No era cosa fácil estar allí sentada bajo las deslumbrantes luces que se habían encendido. Los hombres la miraban con excesiva frecuencia, con una mezcla de impaciencia y rigor en la mente, y jamás un destello de piedad en ninguna parte. Con aquel odio que sentía pesaba sobre su espíritu y atenuaba la vida que palpitaba por sus nervios. La odiaban. Deseaban su muerte. Impresionada, Kathleen cerraba los ojos y procuraba distraer su mente como si por un intenso esfuerzo de voluntad pudiese conseguir hacer su cuerpo invisible.
Pero había tantas cosas en juego que no se atrevía a perder un solo pensamiento o imagen. Sus ojos y su pensamiento estaban completamente despiertos y no perdía de vista nada de todo aquello, la habitación, los hombres, todo el significado de la situación.
John Petty se levantó súbitamente y dijo:
—Me opongo a la presencia de esta slan entre nosotros, ya que su aspecto infantil e inocente podría inspirar compasión a alguien.
Kathleen se quedó mirándolo. El jefe de la policía secreta era un hombre corpulento, de rostro más de cuervo que de águila, quizá demasiado carnoso, y en el cual no se leía ni el menor rastro de bondad. ¿Piensa realmente esto?, se preguntó Kathleen. ¡Ninguno de estos hombres es capaz de sentir la menor piedad!
Kathleen trató de leer a través de las palabras, pero su mente estaba borrosa y en su duro rostro no había la menor expresión. Creyó captar un ligero tono de ironía, y se dio cuenta de que John Petty comprendía perfectamente la situación. Era la lucha por el poder, y su cuerpo y su cerebro estaban pendientes de la mortal importancia de lo que estaba en juego.
Kier Gray se echó a reír, y Kathleen captó en el acto la onda de la personalidad magnética de aquel hombre. Había en él una cierta calidad de tigre, algo inmensamente fascinante, como una aureola que le daba una vida que no poseía nadie más de aquella habitación.
—No creo que exista peligro —dijo— de que… nuestros bondadosos sentimientos predominen sobre nuestro sentido común.
—¡Exacto! —intervino Mardue, el ministro de Transportes—. El juez tiene que estar en presencia del acusado… —Se calló después de estas palabras, pero mentalmente terminó la frase—: …especialmente cuando sabe que la sentencia es de muerte.
—Quiero que se marche, además —prosiguió John Petty—, porque es una slan, y, ¡demonios!, no quiero estar en la misma habitación que una slan.
El tumulto de voces y la emoción colectiva que siguió a esta llamada popular fue para Kathleen casi como un golpe físico. Por todas partes gritaban:
—¡Tiene mucha razón!
—¡Echadla de aquí!
—¡Gray, has tenido una osadía sin límites al despertarnos en medio de una noche como ésta…!
—El Consejo dictaminó sobre este caso hace once años. Yo no me he enterado hasta recientemente.
—La sentencia era de muerte, ¿no es así?
El tumulto de voces atrajo una mueca de contrariedad a los labios de Petty. Miró a Kier Gray. Las miradas de los dos hombres se cruzaron como espadas en el asalto preliminar de un duelo a muerte. A Kathleen le fue fácil entender que Petty estaba tratando de crear confusión sobre el resultado. Pero si el propio jefe se sentía perdido, nada lo delató en su impasible rostro; ni el menor rastro de vacilación vibró en su cerebro.
—Señores, me parece que aquí no nos entendemos. Kathleen, la slan, no está aquí para ser juzgada. Está aquí para declarar contra John Petty y comprendo, por lo tanto, el deseo de éste de verla salir de esta habitación.
Kathleen analizó que el asombro de John Petty fue un poco fingido. Su mente permaneció demasiado en calma, demasiado fría, y su voz se convirtió en un bramido de toro.
