Me hallaba prisionera en esa casa de infinitos corredores, perdida en patios internos que se contenían unos dentro de otros. Pisaba grandes almohadones de plumas de ganso que se rajaban al pisarlos y yo era inundada por las plumas. Cuando despertaba del sueño en que el embrujo de Régine me sumía, rondaba apaciguada los patios y me hundía cada vez más adentro de la casa sin hallar la salida. Había ido a parar a la calle de la Nao Perdida, cerca del Riachuelo, pero la casa parecía estar en la hondonada de una barranca y los corredores cavados dentro de las salientes de unas colinas. Arriba habría árboles porque se notaban como gruesas raíces que surcaban la techumbre. Hasta que un día, oyendo los gritos del loro, me dejé llevar por sus parloteos y sintiéndolos cada vez más cerca me hallé de nuevo en la pieza de los gatos. De ahí en un santiamén di con la calle. Respiré el aire del río anchuroso como el mar, caminé rápidamente un trecho sin volver la cabeza y, en composturas de ropas y atuendo que se me habían ajado, me encontré en una calle ya no solitaria sino animada. Vi un cartel: «Casa de préstamo» y más rápido que volando entré. Me quité el anillo de sierpes:
—¿Cuánto? —pregunté.
El prestamista pareció desencantado, aunque se le iban los ojos en la joya. Yo sabía que era valiosa. Por las luces. Por el paciente trabajo del recamado. Por la pedrería. Por la fiebre que había puesto en mi cuerpo. Por la fascinación. El prestamista hizo una oferta de poca plata: señal que tenía demasiado interés. Di la espalda y trasponía el umbral cuando el usurero exclamó:
—Última oferta… ¡Dos mil reales!
—Es suyo.
Recogí el dinero y lo primero que hice fue buscar hospedaje. Hallé la fonda del «Gallo mercenario» donde había unas negras muy avispadas y serviciales que me tomaron cariño. Me consiguieron un muchacho para el servicio. Puse casa. Compré armas. Las negras querían enseñarme a vainillar, a repulgar pastelitos, a aderezarme el pelo. Pero me aburría. Estas cosas no me conformaban.
—Esto me pasa por creer en el amor —me dije perdiendo hasta el último vestigio de ilusión.
Los días en la ciudad de la Trinidad pasaban lentos mirando la calle por la celosía. Las pocas veces que salía me iba al puerto y ya me encontraba en tratativas con un barco que me llevara de regreso a Santa Fe, cuando otra vez, por esos designios misteriosos, cambió el curso de mi vida. Había pensado volver a aquella ciudad, correr junto a Blas y pedirle perdón. El amor del mestizo era el único verdadero, me decía casi convencida. Pero las cosas no sucedieron así.
Yendo por la calle una tarde, despreocupada de los menesteres domésticos, pero alerta a la vida, el ayudante de Garay que me habría visto, se sorprendió. Era aquel que me llevara con engaños a casa de la bruja Régine de Birmania diciéndome que era un hospedaje. La sorpresa del ayudante se debía tal vez a que se estaría preguntando cuán lista fue esta María Muratore para lograr escapar de esa prisión.
Será que ninguna mujer consiguió salir de los corredores internos una vez traspuesto el umbral del zaguán vigilado por el loro. Por lo tanto, el ayudante se habría apresurado a entrar en la gobernación y dar la noticia.
Pero yo no reparé en el ayudante: iba muy entretenida conversando con un caballero ocasional, alto, algo desgarbado y sobriamente vestido. Ese caballero, como yo, tenía la pasión por las armas. Grandes tiradores ambos, íbamos hablando en esa jerga que dicen suelen emplear los maníacos. Por eso no alcancé a ver al ayudante que habría pasado con disimulo por la vereda de enfrente.
