Isabel, de nuevo embarazada, se hallaba curando el moquillo de los pollos y les atravesaba una pluma por el gaznate, cuando vio que Blas llegaba de regreso, con el cajón. Ahí nomás entendió que el momento había llegado y, más pronto que volando, desapareció de escena. En esto había que dejarlo solo, no fuera que a Blas le agarrara su qué te importa. Y empezara con esos rencores y sombras y no quisiera salir de sus silencios. Buscó los tres chicos y se los llevó con ella. Él no la vio salir. Mejor. Mejor dejarlo solo con lo que traía. Bajó la barranca y se fue a caminar, haciendo tiempo para una ceremonia que, intuía, no iba a ser corta. No se equivocó. Cuando al atardecer estuvo de vuelta con sus tres hijos y el que traía en el vientre, Blas aún no había terminado el trabajo. Tampoco al día siguiente. Ella tomó una pala y se puso a cavar, en silencio. Más de una hora que llevaba haciendo esa tarea cuando Blas consideró que había accedido a la profundidad necesaria. Comenzó el descenso de la caja y ella le ayudó. Luego la cubrieron con tierra. Ella amagó algún rezo que sus labios no pudieron terminar.
Esa noche, en la cama, por fin pudo tenerlo para ella. Pero Blas se resistió. Se levantó y salió al patio. Esto es grave; no he podido convencerlo, pensó ella y esa noche no durmió. Ese cajón era el causante. Vio que no podía luchar.
Hasta allí llegaban sus fuerzas. Pero cuando, días después, convendría que te fueras, puesto que ella ha regresado que fue la respuesta de Blas cuando ella, valientemente, le habló sobre lo que estaba pasando y hasta dónde llegaría, sacó fuerzas para decir otra vez convencida:
—No me iré.
Nació el cuarto hijo, que fue mujer y ella llamó María. Blas vagaba por el río el día entero. Pasaban los barcos y cambiaba adioses con los marineros. La gente corría al puerto, para ver la entrada de las embarcaciones cargadas de mercadería, y él desde la canoa agitaba la mano. Brillaba el sol sobre el agua. Arriba, en la barranca, estaba la finadita que había vuelto a vivir con él. Ocasiones ella lo llamaba entre el oleaje que se levantaba cuando el río se encrespaba hasta salirse de madre, como buscando recuerdos. La voz de María llegaba desde adentro del espesor del agua, no la voz que tenía cuando salía al campo de guerra, sino cuando era toda suya, porque sufría. Ese era el momento de la llamada, y más si la lluvia desplegaba sus flecos sobre ese cuerpo de animal en celo. En la calma veía pasar el río besando la barranca, recio como el hombre que nunca se embravece, reluciendo en el verdeo espumoso del camalotal. El camalote era el pensamiento del agua, florecido y flotante, y por donde empezaba a enamorar. Y se preguntaba: ¿este es un río o una persona de lomo divino, o es una fuerza que se le ha escapado de las manos a Tupasy, madre de Dios, o a Ilaj, o a mis ojos que ya empezaban a cansarse de espejear la tanteza de ese cuerpo sin cuerpo?
Cuando los barcos dejaron de detenerse y pasaban de largo, desde su canoa les hacía aquel gesto inmemorial, como despidiendo recuerdos. Entre humaredas salía del sueño y ahí el viento iba a despojar de sus vestiduras a aquellos fantasmas. Entonces era cuando más remotos corrían sus pensamientos. Nunca se fatigaba de ver esos amaneceres. Aún podía distinguir la espuma que se iba sorbiendo en su mero verde-amarillo-anaranjado-azul y negro, sin contar el violeta de las nubes que bajaban alargadas a posarse en el lomo del agua. Pasaba los días arriba de su chalana, sin regresar a la casa donde Isabel Descalzo lo esperaba. Pero, ¿dónde se duerme mejor que en la canoa, cuando se la deja rolar tranquila sobre el río? ¿Dónde era más fácil la conversación con la finadita que alejado de la inquina del tiempo y de los negocios carnales? Ella había vuelto a él, estaba ahora ahí con él, y conversaban de todo aquello que no habían hablado cuando los hombres se interponían. Así supo que hubo en vida de María un anillo (un increíble anillo) y hubo aquel otro hombre que la desilusionó. Que vendió el anillo para romper toda atadura con el Hombre del Brazo Fuerte, de quien fuera sólo una obstinación. Vendió el anillo para disponer de libertad. Y fue libre, todo cuanto puede serlo una mujer. Allá, en las espesuras del tiempo le menudearon los remordimientos por haber abandonado a Blas, pero él la quería apenas con amor de varón por la hembra, faltándole los otros. Recorrió distancias, conoció paisajes; vivió en muchas calles del Pecado y en otras de severas veredas; despertó admiración por su valentía; salió a guerrear, a empavesar; pudo pensar y decidir. Como ya había amado, no se dejó tentar. Estaba apurada por vivir. A los treinta y tres años, cargada de trabajos y fatigas, sin ánimo ya para defender las convicciones de los hombres, se dejó matar por las flechas de los indios, sabedora de que era inútil estar tanto afuera como adentro de su mundo cruel.
