II

Ya estaba otra vez allí aquel repugnante muchacho.

Kathleen Layton se puso rígida, a la defensiva. No había manera de huir de él a aquella altura, a más de cien metros en lo alto del palacio. Pero después de aquellos largos años de vivir siendo la única muchacha slan entre tantos seres hostiles, era capaz de enfrentarse con cualquiera, incluso con Davy Dinsmore, que tenía como ella once años.

No se volvería. No le daría la menor indicación de que sabía que se acercaba a ella por aquel ancho corredor de cristales. Rígida, alejó su pensamiento de él, manteniendo el mínimo contacto necesario para evitar que se acercase a ella por sorpresa. Tenía que seguir contemplando la ciudad, como si él no estuviese allí.

La ciudad se extendía ante sus ojos con su gran número de casas y edificios, cambiando lentamente de color bajo la luz mortecina del crepúsculo. Más allá aparecía la gran llanura verde oscuro, y en aquel mundo casi sin Sol, el agua normalmente azulada del río que circundaba la ciudad parecía negra, sin brillo. Incluso las montañas del remoto horizonte habían adquirido un tono sombrío que armonizaba con la melancolía que invadía su alma.

—¡Ja, ja! ¡Haces bien en fijarte en todo esto! ¡Es la última vez que lo verás!

La voz discordante atacó sus nervios como un ruido sin significado. Tan fuerte fue la sensación de unos sonidos totalmente ininteligibles que durante un momento el sentido de las palabras no penetró en su conciencia. Después, casi a pesar suyo, se volvió, enfrentándose a él.

—¡La última vez! ¿Qué quieres decir?

En el acto se arrepintió de lo que había hecho. Davy Dinsmore estaba a menos de dos metros de ella. Vestía unos largos pantalones de seda verde y una camisa amarilla con el cuello abierto. Su rostro infantil, con su expresión de «yo soy un tipo duro» y los labios torcidos con un gesto de desdén, decían claramente que el nuevo hecho de haberse dado cuenta de su presencia era una victoria para él. Y, sin embargo…, ¿qué pudo inducirlo a decir una cosa como aquélla? Era difícil creer que lo hubiese inventado. Kathleen sintió el vehemente impulso de indagar pero, encogiéndose de hombros, desistió. Penetrar en su cerebro, en el estado en que se encontraba, le causaría un malestar que duraría un mes.

Hacía ya tiempo, meses y meses, que se había aislado de todo contacto con la corriente de pensamientos humanos, odios y esperanzas, que convertían aquel palacio en un infierno. Era mejor que despreciase una vez más a aquel muchacho, como lo había despreciado siempre. Le volvió la espalda sin prestarle la menor atención, pero oyó su voz gangosa y desagradable que repetía:

—¡Sí, sí, la última vez! ¡Eso he dicho, y lo pienso! Mañana cumples once años, ¿verdad?

Kathleen no respondió, fingiendo no haberlo oído. Pero una sensación de catástrofe se apoderó de ella. Había demasiada maldad en aquella voz, demasiada certidumbre. ¿Era posible que durante los meses que ella conservó su mente aislada de los pensamientos de los demás se hubiesen tramado aquellos horrendos planes? ¿Era posible que hubiese cometido un error al aislarse, encerrándose en un mundo suyo propio, y que ahora el mundo real llegase a ella a través de su protectora armadura?

La voz de Davy Dinsmore proseguía:

—Te creías inteligente, ¿verdad? Pues no te lo parecerá tanto mañana, cuando te maten. Quizá no lo sepas, pero mamá dice que por el palacio corre la voz de que cuando te trajeron aquí, el señor Kier Gray tuvo que prometer al consejo que te haría matar el día que cumplieses once años. Y no creas que no lo van a hacer, además. El otro día mataron a una mujer slan por la calle, ya lo sabes. ¿Qué te parece todo esto, eh, ya que eres tan lista?

—¡Estás… loco! —Las palabras salieron solas de sus labios. No se dio casi cuenta de haberlas pronunciado, porque no eran lo que pensaba. Estaba convencida de que decía la verdad, porque se amoldaban al odio que todos le tenían. Era tan lógico que le pareció haberlo sabido siempre.

