El tiempo, como ahora, simulaba pasar. Engañaba. Blas no atendía sus amagos, y más si andaba rolando por el río arriba de su canoa. Más fuerte que el tiempo era el río. Y se lo tragaba. El tiempo, ese impostor.
Vino la orden de correr en defensa de una población del norte, fronteriza con el Brasil. Era un pueblo de avanzada que muchas veces había hecho frente a los mamelucos brasileños. Sus hombres: agotados de pelear. Por último los indios le habían puesto su pica. Asediaban. Vino la orden de salir y los santafesinos salieron. Otra vez el correteo por la tierra breñosa, la «nigua», la sed, esas cosas. Partieron los valientes. Muchos eran nuevos, muy pocos los que iban durando. Durando de las guerras, las pestes, las hambrunas, la intemperie. Durando del sigilo de los indios. Blas, ¿cuántos años tendría entonces? A juzgar por los hijos que había alumbrado Isabel Descalzo, andaría cerca de los cuarenta. Engordado, ni pizca; encanecido, sí. Cada vez más pegado al río, su conversación.
Así como salieron para El Brete (que éste era el nombre de la población) durante el trayecto los chumbaron los indios. No les daban tregua. ¿Dormir? Un lujo. ¿Comer? Puras figuraciones. La guerra en ese tiempo se había hecho más dura que en los comienzos, porque los indios se coaligaban y vivían en constante asedio.
Veinte días con sus noches que marchaban reculados —como gatos alzados, para no ser oídos— cuando por fin llegaron a El Brete. Las casas abandonadas. Los pozos, sin agua. Los vecinos, alicaídos. Los hombres, pocos. Cansados; hartos de tantos entreveros y luchas, perdidos en el desencanto, como mercaderes de la desilusión.
Un vecino pareció ser el encargado de la defensa, pero cuando lo vieron tan callado y frágil, no dieron nada por él. Hombre silencioso; decían que diestro para el arcabuz y la bombarda.
—Me apellido Fernán Gómez —dijo entre timideces.
Se puso, con los pocos que habían quedado, a las órdenes del jefe.
—¿Tienen armas? —se le preguntó.
—Tenemos; faltan brazos.
El jefe de la partida organizó la resistencia y Fernán Gómez, siempre callado, no daba su opinión. Cuando el jefe le preguntó qué pensaba, respondió:
—Creo que los indios desbaratarán ese plan. Son astutos. Más bien habría que emplear la emboscada.
Pareció una idea descabellada. Estaban asediados, rodeados, y él hablaba de emboscada. ¿Por dónde?
—Sí, señor: salirles por las lomadas del oeste. Sin refuerzos, los liquidaremos.
Más tarde, conversando a duras penas con el hombre, Blas supo cuánto conocía el terreno este vecino. Era como si alguien pretendiera conocer mejor que el mismo Blas las vueltas del río y las islas con sus árboles. Pero el jefe era el jefe y ya había organizado su plan de defensa. El plan consistía en llevar la ofensiva ante los mismos sitiadores y desbaratarlos ahí, mientras algunos quedaban adentro de la población para reforzar el ataque cuando el jefe ordenara.
Lampiño, menudo, Fernán Gómez comía con apetito el chancho que mató para alimentar a la tropa de soldados, muchos de los cuales se habían instalado en su casa al ver que disponía de animales y plantas frutales. La casa era una invitación. Bien provista. En la alacena tenía jamón y otras cosas de boca, aceite, vino. Ahí también guardaba armas y municiones. Vino la orden de confiscar alimentos y armas y Fernán Gómez, como los pocos vecinos que quedaron, entregó todo lo que tenía: su caballo, una yunta de bueyes, gallinas, chanchos, su arcabuz, municiones, una lanza, en fin, esas cosas. Entregó mantas y ropas porque era invierno y el frío pegaba fuerte. No entregó, eso sí, su amistad a Blas, quien discretamente la buscaba, sin hallarla. Blas continuó unos días instalado en la casa y, en ocasiones, conversaban:
—En Santa Fe tengo casa, cerca del río. Cuando no estoy rolando en mi chalana y pescando surubí, me acomodo en la barranca y me pongo a cantar.
