Cuando la madre sujetó la mano de su hijo, la encontró fría.
Mientras avanzaban apresuradamente por la calle, su temor se manifestaba en forma de una pulsación que se transmitía de su mente a la de su hijo. Otros cien pensamientos llegaban a su cerebro procedentes de la muchedumbre que desfilaba a su lado y del interior de las casas ante las cuales pasaban. Pero sólo los pensamientos de su madre llegaban a él en una forma, clara, coherente… y atemorizados.
—Nos siguen, Jommy —le telegrafiaba su cerebro—. No están seguros, pero sospechan. Nos hemos arriesgado con demasiada frecuencia viniendo a la capital, aunque esta vez tenía esperanzas de enseñarte la forma slan de entrar en las catacumbas donde está oculto el secreto de tu padre. Jommy, si ocurre algo, ya sabes lo que debes hacer. Lo hemos practicado con bastante frecuencia. Y no tengas miedo, Jommy, no te inquietes. Puedes no tener más que nueve años, pero eres tan inteligente como un ser humano normal de quince.
No tengas miedo. Algo fácil de aconsejar, pensaba Jommy, ocultándole su pensamiento. Si su madre supiese que le ocultaba algo, que había un secreto entre ellos, no le hubiera gustado; pero había cosas que tenía que ocultarle. No debía saber que también tenía miedo.
Todo aquello era nuevo y emocionante. Era una emoción que experimentaba cada vez que salían del tranquilo suburbio de donde vivían para venir al corazón de Centrópolis. Los vastos parques, los kilómetros y kilómetros de rascacielos, el tumulto de la muchedumbre, le parecían siempre más maravillosos de lo que su imaginación se había figurado. Allí estaba la sede del gobierno. Allí vivía, por decirlo así, Kier Gray, dictador absoluto de todo el planeta. Hacía ya mucho tiempo, centenares de años, que los slan habían dominado Centrópolis durante su breve período de ascendencia.
—Jommy, ¿no sientes su hostilidad? ¿No puedes sentir las cosas a distancia, todavía?
Jommy se estremeció. Aquella especie de vaga sensación que emanaba de la muchedumbre que pasaba por su lado se convertía en un torbellino de miedo mental. Sin saber de dónde, llegaba a él el terrible pensamiento:
—Dicen que a pesar de todas las precauciones todavía hay slans en la ciudad. La orden es darles muerte a primera vista.
—Pero, ¿no es eso peligroso? —dijo un segundo pensamiento, sin duda una pregunta formulada en voz alta, si bien Jommy sólo captó la idea mental—. Una persona perfectamente inocente puede ser muerta por error.
—Por esto raras veces los matan a primera vista. Tratan de capturarlos y los examinan. Sus órganos internos son diferentes de los nuestros, ya lo sabes, y en la cabeza hay…
—Jommy, ¿no los sientes? Están a una manzana detrás de nosotros, en un gran coche. Esperan refuerzos para cercarnos. Trabajan aprisa. ¿No captas sus pensamientos, Jommy?
¡No podía! Por muy intensamente que tratase de concentrarse, sólo conseguía sudar. En esto las maduras facultades de su madre sobrepasaban sus precoces instintos. Ella podía suprimir distancias y convertir tenues vibraciones en imágenes coherentes.
Hubiera querido volverse, pero no se atrevía. Tenía que hacer un esfuerzo con sus pequeñas, aunque ya largas piernas, para seguir el paso de su madre. Era terrible ser pequeño, inexperimentado y joven, cuando su vida requería la fuerza de la madurez, la vigilancia de un slan adulto.
Los pensamientos de su madre penetraban a través de sus reflexiones.
—Hay algunos delante de nosotros, y otros que cruzan la calle, Jommy. Tienes que seguir adelante, querido; no olvides lo que te he dicho. No vives más que para una cosa: para hacer posible a los slan llevar una vida normal. Creo que tendrás que matar a nuestro gran amigo Kier Gray, aunque esto represente tener que entrar en el gran palacio en busca suya. Recuerda que habrá mucho barullo, gritos y confusión, pero conserva tu cabeza. Buena suerte, Jommy.
Hasta que su madre hubo soltado su mano, después de darle un apretón, Jommy no se dio cuenta de que el tono de sus pensamientos había cambiado. El miedo había desaparecido. Una apaciguadora tranquilidad invadía su cerebro, calmando sus excitados nervios, atenuando el latir de sus dos corazones.