Así venía y se iba la finadita. En la barranca Isabel Descalzo iniciaba a sus hijos y conocidos en el mito de María Muratore. Ella cuidaba la tumba cuando Blas no regresaba a veces por semanas enteras. Contaba las andanzas de la finadita desde que vivía en La Asunción y ella le confeccionó el traje de novia para desposarse con Alonso Martínez, su padrino y tutor. Como ella era la única que conocía ese vestido, además de la novia que era la finadita, lo describía con esas destrezas que le eran propias. Jamás había cosido otro igual, con esa gracia, esa justeza, ese corte, esa ensoñación. Nunca había visto novia más hermosa, con esos ojos y ese cuerpo y ese prometer. Pero Alonso Martínez (que esté en la gloria y no pagando sus pecados) no encontró mejor cosa que morirse justo la víspera del casamiento, dejando a María Muratore con el vestido listo y las ansias para mejor ocasión. Y seguía contando la vida de la finadita cuando vino a Santa Fe, como si fuera ella quien vino en la expedición de Garay. Agregaba cosas, según su recuerdo y parecer, y según la necesidad. Para hacer intervenir a María en el levantamiento de Los Siete Jefes le inventó una relación con uno de los conspiradores, cosa que jamás sucedió. Al parecer Isabel Descalzo desconocía que la madre de la finadita se hallaba en Santa Fe cuando se produjo el trágico levantamiento de Los Siete Jefes. Entre tantas ataduras que desataba a su antojo, jamás mencionó el nombre de Ana Rodríguez, cosa que siempre llamó la atención de los que conocían la historia, aunque después la olvidaron. En la tumba de Ana Rodríguez estaba escrita la dedicatoria que María Muratore mandó a grabar y allí se veía bien claro que ambas eran madre e hija. Pero, por algún extraño designio, Isabel Descalzo ignoró este hecho. Ella aderezó la historia de la finadita ensalzando siempre al amor y presentándola como una intrépida amante. De tanto oír contársela los hijos fueron aprendiéndola. Los hijos se criaron a la par del tiempo que iba aureolando el recuerdo de la finadita; se criaron viendo la tumba en el patio y cuyo cerco cuidaba su madre. Ahí crecían las siemprevivas, violetas o geranios. Era un recuerdo que iba creciendo con ellos y se santificaba. Un soplo trágico los había tocado. Y también fueron entrando en el mito, porque si otros tenían blasones ellos tenían su historia con una mujer que parecía hombre por lo valiente pero que fue una gran amante. La fueron creando en sus mentes: la finadita era blanca, hermosa, casi había sido la madre de ellos. Por poco no había sido. Montaba a caballo, tiraba el arcabuz, era como un hombre siendo mujer. La fueron sintiendo como la protectora de la familia, como la madrina del cielo. Cuando les preguntaban en dónde vives, respondían: en lo de Muratore; cuáles son tus bienes: una tumba; tu origen: una mujer heroica; tu patrimonio: el amor; tu postrimería: un recuerdo. Así iban detallando las historias que Isabel Descalzo desgranaba. Si sacudían el pasado hallaban siempre el nombre de la finadita engarzado en los propios de ellos, como un timbre único e imborrable. Muratore borraba al de Acuña, lo esfumaba, era más preciso. Era un nombre que se salía de la vaina como un cuchillo de hoja relumbrante. El nombre pedía eternizarse y para eso estaban ellos. Como lo hiciera su madre, Isabel Descalzo, aprendieron a desovillar la madeja ante cualquier insinuación del misterio. ¿No la habían oído, en tantos atardeceres, mientras Blas andaba rolando por el río, narrar la vida y milagros de la finadita, deteniéndose en pequeños detalles que la humanizaban y engrandecían? Isabel Descalzo muchas veces había dicho: cuando María vino, florecieron los cardos. Entonces la imaginaban, joven y corajuda, bajando de la nave, única mujer, entre tantos varones que acompañaron a Garay. Veían ese hecho como una premonición: por muchos años hubo sequías y los cardos se endurecieron. El año que María se embarcó para Trinidad fue cuando llovió ceniza, y ese hecho