No corrieron dos días de eso, cuando recibí una carta del mismísimo Juan de Garay, a la sazón gobernador de Buenos Aires, encareciéndome una cita, muy extrañado por mi desaparición. Convencida de la falsedad de los hombres, no respondí: de hacerlo, habría ido a parar a la cárcel por desacato, que tales serían los insultos que escribiría. Opté, pues, por el silencio, ese buen consejero. Más callada estaba, más se apilaban las cartas que recibía, lacradas con el escudo nobiliario. No las abría. En la cuidada educación que recibí de parte de mi padrino, allá en La Asunción, figuraba entre otras destrezas poco femeninas la lectura y escritura. Así es que las cartas no las leía no por ignorancia sino porque deliberadamente no quería abrirlas. Estaba dispuesta a no dejarme intimidar por las águilas ni los aguiluchos del escudo; tampoco por esa letra llena de curvas y finura, que tan prolijamente dibujaba aquella diestra mano. Mucho menos por el perfume que bien conocía, remotos aromas que los barcos traían desde el Oriente para el gobernador, gustador de exquisiteces.
Tanta descortesía se iba acumulando que empecé a sospechar: algo se tramaría en mi contra. No se puede desconocer la invitación de un poderoso sin descalabros para el descortés. Una tarde, por los barrotes de mi ventana, veo el carruaje oficial detenerse en mi puerta, y bajar un lacayo de boina que requería hablar conmigo.
—¿Qué se le ofrece? —pregunté a través de la ventana.
—Su Excelencia invita a María Muratore a visitarle.
—Dígale que no me da la gana.
Ya estaba segura de que se desencadenaba la tormenta. Pasé la noche meditando cómo salir de este asunto. ¿Marcharme? ¿Enfrentarlo? ¿Viajar por tierra; por agua? Al día siguiente, el carruaje de nuevo se detuvo a mi puerta. Esta vez eran tres lacayos, los que, sin más, bajaron, y, sin contemplaciones, dijeron:
—Es una orden.
—Vengan a llevarme —y corrí al interior de mis aposentos en busca del arcabuz.
Los tres tipos entraron a perseguirme y se encontraron con una fierecilla que pronto los puso fuera de combate.
¡Bestias! ¿Qué se creen que es una mujer? ¿Un armatoste? ¿Una bolsa de mandioca? ¿Una mujer se alza sólo para satisfacer el capricho de un hombre? ¿No tiene alma, verdad? ¿Cuántas letras se precisan para decir no? Tantas como para sí. Pues no. No. No quiero ir. ¡Hala! Infame turba de lacayos. Si les queda algún hueso sano, díganle que María Muratore manda contestar que no.
Primero cayó el de la gorra, un hombrón cejijunto de ojos bovinos; después, uno de los otros dos. El tercero, viendo el asunto a mal traer, corrió al coche y salió a escape. En el piso yacían dos hombres al servicio del imperio, que de pronto habían tomado actitudes duras y casi ridículas; uno estaba casi con las tripas afuera, perdida toda compostura. Con dos tipos muertos en el suelo y la ley y el poder en mi contra, ¿qué hacer? ¿Me haría cargo de las muertes inferidas? ¿Fue en legítima defensa? En la ciudad de la Trinidad y puerto de Buenos Aires nadie me libraría del escándalo que el asunto traería: una mujer hiere a muerte a dos servidores de la gobernación. Una mujer sin padre, sin esposo, como quien dice una mala mujer. ¿Cuáles son sus medios de vida? ¿Cómo puso casa? Ahí saldría a relucir el anillo de mi veleidoso galán. Naturalmente que me acusarían de haberlo robado. Con engaños. Con argucias. Hasta con artes de brujería. Yo, María Muratore, asesina, ladrona, sacrílega, bruja, engatusadora de hombres, que hasta había osado manchar el ilustre nombre del gran Conquistador, mezclándolo en una sucia historia de amoríos. Pero ya antes de llegar a este puerto —¿quién lo ignora?— fui arrojada de la casa de mi padrino por perjura, por desagradecida, por ambiciosa, por puerca. Allá en La Asunción bien marcado había quedado mi nombre. Que lo digan las hijas de mi padrino, incansables en propagar a los cuatro vientos la desgarradora historia de su padre seducido por mí. Cuando ellos me habían recogido, alimentado y educado. Más que a sus propias hijas legítimas su padre me había educado. Con un esmero que yo no agradecí. La cabra tira al monte, decían, y críe usted una de estas hijas del pecado, críe usted cuervos que le sacarán los ojos. Cuévanos le dejarán donde usted se recreaba. Una de estas pillas un día, cuando menos lo piense, aparece como ama y señora y usted a limosnear por los caminos.
