Estuve callada, no sin argumentos. No es que no llame la atención con mi cabello rojizo y mis ojos casi verdes. Algo había siempre que me empujaba para atrás obligándome a desaparecer. Mucho tengo en mi memoria para contar aunque algunos crean que alguien aparentemente frágil como Isabel Descalzo debe pasar sin dejar huellas. Pasar por esta vida como aquello que fui: una costurera pobre que vivía en la calle del Pecado, esa calle cadenciosa y llena de vida, donde todo sucedía a la manera de los cuentos del oriente. Allí reinaba Celestino Descalzo hasta que tantas francachelas y despilfarros lo fundieron. Allí quedé, cuando mi padrino (que muchos decían era mi padre) decidió tentar nueva fortuna cuando se fundó Santa Fe. Me ganaba la vida cosiendo los vestidos que, con escasa frecuencia, me encargaban linajudas señoras y niñas de La Asunción. Trajes para ceremonias importantes, vestidos de novia, con eso tenía para meses de coser. Se conocía mi prolijidad y buen gusto. Damas de alcurnia se peleaban por lucir sobre su cuerpo la obra de mis manos. Sin haber frecuentado otros salones que no fueran los cubículos prostibularios de la calle del Pecado era increíble ese don que yo tenía para las cosas de la elegancia. Paciencia es lo que siempre me sobró. Allá se decía que yo colocaba el cinturón como un suspiro detenido; los volados como caminos que surcaban el cuerpo; los moños como conversaciones anhelantes; los entredoses como invitaciones a soñar; las alforzas como promesas. ¿Quién se atrevía a contradecirme cuando medía las costuras de hilván flojo y efectuaba las correcciones a ojo, de un solo golpe de vista, rehaciendo el modelo que yo me había dibujado en el interior de mi cabeza; un toque aquí, un cavado de sisa allá; en fin, cuando disponía y desplegaba las telas a mi capricho sobre el cuerpo de la dienta, haciéndolas rendir ante mi tijera aquello que mi gusto ordenaba? Me dejaban hacer, confiando que de tan aparente vulgaridad, se esperaba esa mano maestra para la costura. Nadie como Isabel Descalzo conocía lo que una mujer estaba dispuesta a decir con su vestido. Insinuar. Desdecir. Nadie como yo conocía el lenguaje del escote, del canesú o de los pliegues. Echaba mano de ese código con mi destreza propia. Era sabido que arreglaba enojos, disipaba engaños y consolaba viudeces cada vez que entraba con mis tijeras y dedales, en las casas donde me llamaban para encargarme una confección. Esta muchacha vale un Perú. Ah, si hubiera nacido en Toledo (o en Madrid, o en París, o en el arrabal del diablo), no en la zanja donde nació. A lo cual yo sonreía, sabedora de que, pues no, había nacido en plena calle del Pecado, en La Asunción y para más de padre desconocido. Ni hablar de quién habrá sido mi madre. Nunca necesité averiguarlo. Con todo eso yo era, sin embargo, depositaria de un don inigualable. Pero mis días pasaban de las galas a la escoria, de las finuras a la roña.
Siendo la modista indiscutible, la reina de La Asunción, a los veintisiete años aún no había encontrado marido. Armé varios casamientos y no podía urdir el mío. La situación era grave. Veintisiete años son una edad crítica para cualquier época. Si difícil era encontrar pareja a los veinte, cuantimás cerca de los treinta. Estaba preocupada. Entonces fue cuando recibí el oficio judicial que me enteraba de la travesura de mi padrino: había muerto dejando una chacra que poseía en Santa Fe a un tal Blas de Acuña, siempre que el fulano se casara con esta personita. ¡Padrino salvador! ¿Cómo fue que se le pasó esa ocurrencia? Mucho me habrá querido para acordarse de mí en la lejanía. Salir de esa calle, transformarme en propietaria, dejar de coser, ser una señora con esposo, eran mis ambiciones más desmedidas. De golpe se presentaban todas juntas. Viajé a Santa Fe y de aquello me vi hundida en un largo y complicado pleito contra Blas de Acuña que se quería quedar con la chacra sin casarse conmigo. Contraté abogados que le reclamaron la chacra o el casamiento. Blas alegaba estar casado. Pronto averigüé que con una sombra.