Era curioso, lo que más llenaba la mente de Kathleen era que hubiese sido la madre de Davy la que le hubiese dicho aquello. Recordaba aquel día, tres años antes, en que el muchacho la había agredido delante de los tolerantes ojos de su madre. ¡Qué de gritos, qué de patadas y golpes había habido cuando ella lo mantuvo a raya hasta que la ultrajada madre se abalanzó sobre ella gritando y amenazándola con «lo que iba a hacerle a una sucia y viperina slan»!

Y entonces, súbitamente, la aparición de Kier Gray, fuerte, alto, autoritario, y la señora Dinsmore rebajándose ante él…

—Si yo estuviese en tu lugar no pondría la mano sobre esta muchacha. Kathleen Layton es propiedad del Estado, y éste dispondrá de ella a su debido tiempo. En cuanto a tu hijo, se ha llevado lo que todo desvergonzado se merece, y espero que la lección le haya servido de algo.

¡Cómo se había emocionado ella ante aquella defensa! Y desde entonces había clasificado a Kier Gray en otra categoría distinta de los demás seres humanos, pese a las terribles historias que sobre él corrían. Pero ahora sabía la verdad y comprendía lo que había querido decir con sus palabras: «… y el Estado dispondrá de ella».

Salió de su amarga concentración con un sobresalto y observó que en la ciudad se había producido un cambio. La gran masa urbana había encendido sus millones de luces, alcanzando su pleno esplendor nocturno. Ante ella se extendía ahora la maravillosa ciudad, perdiéndose en la lejanía como una imagen soñada de refulgente magnificencia. ¡Cuánto había suspirado por ir un día a aquella ciudad y poder juzgar por sí misma todas las delicias que su imaginación le había atribuido! Ahora, desde luego, no las vería nunca. Aquel mundo de deleites, de maravillas, permanecería eternamente ignorado para ella…

—¡Ja, ja! —repetía la discordante voz de Davy—. ¡Fíjate bien! ¡Es la última vez!

Kathleen se estremeció. Le era imposible tolerar un segundo más la presencia de aquel asqueroso muchacho; sin decir una palabra dio media vuelta y se refugió en la soledad de su dormitorio. El sueño no venía, y debía ser tarde, porque los ruidos se habían desvanecido y la ciudad dormía ya, a excepción de los que estaban de guardia o en alguna fiesta.

Era curioso que no pudiese dormir. Y no obstante se sentía más tranquila, ahora que sabía la verdad. La vida cotidiana había sido horrible; el odio de los sirvientes y la mayoría de los seres humanos era algo intolerable. Finalmente debió quedarse dormida, porque la fuerte impresión que recibió del exterior deformó el sueño irreal que estaba teniendo. Se agitó en la cama, nerviosa. Sus tentáculos de slan, tenues pedúnculos casi dorados que brotaban entre el cabello oscuro que enmarcaba su infantil y delicado rostro, se erguían agitándose suavemente como bajo el impulso de una suave brisa. Suavemente, pero con insistencia.

De repente, la amenazadora idea que aquellos sensitivos pedúnculos captaban de la noche que envolvía el palacio de Kier Gray penetró en Kathleen y la despertó, temblorosa. La idea se fijó por un instante en su mente, cruel, clara, mortal, ahogando el sueño como una ducha de agua fría. Y en el acto desapareció, tan completamente como si no hubiese existido nunca. Sólo quedaba una vaga confusión de imágenes mentales que fueron borrándose, perdiéndose por la interminable serie de habitaciones del vasto palacio.

Kathleen yacía inmóvil, y en lo más profundo de su cerebro vio lo que aquello significaba. Había alguien que no quería esperar hasta mañana. Alguien que dudaba de que la ejecución tuviese lugar, y quería presentarse ante el Consejo con un hecho consumado. Sólo existía una persona suficientemente poderosa para arrostrar las responsabilidades: John Petty, el jefe de la policía secreta, el fanático anti-slan; John Petty, que la odiaba con una tal violencia que incluso en aquel antro de anti-slanismo la hacía desfallecer. El asesino debía ser uno de sus esbirros.