los emocionaba hasta el llanto. Muchos santafesinos no olvidaron, casi cien años después a través de las mentas, que una vez la ciudad fue cubierta por una lluvia gris y espesa que cayó sobre ella. Pero donde Isabel Descalzo ponía mayor énfasis en el señalamiento de un hecho referido a la finadita y donde dejaba abiertas las esclusas para las divagaciones de sus hijos era en la referencia que hacía sobre el anillo. El anillo de la finadita tenía escrito su destino; como ella lo vendió su destino es vagar hasta que aparezca el anillo. No se animaba a describirlo y jamás quiso dar detalle alguno. Sólo decía «el anillo», como si fuera la única sortija del mundo, el anillo por antonomasia. Pudiendo describirlo se abstenía. ¿Temor? ¿Presagio? ¿Tenía noticias del maleficio que se le atribuía? Nunca se supo si conocía o no las historias que ya por entonces corrían sobre el anillo. Ella decía «el anillo» y dejaba que los demás, incluidos sus hijos, hicieran volar su imaginación; contaba con eso. Se apoyaba en varias historias juntas, originadas en distantes lugares del mundo. Bastaba que esas historias fueran sólo misteriosas, improbables y que la gente estuviera, eso sí, dispuesta a creerlas. Ella decía: la finadita, montada siempre en su caballo blanco, de la noche a la mañana, se aparecía en medio de las guazabaras a decidir la suerte, porque el anillo la traía y la llevaba a donde era necesario que estuviera.
Las manos de Isabel Descalzo volvieron a prodigarse en aquellas finezas que se le conocían de la época en que era la modista más codiciada de La Asunción, y fue cuando iniciaron la confección del ajuar de su única hija mujer de cuatro hijos que tenía, y que fuera la primera en casarse. Telas que venían de vaya a saberse qué lejanísimos países, hilos traídos de Holanda, se juntaban en su mesa de trabajo y se ponían bajo sus diestras tijeras y expertas agujas para salir convertidos en primores concebidos primero en la mente de la modista. Volvía, como antaño, a volcarse en sus obras y a dar forma a todo ese mundo de fantasía que no le sospechaban. En esa temporada los hijos no la contradecían en su trabajo ni la interrumpían; la veían entregada a la costura, vainillando, bordando, pegando entredoses, atareada desde la primera luz del día. No la sacaban de los hilvanes, más bien se llegaban a ella con ese respeto mezclado del temor de no entorpecer una obra llena de misterio y fantasía. Suponían que estaba realizando una obra que alcanzaba la vida del hombre: todos esos vestidos, esas sábanas, esos manteles, las mantillas, los almohadones que iban a durar lo que la vida —y tal vez más allá— de la desposada. Pasarían a sus hijos y descendientes, tal era la calidad y la forma en que habían sido acondicionados esos materiales. Los pliegues, los dobleces, las alforzas, los forros, los nidos de abeja, la pasamanería, fueron ejecutados para la duración, lo mismo que el punto atrás y las vainillas labradas. Adentro del cuarto de costura Isabel Descalzo gastaba sus ojos que se engolosinaban trajinando sedas y frescuras de linos, esas delicadezas. Desde su cuarto sentía crecer la vida de sus hijos, ya entrando en la madurez, y la permanencia de esa tumba en el patio de la casa. Cada hijo era un mundo en el que ella entraba con indagaciones a explorar ese campo y acondicionarlo. No dejarse vencer —les decía—; si yo me hubiera dado por vencida, no estarían ustedes en este mundo. Son fruto de la obstinación. Y seguía con sus costuras, porque un ajuar no se prepara sino en muchos años de trajín. Cuando sentía llegar a Blas, y antes de que pasara al patio a sentarse junto al cerco de la tumba, Isabel dejaba su trabajo y salía a recibirlo, aunque él trajera la mirada perdida. Por esa mirada conocía sus adentros. Según fuera esa mirada sabía cómo había sido el encuentro con la finadita, en las vueltas del río. Si el tiempo se presentó ventoso era que vanamente había perseguido una figura de mujer, con los cabellos al