Fernán Gómez callaba: la mirada transparente abarcando cuerpo y alma. Pero la boca: sellada, como tapada por algún miedo.
—¿De dónde eres? —inquirió una vez Blas.
—No soy de aquí.
—Seguro. Pero, ¿de dónde?
—De lejos. Ah, si supieras…
—Eso es confidencia; pero tú no confías.
—No, no. Te equivocas.
Blas observaba la casa. Habitaciones con misterio. Ventanas amplias. Muebles de olorosa madera. Las hamacas cómodas y hondas, adornadas con mantas. Era una delicia dormir allí. En otra ocasión se aventuró:
—Buena casa para disfrutar. ¿Con quién vives?
—Con mis padres. Viejos, tú sabes. Se fueron. A La Asunción se fueron. Allí se puede vivir. ¡Tanta molicie!
—Claro: los viejos no resisten esta vida de sacrificio.
Después de sostener estas conversaciones, Blas se atolondraba. No comprendía de dónde le llegaba la ofuscación. Ese hombre, Fernán Gómez, tan huraño, sin materia, puro callar, ¿sería quien lo ofuscaba? Ese hombre de mirar con ojos de extrañeza, tal vez añorando a sus padres ausentes. Lo intrigaba. Luego, cuando terminaban de hablar, lo veía desaparecer de la casa, irse a los fondos, entre los árboles, ahí lo pasaba. Se escondía. Entrada la noche, con la oscuridad, volvía a buscar su hamaca para echarse a dormir.
Cuando todo estuvo listo el jefe dio la orden. Orden de salir a atacar a los indios que estaban asediando a las puertas, casi, de la población. Salieron infantes, caballería y milicianos. La orden ordenaba, además, a algunos milicianos, diez soldados y tres pobladores quedarse a defender la ciudad, adentro. Los arcabuceros a sus arcabuces, los vigías a sus puestos, Fernán Gómez a la bombarda. Así decía la orden. Vino también la indicación de colocarse la cota de malla y Fernán Gómez pidió permiso para ir a su casa, en un santiamén, por algo que se había dejado. Al volver traía puesta la cota y la gorra.
Entre los soldados había quedado Blas de Acuña y entre los pobladores Fernán Gómez. Cuando Blas supo que el destino los ponía tan cerca uno del otro, se inquietó. Nunca lo había visto pelear. Tenía sus dudas por él, hombre tan sin certezas. Pero la guerra era la guerra. Sin lugar a apelaciones. En el entrevero habrá que verse: ahí se verá, fue lo que pensó.
Fernán Gómez se encolumnó en la plaza, como los restantes, listo para acatar las órdenes, aunque Blas lo encontró como afiebrado y sacudido por una convulsión. No pareció convencido de lo que tenía que ejecutar. Como si le costara demasiado y más bien quisiera desertar. Le tuvo lástima. ¿Miedo sería? ¿Injurias del alma? ¿Oleaje de maldolor?
¿Quién puede saber lo que pasa por un corazón agitado? También Blas sentía que allí estaban; sin reserva, viendo venir la hora de demostrar la hombría. Así era la guerra. Un golpe de la suerte que inclinaría las cosas del lado del valiente. Si Fernán Gómez era valiente, era algo que pronto se demostraría. Para bien o para mal se había quedado. Ahí estaban. El tiempo dilucidaría los transcursos. Si ellos quedaban era para defender la ciudad, mientras el grueso hacía su parte sorprendiendo al enemigo en el mismo sitio del asedio.
A media tarde, malmuerto, llegó un mensajero con malas noticias. El jefe ordenaba resistir y salir luego en socorro de los que peleaban afuera. Había fallado el plan, invertido. En lugar de entrar victorioso, el jefe esperaba de ellos la ayuda para volver. Complicaciones. ¿Y si tenía razón Fernán Gómez? Su plan tal vez hubiera dado resultado.