—¡Esto es de una osadía inaudita! ¿Nos has levantado a todos de la cama a las dos de la madrugada para darnos la sorpresa de una acusación indigna basada en el testimonio de una slan? ¡Te digo que tu osadía no conoce límites, Gray! Y de una vez para siempre, creo que deberíamos dejar bien sentado el problema jurídico de si la palabra de un slan puede ser o no considerada como prueba en juicio.
De nuevo la llamada a los odios básicos. Kathleen se estremeció bajo las vibraciones de las respuestas que captó en los cerebros de los demás. No había ninguna esperanza para ella, ni la menor oportunidad, sólo la muerte segura. La voz de Gray era grave al responder:
—Petty, creo que deberías darte cuenta de que no estás hablando ahora delante de un puñado de campesinos soliviantados por la propaganda. Tus auditores son gente realista y, pese a todos tus obvios esfuerzos por imponer el resultado, se dan cuenta de que su vida política y acaso incluso la física está en juego en este momento crítico que tú y no yo, nos has impuesto.
Su rostro se endureció todavía más y los músculos aumentaron su tensión. Su voz enronqueció.
—Espero que todos vosotros despertaréis de vuestro sueño, por profundo que sea, y os daréis cuenta de que John Petty sólo pretende destituirme, y de que quienquiera que gane de nosotros dos, algunos de vosotros habréis muerto antes de la mañana.
Nadie miraba ya a Kathleen. En aquella habitación súbitamente silenciosa, tenía la sensación de estar presente, pero no ya visible. Parecía que le hubiesen quitado un peso de encima y por primera vez podía ver, sentir y pensar con una claridad normal. El silencio que reinaba allí era tan mental como fonético. Durante algunos instantes, los pensamientos de los presentes fueron perdiendo intensidad. Era como si se hubiese levantado una barrera entre su cerebro y los de los demás, porque los pensamientos de todos estaban concentrados en el análisis de la situación, comprendiendo súbitamente el mortal peligro que los amenazaba.
En medio de la confusión de ideas, Kathleen sintió brotar una orden mental clara, imperativa: «¡Siéntate en la silla del rincón, donde no puedan verte sin volver la cabeza! ¡Pronto!»
Kathleen dirigió una mirada a Kier Gray, y en sus ojos vio que relucía una llama, tal era la intensidad con que la miraba. E inmediatamente se apartó de su silla sin hacer ruido, obedeciéndole.
Nadie la echó de menos, no se dieron cuenta siquiera de su acción. Y Kathleen sintió una oleada de júbilo al ver que incluso en aquel momento de fuerte tensión, Kier Gray estaba jugando sus cartas sin perder baza.
—Desde luego —dijo Gray—, no hay una absoluta necesidad de ejecutar a nadie con tal de que John Petty, de una vez y para siempre, se quite de la cabeza el alocado deseo de reemplazarme.
A Kathleen le era absolutamente imposible leer los pensamientos de nadie mientras permanecían con la vista fija en Kier Gray. Todos estaban tan intensamente concentrados como John Petty y Kier Gray en lo que dirían y harían. Con un ligero tono de apasionamiento en su voz, Kier Gray prosiguió:
—Digo alocado porque, aunque a primera vista pueda parecer una mera rivalidad por el poder, hay en ello algo más. El hombre que ostenta el supremo poder representa la estabilidad y el orden. El hombre que aspira a él puede, en el momento en que lo alcance, quererse afianzar en su puesto y esto significa ejecuciones, destierros, confiscaciones, cárceles y torturas… todo, naturalmente, aplicado a aquellos que se hayan opuesto a él o de quienes desconfíe. El antiguo jefe no puede pasar a ocupar un puesto subordinado; su prestigio no se desvanece jamás —como lo atestiguan Napoleón y Stalin—, y por consiguiente sigue siendo un peligro. Pero un presunto candidato puede ser disciplinado y mantenido en su puesto. Éste es mi plan para con John Petty.