viento, montada en un caballo blanco. Entonces él regresaba ronco y más cansado que nunca, los ojos hinchados; hosco; soliviantándose por cualquier cosa que decían los hijos. Si, en cambio, el tiempo era apacible, María no se dejaba ver, sino, apenas, escuchar. Se le oía la llamada que venía de entre las ondas, una llamada como necesitada de algo, un poco partida por los ecos, recalando siempre en la costa. Muchas veces, en los días apacibles, Blas no subía a la canoa, porque creía que ella le hablaría junto a la costa, ya que allí localizaba su voz si estaba rolando sobre el agua. En esos días regresaba como desvaído por el exceso de concentración y la agudización del oído que efectuaba para localizar la llamada. Los hijos, que tantas veces habían presenciado esas corridas de Blas sobre la costa, también ellos fueron aprendiendo a traspasar el aire y sentir las voces que el río les traía. Al principio les resultó difícil distinguir la voz de la finadita de esas otras que, con mayor nitidez les llegaban, y eran esas voces fantasmales de ahogados que el viento les acercaba: de viejos pescadores sorprendidos por la tormenta, marineros borrachos, isleros tragados por la inundación, mujeres encintas que alumbraban prematuramente. Voces que ellos fueron reconociendo y distinguían y hasta identificaban con precisión. Cuando tuvieron su propia canoa cada uno de ellos, se internaban por el laberinto de islas, bajo el fragor del sol o de la lluvia, tratando de dar con esa madre mitológica que, no dudaban, algún día iban a encontrar.
Pero donde Isabel Descalzo descubría el mayor desquicio para el alma de Blas era en aquello que pasaba en los días de tormenta. Si la tormenta lo había sorprendido rolando las aguas, era una cosa; si, en cambio, se desencadenó estando Blas en tierra, durmiendo en la casa, por ejemplo, ahí venía la confusión mayor. Se despertaba, se agitaba. Cuando todos los pescadores, a causa de la tormenta amarraban su barca a tierra deseosos de llegar a sus casas y reconfortarse con una taza de caldo caliente, Blas salía en su canoa a tentar un encuentro con la vagante mítica. Los hijos aprendieron a seguirlo, aventurándose también en esas tempestades. Y ella se resignaba a su suerte de madre solitaria, porque ese fue el destino que ella misma se había labrado desde que se quedó en la casa a sostener la memoria. María le arrebataba no sólo a Blas sino también a sus hijos, y acaso, le arrebataría por esos menesteres y las cosas de la sugestión, a sus nietos y bisnietos que esperaba tenerlos, multiplicados a lo largo del tiempo. Ellos salían como obsedidos por una idea de encuentro, y cuanto más fuerte era la tormenta mayor su resignación. Aceptaba lo inevitable y así fue como tomó la noticia de la desaparición de uno de ellos, el mayor, abatido por la fuerza del río, una noche de tormenta en que a la finadita se le dio por hacerle señas entre los relámpagos, y ellos, ahí nomás, comprendieron que algo importante estaba por sucederles. Se echaron a las aguas, sin cuidado de la Porá, como provocándola, sabedores de su malignidad en la crudeza de las noches. Pero no. Salieron sus tres varones detrás de Blas, a cual más decidido, yendo al encuentro de esa figura blanca, vaporosa, que ellos aseguraban era la finadita. Ese fue su tributo a la obstinación, a la búsqueda, a la valentía. Su corazón se resquebrajó, se partió en pedazos desde esa noche en que su hijo no regresó del río y nadie podía explicarle a dónde llevó su cuerpo la corriente. Entre los camalotes habrá quedado prendido, una flor entre las otras flores, desplazándose candoroso con la corriente del río, acaso hacia el sur, dormido para siempre entre suspiros. Ese fue su tributo y bien caro que lo fue pagando. No creyó que sería tan grande su dolor. Así se lo hizo saber a la finadita: Ah, María, ¿así pagas mi devoción? De mis hijos me quitaste al más querido. ¿Qué fue que no te di? Un marido, un hijo. Mi lugar has ocupado en sus corazones. Cálmate, ya.