Haciendo un esfuerzo, trató de calmar sus nervios y activar su mente hasta el límite de lo posible. Pasaron los segundos y seguía yaciendo allí, buscando, en vano el cerebro cuyos pensamientos habían amenazado su vida durante un breve instante. El murmullo de los pensamientos exteriores se convirtió en un rugido dentro de su cerebro. Hacía meses que no había explorado aquel mundo de cerebros incontrolados. Había creído que el recuerdo de sus horrores no había palidecido y, no obstante, la realidad era peor que el recuerdo. Con una insistencia digna casi de la madurez, se sumergió en aquella tempestad de vibraciones mentales, haciendo un esfuerzo por aislar cada uno de los individuos. Llegó a ella una frase:

—¡Oh, Dios mío! ¡Quiera Dios que no descubran que roba! ¡Hoy, en las legumbres!

Debía ser la esposa del cocinero, una pobre mujer temerosa de Dios que vivía en el terror mortal del día en que serían descubiertos los pequeños robos de su marido. Kathleen sentía compasión por aquella pobre mujer que yacía despierta en la oscuridad al lado de su marido. Pero no mucha compasión, porque una vez, obedeciendo a un mero instinto de maldad, al cruzarse con ella en un corredor la había abofeteado sin enviarle el menor preaviso mental.

La mente de Kathleen trabajaba ahora activamente, impulsada por la sensación de premura; las ideas se iban sucediendo como en un caleidoscopio, descartándolas a medida que iban apareciendo cuando no estaban relacionadas con la amenaza que la había despertado. Era todo aquel mundo del palacio con sus intrigas, sus incontables tragedias, sus codiciosas ambiciones. Los que se agitaban en su sueño tenían pesadillas con significado psicológico, y veía a otros despiertos haciendo planes en medio de la noche.

¡Y, súbitamente, lo sintió! ¡Un susurro del firme propósito de matarla! Desapareció instantáneamente, como una elusiva mariposa, pero no de la misma forma. Su firme determinación era el aguijón que la desesperaba. Porque aquel breve segundo de amenazadora idea había sido demasiado potente para no ser algo real, próximo, peligroso. Era curioso ver cuán difícil era volver a encontrarlo. Le dolía el cerebro, todo su cuerpo sentía alternativamente calor y frío; y finalmente vio con claridad una imagen… ¡ya lo tenía! Ahora comprendía por qué su mente lo había eludido durante tanto tiempo. Sus pensamientos se habían difuminado en mil diferentes temas, sin fijarse en ninguno, captando sólo los conceptos superficiales de un fondo de pensamiento.

No se trataba de John Petty ni de Kier Gray, pues podía seguir exactamente ambas líneas de razonamiento una vez las había captado. Su presunto agresor, a pesar de toda su inteligencia, se había delatado. En cuanto entrase en su habitación…

La idea se cortó. Su mente se elevaba hacia la desintegración bajo el efecto de la verdad que había aparecido ante ella. El hombre había entrado en la habitación, y en aquel mismo instante estaba avanzando de rodillas hacia la cama. Kathleen tuvo la sensación de que el tiempo se detenía, nacida de la oscuridad y de la forma como las mantas que la sujetaban, cubriendo incluso sus brazos. Sabía que el menor movimiento produciría un crujido de las almidonadas sábanas y el asesino se arrojaría sobre ella antes de que pudiese moverse; la sujetaría bajo las mantas, y la tendría a su merced.

No podía moverse. No podía ver. Sólo podía percibir la excitación que iba aumentando en el cerebro del asesino. Sus pensamientos eran rápidos y olvidaba difundirlos. La llama de su asesino propósito ardía en su interior con tanta fuerza y ferocidad que Kathleen tenía que apartar su mente de ella porque le producía un dolor casi físico. Y en aquella total revelación de sus pensamientos, Kathleen leyó toda la historia de la agresión.

Aquel hombre era el guardián que habían puesto en la puerta de su habitación. Pero no era el de costumbre. Era curioso que ella no se hubiese fijado en el cambio. Debieron hacerlo mientras dormía, o bien estaba demasiado preocupada con sus propios pensamientos para fijarse en ello. Mientras el hombre se ponía en pie sobre la alfombra y se acercaba al lecho, ella captó su plan de acción. Por primera vez sus ojos se fijaron en el brillo del cuchillo en el momento en que levantaba la mano.

Sólo había una cosa a hacer. ¡Sólo podía hacer una cosa! Con un rápido gesto que desconcertó al propio agresor, le echó las mantas sobre la cabeza y los hombros y se tiró de la cama, perdiéndose, sombra entre las sombras, en la oscuridad de la habitación.