Kathleen se dio cuenta de que aquello era una llamada a los cautelosos instintos de todos ellos, a sus temores de lo que el cambio podía comportar. John Petty se puso súbitamente en pie. De momento abandonó su guardia, pero tan grande era su rabia que a Kathleen le fue imposible leer sus pensamientos.
—No creo haber oído jamás —estalló— una declaración tan extraordinaria en boca de un hombre presuntamente cuerdo. Me ha acusado de imponer las decisiones. Señores, ¿habéis observado que hasta ahora no ha brindado decisión alguna, no ha aportado ninguna prueba? Sólo tenemos sus afirmaciones, y este dramático proceso que nos ha impuesto a medianoche, cuando la mayoría de nosotros estábamos durmiendo profundamente. Debo confesar que no estoy aún del todo despierto, pero sí lo suficiente como para darme cuenta de que Kier Gray ha sucumbido al complejo que devora a los dictadores de todos los tiempos, la manía persecutoria. No me cabe la menor duda de que desde hace algún tiempo ha visto en todas nuestras acciones y palabras una amenaza contra su posición. Me sería difícil ocultaros mi desconsuelo ante lo que esto significa. Con la desesperada situación creada por los slan, ¿cómo puede siquiera insinuar que uno de nosotros busca la desunión? Os digo, señores, que en las circunstancias actuales no podemos ni tan sólo insinuar una escisión. El público está al corriente de la monstruosa actividad mundial de los slan contra los niños humanos. Su tentativa de slanizar la raza humana es el más grave problema ante el cual se ha encontrado nuestro Gobierno.
Se volvió hacia Kier Gray, y Kathleen sintió un escalofrío al ver su aparente sinceridad, su perfecta actuación.
—Kier, quisiera poder olvidar lo que has hecho. Primero esta reunión, después la amenaza de que antes del amanecer algunos de nosotros podemos haber muerto. En estas circunstancias sólo puedo aconsejarte que presentes la dimisión. En todo caso, no gozas ya de mi confianza.
—Como veis, señores —dijo Gray con una tenue sonrisa—, llegamos ahora al corazón del problema. Quiere mi dimisión.
Un muchacho alto y delgado, de rostro aguileño, se levantó y tomó la palabra:
—Estoy de acuerdo con Petty. Tus actos, Gray, han demostrado que no eres ya un hombre responsable. ¡Dimite!
—¡Dimite! —gritó una voz. Y en el acto los gritos brotaron de todas partes—: ¡Dimite! ¡Dimite! ¡Dimite!
Los gritos y los feroces pensamientos que los acompañaban le parecían a Kathleen, que había estado siguiendo las palabras de John Petty con concentrada atención, el principio del fin. Transcurrió un largo momento antes de que se diese cuenta de que, de los diez hombres sentados, fueron sólo cuatro los que habían armado la algarabía.
El cerebro de Kathleen hacía un doloroso esfuerzo. Gritando una y otra vez «¡Dimite!», habían esperado alejar el peligro, y de momento fracasaban. La mente y los ojos de Kathleen se fijaban en Kier Gray, cuya presencia de espíritu había evitado que los demás gritasen también, presas del pánico. Sólo verlo le devolvió el valor, porque permanecía erguido en su sillón, alto, fuerte, enérgico, y en su rostro se esbozaba una tenue sonrisa de ironía.
—¿Es acaso de extrañar —preguntó pausadamente—, que los cuatro concurrentes más jóvenes se hayan puesto al lado del señor Petty? Espero que los señores presentes de más edad verán claramente que se trata de una organización preparada de antemano y que antes de la mañana los pelotones de ejecución habrán funcionado, porque estos incendiarios jóvenes tienen prisa en vernos desaparecer, ya que, aunque mi edad sea bastante similar a la suya, me consideran como un anciano. Sienten ansia de sacudir la moderación que les hemos impuesto y están, desde luego, convencidos de que fusilando a los viejos no harán más que acelerar algunos años lo que la naturaleza hubiera, en todo caso, realizado con el transcurso del tiempo.