Mientras Jommy se metía tras el amparo ofrecido por un hombre y una mujer que pasaban por su lado, tuvo tiempo de ver unos hombres que se lanzaban sobre la alta figura de su madre, pese a su aspecto completamente normal y humano, con sus pantalones y su blusa roja, y el cabello recogido en un pañuelo anudado. Los hombres, vestidos de paisano, cruzaban la calle con la sombría expresión de lo desagradable de la tarea que tenían que llevar a cabo. Lo odioso de todo aquello, del deber que debían cumplir, se coaguló en una idea que saltó al cerebro de Jommy en el mismo momento en que todos sus pensamientos se concentraban en su fuga. ¿Por qué tenía él que morir? ¿Por qué tenía que hacerlo su madre, tan maravillosa, sensible e inteligente? Todo aquello era un terrible error.
Un coche reluciente como una bella joya bajo el sol pasó raudo por el borde de la acera. Jommy oyó la voz ronca de un hombre gritar, dirigiéndose a él:
—¡Para! ¡Allí está el muchacho! ¡Que no escape! ¡Cogedlo!
La gente se detenía a mirar. Él sentía el torbellino de sus pensamientos, pero había dado ya la vuelta a la esquina y corría velozmente por Capital Avenue. Vio un coche que arrancaba de la acera y aceleró su marcha. Sus dedos anormales se agarraron al parachoques trasero y se instaló en él mientras el coche iba ganando velocidad por entre el barullo del tránsito. De alguna fuente desconocida llegó a él el pensamiento:
—¡Buena suerte, Jommy! —porque durante nueve años su madre lo había educado para este momento. Pero se le hizo un nudo en la garganta al responder:
—¡Buena suerte, madre!
El coche iba demasiado aprisa, los kilómetros se sucedían velozmente. La gente se detenía para mirar a aquel muchacho en aquella peligrosa situación, agarrado al parachoques posterior del automóvil. Jommy sentía la intensidad de sus miradas, las ideas que brotaban en sus cerebros y se transformaban en agudos gritos. Gritos dirigidos al chófer, que no los oía. Veía en su mente los transeúntes meterse en los teléfonos públicos y telefonear a la policía que había un muchacho agarrado al parachoques de un auto. Jommy esperaba ver de un momento a otro una patrulla avanzar al lado del automóvil y ordenarle detenerse. Asustado, concentró sus pensamientos ante todo en los ocupantes del coche.
Captó dos vibraciones cerebrales. Al captarlas se estremeció, y estuvo a punto de dejarse caer al pavimento. Lo miró, y volvió a aferrarse al parachoques, asustado. El pavimento era algo terrible y borroso, deformado por la velocidad. Sin quererlo, su cerebro se puso en contacto con el de los ocupantes del coche. La mente del chófer estaba concentrada en la conducción. Una vez pensó, como un destello, en la pistola que llevaba en la funda sobaquera. Se llamaba Sam Enders y era el chófer y guardia de corps del que iba sentado a su lado… John Petty, el jefe de la policía secreta del todopoderoso Kier Gray.
La identidad del jefe de policía penetró en el cerebro de Jommy como un shock eléctrico. El notorio persecutor de los slan estaba arrellanado en su asiento, indiferente a la velocidad del coche, la mente absorbida en una apacible meditación.
¡Una mente extraordinaria! Imposible leer en ella otra cosa que unas leves pulsaciones superficiales. Jommy se dijo, atónito, que no era como si John Petty disimulase conscientemente sus pensamientos, sino que sin duda alguna había en su mente una reserva tan secreta y segura como la de cualquier slan. Y no obstante era diferente. Sus acentos revelaban claramente un carácter implacable, una mente brillante, fuertemente educada. Súbitamente Jommy captó el final de un pensamiento que alteró la calma de John Petty, traído a la superficie como por un arranque de pasión. «Tengo que matar a esta muchacha slan, Kathleen Layton… Es la única manera de socavarle el terreno a Kier Gray…»
Jommy hizo un frenético esfuerzo por seguir el pensamiento, pero estaba ya fuera de su alcance, en las sombras. Pero tenía el indicio. Una muchacha llamada Kathleen Layton tenía que morir para socavarle el terreno a Kier Gray.
—Jefe —dijo el pensamiento de Sam Enders—, ¿quiere conectar este interruptor? La luz roja señala alarma general.
—Que alarmen lo que quieran —pensó la mente de John Petty, indiferente—. Esto está bien para los corderos.