Volví a la realidad para no herir la memoria de mi amado padrino y eché de ver que el asunto urgía. ¿Qué hacer? ¿Tiene la mujer derechos sobre su cuerpo y dispone de albedrío? ¿O debía correr en busca del perdón junto al pecho del Hombre del Brazo Fuerte? Pecho por el que había suspirado en mis noches de fiebre en Santa Fe, antes de comprender que apenas fui uno de los tantos caprichos de su inconstante dueño.
Al muchacho que me servía le compré la vestimenta; me armé de suficientes cartuchos con su correspondiente arma; tomé todo el dinero que me quedaba de la venta del anillo y sin esperar a que cayera la noche salí de la casa dispuesta a vender cara mi libertad. Se me ocurrió mandar un mensaje al caballero que me acompañaba en mi paseo la víspera del hecho en que me desgracié, diciéndole que necesitaba verlo por un asunto importante. Lo cité en el puerto y allí me encaminé atravesando calles solitarias a causa del calor. Sin hacerse esperar mucho mi reciente amigo llegó montado sobre su caballo. Se había puesto un sombrero atado al barbijo y lucía cuidada barba oscura que resaltaba su palidez. Salí a su encuentro porque él no me reconoció. Y es claro: llevaba toda mi cabellera oculta debajo de una sucia gorra, alpargatas y unos pantalones remendados. Le conté lo que me estaba ocurriendo y a medida que se enteraba del sucedido iba poniéndose cada vez más pálido y atolondrado. Cuando terminé mi narración, por la pinta y por la tinta, me di cuenta que el hombre estaba ido de miedo.
—Necesito un trago —dijo—. Ya volveré entonado.
Montó en su caballo y retornó a la ciudad todavía bañada por el largo sol. Recorrí el puerto buscando la forma de salir cuanto antes sin despertar sospechas y empecé a ofrecerme como grumete o lavapisos. Nada. Nadie que se interesara por emplear mis servicios. Había mucha competencia con muchachones de apariencia fornida que merodeaban decididos de barco en barco, saltando y correteando con sus alpargatas rotas, pero dando una impresión de vigor y osadía. Yo al lado de ellos quedaba relegada y era natural que no me trajeran en cuenta. Como pasaba el tiempo y yo sin escabullirme dentro de algún barco, eché mano del último recurso: contratar una canoa para que me sacara, lo más pronto posible, de Buenos Aires. Un viejo raquítico, dueño de una canoa desvencijada, a la vista de la plata que le ofrecía, aceptó llevarme. Sin equipaje, sin despedidas, ante el asombro del viejo subí a la canoa y de inmediato le ordené partir remontando el río. En ese momento llegó, montando su caballo, el hombre que había ido a entonarse con alguna copa, y me gritó que lo esperara. Por las dudas seguí arriba de la canoa, a prudente distancia de la costa, esperando ver la derivación de los acontecimientos que de ahí en más se sucederían. Veo que traía el arcabuz y otras armas cruzadas del caballo por lo que al parecer, se preparaba para algún hecho fortuito. Dijo que tenía necesidad de hablar conmigo sobre el asunto que yo le anticipara, pero no a los gritos, sino en tierra y a solas. Ahí fue que dudé. El corazón me dijo que no, antes de que el viejo se diera cuenta de lo irregular de mi sexo y de la situación y me dijera, en voz baja, que el caballero que me instaba a bajar era nada menos que el jefe de arcabuceros del Hombre del Brazo Fuerte, y que si bajaba a tierra me prendería y me entregaría. ¡Ah, viejo!, ¿cómo fue que conociste que andaba en la mala y tu proceder fue ayudarme? Lo miré detenidamente y entonces caigo que era negro de Guinea, desharrapado, esquelético y enfermo, remando para ganarse el sustento.