Llegó la noche con algunos silbidos para la finura del oído de Fernán Gómez, cuyos malos presagios Blas trató de disipar. Sin embargo, Blas sabía que los indios se transmitían sus consignas con silbidos finos y breves. Tantear un silbido, apresarlo, era ya conocer la inminencia del ataque. Ahí supo que Fernán Gómez tenía experiencia de la guerra. Muchos asaltos debió haber resistido para conocer con esa agudeza los silbidos. Cuando él los sintió no hubo dudas: el ataque era inminente. Así se lo dijo a Fernán Gómez, de un momento a otro caerán, acabo de oír un silbido yo también. Ten valor. Estaré a tu lado.
Cada uno en su sitio, alertas, pendientes de las alarmas, cuando, de improviso para tanta atención desplegada, a un solo alarido cayeron los indios sobre ellos. La luz del candil se apagó y, en su lugar, vino la luna a alumbrar la refriega.
Se dio la orden de ataque y cada uno arremetió con lo suyo. Entre arcabuzazos y corridas se vio a Fernán Gómez echar fuego con la culebrina, vociferando y gritando como el que más, suelto al fin ese nudo que antes tenía. Blas se admiró de verlo cambiado, mudado de sus timideces. Más lo escuchaba gritar y cargar las bombardas, más estupor sentía. Estupor. Rareza. ¿Cuál era el verdadero? ¿Aquel hombre tímido o éste que se desboca con el plomo? Era valiente. Sin embargo, algo tenía, bien adentro, esa voz, que lo enconaba, erosionaba. Siguió revolcando indios con el fuego de su arcabuz, atento sólo al latido de sus sienes sudorosas, tratando de ver más allá de sus pupilas. No quería escuchar la voz de Fernán Gómez. Quería estar atento a ese momento de su azarosa existencia, momento vivido tantas veces en las guerras, cuando todo le resultaba incierto. Inciertos los cuerpos, los gritos, la bombarda. Inciertos ante la pregunta que renacía: ¿Para qué? ¿Para qué la crueldad? Ese momento siempre se presentaba estimulado por algo también incierto, como ahora esa voz que rechazaba, y que fue quien de pronto lo plantó ante la pregunta: ¿Para qué?
Y otra vez no alcanzaba la respuesta y apretaba el gatillo renegando de su alma.
Como tantas otras veces, también cayó un soldado: el brazo partido, herida en el costado. Dio un grito y cayó. Aventuras del oficio. Así es. No hay prebendas en la guerra. O él, u otro. Vio a Fernán Gómez agacharse y arrastrarlo a un refugio de la plaza. Callaron las bombardas. Fernán Gómez en su hombro llevaba al soldado y lo atendía. Era un indisciplinado: abandonó su puesto para socorrer a un soldado. Blas sintió la ausencia de Fernán Gómez como un cuchillo que se le iba clavando. Tuvo rabia. Temió por él. ¡Tanta necedad! Un pensamiento le acuchilló el cerebro.
Fue a buscarlo. Lo había prometido. Fue en su ayuda. Lo encontró arrodillado atendiendo al herido que, al parecer, agonizaba. Vio que se esmeraba. Lo atendía con esas ternezas. De nuevo sintió rabia. Estaban ahí, aislados del fragor, reconfortándose. Vuelve a tu puesto —indicó—, abandonaste la bombarda.
—Está mal herido. Se muere —fue la respuesta.
—Vuelve a tu puesto —ordenó.
—No me gusta matar, ¿sabes?
—Es tu deber, ir.
Ahora lo sabía: él era la incertidumbre. Él era. Y la bombarda, y las flechas, y las balas que recorrían el espacio de la plaza. Todo era incierto menos la mano de Fernán Gómez que retenía entre las suyas cuando echaron a correr hasta el sitio donde estaba emplazada la bombarda. La mano era pequeña y cálida, con restos de sangre oreándosele entre los dedos. La escarcela también tenía tierra y sangre pegadas, igual que las botas manchadas con el color marrón de la sangre ensuciada.