—Quizá sería mejor ver de qué se trata —insistió Sam Enders.
El coche moderó ligeramente la marcha y Jommy, que había llegado a un extremo del parachoques, esperaba ansioso el momento de poder saltar. Sus ojos, asomándose por entre el coche y el guardabarros, sólo vieron la línea gris del pavimento, duro y amenazador. Saltar al suelo era darse un serio golpe contra el asfalto. En aquel instante un chorro de pensamientos de Enders acudió a su cerebro, mientras el del chófer recibía el mensaje de alarma general:
—¡A todos los coches de Capital Avenue y sus alrededores, detengan a un muchacho presuntamente slan llamado Jommy Cross, hijo de Patricio Cross! La señora Cross ha sido muerta hace diez minutos en la esquina de Main y Capital. El muchacho se encaramó al parachoques de un auto que salió a toda velocidad. Comuniquen noticias.
—Escuche esto, jefe —dijo Sam Enders—. Estamos en Capital Avenue. Será mejor que nos detengamos y ayudemos a buscar. Hay diez mil dólares de recompensa por cada slan.
Los frenos lanzaron un chirrido. El coche frenó con una violencia que aplastó a Jommy contra la parte trasera de la carrocería, y en el momento en que se detenía saltó al suelo. Salió corriendo, esquivando a una mujer vieja que lo agarró del brazo con la avaricia pintada en el rostro. Se encontró en un terreno vacío más allá del cual se elevaban una larga serie de altos edificios de cemento que formaban parte de una inmensa factoría. Un feroz pensamiento que brotó del coche llegó a su mente.
—Enders, ¿se da cuenta de que hace diez minutos que salimos de Avenue y Main Street? Ese muchacho…, ¡allá va! ¡Tire, tire, idiota!
La sensación del gesto de Enders sacando su revólver llegó tan viva a la mente de Jommy que sintió el roce del metal con el cuero en su cerebro. Le pareció incluso verlo apuntar cuidadosamente, tan clara fue la impresión mental que franqueó los cincuenta metros que los separaban. Jommy dio un salto de costado y el revólver disparó con un plop ahogado. Tuvo la leve sensación de un golpe y, saltando unos cuantos escalones, se encontró en el interior de un vasto almacén iluminado. De lejos llegaron a él vagos pensamientos.
—No se preocupe, jefe: ya lo cansaremos…
—No diga tonterías. No hay ser humano capaz de cansar a un slan. —Aparentemente, comenzó a dictar órdenes por radio—: Tenemos que rodear todo el distrito por la calle 57… Concentren toda la policía y soldados disponibles para…
¡Cuán confuso se estaba poniendo todo! Jommy se tambaleaba por un mundo turbio, dándose cuenta únicamente de que, a pesar de sus fatigados músculos, era todavía capaz de correr doblemente veloz que cualquier hombre normal. El vasto almacén era un mundo de luz atenuada, lleno de relucientes objetos en forma de cajas que se perdían en la remota semioscuridad. Los apacibles pensamientos de unos hombres que removían las cajas, a su izquierda, llegaron por dos veces a su cerebro. Pero ninguno de ellos se daba cuenta de su presencia ni del tumulto de la calle. Lejos a su derecha vio una abertura luminosa, una puerta, y se dirigió hacia ella. Llegó a la puerta, sorprendido de su cansancio. Tenía los músculos extenuados y parecía que algo pegajoso se adhiriese a su costado. Su mente estaba también agotada. Se detuvo y se asomó a la puerta.
Vio una calle muy diferente de Capital Avenue. Era un callejón sucio, de maltrecho pavimento, con unas casas con las paredes de cal, construidas hacía quizá cien años. El material era prácticamente indestructible, pero sus imperecederos colores, brillantes aún como el día de su construcción, acusaban sin embargo los ultrajes del tiempo. El polvo y la suciedad se había pegado como una sanguijuela a la brillante superficie de las paredes. La hierba estaba mal cuidada, y por todas partes se veían montones de trastos viejos y basura. La calle parecía desierta. Procedente de los sórdidos alojamientos llegó a él un vago susurro de pensamientos, pero estaba demasiado cansado para cerciorarse de que procedían únicamente de allá.
Jommy se inclinó sobre el borde de la plataforma del almacén y saltó a la calle. La angustia que lo dominaba hizo doloroso un salto que en otras circunstancias le hubiera sido tan fácil dar, y el golpe le hizo estremecerse hasta los huesos.
