto brillante que se dirigía hacia el palacio.
Cosa curiosa, el resplandor del Sol le producía ahora una sensación dolorosa en los ojos. Sentía una especie de confusión. ¡Una nave con alas! Noches y más noches durante aquellos últimos seis años había observado las naves entrar y salir del edificio de los slan sin tentáculos, en el Centro del Aire. Naves-cohete sin alas pero con algo más, algo que hacía a aquellas grandes máquinas metálicas más ligeras que el aire. La parte del cohete era usada al parecer solamente para la propulsión. La carencia de peso, la forma como eran despedidas como si fuese por fuerza centrífuga, tenía que ser la antigravedad. Y allí venía una nave alada, con todo lo que esto implica: motores a chorro, estricto confinamiento a la atmósfera de Tierra, vulgaridad. Si esto era lo mejor que sabían hacer los verdaderos slan…
Profundamente decepcionado, dio media vuelta y empezó a bajar las escaleras que llevaban a un lavabo público. El lugar estaba tan desierto y silencioso como la calle. Y fue para él, que tantas puertas cerradas había franqueado en su vida, un juego encontrar el secreto de la cerradura de aquella puerta de barrotes de acero que daba acceso a las catacumbas.
Al mirar por entre los barrotes de la puerta sintió la intensa tensión de su mente. Tras ella había un fondo de cemento, y más allá una vaga oscuridad que significaba más escaleras. Los músculos de su garganta se tendieron, su respiración se hizo jadeante. Inclinó el cuerpo hacia delante, como el corredor que se dispone a arrancar con un sprint. Abrió la puerta, entró, y comenzó a bajar a toda velocidad el largo tramo de escaleras.
A cierta distancia de él empezó a sonar rítmicamente un timbre eléctrico, accionado sin duda por la barrera de células fotoeléctricas que había puesto en marcha al franquear la puerta; una protección instalada hacía años como precaución contra los slan y otros intrusos.
El timbre estaba ya a corta distancia de él, y no obstante no percibía la vibración de ningún cerebro en el corredor que se abría ante sus ojos. Al parecer ninguno de los hombres encargados de la vigilancia de las catacumbas estaba al alcance del oído. Vio el timbre, una reluciente cazoleta de metal que vibraba furiosamente. La pared era lisa como el cristal, imposible de escalar, y el timbre estaba a más de cuatro metros del suelo. Seguía sonando, pero no había el menor indicio de que se acercase cerebro alguno ni la menor sombra de un pensamiento.
«No hay ninguna prueba de que no vengan —pensó Jommy, inquieto—. Estas paredes de piedra difundirán rápidamente las ondas mentales.»
Se lanzó corriendo hacia la pared y dio un salto, haciendo un desesperado esfuerzo. Levantó el brazo, arañó la pared de mármol, pero no consiguió alcanzar el timbre. Retrocedió, consciente de su fracaso. Seguía tocando cuando dio la vuelta a una esquina del corredor. Lo oyó disminuir de intensidad, desvanecerse en la distancia. Pero una vez hubo cesado le parecía oírlo todavía en su cerebro como una insistente advertencia de peligro.
Tuvo la extraña sensación de que el sonido, en lugar de desvanecerse con la distancia, parecía aumentar, hasta tenerlo nuevamente junto a él; al final se dio cuenta de que estaba debajo de otro timbre tan potente como el primero. Aquello significaba, se dijo desfalleciendo, que debía haber una vasta red distribuida por aquel laberinto de corredores, y hombres que debían estar poniéndose en guardia y mirándose unos a otros abriendo los ojos alarmados.
Jommy Cross apretó el paso. No tenía la menor idea del camino que debía seguir. Sólo sabía que su padre había impreso una imagen hipnótica en su mente y que tenía que seguir sus instrucciones. Súbitamente, recibió una orden mental: «¡A la derecha!»
Tomó el brazo más estrecho de una bifurcación y por fin llegó al sitio donde estaba oculto lo que buscaba. Todo fue muy fácil; una losa de la pared de mármol cedió a la presión de sus dedos, dejando al descubierto un hueco oscuro. Metió la mano y tocó una caja de metal. La atrajo hacia él. Todo su cuerpo temblaba. Durante unos instantes permaneció inmóvil, tratando de imaginar a su padre delante de aquel agujero, escondiendo los secretos para que su hijo los encontrase en un momento de peligro, si sus planes personales fracasaban.
A Jommy le parecía que aquel momento podía ser trascendental en la historia cósmica de los slan. Aquel momento en que la obra del difunto padre pasaba a manos del muchacho de quince años que había esperado tantas horas y tantos días a que llegase aquel instante. La nostalgia desapareció de su mente al llegar a su cerebro una vaga insinuación procedente del exterior. «¡Maldito sea este timbre! —estaba pensando un cerebro—. Debe ser alguien que se ha refugiado aquí para escapar a las bombas cuando llegó la nave de los slan.»