Di orden al canoero de alejarnos de la costa lo más rápido posible y el viejo empezó a mover sus brazos flacos y cansados. Viendo que empezaban a disparar perdigones sobre la canoa, sobre el viejo y sobre mi persona, tomé los remos y más pronto que volando movilicé todas mis reservas, metí ritmo al movimiento, y la barquilla se alejó de la lluvia de municiones que nos mandaban desde la costa el que fuera mi reciente amigo y otros que se le sumaron.
De buena me había salvado. Me intrigaba la sagacidad del negro: quise hablar con él, agradecerle. Mientras peleaba con el agua me contó que él vivía en La Asunción en la calle del Pecado al servicio de Celestino Descalzo y que después con los franciscanos fue a Santa Fe como cantor de la iglesia; al ir envejeciendo perdió su puesto de cantor; finalmente había recalado en la ciudad de Garay buscando reunir la suma para comprar su libertad. En un tarrito llevaba las monedas que hasta la fecha había reunido exponiéndolas al peligro de perderlas en cualquier percance del río. La canoa es mi casa —dijo—, cuando junte el dinero volveré a Santa Fe.
Rolamos el ancho río buscando un sitio donde poder bajar, aunque eso no era una garantía para mí. En la costa estaban los indios, las alimañas, el peligro. En el agua también se podía encontrar indios, alimañas y peligros. Hacia el atardecer se levantó viento. La canoa era arrastrada por las ráfagas y nosotros lidiando por recomponer la situación. Me di cuenta de que el negro era muy hábil para mantener la chalana. Luego vino la noche; rolábamos muy cerca de la costa. Se oían los ruidos de los árboles que movía el viento; el graznido de algunos pájaros. El viejo estaba alerta a algo: ponía todos sus sentidos en atender, como si esperara la llegada de alguien entre el ruido de las aguas. Vigilo al yacaré —dijo—. Entonces lo dejé solo con su oído y me tiré sobre las maderas del piso ansiando descansar.
Tres días que rolábamos encima de la barca, sin comida, sin rumbo, cuando mi viejo empieza a quejarse despacito. Lo veo sudoroso, amarillento, con ojeras. Tomo los remos y lo mando a descansar. Pero el mal que lo aquejaba siguió creciendo. Poco tiempo más tarde el negro volaba de fiebre, y ya se agotaba la poca agua que él según su costumbre solía llevar. Enfilo hacia una isla y hago bajar al enfermo. Alzo su tarro de monedas y lo coloco cerca del cuerpo atándolo con una correa. Horas después venía remontando el río un barco inglés al que hago señas pidiendo socorro. Destacan una chalana y nos recogen. No puedo hacerme entender por ellos fuera de que el viejo va enfermo. Lo llevan en una camilla y a mí en presencia del capitán. Pronto descubro que es un barco pirata y su capitán un filibustero famoso salteador de aguas. Como enseguida salió en descubierto mi condición de mujer, ya que tenía el cabello suelto por haber perdido horquillas y gorra la noche de viento cuando nos seguía el yacaré, fue verme el gringo capitán y creer que yo era una cosa que se toma de prepo para muchos usos. Y como lo rechacé me hizo encerrar. Me tuvieron a pan y agua varios días; cada tanto el capitán hacía que me llevaran a su cabina para ver si me rendía. ¡Filibustero bruto! Creer que me impresionaba su hablar en algarabía y que me abrazara como una tenaza. ¿Para qué aprendí en La Asunción tantas artes? Me zafaba de sus garras y no me dejaba impresionar por sus palabrotas. Me corría por toda la cabina transpirando. Y yo no paraba hasta verlo acezar echando los bofes de rabia, Una de las veces que me hacia llevar ante él decidí escarmentarlo. Le había echado el ojo a una espada que tenía colgada de la pared y cuando hacía rato que