A partir del momento en que captó los pensamientos de los dos hombres, para Jommy no se trató ya de decidir de lo que tenía que hacer sino de si tendría tiempo de hacerlo. Ni la estupefaciente sorpresa de su asesina enemistad afectó básicamente sus acciones ni su cerebro.
Sabía, sin siquiera pensarlo, que tratar de franquear los cien metros de corredores de mármol era un suicidio. Sus piernas de chiquillo de nueve años no podrían jamás competir con las de dos slan en pleno vigor de su juventud. No había más que una cosa a hacer, y la hizo. Con una agilidad de muchacho dio un salto de costado. Se lanzó hacia una de las cien puertas que había en el corredor.
Afortunadamente, no estaba cerrada. Ante su furioso impulso se abrió con sorprendente facilidad, pero era tal la precisión de sus acciones que se abrió tan solo lo estrictamente necesario para darle paso. Vio un segundo corredor iluminado, carente de vida, y volvió a cerrar la puerta, buscando la cerradura con sus inciertos dedos. El pestillo quedó cerrado con un seco chasquido que resonó por el corredor.
En el mismo instante dos cuerpos se arrojaron violentamente contra la puerta, golpeándola furiosamente. Pero ésta ni siquiera tembló. Jommy se dio cuenta de la realidad. La puerta era de metal macizo, capaz de resistir los ataques de un ariete, pero tan perfectamente equilibrada que había parecido ingrávida bajo sus dedos. De momento estaba a salvo.
Su mente abandonó su concentración y trató de establecer contacto con los dos slan. Al principio le pareció que la cortina mental protectora era demasiado sólida, pero después, su fuerza exploradora captó una sensación de temor y ansiedad tan terrible que era como un cuchillo que mordiese la superficie de sus pensamientos.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamaba uno de ellos—. ¡Pulsa el timbre de alarma, pronto! ¡Si estas víboras descubren que controlamos las vías aéreas…!
Jommy no perdió ni un segundo más. La intensa curiosidad lo inducía a quedarse, a averiguar la causa de aquel encarnizado odio de los slan sin tentáculos contra los verdaderos slan, pero ante el dictado del sentido común la curiosidad cedió. Echó a correr con tanta rapidez como le fue posible, consciente de lo que tenía que hacer.
Sabía que lógicamente no podía considerar seguro aquel laberinto de corredores. De un momento a otro podía abrirse una puerta, y algunas ligeras vibraciones le advirtieron de la presencia de alguien al doblar una esquina. Con súbita decisión, retuvo su carrera y probó de abrir varias puertas. La cuarta cedió a su empuje, y Jommy cruzó el umbral con una exclamación de triunfo. En la pared de enfrente de la habitación había una alta y ancha ventana.
La abrió inmediatamente y se acercó al antepecho. Agachándose cuanto pudo, se asomó. Bajo el resplandor de la luz que salía de las demás ventanas del edificio vio una especie de estrecho callejón entre dos altos muros de ladrillo. Vaciló por un instante y después, como una mosca humana, comenzó a trepar por el muro. Trepar era relativamente fácil; sus ágiles y fuertes dedos buscaban con ágil certeza los puntos salientes de la superficie. La oscuridad que iba aumentando a medida que subía era un impedimento, pero a cada paso que subía iba aumentando su confianza. Arriba había kilómetros de tejados y, si no recordaba mal, todos los edificios del aeródromo conectaban unos con otros. ¿Qué podían hacer los slan incapaces de leer los pensamientos contra uno que podía evitar todas sus trampas?
¡El piso treinta y último! Con un suspiro de satisfacción, Jommy se puso de pie y echó a andar por el tejado. Era ya casi de noche, pero podía ver aún la distancia que separaba el techo en que se encontraba del edificio antiguo. ¡Un salto de dos metros todo lo más, cosa fácil! Las pesadas campanadas del reloj de una torre vecina empezaron a dar la hora. ¡Una, dos… cinco… diez! Y, al dar la última campanada, un ruido estridente llegó a los oídos de Jommy y súbitamente, en el oscuro centro de la superficie del tejado, vio un ancho agujero negro. Sorprendido, se echó al suelo, conteniendo la respiración.
Y de aquel negro agujero salió velozmente una cosa con forma de torpedo que se lanzó al firmamento estrellado. Su velocidad fue aumentando paulatinamente y, al alcanzar el extremo límite de visión, de su parte posterior brotó un diminuto punto luminoso y brillante. Relució durante un momento y desapareció, como una estrella tragada por la distancia.
Jommy permanecía absolutamente inmóvil, tratando de seguir con los ojos la extraña nave aérea. Una nave del espacio. ¡Una nave del espacio, cielos! ¿Habían conseguido aquellos slan sin tentáculos realizar el sueño de todos los tiempos… volar hasta los planetas? Si era así, ¿cómo habían conseguido ocultar el secreto a los seres humanos? ¿Y qué estaban haciendo los verdaderos slan?
El chirrido metálico llegó de nuevo a sus oídos. Se acercó al borde del agujero y miró. Pero sólo pudo ver que el agujero negro disminuía de proporciones y que dos grandes hojas metálicas se acercaban una a otra, dejando nuevamente al cerrarse el tejado intacto. Durante un momento Jommy esperó, y después, poniendo en juego sus músculos, saltó. Sólo un propósito ocupaba ahora su mente: ir de nuevo al encuentro de Granny por callejuelas apartadas, porque la facilidad con que había huido de los slan podía parecer sospechosa. A menos, desde luego, que no se atreviesen a poner en juego sus precauciones por temor a traicionar su secreto ante los seres humanos.