«Sí, pero que no cuente con ello —dijo una segunda voz—. Ya sabes cuán estrictos son en estas catacumbas. El que ha hecho funcionar este timbre está todavía en el interior. Será mejor que demos la alarma a la policía.»
«Quizá se ha extraviado», dijo una tercera vibración.
«Que nos lo explique —dijo el primero—. Vamos hacia el primer timbre con las armas preparadas. Nunca se sabe lo que puede pasar. Con los slan rondando por el cielo estos días, puede ser uno de ellos que se haya metido aquí.»
Jommy examinaba frenéticamente la caja de metal, buscando la manera de abrirla. Sus órdenes hipnóticas eran tomar el contenido de la caja y volverla a dejar en el hueco. Ante esta orden, la idea de tomar la caja y salir corriendo con ella no acudió nunca a su cerebro.
No encontraba ni cerradura ni pestillo. Y sin embargo, debía haber algo que cerraba la caja… ¡Pronto, pronto! ¡Dentro de pocos minutos los hombres podían pasar por allí!
La penumbra que reinaba en el largo corredor, el olor a humedad, la idea de los gruesos cables eléctricos que distribuían millones de voltios por la ciudad que gravitaba encima, todo aquel mundo de catacumbas que lo rodeaba, e incluso los recuerdos de su pasado… éstas eran las ideas que se atropellaban por el cerebro de Jommy mientras contemplaba la caja de metal. Recordaba a Granny borracha, y el misterio de los slan, y todo se mezclaba a los pasos de los hombres que se iban acercando. Los oía dirigirse ya claramente hacia él.
Silenciosamente, tiró de la tapa de la caja haciendo un supremo esfuerzo, y ésta se levantó tan fácilmente que estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio. Se encontró frente a una especie de gruesa barra de metal puesta sobre un montón de papeles. No experimentó la menor sorpresa. Sintió, al contrario, un cierto alivio al encontrar intacto algo que sabía que estaba allí. Sin duda era también obra del hipnotismo de su padre.
La barra de metal tenía unos cinco centímetros de diámetro en el centro, afilándose hacia los dos extremos. Uno de ellos era rugoso, sin duda para facilitar una mejor presa. En la parte más gruesa había un pequeño botón que el pulgar podía apretar fácilmente. El instrumento parecía despedir una tenue luz propia. Este resplandor y la luz difusa del corredor le permitieron leer sobre el papel que contenía la caja estas palabras:
Esta es el arma.
Úsala sólo en caso de absoluta necesidad.
Durante un momento Jommy quedó tan absorto en su contemplación que no se dio cuenta de que los hombres estaban frente a él. Brilló un destello.
—¿Qué diablos?… —rugió uno de los hombres—. ¡Hey, manos arriba!
Era el primer peligro personal y auténtico en que se encontraba desde hacía seis años, y le parecía irreal. Lentamente acudió a él la idea de que los humanos no eran muy rápidos en sus reflejos. Cogió el arma de la caja y, sin darse siquiera cuenta de lo que hacía, apretó el botón.
Si alguno de los hombres hizo fuego, la detonación se perdió en el rugido de la blanca llama que brotó con una inimaginable violencia de la boca del tubo. Un instante después, aquellos tres hombres violentos, amenazadores, vivos, habían desaparecido, eliminados por la explosión de aquel terrible fuego.
Jommy miró su mano. Temblaba. Y entonces sintió una especie de congoja al pensar que había privado de la existencia a tres vidas. La borrosa visión fue fijándose y sus ojos perdieron su expresión de asombro. Y al mirar hacia el extremo del corredor vio que éste estaba vacío. Ni un hueso, ni un fragmento de carne o jirón de ropa quedaba para probar que allí había habido hacía un instante tres seres vivos. En la parte del suelo, donde había llegado la abrasadora incandescencia, se apreciaba una ligera concavidad, tan ligera que probablemente no sería nunca observada.
Trató de que sus dedos dejasen de temblar; lentamente, su sensación de malestar fue desapareciendo. No había motivos para inquietarse. Matar era una acción violenta, pero aquellos tres hombres no hubieran vacilado ni un instante en matarlo a él, como a tantos otros slan que habían perecido a causa de las patrañas que todo este pueblo refería, aniquilándolos sin la más ligera resistencia. ¡Malditos todos ellos!
Durante un momento sintió una violenta emoción. ¿Era posible —se decía— que los slan se volviesen crueles al hacerse viejos y no sintiesen el menor remordimiento al dar la muerte, como no la sentían tampoco los humanos al darla a los slan? Su mirada se posó sobre la hoja de papel que su padre había escrito:
… el arma.
Úsala sólo en caso de absoluta necesidad.
Mil otros ejemplos de la noble cualidad de sus padres acudieron a su mente. Recordaba todavía perfectamente la noche en que su padre le dijo: «Recuerda esto: por muy fuertes que lleguen a ser los slan, el problema de qué hacer con los humanos seguirá siendo una barrera a la ocupación del mundo. Hasta que el problema haya sido resuelto con justicia, y psicológica cordura, el empleo de la fuerza será un negro crimen».