Vinieron los nietos a rodearla, inquietantes de preguntas, insaciables de cuentos que ella despachaba uno detrás de otro como los panes que horneaba. Sentada junto al brasero que coloreaba sus rostros cetrinos, iba desgranando sus recuerdos de la época de la venida a Santa Fe cuando todos los que salieron detrás de un sueño eran héroes que con su espada derrotaban al dragón. Los iba citando, llamándolos por sus nombres, y señalaba la hazaña de cada uno como una cosa cotidiana y digna de contarse mucho después, cuando esos héroes se habían marchado qué tanto ya de este mundo a las poblaciones celestes. La familiaridad con los héroes inquietaba a los nietos que, insaciables, no dejaban de pedir: y ¿qué más? toda vez que ella amagaba con llegar al final. Y ¿qué más? —insistían preguntando, inquiriendo—. ¿Se vive feliz comiendo perdiz? ¿Alguna vez se ha acabado el colorín colorado? Y ¿qué más sucede después del fin? Cuando les contaba la historia de la finadita, sin omitir nada, salvo el hecho de que en Santa Fe había encontrado a quien fuera su madre, Ana Rodríguez, conocido e imaginado por ella, los nietos preguntaban: María Muratore, ¿era de verdad o era de mentira? ¿En esta misma casa vivió? Eso, ¿cuánto hace del antes y de los despueses?
—La finadita vivió cuando empezaba el antes y murió en medio de los despueses —aclaraba.
Pero ya no estaba muy convencida de lo que contaba, porque había empezado a olvidarse de ciertas cosas y a confundir otras. De tanto repetir las historias y aderezarlas a su gusto le sobrevino una confusión. Un día en que la rueda de nietos insistía apremiante: y ¿qué más? ahí fue que respondió: no sucedió nada más después de que el río se llevó al tío mayor. Comprendió que todo lo ocurrido después ya no la había sacudido, porque nada era más fuerte que la pérdida del hijo. Por eso olvidó un hecho importante para la vida de la casa y que marcó el comienzo del desmorono de la barranca. Como venía ocurriendo casi anualmente era imposible que lo olvidara. En forma de grandes inundaciones habían soportado esos enconos y placideces del río. Años de inundaciones en que tuvieron que abandonar el sitio y buscar refugio en otro lugar seco, hasta que se produjera la bajante y así poder regresar con los niños de pecho, los utensilios, las cobijas, esas cosas. Pero se olvidó de todas las inundaciones que soportaron a través de los años, inundaciones que sucedieron, con su peligro de víboras, sabandijas, podredumbre, y que ella soportaba estoicamente, tanto como el traslado de la casa para esas fechas, porque donde fuera Isabel Descalzo allí iba la casa, y donde ella se instalaba allí estaba la familia. Tal vez se olvidara de las inundaciones por lo cruel que siempe le había resultado ese hecho: soportar la agresión de una fuerza incontrolable, superior al hombre, ese salirse el río e ir a buscar la gente a su casa y socavarle el ánima.
Las inundaciones fueron carcomiendo la barranca y ganando playa para el río. Dieron lugar al comienzo del desmorono. Debieron correr la casa y el corral de su sitio; tuvieron que desplantar los árboles y volverlos a plantar más retirado de la barranca. Pero no tocaron la tumba de la finadita, que quedó en el mismo lugar. De esas cosas no se sabe si las olvidó por afectarle demasiado o porque las consideraba naturales y, por lo tanto, desprovistas de magia propia como para incluirlas en sus narraciones. Las inundaciones traían, además, peste para los animales y también para la gente. En una de las inundaciones más leves —y ellos, por lo tanto no habían alzado la casa que, creyeron, podían soportar con esa entereza propia—, fue que, trajinando en el corral, se gangrenó su segundo hijo varón que así acabó sus días, cuando en el vientre de su mujer fructificaba su fecunda siembra. Varios nietos le dejó ese hijo, y una nuera suave y tierna, casi como si fuera hija propia, todos a su cuidado. Sacó las fuerzas que aún le quedaban en los brazos, arremangó sus mangas, tomó el timón de la barca con mayor fuerza que en su juventud, época en que todo lo hacía sin esfuerzo. Ordenó, mandó, se ubicó a la cabecera de la mesa; repartió.