me perseguía con su terrible cara lasciva y ya me estaba acorralando, descuelgo la espada y le largo una estocada que por poco lo manda a parar al otro mundo. Sin dar crédito a lo sucedido, el inglés, asombradísimo, me dejó escapar. En una de las idas y venidas vi al viejo canoero lavando pisos; le hice señas de que me tenían prisionera. Una noche viene el pobre negro y me salva abriendo la celda. Me lleva de la mano, arrastrándonos los dos hasta una chalana y una vez que nos descolgamos e hicimos pie nos alejamos de los salteadores. Otra vez remando de noche y cuidándonos del yacaré y de la Porá del agua. En algunas islas recogíamos frutas y asábamos pescados. Luego seguíamos viaje. El sol del río iba quemando mi piel; el remar fortificaba mis brazos. El negro, todavía débil, sacaba fuerzas para cantar sus areitos con una voz tan honda y llena de palpitaciones que me hacía llorar. Aunque cantaba en su lengua de negro se notaba que hacía referencia al dolor de su raza, sus recuerdos, a sus dioses, a sus mayores y a la libertad que allá gozaba. Y me venía la pena y la lástima por el pobre negro que tantos bienes había perdido.
Después de varios días de navegación una tarde alcanzamos a ver la costa santafesina. Las cúpulas de las iglesias, las casitas extendidas a lo largo de la barranca, el puerto desolado, atestiguaban que nos encontrábamos frente a Santa Fe. Juépete —dijo el negro—, ese que está sentado en la barranca es Blas de Acuña, mbegüekatú.
Callé. También yo creí distinguir al Blas sentado de cara al río rumiando pensamientos.
—Ese pikó: capaz entonces que es el Blas; quisiera, che karaíkuera, darle abrazos. ¿Vamos, pikó? —volvió a decir el negro mirándome con ansias.
No me di por aludida. Dejé que siguiera extendiendo la mano en señal de saludo y observé cómo la figura de la barranca respondía. Le di al remo con todas mis fuerzas y un poco más arriba, cuando se le iban las esperanzas al negro y él seguía mirando la costa dije:
—Pues, como el viaje será largo, redoblo la oferta.
El negro saludó por última vez, y sus ojitos brillaron codiciosos. Y seguimos, un poco mecidos por las aguas y otro por nuestros propios intereses. Yo veía que el negro se esforzaba en servirme aunque sus flaquezas lo vencían. De noche, después de comer los sábalos que asaba con esa maestría propia, nos echábamos a dormir entre las varillas de la costa, aunque el negro muchas veces prefería quedarse arriba de su canoa que amarraba a algún poste. Acechaba. Duerme viejo, que la vida es corta y el sueño es alimento —le decía para calmarlo.
—Te cuido del yacaré —respondía.
Pero mi viejo se derrumbaba. Remar era mucho esfuerzo para él: el pecho sumido, los brazos temblorosos. Entonces el mayor trabajo lo hacía yo. Lo veía ansioso por la paga soportar el decaimiento de su cuerpo con resignación. Así que, un poco más arriba, viendo su endeblez para el remo y la poca salud de que disponía, decidí seguir sola mi viaje y darle la opción de regresar. Le pagué lo convenido, le compré la chalana y lo despedí en el varillar de la costa.
—Ahora compraré mi libertad —dijo contento—, pero tú ¿dónde vas?, mujer y sola. Es peligroso.
—Vivir es peligrar —respondí y no quise volverme para saludarlo viéndolo tan flaco y rotoso, apretando contra el pecho el tarrito donde guardaba sus monedas. Estaba descalzo y tenía que volver caminando a Santa Fe.
Pronto la figura del negro se borró de mi vista porque yo también había aprendido a poner todos los sentidos en atisbar al yacaré. Al menor descuido lo tendría a mi lado, y no quería terminar masticada por el animal cuando debía remontar la corriente del río hasta su ardiente corazón.