V

El destartalado vehículo entraba ya en la parte baja de la ciudad. Crujía y se tambaleaba por las mal pavimentadas calles hasta que Jommy, mitad acostado, mitad agazapado en el fondo, tuvo la sensación de que le arrancaban las ropas. Dos veces trató de levantarse, pero las dos veces la vieja lo golpeó con el látigo.

—¡Échate! ¡Granny no quiere que nadie vea estas hermosas ropas que llevas! ¡Tápate con esta manta!

La manta pertenecía a «Bill» el caballo. El hedor le produjo por un momento náuseas. Finalmente, el carro se detuvo.

—Baja —le ordenó la vieja— y entra en este almacén. He visto que llevas grandes bolsillos en tu chaqueta. Llénalos de manera que no abulten.

Aturdido, Jommy entró en el edificio. Anduvo por allá vacilante, esperando que la rápida llamarada de sus fuerzas desvaneciese aquella anormal debilidad.

—Dentro de media hora volveré —dijo finalmente.

El rostro de concupiscencia de la vieja se volvió hacia él. Sus ojos negros brillaban.

—¡Y que no te agarren, ten cuidado con lo que coges!

—No te preocupes —respondió Jommy confiado—. Antes de coger algo veré en mi cerebro si alguien está mirándome. Es sencillo.

—¡Bien! —exclamó Granny, tratando de sonreír—. Y no te preocupes si Granny no está aquí cuando regreses. Va a ir a la tienda de licores a buscar una medicina. Puede permitirse tomarla, ahora que tiene un joven slan a sus órdenes… ¡Oh, no necesita mucha, sólo un poco para calentar sus viejos huesos! Sí, Granny tiene que hacer una buena provisión de medicinas.

Un error ajeno a él lo invadió mientras iba mezclándose con la muchedumbre que entraba y salía de aquel almacén del rascacielos; un terror anormal, exagerado. Le parecía que la excitación, el desfallecimiento y la incertidumbre lo arrastraban al mismo tiempo que aquella corriente humana. Haciendo un esfuerzo, reaccionó.

Pero durante aquella inmersión había captado la base del terror de las masas. ¡Las ejecuciones en el palacio! ¡John Petty, el jefe de la policía secreta, había descubierto a diez consejeros que estaban en connivencia con los slan y los había ejecutado! Las gentes no querían creerlo. Tenían miedo a John Petty. Desconfiaban de él. Gracias a Dios que Kier Gray estaba allí, fuerte como una roca, para protegerlos contra los slan… y contra el siniestro John Petty.

En el almacén la situación empeoraba. Había más gente. Mientras Jommy seguía abriéndose paso por entre la muchedumbre avanzando bajo el resplandor de los iluminados techos, las ideas iban penetrando en su pensamiento. Un maravilloso mundo de mercancías en enormes cantidades lo rodeaba, y coger lo que quería resultaba más fácil de lo que creyó. Pasó por una sección de joyería y se apoderó de una joya marcada en cincuenta y cinco dólares. Sintió el impulso de entrar en la joyería pero captó el pensamiento de la vendedora y se abstuvo. La muchacha manifestaba hostilidad a la idea de que un chiquillo entrase en la joyería. Los chiquillos no eran bien vistos en aquel mundo de pedrería y metales preciosos.

Jommy se alejó pasando por el lado de un hombre alto, de buen aspecto, que no le dirigió siquiera una mirada. Jommy siguió avanzando algunos pasos y se detuvo. Una impresión como no había experimentado jamás penetró en él como un puñal. Fue como un cuchillo que le cortase el cerebro, doloroso, y no obstante no era desagradable. El asombro, el júbilo, la emoción, ardían en él mientras se volvía y miraba hacia aquel hombre que se alejaba.

¡Aquel alto y distinguido extranjero era un slan! El descubrimiento era tan importante que después de la primera impresión su cerebro se calmó. La calma básica de su apacible mente de slan no estaba alterada, pero sentía un ansia, un ímpetu jamás igualado hasta entonces. Echó a andar apresuradamente detrás del hombre. Lanzó su imaginación, tratando de establecer contacto con el cerebro del desconocido, pero no lo consiguió. Frunció el ceño. Veía claramente que era un slan, pero no conseguía penetrar más que superficialmente en la mentalidad del forastero. Y esta superficie no revelaba que se hubiese dado cuenta de Jommy, ni el menor indicio de que captase unos pensamientos ajenos a él.

Allí había un misterio. Hacía pocos días le había sido imposible leer más allá de la superficie de la mente de John Petty, y no obstante no había pensado jamás que Petty fuese otra cosa que un ser humano normal. Le era imposible explicarse la diferencia. Excepto cuando su madre conservaba sus pensamientos a salvo de intrusiones, había sido siempre capaz de hacerle captar sus vibraciones directas.