Jommy no pensaba así. Allí estaba la prueba. Su padre no había llevado siquiera consigo el arma que hubiera podido salvarlo. Había aceptado la muerte, antes que hacer uso de ella.
Frunció el ceño. La nobleza estaba muy bien, quizá había vivido demasiado tiempo entre los humanos para sentirse un verdadero slan, pero no podía alejarse de la convicción de que luchar era mejor que morir.
La idea fue reemplazada por el temor. No había tiempo que perder. ¡Tenía que salir de allí y pronto! Se metió el arma y los papeles en los bolsillos. Después, volviendo a meter la caja vacía en su hueco, cerró la losa de mármol. Recorrió velozmente los corredores, subió la escalera y se detuvo a la vista del lavabo. Un momento antes estaba silencioso y vacío; ahora estaba atestado de hombres. Se detuvo, indeciso, esperando a que su número disminuyese.
Pero unos entraban y otros salían, sin que disminuyese su número ni la agitación que reinaba en el recinto. La excitación, el temor, las preocupaciones; pocos eran los hombres cuyos cerebros se diesen cuenta de que estaban ocurriendo grandes cosas. Y el eco de esta realidad llegó al cerebro de Jommy a través de los barrotes de acero de la puerta. Mientras, esperaba en la penumbra. A distancia, el timbre seguía sonando incesantemente la alarma, y le dictó finalmente lo que debía hacer. Agarrando el arma con una mano, sin sacarla del bolsillo, abrió la puerta y volvió a cerrarla suavemente tras él, atento a la menor señal de peligro.
Pero el compacto grupo de hombres no le prestó la menor atención cuando se abrió paso y salió a la calle. El pavimento estaba lleno de gente y la muchedumbre avanzaba por las aceras. Se oían los silbatos de la policía, rugían los altavoces, pero nada podía dominar el anarquismo de la multitud. Todo tránsito había cesado. Sudando y lanzando maldiciones, los conductores de los vehículos se apeaban para mezclarse con la muchedumbre delante de los altavoces de las calles defendidos por las ametralladoras.
«No se sabe nada cierto. Nadie sabe exactamente si la nave slan aterrizó en el palacio o dejó caer un mensaje antes de desaparecer. Nadie la vio aterrizar, nadie la vio desaparecer. Es posible que la hayan derribado, pero es posible también que en estos momentos los slan estén conferenciando con Kier Gray. Corre ya este rumor, pese a la ambigua declaración hecha hace unos minutos por el propio Kier Gray. Para ilustración de los que no la hayan oído, la repetiré. Señoras y caballeros, la declaración de Kier Gray dice así:
»No os excitéis ni alarméis. La extraordinaria aparición de la nave slan no ha alterado en lo más mínimo las respectivas posiciones de los slan y los humanos. Controlamos absolutamente la situación. No pueden hacer más que lo que han hecha hasta ahora, y aun así dentro de las más rígidas limitaciones. El número de seres humanos es probablemente de varios millones por cada slan, y en estas condiciones no osarán jamás entablar una lucha franca y abierta contra nosotros. Calmad, pues, vuestros corazones…
»Esta, señoras y caballeros, ha sido la declaración hecha por Kier Gray después del sensacional acontecimiento del día. El consejo está reunido en sesión permanente desde esta declaración. Repito: no se sabe nada más a ciencia cierta. No se sabe si la nave slan ha aterrizado, aunque nadie la ha visto desaparecer. Sólo las autoridades saben la verdad de lo ocurrido, y ya sabéis la declaración hecha sobre este punto por el propio Kier Gray. Si la nave de los slan ha sido derribada o…»
La charla seguía y seguía… Una y otra vez se repetía la declaración hecha por Kier Gray, acompañada por los mismos rumores. Todo aquello se convertía en una especie de zumbido en el cerebro de Jommy, un rugir sin significado de los altavoces, una monotonía de ruidos. Pero permanecía allí, esperando alguna información adicional, ardiendo con el refrenado deseo de quince años de saber algo de los demás slan.
La llama de su emoción fue extinguiéndose lentamente. No se dijo nada nuevo, y finalmente tomó un autobús para dirigirse a su casa. La oscuridad iba cerrando sobre el caluroso día de primavera. El reloj de una torre marcaba las siete y diecisiete minutos.
Se acercó al patio lleno de basura con su habitual precaución. Su mente penetró en el desaliñado edificio y se puso en contacto con la de Granny. Suspiró. ¡Otra vez borracha! ¿Cómo diablos podía soportar aquel estado, aquel cuerpo de caricatura? Tanta bebida tenía que haber deshidratado ya su organismo. Empujó la puerta, volvió a cerrarla tras él, y se detuvo, inmóvil.
Su mente, en contacto casual con la de Granny, acababa de recibir un choque. La vieja había oído la puerta al abrirse y cerrarse, y aquello había dado una breve actividad a su cerebro:
—No debe saber que he telefoneado a la policía… Tengo que alejarlo de mi pensamiento… no puedo tener a un slan a mi lado… es peligroso tener un slan… la policía cercará las calles…