Tupasy, madre de Dios, será quien los soltó de su mano en la mediatarde de la siesta, durmiendo ella (María), bajo los sauces, suelto su pelo y con el abanico que le hacían las hojas de las ramas. A su lado, el «aba» enceguecido de mando también dormía en la playa, porque así trabajaba la vida para conformar a algunos y malquistar a otros. Frescor del río les llegaba, y ellos en sus delicias desconocían que sus pasos se borraban. Sí, pues, la vida secretamente trabajaba. Tupasy será quien, creyendo poner justicia, puso dolor. Dicen que ella tenía su mano sobre el pecho de él, como un pájaro herido al vuelo, acariciándole la barba. Sesteaban. Tres años que dormían juntos, hasta que Tupasy, en su voluntad, habrá dicho: se acabó.

Después de aquella matanza el difunto Juan de Garay seguía juntándonos bajo su toldo y ejerciendo el mando. Al trote salimos los santafesinos a escarmentar esos indios altaneros que habían osado tronchar la vida del mandamás galante, pero no pudimos llegar a Punta Gorda: en el camino otras injurias se opusieron. Y fue que nuestras malandanzas se vieron castigadas por Tupasy en la mano de esa indiada que sin tregua oprimía. Vinieron tiempos de aguas y nuestro jefe mariscal de turno ordenó esas estratagemas milicas que conjuraban las nuestras de pelotas de arcabuces, certeras y cumplidoras. El jefe era un asturiano testarudo para quien nuestras vidas valían lo que una meada contra la pared. Semilla de mestizo —decía—: al pudridero. Provocador, desoído de consejos, ansioso del encontrón, nos llevó en su necedad a las puertas mismas de una garganta donde los puñeteros indios se habían atrincherado. Confiaba sólo en sus estratagemas milicas: Los sitiaremos; por hambre y sed saldrán de la fortaleza; entonces los liquidaremos. De balde fueron las anticipaciones de sus segundos. Molidos por los lloveres, hambrientos nosotros y no ellos, expuestos al blanco de flechas y bolas, íbamos cayendo nosotros y no ellos. Nuestro jefe espumaba mando por su boca echándonos al matadero. «¿Qué no ve, su excelencia, el equívoco? ¿No será más sensato alzarnos con la noche y amanecer ausentes? A ladinos nadie le gana a estos indios. Vuélvase de su mandar, que a veces vale más desdecirse que emperrarse. Sépase, señor mariscal, que su mariscalía no sufrirá menoscabo. El hombre se equivoca con los sentimientos, cuantimás con las estrategias. Con su dispensa vea que caen muchos mestizos, y sin esta gente qué guerra podrá llevar adelante. Le han liquidado la vanguardia. Mire, vea mariscal: de este lado morimos como moscas, de allá se cobijan en sus parapetos. ¿Agua? ¿Comida? Téngalo por seguro que bien provistos han de estar. A más que estos indios no necesitan mucho para mantenerse: a veces sólo de quirusillas. Alce, excelencia, su carpa o mándenos avanzar».

De balde sus segundos lo persuadían. El asturiano como si oyera llover. Terco. Pretencioso. Gestos de desprecio. Mestizo o indio nada valían. Escarmentar era su único pensamiento. Garay había muerto, eso era lo principal. Garay: un general español. Así estábamos. Viendo estas divergencias, y ya que hasta el momento —vaya a saber por qué razón— la muerte me había respetado sin hacerme entrar en sus decisiones, decidí por mi cuenta escabullir el bulto para no ser blanco de las flechas. Habíale hecho muchas gambetas y cuántas veces estuve a punto de caer en la volteada. Así, pues, me largué. Silencioso, en un caballo que me conocía, amordazado, envueltos los vasos para no ser oído, ¿qué no vienen otros cinco soldados mestizos que acaso maliciaron mi pensamiento, cansados como yo de tanta prepotencia, a hacer también por su cuenta los aprestos? Grande fue nuestra sorpresa cuando en el camino nos íbamos sintiendo los bultos, moviéndonos con harto sigilo, y hallando que esos bultos se escarnecían a medida que la oscuridad se dejaba traspasar por ranuras de luz. Arriba de los caballos galopamos todo el día sin parar, sin ningún acuerdo, como no fuera alejarnos del asturiano mandón. Tres días después urgidos por la sed y las ansiedades detuvimos el galope y nos echamos a hablar. Así fue que decidimos rumbear, proscriptos, hacia Córdoba. Allí estaríamos hasta que, necesitándonos en el ejército, nos harían llegar el perdón.

De Córdoba muchas cosas se decían y eran ciertas. Llegué pelado, sin ropas ni plata. Me aseguré la comida enganchado en un mesón empleado para todo servicio especialmente para matar chanchos y desplumar gallos y gallinas. Pero yo, qué tanto que me hubiera vuelto a mi pago de Santa Fe a sentarme en la barranca en esos amaneceres de rosicler. Tres años estuve alzado, sin circundar el río ni echarme mis canciones en la playa, cuando el viento viene del sur y arrastra esas voces que de balde uno intenta pero no puede olvidarlas.