Cuando una nueva tanda de muchachos se largó al río a pescar el surubí en sus propias canoas, y otra arreciaba con el ¿y qué más?, comprendió que las generaciones se iban sucediendo en su casa y ya le resultaba difícil, casi imposible, engarzar las historias y mucho más componerlas. Varias veces se había perdido en los vericuetos e hilos interiores, y estaba a punto de estropear la obra de los años. Por suerte la historia de María Muratore ya se contaba sola. Ella no hacía sino embrollarla, confundiendo los hechos o los nombres, mezclando sucesos reales con los de su fantasía. Cada vez era más costoso precisar el antes (que era la venida a Santa Fe) y los despueses, que comenzaron cuando los habitantes dieron en hablar de irse a poblar otro sitio distante, más al sur, a buscar un reparo a las inundaciones y un resguardo a los ataques de la indiada. Los despueses siguieron con el convencimiento que les había sobrevenido a los vecinos de abandonar la ciudad. Con la decisión que habían tomado de marcharse. Y eso a ella no le gustaba. Le parecía una traición que infligían a la ciudad cuyo emplazamiento y conservación tanta sangre llevaba costándoles. ¿No habían venido cargados de ilusiones? ¿Por qué se iban? ¿En frustraciones terminarían los despueses? ¿En malogros? Pero todavía quedaban algunos empecinados como ella y sus hijos y sus nietos y viejos vecinos de larga memoria. Se desgranaban muchos, otros quedaban todavía. Así seguiría siendo.
Todo el trabajo ahora lo hacían esos nietos o bisnietos que le llenaban la casa de pequeños descendientes. ¿La costura? Ni en sueños. ¡Qué tanto que sus ojos estaban sin poder! Mucha confusión y oscuridad los llenaba. Mucho desear y no ver. En la resignación se movían. Ahí se quedaban, vacíos, mirando para adentro, donde todavía estaban patentes todas las cosas que conformaron el mundo que ella misma había venido a buscar desde que salió de aquella calle lujuriosa, estrecha y empinada, que en La Asunción llamaban del Pecado. Un hombre vino a buscar. Su hombre.
Y lo halló y lo hizo suyo en la medida que podían hacerlo las mujeres. El hombre se fue tras una sombra. Pero ya ella tenía germinado su jardín y plantada la casa, lo principal.
Y se atareaba en no confundir los nombres de sus nietos y de los que se allegaban a la casa a mezclarse con la sangre de ella repartida entre tantos.
Cuando arreciaron las despedidas y la frecuencia de los lloros, comprendió que algunos de los suyos se iban yendo también con las caravanas que iniciaron el éxodo. Aunque, otros, fieles, quedaban. Eran los más pegados al recuerdo de la venida. Se negaban a marcharse dejando lo que tanto había costado construir a sus mayores. Un día oyó que su única hija mujer, anciana ya, sentada junto al brasero, ocupaba su lugar y respondía a la inquietante pregunta: ¿y qué más? entonces se descubrió que el valiente guerrero no era un guerrero sino una mujer, porque se desprendió el casco y cayó una cabellera negra y honda, como la noche. Esa mujer era María Muratore, más valiente que muchos hombres, más hermosa que la luna.
Oyó que, de paso, agregaba:
Ay mama luna
dame tu fortuna
yo te daré la mía
vos dame la tuya.
Los niños habían quedado perplejos y ávidos. ¿Y qué más? La finadita se fue a guerrear a otros lares. Cuando volvió vino a borrar sus pisadas. Andaba mucho por aquí. Todavía vaga por el río esperando que la despenen. ¿Que la despenen? Que le borren el poder. Dicen que tenía un anillo y el anillo una fascinación. ¿Qué otra cosa estaría buscando, así como ella andaba, con el cabello suelto montado en un corcel blanco? Buscaría el anillo, sí, pues.
Su hija, que ya era abuela muchas veces, les conocería en la cara lo que esos niños estaban viviendo, puesto que ella había sentido lo mismo cuando hundía la cabeza en las faldas de Isabel Descalzo, temblando de felicidad por tener al río tan cerca, ese río donde vagaba María Muratore. A las puertas del misterio se detenía, como ella. Dejaba sitio para que se aposentara lo profundo. La noche siempre resultaba corta para tantas narraciones como los chicos deseaban escuchar. Y la veía trajinar y servir la sopa que a veces no alcanzaba porque eran tantas las bocas. Y protestar porque a veces también los hombres volvían sin pescados, ansiosos, dando muestras de las corridas que habían tenido allá, en el río. ¿Cuándo descansará?