Echó a correr por aquel mundo sombrío de la calle. Trató de aclarar sus ideas, pero fue inútil. Sus piernas parecían de plomo, y no vio a la mujer que lo miraba desde la veranda hasta que le tiró un estropajo que pudo evitar agachándose al ver a tiempo su sombra.
—¡Diez mil dólares! —gritaba la mujer, corriendo tras él—. ¡La radio ha dicho diez mil dólares! Y es mío, ¿lo oís? ¡Que nadie lo toque! ¡Es mío! ¡Yo lo he visto primero!
Jommy se dio cuenta de que estaba gritando a otras mujeres que empezaban a salir de la casa. Gracias a Dios, los hombres estaban ocupados en su trabajo. El horror de aquellas mentalidades de ave de rapiña se apoderaba de él mientras corría por entre las dos hileras de casas; se estremeció ante el sonido más horrible del mundo: el estridente clamor de voces, de un pueblo desesperadamente pobre arrancado a su letargo por la visión de una riqueza superior a todo sueño imaginable de codicia.
Se apoderó de él el miedo de ser acribillado por escobas, atizadores y demás adminículos caseros, de verse hecho pedazos, destrozado, sus huesos aplastados, su carne desgarrada. Dando la vuelta se dirigió hacia la parte posterior de la casa, seguido siempre por la horda enfurecida. Jommy sentía su nerviosismo y los temerosos pensamientos que zumbaban por sus mentes. Habían oído contar historias que quizá podían más que su deseo de poseer diez mil dólares. Pero la presencia de la multitud daba ánimos a los individuos. La multitud seguía avanzando.
Salió a un pequeño patio en uno de cuyos lados había un montón de cajas formando una masa oscura, más alta que él, medio borrosa a pesar de la luz del Sol. Bajo el impulso de una idea que acudió a su turbada mente, un instante después trepaba por el montón de cajas.
El dolor del esfuerzo fue como si unos dientes le mordiesen el costado. Buscó febril por entre las cajas, y medio se agachó y medio se cayó en un espacio abierto entre dos viejas canastas que llegaba al suelo. En medio de aquella casi total oscuridad, pudo ver un espacio más oscuro todavía en la pared del edificio. Avanzó las manos y encontró los bordes de un orificio hecho en el muro. Un momento después se había deslizado por él y yacía extenuado sobre el suelo húmedo del interior. Algunas piedras se le clavaban en el cuerpo, pero de momento estaba demasiado agotado, para darse cuenta de nada, casi sin respirar, mientras la muchedumbre seguía aullando en la calle, buscándolo frenéticamente.
La oscuridad era una sensación tan calmante como las palabras de su madre poco antes de decirle que la dejase. Alguien subió por una escalera y aquello le dijo dónde se encontraba; en un pequeño espacio subterráneo detrás de la escalera posterior del edificio. Se preguntó cómo debió producirse aquel agujero en la pared.
Echado allí, con el frío del miedo, se acordó de su madre… muerta ya, según lo que había dicho la radio. ¡Muerta! Ella no hubiera tenido miedo, desde luego. Recordaba muy bien que siempre había suspirado por el día en que se reuniría con su difunto marido en la paz de la tumba. «Pero tengo que educarte primero, Jommy. ¡Sería tan fácil, tan delicioso renunciar a la vida! Pero tengo que vivir hasta que hayas salido de la infancia. Tu padre y yo no hemos vivido más que para esta intención, y hubiera sido todo trabajo perdido si no estuvieses tú aquí para llevarlo adelante.»
Alejó estas ideas, porque sentía un dolor en la garganta al pensar en ellas. Su mente no estaba ya tan confusa. El corto descanso debió sentarle bien. Pero esto le hacía las piedras más dolorosas y difíciles de soportar. Trató de mover el cuerpo, pero el espacio era demasiado estrecho.
Su mano se movió automáticamente e hizo un descubrimiento. Lo que le molestaba no eran trozos de roca, sino de cal del rebozo que había caído de la pared cuando hicieron el agujero por el que se había metido. Era curioso pensar en aquel agujero y darse cuenta de que alguien más —alguien de fuera— estaba pensando en el mismo agujero. La impresión de aquel pensamiento que venía del mundo exterior fue como si una llama viva lo abrasase.
Sorprendido, trató de aislar el pensamiento y la mente que lo producía. Pero había demasiadas mentes a su alrededor, demasiada excitación. Soldados y policías atestaban la calle, registrando casa por casa, edificio por edificio. Una vez, por encima de la confusión de pensamientos, captó la clara y fría reflexión de John Petty:
—¿Dice usted que ha sido visto aquí por última vez?