Cualquiera que fuese la razón, era obvio que en aquel momento tenía una imperativa necesidad de encontrar el sórdido refugio de la casa de Granny. No sentía el deseo de resolver un problema tan complicado como había llegado a ser el del triángulo slan-humano sin tentáculos. Por lo menos, no antes de que hubiese crecido y fuese capaz de equipararse con los potentes cerebros que estaban librando aquella incesante y mortífera batalla.
Sí, volver a Granny, y por el camino del almacén, a fin de poder coger algún tributo de paz que ofrecer a la vieja bruja, ahora que sabía que llegaría tarde. Y tenía que darse prisa, además. El almacén debía cerrar a las once.
Ya en el almacén, Jommy no se acercó a la sección de joyería porque la dependienta que no quería dejar entrar a los chiquillos estaba todavía allí. Había otras secciones de artículos de lujo también, y escamoteó hábilmente la crema de sus mejores artículos. Sin embargo, tomó mentalmente nota de que si tenía que volver a aquel almacén en el futuro, tenía que estar en él antes de las cinco, hora en que el personal cambiaba de turno, o de lo contrario aquella muchacha podía crearle un contratiempo.
Repleto ya de la mercancía robada, se dirigió cautelosamente hacia la salida más próxima y se detuvo para dejar pasar a un hombre robusto y panzudo que se cruzó en su camino. El hombre era el cajero jefe del almacén, y estaba pensando en los cuatrocientos mil dólares que aquella noche habría en la caja de caudales. En su mente había también la combinación de la caja.
Jommy se apresuró, pero estaba disgustado por su falta de previsión. ¡Qué tontería haber robado géneros que tendrían que ser vendidos con todos los riesgos imaginables, cuando tan fácil hubiera sido apoderarse de todo el dinero que hubiese querido!
Granny estaba de nuevo donde la había dejado, pero en su mente había un tal remolino de ideas que Jommy tuvo que esperar a que hablase para saber lo qué deseaba.
—¡Pronto! —dijo—. ¡Métete debajo de la manta!
Había un policía que estaba vigilando lo que hacía Granny.
Debieron recorrer por lo menos un par de kilómetros antes de que la vieja levantase la manta lanzando un ronquido.
—¡Oye, granuja desagradecido! —dijo—. ¿Dónde te has metido?
Jommy no malgastó palabras. Su desprecio era demasiado grande para decir más de lo que era necesario. Se estremeció al ver la codicia con que ella contempló el tesoro que le vertió en su regazo. Valoró rápidamente cada objeto y lo ocultó todo en el falso fondo que tenía dispuesto en el carro.
—Por lo menos doscientos dólares para la vieja Granny —dijo alegremente—. El viejo Finn le dará esto por lo menos. ¡Ah, Granny ha sido inteligente pescando al joven slan! Se ganará no diez mil, sino veinte mil al año… ¡Y pensar que sólo ofrecían diez mil dólares de recompensa! ¡Hubiera debido ser un millón!
—Puedo hacer incluso algo mejor que esto —dijo voluntariamente Jommy. Le parecía que lo mismo daba decirle entonces que después lo de la caja de caudales, y que no había ninguna necesidad de cometer más hurtos en el almacén—. En la caja hay por lo menos cuatrocientos mil —terminó—. Puedo cogerlos esta noche. Trepando por la parte posterior del edificio cuando sea de noche hasta una de las ventanas, puedo hacer un agujero en el cristal… ¿tienes al menos algo para cortar cristales?
—¡Granny se procurará uno! —exclamó la vieja en éxtasis, echándose adelante y atrás impulsada por el júbilo—. ¡Oh, oh, qué contenta está Granny! Pero Granny ve ahora por qué los humanos matan a los slan. Son demasiado peligrosos. ¡Pueden robar el mundo!… Lo intentaron además, sabes, al principio…
—No sé gran cosa de todo esto… —balbuceó lentamente Jommy. Sentía el desesperado deseo de que Granny lo supiese todo, pero veía que no era así. En su mente sólo había el vago conocimiento de aquel remoto período en que los slan, o por lo menos así lo acusaban los humanos, trataron de conquistar el mundo. No sabía más que él, ni que toda aquella vasta masa ignorante del pueblo.
¿Cuál era la verdad? ¿Había existido alguna vez una guerra entre los slan y los seres humanos? ¿O se trataba tan solo de la misma propaganda que acusaba a los slan de hacer horribles cosas con los chiquillos? Jommy vio que Granny había vuelto a pensar en el dinero del almacén.
—¿Sólo cuatrocientos mil dólares? —dijo con voz rasposa—. ¡Si tienen que hacer centenares de miles cada día… millones!
—No lo guardan todo en el almacén —mintió Jommy; y vio con alivio que la vieja aceptaba su explicación.
Mientras el carro seguía avanzando, Jommy pensó en su mentira. La había dicho casi automáticamente. Ahora veía necesaria su protección. Si hubiese hecho a la vieja demasiado rica, no hubiera tardado en pensar en delatarlo. Era absolutamente imperativo que durante aquellos seis años pudiese vivir en el antro de Granny. La cuestión que se presentaba por lo tanto era: ¿Con cuánto se contentaría? Tenía que encontrar un término medio entre su insaciable codicia y sus propias necesidades.
Pero pensar en aquello aumentaba los peligros. En aquella vieja había un increíble egoísmo, con un lado de cobardía que podía engendrar una corriente de pánico que la indujese a aniquilarlo antes de que él pudiese darse cuenta de la amenaza. De esto no cabía duda. Entre los imponderables conocidos que amenazaban aquellos preciosos seis años que lo separaban de la poderosa ciencia de su padre, aquella repugnante granuja aparecía como el más peligroso e incierto factor.