Corriendo entraron en el foco de la lucha. Llovían flechazos y pasaban silbando las balas. Soltó esa mano frágil mientras recomendaba: en cuanto llegues: escupe, escupe todo lo que puedas. No terminó de hablar. Vio cómo una flecha se clavaba en el pecho de Fernán Gómez, y otra fue a atravesarle un brazo. Lo vio retorcerse, arrodillarse y caer. Quiso sostenerlo y se le hundía.
—¡A la bombarda! —se largó a gritar.
Fernán Gómez se le caía, pálido y sudoroso. Lo sostuvo en sus brazos. Liviano. No pesaba. Tanteó la situación y volvió a dejarlo caer. Empezó a disparar su arcabuz como loco. Llovían flechas y boleadoras. No podía llegar hasta la culebrina ni tampoco hasta el refugio: se exponía a que lo acribillaran ante el blanco que los indios habían encontrado. Gritó:
—¡A la bombarda! ¡Que Fernán Gómez fue herido! ¡Uno a la bombarda!
Alguien, finalmente, vomitaba plomo por la boca de la culebrina, de manera que pudo arrodillarse y comprobar que Fernán Gómez estaba malamente herido. Le hizo señas que le acercara el oído; entonces oyó que decía: la bombarda, ¿oyes cómo escupe? Escupe, escupe. Pero esta guerra se perdió.
—Nada de eso. Déjame ver la herida —y empezó a abrir la armadura.
—Se perdió —dijo débilmente Fernán Gómez.
Le rogó con los ojos. No. No me toques. Vuelve a tu puesto. Recién nomás decías: vuelve a tu puesto. Vuelve, Blas. Es tu deber. Tu obligación.
Palidez sin quejidos, puros sudores. Con cuidado lo corrió hacia un costado, buscando resguardo. Era lastimoso ver ese cuerpo mutilado, sorprendida esa carne. Fernán Gómez se desmayaba. Ya no pedía que lo dejara abandonado a la muerte. La muerte empezaba a silenciarlo más de lo usual, cuando en los días anteriores le resultaba tan difícil su conversación. Lo alzó hasta el resguardo y en el arrastre fue cuando se le desprendió el casco y el gorro que llevaba debajo; entonces se dejó caer, como una lluvia, libre, una cabellera negra, profunda. Vio que esos ojos lo miraban ya sin extrañeza, próximos a otro paisaje. Semicerrados, lacios. Pasó la mano por ese pelo y de inmediato tuvo un sacudón. Era eso, eso lo que desde un principio le molestaba, esa era la causa de la inquina y del atolondramiento. Por fin sabía el origen. ¿Arrancaría la flecha cuando tenía presente el escozor, la viscosidad que le hurgaba la nuca y las ingles? Abrió la armadura, retiró la ropa y ahí fue que aparecieron las dos palomas de ojos rosados que eran sus tetitas. ¡Por san Santiago y la Porá del agua! Pechos de mujer en ese cuerpo acribillado. Favor de no equivocarse. Sí, dos pechos de hembra, tibios y saltarines, bañándose de sangre. Fernán Gómez: mujer, hembra. Como quien dice: tierra. Eso era lo que le venía incomodando; lo que le resistía. Y además aquel adentro de la voz que le escuchó cuando disparaba la bombarda. El adentro, como quien dice: el escozor. Sí; eso era. Se intrigó: ¿por qué se hacía pasar por varón esta mujer? ¿Qué tanto hacía que ella se desvestía por las noches sintiéndose lo que era y ocultando sus ansias, sola, en la hamaca? ¿Qué tanto se ceñía el busto y achicaba las caderas y peinaba su pelo largo y negro en las oscuridades de la intimidad?
Venía viniendo la luz y con ella la tregua. Con el día, los indios desaparecieron. Calló la culebrina. Los hombres se tumbaron a descansar sus fatigas, rotos por dentro, sin palabras. ¿Muertos? Pocos; muchos indios. La mujer pedía agua. Le dio de beber y revisó las heridas. Quitó la escarcela y la ropa de debajo de la cintura: vientre con cicatriz, costurones. Ahí fue que la reconoció. Ah, vida, ¿tan rigurosa eres? Traerme aquí, para esto.