El hombre luchó por desasirse de la manta sujeta por los delgados pero extraordinariamente fuertes brazos de la muchacha, y en el gemido ahogado que lanzó había todo el terror de lo que podía significar ser descubierto.

La muchacha captaba los pensamientos y oía los gestos del hombre mientras andaba a tientas buscándola en la oscuridad. Quizá no hubiera debido moverse de la cama, pensó. Si de todos modos la muerte tenía que alcanzarla mañana, ¿para qué demorarla? Pero en el acto supo la respuesta; supo que el ansia de vivir se había apoderado de ella y, por segunda vez aquella noche, que aquel visitante nocturno era la prueba de que había alguien que temía que la ejecución no se llevase a cabo.

Lanzó un profundo suspiro. Su excitación se desvaneció en las primeras palabras de desprecio que pronunció ante los vanos esfuerzos de su asesino.

—¡Estúpido! —dijo, con el desdén en su voz infantil y sin embargo totalmente privada de infantilismo en su aplastante lógica—. ¿Es que crees poder llegar a un slan en la oscuridad?

El hombre se lanzó hacia el lugar de donde salía la voz, golpeando las tinieblas de una manera lastimosa. Lastimosa u horrible, porque sus pensamientos estaban ahora invadidos por el terror. Un terror que llevaba en sí algo repulsivo y que hizo estremecer a Kathleen mientras permanecía de pie, descalza, en el rincón opuesto de la habitación. Habló de nuevo, con su voz vibrante e infantil:

—Harás mejor en marcharte antes de que nadie se dé cuenta de lo que estás haciendo aquí. Si te vas en seguida no te delataré al señor Gray.

Vio que el hombre no la creía. Tenía demasiado miedo, demasiadas sospechas, y súbitamente dejó de buscarla en las tinieblas y se lanzó desesperadamente hacia la puerta, donde estaba el interruptor de la luz. Kathleen sintió que sacaba un revólver del bolsillo mientras trataba de encenderla. Se dio cuenta de que el hombre prefería correr el riesgo de ser detenido por los guardias que vendrían precipitadamente al oír la detonación, a presentarse ante su superior confesando su fracaso.

—¡Estúpido! —gritó Kathleen.

Sabía lo que tenía que hacer, pese a que no lo había hecho nunca. Se deslizó silenciosamente a lo largo de la pared, buscando a tientas con los dedos. Abrió una puerta, salió por ella, la cerró con llave y echó a correr por un largo corredor tenuemente iluminado hasta la puerta del final. La abrió y se encontró en un vasto despacho lujosamente amueblado.

Presa de un súbito terror por la osadía de su acción, permaneció en el umbral, contemplando a un hombre de aspecto vigoroso que estaba sentado escribiendo a la luz de una lámpara con pantalla. Kier Gray no levantó la vista inmediatamente. Ella sabía que se había dado cuenta de su presencia, y su silencio le dio valor para observarlo.

En aquel hombre, gobernante de hombres, había un algo magnífico que le causaba admiración, a pesar de que el miedo que le inspiraba pesaba gravemente sobre ella. Las duras facciones de su rostro le daban un aire de nobleza, y permanecía inclinado sobre la carta que estaba escribiendo. Kathleen podía leer superficialmente sus pensamientos, pero nada más. Hacía ya tiempo que había descubierto que Kier Gray compartía con el más odioso de los hombres, John Petty, la facultad de pensar en su presencia sin la menor desviación, de una forma que hacía la lectura de sus pensamientos prácticamente imposible. Sólo conseguía interpretar sus ideas superficiales, las palabras que estaba escribiendo. Y su impaciencia pudo más que todo interés por la carta.

—¡En mi habitación hay un hombre que ha tratado de asesinarme! —estalló la muchacha.

Kier Gray levantó la vista. Su rostro ostentaba ahora claramente una expresión dura. Las nobles cualidades de su perfil se perdían en la expresión de fuerza y autoridad de su mandíbula, Kier Gray, dueño de hombres, la miraba fríamente. Su voz y su mente estaban tan íntimamente coordinadas cuando habló, que Kathleen dudaba incluso de que hubiese pronunciado las palabras que oía.

—Un asesinato, ¿eh? ¡Sigue!