De tarde en tarde, en el camastro que no dejaba, sentía como despedidas con lloros en las otras habitaciones. Y las recomendaciones a los que se iban a formar la nueva población de Santa Fe. Algunos de sus descendientes hasta se comprometían a seguir a los viajeros, recomendándoles noticias sobre la suerte que habrían tenido. Entonces lloraba bajito, para adentro, esperando esa visita que tardaba. Pero, como siempre quedaba gente en la casa, perdonaba a los ingratos. Si querían irse, que se fueran. Mientras quedaran hombres y mujeres para defender la ciudad y sostener la historia, la vida seguiría su curso. En una inundación, próxima a morir, la dejaron en su camastro: ya era imposible llevarla. Miraba subir el agua y algunas sabandijas. Esperaba una visita que tardaba. Se quedó tranquila, conociendo que ni la tierra ni el agua eran enemigos sino viejos conocidos que la sostenían. Siempre se había sostenido en ellos y en esos momentos eran además su camino. Por el agua que empapaba la tierra vendría esa visita a buscarla y llevarla a ese dichoso país del «irás y no volverás». Mientras tanto caía la lluvia afuera y allá arriba donde también se dejaron la tumba con la cerca, sin geranios ni siemprevivas, entregada a los mojazones y a la intemperie. El goteo de la lluvia le bajaba un sueño a los párpados sin que el canto de algunos pájaros que pasaban surcando el aire consiguiera quitarle la modorra. Se fueron al fin ellos también. La habían dejado. La inundación los echó. Que se fueran los retoños, comprendía. Pero, ¿su hija? Vieja, chocheando, ¿de andariega? ¿Qué habrá ido a buscar por esos andurriales? De pronto se le hizo la luz: ¿y qué más?
—Cuando María vino a Santa Fe florecieron los cardos…
A eso se fue. Comprendía. Así, hasta nunca acabar. Hasta cavar la memoria que es no morir. Para eso.
Entre oscuridades y ventosidades vio entrar un hombre, pero no pudo distinguir quién sería. ¿Blas? ¿Algún nieto? ¿Un bisnieto? ¿La visita que esperaba?
Calado hasta los huesos, el hombre fue a sentarse en una silla que se habían dejado. Descansaba de rigores. Miraba y no lo reconocía, tan inmemorial era ya su vista. Poco veía. Distinguir, menos. Reconocer, un imposible. El hombre dejó en el suelo la red y el balde de pesca. Creyó adivinar el olor del pacú y del sábalo, venirle como un hálito y más cuando el hombre se empeñó en prender fuego y puso a asar el pescado. El pescado chirriaba y echaba agua sobre las brasas. El hombre se entregó a la contemplación. Parecía no verla. Movía los brazos como con lentitud y tal vez le pesaban. Estaba curtido y ajado por los vientos y los soles. El olor del pescado rondaba sus carnes y convocaba antiguas ilusiones y también esas esperas que conocía mirando la barranca. ¿Dónde andarían ahora? Trizas. Se habían hecho trizas. Entonces pudo comprender por qué se había ido también su hija. Para eso. Se había ido para eso. Llevaba la memoria con ella. Allá también se sabría:
El año que María se embarcó para Trinidad fue cuando llovió ceniza.
Cuando despertó el hombre discutía, afuera. Hablaba a los gritos con alguien en medio de la mojazón. Terco, el hombre seguía sosteniendo sus razones y cada vez se envalentonaba más. Como si se empecinara. Como no dando brazo a torcer. ¿El fuego? Apagado; sólo ceniza mojada. ¡Ah, esa visita que tardaba! Y el sueño siempre picoteándole las manos, que era por donde empezaba a subir hasta sus ojos. Venían los escalofríos de la puerta que el hombre había dejado sin cerrar, olvidado de ella, como si no la viera.
A las tantas el hombre entró y se puso a buscar la pala que halló después de un tiempo que ella no supo si corto o largo, por esas falsedades. La halló. Y salió otra vez del cuarto, más mojado que cuando vino, sin cerrar la puerta. El frío rigoreaba con su látigo. Se fue hacia el lado del naranjo de hojas tiernas que ella usaba para hacer tisanas cuando el tiempo entraba a calar los huesos, como ahora.
Empezó a palear. Hasta que los golpes se amortiguaron. ¿Habrá terminado de cavar? ¡Qué ocurrencia! En un día como éste, inundada y sola, sin nadie a su lado, recordando aquella época en que era una muchacha alegre que vivía en La Asunción.