—¡Fusiladlos! —gritó Mardue, el más viejo de los presentes.
—¡Abajo los jóvenes! —saltó Harlihan, ministro del Aire.
Entre los ancianos circuló un murmullo que Kathleen hubiera querido oír si no hubiera estado tan concentrada en los impulsos, más que en las palabras. Reinaba el odio, el miedo, la duda, la arrogancia, la decisión, todo ello revuelto en un galimatías mental.
Ligeramente pálido, John Petty hacía frente al tumulto. Pero Kier Gray se levantó echando llamas por los ojos, con el puño amenazador.
—¡Siéntate, loco de atar! ¿Cómo te atreves a precipitar esta crisis cuando tenemos que cambiar toda nuestra política acerca de los slan? Estamos perdiendo, ¿lo sabes? No hemos tenido ni un solo científico que midiese la superioridad de los slan. ¡Cuánto daría por tener a uno de ellos a nuestro lado! Tener, por ejemplo, un slan como Peter Cross, estúpidamente asesinado hace tres años porque la policía se dejó contagiar por la mentalidad de la plebe… Sí, he dicho «plebe». Esto es lo que es el pueblo de nuestros días. Una plebe, una bestia que hemos ayudado a crear con nuestra propaganda. Tienen miedo, un miedo mortal, por sus chiquillos, y no tenemos ningún científico digno de este nombre. ¿Qué incentivo puede tener para un ser humano pasar toda su vida consagrado a la investigación cuando sabe exactamente que todos los descubrimientos que puede llegar a conseguir han sido desde hace mucho tiempo perfeccionados por los slan? ¿Que están refugiados en sus cuevas ocultas, o escribiendo sus secretos en un papel, preparados para el día en que los slan hagan su nueva tentativa de apoderarse del mundo? Nuestra ciencia es una broma, nuestra educación un montón de mentiras. Y año tras año las ruinas de las aspiraciones humanas y las esperanzas de los hombres se amontonan a nuestro alrededor. Cada año hay más miseria, más desorden, más desorientación. Sólo nos ha quedado el odio, y el odio no es suficiente en este mundo. Tenemos que acabar con los slan o llegar a un acuerdo con ellos y terminar esta locura.
El rostro de Kier Gray estaba congestionado por el calor que había puesto en sus palabras. Y Kathleen vio que mientras las pronunció permanecía perfectamente tranquilo, sereno, cauteloso. Maestro en la demagogia, director de hombres, cuando habló de nuevo su voz pareció floja en comparación, su timbre abaritonado resonó claro y pausado.
—John Petty me ha acusado de querer conservar con vida a esta chiquilla. Quisiera que pensaseis un poco en los últimos meses transcurridos. ¿Os ha hecho Petty observar constantemente, riéndose quizá, que yo quería conservar a esta chiquilla con vida? Sé que sí, porque ha llegado a mis oídos. Pero ya veis lo que ha hecho, desparramar sutilmente el veneno. Vuestras mentalidades políticas os dirán el motivo que me ha obligado a adoptar esta postura; matándola, parece que me he sometido y, por lo tanto, perderé prestigio. Tengo, por lo tanto, el propósito de dictar una orden diciendo que Kathleen Layton no será ejecutada. En vista de nuestra carencia de conocimientos sobre los slan, será mantenida viva como sujeto de estudio. Yo, personalmente, estoy decidido a sacar el mayor partido de su presencia, observando el desarrollo de un slan durante su madurez. He tomado ya una gran cantidad de notas con este objeto.