—Ha dado la vuelta a la esquina —dijo una mujer—, y ha desaparecido.
Con los dedos temblorosos, Jommy comenzó a desmenuzar el cascote del suelo húmedo, y haciendo un esfuerzo por calmar sus nervios, empezó a rellenar el hueco usando el yeso húmedo con cemento. El trabajo, se daba cuenta sin embargo con angustia, no resistiría un examen minucioso. Mientras trabajaba sentía con toda claridad el pensamiento de la otra persona que estaba cerca de él, allá fuera, mezclado con todas las ideas que galopaban por su cerebro. Pero ni una sola vez el pensamiento de aquella otra persona se fijó en el agujero. Jommy no podía decir si era hombre o mujer. Pero estaba allí, como la malvada vibración de un cerebro torturado.
El pensamiento seguía allí, cerca de él, cuando la muchedumbre empezó a retirar las cajas asomándose por entre ellas, y después, lentamente, los gritos fueron desvaneciéndose y la pesadilla de los pensamientos fue alejándose. Los perseguidores lo buscaban por otra parte. Durante largo rato Jommy pudo oírlos, hasta que finalmente la vida fue tranquilizándose y supo que la noche se acercaba.
Pero la excitación del día estaba todavía en la atmósfera. Un susurro de ideas salía de las casas, la gente pensaba, discutía lo ocurrido. Al final se atrevió a no esperar por más tiempo. La mente que sabía que él estaba en aquel agujero, y no había dicho nada, estaba allí, en alguna parte. Era una mente malvada que lo llenaba de siniestra premonición y le hacía ver la urgencia de alejarse de allí. Con los dedos todavía temblorosos, pero rápidos, empezó a retirar los trozos del cascote. Después, entumecido aún por la larga inmovilidad, salió cautelosamente de su escondrijo. Le dolía todo el cuerpo y la debilidad turbaba su mente, pero no se atrevió a retroceder. Trepó lentamente hasta lo alto de las cajas y, deslizándose por ellas, sus piernas iban acercándose al suelo cuando oyó rápidos pasos, y la primera sensación de la persona que lo había estado esperando penetró en él. Una mano frágil agarró su tobillo y la voz de una mujer anciana dijo triunfalmente:
—Está bien. Ven con Granny. Granny se ocupará de ti. Granny es buena. Siempre supo que tenías que haberte metido en este agujero; pero los demás ni tan sólo lo sospecharon. ¡Oh, sí, Granny es buena! Granny se marchó pero ha vuelto, porque sabe que los slan pueden leer el pensamiento y trató de no pensar en es Lo, pensando sólo en la cocina. Y te ha engañado, ¿verdad? Ya lo sabía. Granny se ocupará de ti. Granny odia también a la policía.
Con una oleada de desfallecimiento, Jommy reconoció a la rapaz vieja que lo había intentado agarrar cuando huía del auto de John Petty. Aquella rápida y única mirada dejó impresa en su mente la imagen de la bruja Y ahora, era tal el horror que emanaba de ella, tan malvadas eran sus intenciones, que Jommy lanzó un grito y le dio una patada.
El grueso palo que la vieja llevaba en la mano libre cayo sobre él antes de que se hubiese dado siquiera cuenta de que llevaba tal arma. El golpe fue formidable. Sus músculos se estremecieron frenéticamente. Su cuerpo cayó al suelo. Sintió que le ataban las manos y que lo arrastraban. Finalmente fue subido a un viejo carricoche y lo cubrieron con unas ropas que olían a sudor de caballo, a petróleo y a cubos de basura.
El vehículo avanzó por el tosco pavimento de la callejuela y, entre el chirrido de las ruedas, Jommy pudo captar la risa de mofa de la vieja.
—¡Qué tonta hubiera sido Granny de dejar que te cogiesen los demás! ¡Diez mil de recompensa! ¡Jamás me hubiera tocado un centavo! Granny conoce el mundo. En otros tiempos fue una actriz famosa, pero ahora es tan sólo una vieja harapienta. ¡Jamás le hubieran dado cien dólares, y menos aún doscientos a una vieja harapienta que recoge los huesos por el suelo! ¡Pero ahora se llevará todo el premio! Granny les enseñará lo que es posible hacer con un joven slan. Granny le sacará una pequeña fortuna al diablillo ese…