—Habrá que esperar a que el recuerdo se vaya. Paciencia es lo que me sobra.
Sin sofocarme dejé que la sombra siguiera ocupando su lugar en el corazón de Blas. No la malquisté ni traté de borrarla. Torpezas no. Yo venía de abajo, pero sabía mucho de trato y esas cosas. Confié en el tiempo, ese componedor. Así que cuando Blas se iba a la guerra le cuidaba la casa, de manera que a su regreso la encontrara limpia, el techo retocado y sin goteras, los animales atendidos, las plantas regadas. De una de esas salidas a corretear indios, Blas se encontró con que le había hecho el cerco a la tumba, en el patio:
—¿Qué es? —dijo Blas.
—Pues la tumba de María.
—¿María?
—María Muratore. Pobrecita. La conocí en La Asunción. Vivió un tiempo en mi casa, cuando la echaron las hijas de su padrino. Hasta que se vino para acá vivió conmigo. La quise mucho. ¿No es digno de ella este cerco?
—No te entrometas en mi vida —me dio la espalda y fue a sentarse junto a la barranca.
Pero el cerco quedó. Después planté siemprevivas, pensamientos, geranios. Yo también me fui quedando en la casa. Trajinaba en la cocina, zurcía la ropa, cuidaba las plantas. En el verano salía al patio donde mi hombre se quedaba horas enteras mirando el río.
—Ya está la comida, Blas.
Se comía sin hablar ni mirarnos. Se sentía su encono. Un rechazo que continuaba al meternos en la cama sin haber cambiado un solo gesto. Adentro del lecho me pegaba con fuerza al cuerpo de él, para desenconarlo. Blas, entonces, vociferaba:
—¡Puerca! ¡Diabla! ¡Maldita!
Después, aquietados como el río que atormentaron los lloveres, caíamos dentro de la bruma del sueño.
—¡Maldita diabla! —farfullaba Blas.
A la mañana de nuevo el silencio y la incomunicación. Tuvimos un hijo. Después otro. Por entonces yo andaría por los treinta y tantos años. Blas se marchaba a las guerras: volvía cansado, sucio, despotricando. Allí estaba yo para consolarlo de tantos sinsabores.
En una ocasión, ausente Blas, el negro Antonio Cabrera me contó que había visto viva a María Muratore.
—La llevé en mi canoa. Fue la temporada que me fui a trabajar a Buenos Aires.
—Cuenta, Antonio. ¿Cómo fue eso?
—Ella me contrató para viajar por el río. Iba huyendo de algo que no me sé.
—¿Quién la perseguiría?
—Pues: la autoridad. Eso: la autoridad.
—¿Tanto?
—Vi cuando el jefe de arcabuceros le tiró a matar. Ella me contó que estuvo prisionera.
—Fantasías, seguramente.
—Si no me cree, no sigo, pikó.
—Sigue, sigue. Y ¿a dónde fue?
—Compró mi chalana y siguió remontando el río.
—¿Plata robada, Antonio?
—Venta de un anillo.
—¿Tenía un anillo?
—Y ¡qué anillo, pikó!
—¿Robado?
—Regalo del Hombre del Brazo Fuerte.
—¿Pago de favores?
—¡Quién lo sabe!
—¿Que ella estaba viva, dices?
—Y remando.
—Y ¿dónde habrá ido?
—Bien arriba.
—¿Dirías que a La Asunción?
—Más arriba.
—¿Qué tanto dirías, Antonio?
—Hasta el nacimiento del río.
—Eso sí que está bueno.
Mis ojos verdes, entonces, se azulaban. Lejos, cuanto más, mejor, se en leía el nacimiento de mis pestañas. El negro, que sabía leer las caras, agregaba:
—Pero no hay poder llegar: mujer y apenas con una chalana…