—¡No trates de gritarme! —chilló John Petty, que estaba todavía en pie—. Has ido demasiado lejos. El día menos pensado entregarás a los slan un continente donde puedan desarrollar sus así llamadas superinvenciones, de las cuales tanto hemos oído hablar, pero que nunca hemos visto. ¡En cuanto a Kathleen Layton, maldita sea, la conservaremos viva por encima de mi cadáver! Las mujeres slan son las más peligrosas de todas. ¡Son las que reproducen la especie, y conocen su oficio, a fe mía!
Las palabras llegaban confusas a Kathleen. Por segunda vez apareció en su cerebro la insistente pregunta mental de Kier Gray: «¿Cuántos de los presentes están a mi lado incondicionalmente? Usa tus dedos para contestar.»
Kathleen le mandó una mirada de perplejidad y se sumergió en el remolino de emociones y pensamientos que brotaban de todos los hombres. La cosa era difícil, porque eran muchos y había muchas interferencias. Por otra parte, a medida que veía la verdad, su cerebro empezaba a debilitarse. Había creído que hasta cierto punto los ancianos estaban de parte del jefe, pero no era así. En sus cerebros había el temor, la creciente convicción de que los días de Kier Gray estaban contados y de que era conveniente para ellos ponerse al lado de los más jóvenes y más fuertes.
Finalmente, desfallecida, levantó tres dedos. Tres sobre diez a favor, cuatro definitivamente en contra, además de Petty, tres que vacilaban.
No podía darle estas últimas cifras porque su mente sólo le había pedido los partidarios. Su atención estaba fija en aquellos tres dedos con los ojos abiertos por el temor. Por un breve instante Kathleen lo sintió presa del pánico, pero su impasibilidad se impuso sobre su actitud. Permaneció sentado como una estatua de piedra, frío, con una rigidez mortal.
Kathleen no podía apartar sus ojos del jefe.
Tenía ya la convicción de que era un hombre acorralado, que estrujaba su cerebro en busca de una técnica que le permitiese convertir en victoria la inminente derrota. Ella luchaba por penetrar en su cerebro, pero el férreo dominio de sus pensamientos levantaba una barrera infranqueable entre ellos.
Pero en aquellos pensamientos superficiales ella leía sus dudas, una curiosa incertidumbre sobre lo que debía hacer, sobre lo que podía hacer, en aquel momento. Todo aquello parecía indicar que no había previsto una crisis de aquellas proporciones, una oposición organizada, un odio concentrado que esperaba el momento de desencadenarse contra él y derrumbarlo. Las ideas de Kathleen cesaron cuando oyó a John Petty decir:
—Creo que sería mejor someterlo a votación.
Kier Gray se echó a reír con una risa fuerte, prolongada, que terminó con una especie de expresión de buen humor.
—¿Quieres someter a votación un punto que hace un momento acabas de decir que yo no había siquiera demostrado que existiese? Me opongo a apelar por más tiempo a la razón de los presentes. La época del razonamiento ha pasado cuando los oídos se hacen el sordo, pero una demanda de votación en estos momentos es un reconocimiento implícito de culpabilidad, un acto visiblemente arrogante, el resultado sin duda de la seguridad dada por cinco por lo menos, posiblemente más, de los miembros del Consejo. Pero dejadme que ponga más de mis cartas sobre la mesa. Hace ya algún tiempo que estoy al corriente de esta rebelión, y estaba preparado para hacerle frente.
—¡Bah! —exclamó Petty—. ¡Te estás jactando! He observado todos tus movimientos. Cuando organizamos este Consejo temimos la eventualidad de que alguno de sus miembros quisiese prescindir de los demás, y las salvaguardias que preparamos entonces se hallan todavía en vigor. Cada uno de nosotros tiene un ejército privado. Mis guardias están ahora patrullando por el corredor, como los de todos los miembros del Consejo, dispuestos a arrojarse a las gargantas de los demás en cuanto se les dé la orden. Todos estamos dispuestos a darla y a perecer si hace falta en la lucha.
—¡Ah! —dijo Gray suavemente—. ¡Por fin salimos al descubierto!