El relato de cuanto había ocurrido desde que Davy Dinsmore se había mofado de ella en la terraza salió paulatinamente de sus temblorosos labios.

—¿Así, crees que John Petty anda detrás de todo esto? —preguntó.

—Es el único que ha podido hacerlo. La policía secreta controla a los hombres que me vigilan.

Gray asintió lentamente, y ella notó la leve tensión de su mente. Pero, no obstante, seguía pensando con calma, lentamente.

—Así que ha llegado ya… —dijo con voz pausada—. John Petty aspira al poder supremo, y siento casi compasión por él, tan ciego está sobre sus deficiencias. Jamás un jefe de policía ha gozado de la confianza del pueblo. Yo soy adorado y temido, él sólo es temido. Y cree que esto es lo más importante.

Los ojos pardos de Gray se fijaron gravemente en los de Kathleen.

—Quería matarte antes del día fijado por el Consejo, porque yo no podría hacer nada una vez muerta tú. Y mi incapacidad de obrar contra él rebajaría, a su juicio, mi prestigio ante el Consejo. —Su voz había bajado de tono y daba la sensación de haber olvidado la presencia de Kathleen y estar hablando para sí mismo—. Y tenía razón. Al Consejo le contrariaría ver que intento un proceso por la muerte de un slan. Y, no obstante, no tomarían mi actitud como prueba de que tenía miedo. Lo cual significaría el comienzo del fin. La desintegración, la formación de grupos que irían haciéndose paulatinamente más hostiles unos a otros, mientras los llamados realistas se apoderaban de la situación y escogían el probable vencedor, o iniciaban aquel agradable juego de anteponer los extremos contra el medio. Como puedes ver, Kathleen —prosiguió después de un breve silencio—, es una situación muy sutil y peligrosa. Porque John Petty, a fin de desacreditarme ante el Consejo, ha hecho correr la voz de que tengo intención de conservarte con vida. Por consiguiente, y éste es un punto que podrá interesarte —y por primera vez una leve sonrisa apareció en los tenues rasgos del rostro de Kier Gray—, mi vida y posición dependen ahora de la posibilidad de conservarte con vida a pesar de John Petty. Bien —añadió con una nueva sonrisa—, ¿qué te parece nuestra situación política?

Las aletas de la nariz de Kathleen se dilataron en un gesto de desprecio.

—Me parece que está loco queriendo ir contra ti, esto es lo que pienso.

El rostro de Kier Gray ofreció una expresión sonriente que atenuó la dureza de sus facciones.

—Nosotros, los seres humanos, debemos pareceros a veces muy extraños a vosotros, los slan. Por ejemplo, la forma como te tratamos: Sabes el motivo, ¿verdad?

—No —dijo Kathleen, moviendo la cabeza—. He leído muchos pensamientos acerca de nosotros, pero nadie parece saber por qué nos odian. Parece que hubo una guerra entre los slan y los seres humanos hace ya mucho tiempo, pero había habido ya otras guerras antes, y la gente no se odiaba una vez terminadas. Además corren esas horribles historias que son demasiado absurdas para ser más que espantosas mentiras.

—¿Has oído contar lo que hacen los slan con los chiquillos humanos? —preguntó él.

—Esa es una de las mentiras —respondió Kathleen desdeñosamente—. Una de las asquerosas mentiras.

—Veo que lo has oído contar —respondió él riéndose—. Estas cosas les ocurren a los chiquillos. ¿Qué sabes tú de la mentalidad de un slan adulto, cuya inteligencia es de un dos a un trescientos por cien la de un ser humano normal? Lo único que sabes es que serían incapaces de hacer esas cosas, pero sólo eres una chiquilla. De todos modos, dejemos eso ahora. Tú y yo estamos luchando por nuestras vidas. Probablemente el asesino ha escapado ya de tu habitación, pero no tienes más que analizar tu pensamiento para identificarlo. Vamos a hacerles ahora nuestra exhibición llamando a Petty y al Consejo. Les molestará ser arrancados de su bello sueño, pero que se fastidien. Tú quédate aquí. Quiero que leas sus cerebros y me digas después qué han pensado durante la investigación.

Apretó un botón encima de la mesa y, volviéndose hacia una pantalla, dijo:

—Diga al capitán de mi guardia privada que venga a mi despacho.