La conclusión era impresionante. Significaba que había allí un slan incapaz de leer cerebros y que sin embargo preservaba su cerebro de ser leído. ¿Lo preservaba de quién? ¿De los demás slan? ¿Y qué clase de slan era que no podía leer los pensamientos? Estaban ya en la calle y le hubiera sido fácil echar a correr y reunirse con aquel slan en pocos instantes. ¿Quién de aquella muchedumbre egoísta y abstraída se daría cuenta de que había un chiquillo que corría?

Pero en lugar de acortar la distancia que lo separaba del desconocido dejó que se agrandase. Todas las raíces lógicas de su existencia estaban amenazadas por la situación creada por aquel slan; toda la educación hipnótica que su padre había impreso en su mente se rebelaba y prevenía toda acción precipitada.

A cierta distancia del almacén, el desconocido tomó una ancha calle lateral; extrañado, Jommy lo siguió. Extrañado porque sabía que aquella era una calle sin salida, no una calle residencial. Avanzaron una, dos, tres manzanas. El slan se dirigía hacia el Centro del Aire que, con sus edificios, fábricas y campos de aterrizaje, se encontraba en aquella parte de la ciudad. Aquello era imposible. Estaba prohibido acercarse siquiera al Centro del Aire sin quitarse el sombrero para probar que no había rastro de los tentáculos de un slan.

Pero el slan se dirigía directamente hacia el resplandeciente rótulo que decía CENTRO DEL AIRE, y entró sin la menor vacilación por la puerta giratoria.

Jommy se detuvo. ¡El Centro del Aire, que dominaba toda la industria aérea de la faz del globo! ¿Era posible que los slan trabajasen allí? ¿Era posible que en el centro mismo de aquel mundo humano que los odiaba con una inimaginable ferocidad los slan controlasen el sistema de transporte más importante del mundo entero?

Entró deliberadamente por la puerta y franqueó innumerables otras de ellas que lo llevaron a un corredor de mármol. De momento no había nadie a la vista, pero captaba leves ideas que iban aumentando su creciente asombro y extrañeza.

¡Aquel lugar estaba atestado de slan! ¡Tenía que haber docenas, centenares de ellos!

Se abrió una puerta, y por ello salieron dos hombres con la cabeza descubierta, que se dirigieron hacia él. Hablaban tranquilamente, y de momento no se dieron cuenta de su presencia. Jommy tuvo tiempo de captar sus pensamientos superficiales y vio que experimentaban una plena confianza, no sentían el menor temor. ¡Dos slan, en pleno principio de su madurez, y sin nada en la cabeza!

Sin nada en la cabeza. Esto fue lo que penetró principalmente en el cerebro de Jommy, por encima de todo lo demás. ¡Sin nada en la cabeza… y sin tentáculos!

De momento le pareció que sus ojos debían estar gastándole una broma. Su mirada buscó en vano los pequeños zarcillos dorados que hubieran debido encontrarse allí. ¡Slan sin zarcillos! ¡Era así! Aquello explicaba por qué no podía leer sus pensamientos. Los dos hombres estaban sólo a pocos pasos de él cuando se dieron cuenta de su presencia. Se detuvieron.

—Muchacho, tienes que marcharte de aquí. No está permitida la entrada a los chiquillos. Vete en seguida.

Jommy hizo una profunda aspiración. La suavidad del reproche era tranquilizadora, especialmente ahora que el misterio estaba explicado. Era maravilloso que con la simple supresión de los delatores tentáculos pudiesen vivir y trabajar en plena seguridad en el centro mismo de sus enemigos. Con un gesto amplio, casi melodramático, se quitó la gorra.

—Perdonen —dijo—. Soy…

Las palabras se desvanecieron en sus labios. Miró a los dos hombres con los ojos agrandados por el miedo. Porque después de un momento de incontrolado asombro, sus cortinas mentales se cerraron herméticamente. Pero sus sonrisas eran amistosas.

—¡Vaya! ¡Pues es una sorpresa! —dijo uno.

—¡Una sorpresa francamente agradable! —repitió el otro—. ¡Bienvenido, muchacho!

Pero Jommy no escuchaba. Su mente se estremecía bajo la impresión de los pensamientos que habían estallado en los cerebros de los dos hombres durante el breve período en que vieron los relucientes tentáculos dorados en su cabello.

—¡Dios mío —pensó el primero—, es una víbora!

Y el otro tuvo una idea enteramente fría, implacable:

—¡Hay que matarlo!