Se produjo un rumor de pies que se agitaban y un torbellino de ideas, y Kathleen se sintió desfallecer al oír a Mardue, uno de los tres miembros que más fielmente adicto a Gray había creído, aclararse la voz para hablar. Un instante antes de hacerlo, captó sus pensamientos.
—Realmente, Kier, creo que cometes una equivocación al considerarte como un dictador. Has sido tan sólo elegido por el Consejo, y tenemos el perfecto derecho de elegir a otro en tu lugar. Otro, quizá, cuya organización para el exterminio de los slan sea más efectiva.
Aquello era una venganza. Las ratas iban abandonando la nave que parecía naufragar y tratando desesperadamente de convencer a los nuevos poderes de que su apoyo era importante. También en el cerebro de Harlihan el viento de las ideas soplaba en aquella dirección. «Sí, sí. Tu idea de llegar a un acuerdo con los slan es una traición, una pura traición. Éste es un tema intocable hasta allá donde afecta la muche… la gente. Debemos hacer cuanto sea posible para el exterminio de los slan, y acaso una política más agresiva por parte de un hombre más enérgico…»
Kier Gray sonreía tristemente, y siempre la misma pregunta ocupaba su cerebro…, ¿qué hacer? ¿Qué hacer? Kathleen captaba una vaga sugerencia de intentar algo más, pero nada tangible, nada claro llegaba a su cerebro.
—De manera —prosiguió Kier Gray, siempre con voz pausada—, que vais a entregar la presidencia de este Consejo a un hombre que hace tan sólo pocos días permitió a Jommy Cross, un muchacho de nueve años, probablemente el slan más peligroso hoy en día, escapar en su mismo coche.
—Por lo menos —dijo John Petty—, habrá un slan que no se escapará. —Miró con una expresión de maldad hacia Kathleen, y se volvió triunfante hacia los otros—. Lo que debemos hacer es lo siguiente: ejecutarla mañana, ahora mismo incluso, y dictar una disposición diciendo que Kier Gray ha sido destituido porque había llegado a un acuerdo secreto con los slan, como demuestra el hecho de negarse a la ejecución de Kathleen Layton.
Era la sensación más extraña que podía imaginarse, el estar allí sentada oyendo discutir su sentencia de muerte, y sin embargo no experimentaba la menor emoción, como si se tratase de una persona totalmente ajena a ella. Su mente parecía alejada, ausente, y el rumor de asentimiento que brotó de todos los presentes le pareció también deformado por la distancia. La sonrisa se desvaneció en el rostro de Kier Gray.
—Kathleen —dijo en voz alta y seca—, dejémonos ya de juegos. ¿Cuántos hay contra mí?
La muchacha vio su imagen borrosa y, con lágrimas en los ojos, contestó casi sin darse apenas cuenta:
—Todos están contra ti. Siempre te han odiado porque eres mucho más inteligente que ellos, y porque creen que has querido avasallarlos para dominar y quitarlas importancia.
—¡De manera que la utiliza para espiarnos! —exclamó John Petty con rabia, pero al mismo tiempo con acento de triunfo—. ¡Bien, en todo caso, siempre es agradable saber que por lo menos en un punto estamos de acuerdo: en que Kier Gray está acabado!
—Nada de esto —respondió Gray suavemente—. Estoy tan en desacuerdo con vosotros que dentro de diez minutos estaréis todos frente al pelotón de ejecución. Dudaba si tomar una medida tan radical, pero ahora no hay otro camino, ni es posible volver atrás porque acabo de cometer una acción irrevocable. He apretado un botón avisando a los oficiales de guardia de vuestra guardia personal, vuestros más fieles consejeros, y vuestros herederos, que la hora ha llegado.