Ella deliraba, clamaba porque la despenasen. Pero ¿hay derecho? ¿De quién es la vida? Fácil es decir: dame el descanso con tu arma; cuesta poco eso. Pero cuesta mucho tratándose del cuerpo y la mirada que tanto se amaron. Pidió permiso para llevarla a su casa a aliviar sufrimientos, y en una hamaca, casi sin peso, el cuerpo se expresaba. Era blanco, ardiente y sufría. ¡Tantos rigores! Sus tetitas tiritaban sacudidas por la fiebre y las dos palomas parecían querer lanzarse al vuelo, libres y dulces en su ardorosa belleza. Las cubrió con un tul que encontró en los baúles misteriosos que ella guardaba. Junto a la hamaca, besándole las manos, empezó a contarle que la estuvo esperando porque sabía que se iban a encontrar de nuevo. Que Isabel Descalzo no era nada para él. Su amor era ella, María. Que ella viviría siempre en él como las orillas del río. Que la amaba como al río y mientras el río existiera él seguiría palpitando y amándola.
A la tarde, sosegada la fiebre, cuando iban entrando en El Brete el jefe con el resto de la tropa deshecha, ella se despedía de esta vida y de este mundo, reconociendo ser María Muratore, esa muchacha de La Asunción, la guerrera de Santa Fe, aquella amante de Buenos Aires y este Fernán Gómez de El Brete. Alguien que quiso ser libre, siendo mujer. Que para eso guerreó con el amor y el desencanto, como peleó con el indio. Era pesado ser mujer en un mundo de varones. Mucho le había costado sobrellevar esa carga. Por eso tuvo que apelar a esa intriga: única forma de sobrevivir en libertad. ¿Cargos le hacían? Ya era tarde: concluía su vida de congojas y desabrimientos. Agradecía a su padrino de quien aprendió que la mujer puede muchas cosas: oler a pólvora, tirar el arcabuz, escribir y leer según la ocasión, decidir sobre su destino, y amar como una ocupación del alma y no sólo del cuerpo. Ahora les dejaba su cuerpo para que dispusieran, ya que siendo ella dueña de la otra parte se la llevaba a mejor sitio que éste de lágrimas. Pedía perdón a Blas de Acuña, único hombre que la quiso, aunque con amor de hombre por la hembra y no con todos los amores. Le faltaron el amor de padre y de madre, el de hermano, el de hijo de ella, el de compañero y amigo, y ese amor al que todos escapan: el amor sin causa. Nunca quiso matar ni a indio ni a cristiano. Pero debió hacer uso de las armas, para sobrevivir. De eso se dolía. ¡Ah, esos rostros de la muerte que volvían a desasosegarle el sueño! ¡Esos visitantes de la noche salidos de la atrocidad! Los veía coagulados en un solo grito, en un único grito, y era el que tenían poco antes de morir.
De cuando en cuando ella alzaba una mano y lograba llevarla hasta sus cabellos, tocándolos, como si necesitara afirmar en esa realidad lo que iba diciendo. Entonces Blas hundía sus dedos entre esa mata azul, deteniéndose ahí, adentro de su espesura, empequeñecido, lloroso, mordiéndose algunas guasadas que quería echarle a la vida. Pero la vida ¿qué culpa tiene?; a alguien hay que culpar de las desgracias.
El sufrimiento fue tapándole las palabras y crecieron los silencios en la boca para volverlas quejido. Finalmente fue entrando en un desmayo, blanco y frío, del que no se repuso. Así acabó la vida de María Muratore. Se hallaba en brazos de Blas y para él quedó su cuerpo.
Terminada la guerra, dos meses después, Blas pidió permiso para transportar sus restos a Santa Fe. Era su legítima mujer, ¿no lo decían las leyes? Las leyes de los hombres y las del corazón.