Todos los presentes se quedaron mirándolo estúpidamente, mientras proseguía:
—¿Comprendéis? No habéis sabido ver que la naturaleza humana tiene un punto flaco. El ansia de poder de los subalternos es tan fuerte como la vuestra. La salida de una situación como la que se ha presentado hoy se me ofreció hace algún tiempo, el día en que el edecán del señor Petty vino a mi encuentro diciéndome que estaría siempre encantado de sustituirlo. Adopté, por lo tanto, la política de profundizar más el asunto, y obtuve resultados muy satisfactorios, hasta el punto de que todos ellos se encontrasen en el lugar de la escena el día del undécimo cumpleaños de Kathleen… ¡Ah, aquí están los nuevos consejeros!
La puerta se abrió violentamente y diez hombres con el revólver en la mano hicieron irrupción. John lanzó un agudo grito:
—¡Vuestros revólveres!
—¡No lo he traído! —respondió el acongojado lamento de otro de los presentes. Y el eco de los disparos resonó en el ámbito de la habitación como un trueno.
Los hombres se retorcían en el suelo, ahogándose en su sangre. Kathleen vio vagamente a uno de los consejeros todavía de pie, con el revólver humeando en la mano. Reconoció a John Petty. Había disparado primero. El hombre que había pensado sustituirlo yacía muerto en el suelo, inmóvil. El jefe de la policía secreta levantó su revólver, apuntó a Kier Gray y dijo:
—Te mataré antes de que acabes conmigo a menos de que hagamos un trato. Estoy dispuesto a colaborar, naturalmente, puesto que has dado tan eficazmente la vuelta a las cosas.
El jefe de los insurrectos miró interrogadoramente a Kier Gray.
—¿Acabamos con él, jefe? —preguntó.
Era un hombre alto y delgado, con una nariz aguileña y una voz de barítono. Kathleen lo había visto algunas veces rondar por el palacio. Se llamaba Jem Lorry. No había tratado nunca de leer sus pensamientos, pero ahora se daba cuenta de que tenía un control de sus ideas que desafiaba toda penetración. Sin embargo, lo que superficialmente podía interpretarse de su cerebro era suficiente para juzgarlo tal como era: un hombre duro, calculador y ambicioso.
—No —respondió Kier Gray, pensativo—. John Petty puede sernos útil. Tendrá que reconocer que los demás han sido ejecutados como resultado de una investigación de su policía, que ha descubierto secretas connivencias con los slan. Ésta será la explicación que daremos: siempre surte efecto sobre las masas ignorantes. Debemos la idea al mismo Petty, pero creo que hubiéramos sido capaces de tenerla nosotros mismos. Sin embargo, su influencia será tan útil para valorar lo ocurrido. Creo incluso —añadió cínicamente—, que lo mejor sería atribuir a Petty el mérito de las ejecuciones. Eso es, quedó tan horrorizado al ver aquella perfidia que obró por propia iniciativa y después acudió a mí en demanda de gracia, la cual, en vista de las aplastantes pruebas que aportaba, concedí en el acto. ¿Qué te parece?
Jem Lorry avanzó un paso.
—Buen trabajo. Y ahora hay un punto que quisiera poner en claro, y hablo en nombre de los demás consejeros. Necesitamos tu cerebro, tu terrible reputación, y estamos dispuestos a colaborar contigo en pro del bienestar del pueblo, en una palabra, a ayudarte a consolidar tu posición y hacerla intachable. Pero no creas que puedes ponerte de acuerdo con nuestros oficiales para matarnos a nosotros. Esto no te saldrá bien otra vez.
—Considero superfluo decirme una cosa tan obvia —dijo Gray fríamente—. Llévate a toda esta carroña y vuelve: tenemos que hacer algunos planes. Tú, Kathleen, vete a la cama. Estás ya en buen camino…
Estremeciéndose de emoción, Kathleen se preguntaba: ¿En camino? ¿Quería decir tan sólo…? ¿O bien…? Después de los asesinatos de que había sido testigo, no estaba ya segura de nada. Tardó mucho, mucho, en poder conciliar el sueño.