Muchas lenguas corrieron sobre el anillo. Que había pertenecido a una bruja quemada por la Inquisición, en Lima. Que lo sacaron profanando un ataúd. Que sus dueños fueron, entre otros, una reina de Inglaterra, una princesa gitana, un hechicero hindú. Que había causado el hundimiento de un barco. Que otro dueño, traficante de esclavos, supo pagar con él el precio de 150 negros de Guinea. En todos estos «sucedidos» estaba siempre interviniendo la fascinación. De tener que pintar esa sortija, sobria en el oro, con las dos cabezas de sierpes incrustadas de piedras preciosas diría: era un anillo hecho para la ilusión. Si parecía que hasta respiraba en su encender y apagar lucecitas. Se agitaba en los dedos donde lo colocaban y sus dueños íbanselo pasando del anular al índice y hasta el meñique donde algunos lo usaban, cosa que se decía del corsario John Drake en los varios viajes que hiciera al Río de la Plata hasta que lo apresaron y fue a terminar con sus huesos en la cárcel de Santa Fe.
Pareja corrió la voz de su embrujamiento. Que Garay lo había regalado primero a Ana Rodríguez y después a María Muratore. Que Garay y María —bajando a descansar en la playa del río— terminaron muertos a flechazos por indios al mando del cacique Manúa. Uno de los indios de Manúa sería quien sacó el anillo de la suave mano de ella y más atrás, en los despueses, lo cambió por una bagatela a un soldado español que caminaba la tierra. ¿Sería ese soldado algún viejo comido por la enfermedad, el doliente de la ciudad de Bermejo? ¿Sería ese anillo el mismo que el viejo ofrecía a cambio de evitarle el asedio de las ratas? Cuando el paralítico acabó su purgatorio recogí la joya que buen trabajo me había costado. Hombre de aventuras no desconocía las historias tejidas sobre el anillo. No me sustraje a su fascinación. Antes bien las conjuré. Entonces, ¿qué hace un hombre para liberarse de eso? Lo enterré. Escondido no fascina; uno deja de verlo y se libra de su atracción. Al pie de un naranjo, bien en el fondo del rancho, sobre una hondonada de la barranca, lo enterré. De vivir viví mucho y hondamente, pues según mi poca ciencia llevo consumiendo unos cien años en el agua y en la tierra desde que llegué de La Asunción. Cien años son más que suficientes para conjurar un maleficio por eficaz que sea. Cierto es que no disfruté del anillo. No lo lucí ni tampoco usé para pagar las muchas deudas que siempre tuve. Antes bien me privé de nombrarlo y de sacarlo a relucir en mis conversaciones. Era un secreto que guardaba en esas clausuras. El naranjo fue creciendo y en los inviernos frutecía en doradas y jugosas naranjas. Siempre fui aficionado a las naranjas. Ya viejo, Isabel Descalzo me alcanzaba una tisana que tomaba por las noches, junto al brasero. Ya tenía tostándose sobre el carbón las cáscaras de naranja. El té bullía y la cáscara echaba su perfume, abriéndose, dentro del agua. Está buena la tisana, mujer, decía mirando los pies de Isabel que emergían orillando el ruedo del vestido. Pero nunca le hablé del anillo.
Sin embargo la fascinación del anillo no era producida por la serpiente de dos cabezas, recamada de zafiros orientales, que circundaba el cuerpo recio en el oro y audaz en el viboreo. Era la mirada. La mirada de las cabezas la que acechaba desde la piedra, lúcida y fulgurante, mirada de basilisco, sin redención. Esa mirada envolvía un halo y convulsionaba el ánimo. Después el mirante se perdía adentro de la mirada y fondeaba en los ojos de la serpiente. Ahí se avenían imposibles, conciliaban opuestos y retrocedían las desgracias. ¡Ah, esos abismos!
El tiempo, como ahora, simulaba pasar. A diario salía a remar en mi canoa desde el alba hasta el anochecer. Rolando sobre las corrientes me dejaba llevar más allá de las islas florecidas, verdosas, que me llamaban invitándome a descender. Acostado sobre la canoa, vagando sobre el lomo del río, es cuando uno puede escuchar, viniendo de lejos, el canto ronco de sus abuelas que, parturientas todavía, ya se estaban bañando en sus aguas, junto al hijo recién alumbrado. Con las tormentas era que me quedaba en el rancho, munido de mis pensamientos. El rancho fue creciendo y poblándose de gente. Regresaban los soldados de las batidas que hacían al interior del país. Por una y cien veces se sucedían las arremetidas del indio sobre la población, pero ni aun con esos padecimientos regresó el Fundador. Tampoco volvió María. En el juzgado se abultaban los expedientes con declaraciones de infinitos testigos presenciales y de boca, que aseguraban, se contradecían, levantaban falsos testimonios o groseras defensas, ante la mirada vacía de S. E. o la parsimonia de los escribientes. Se alargaban los exhortos y menguaban las sentencias. ¡Tantas flaquezas!
A duras penas la gente levantaba sus casas: los indios se las destruían. Se anhelaba la tierra en afán de semillas y de frutos, pero el agua de las inundaciones consumía por igual cosechas y anhelaciones. Crecían lagunas y esteros. Un tigre alevoso entró hasta la misma iglesia de San Francisco y se comió un fraile que estaba en oración.
El tiempo simulaba pasar. Se lo sentía llegar, sin intermediarios, y asentarse sobre el río. Penetraba en las arrugas de mis manos y en los resquicios de las cosas que se encargaban de hacerme vibrar. Siempre eran los objetos los que me producían esa vibración: el tarro donde hervía el agua para el mate; las piedras del camino; la reja de la tumba; la canasta que fue del negro Antonio Cabrera; una canoa rolando por el río; mi bota agujereada; el escritorio de S. E.; la cama donde durmió María. Por las cosas me hallo en medio del tiempo. Entonces, como ahora, no era costoso prendérsele de la mano y conversar con él. Y ahí se fijaban los transcursos. Uno veía que los jueces pasaban pero el escritorio del juzgado estaba siempre en la sala de audiencias, macizo, imperturbable en la caoba, mudo testigo de tantos latrocinios. ¡Cuántas mentiras, injurias y venganzas pasaron por allí! Cierto que Antonio ya no subía más la barranca a conversar y fumar su cachimbo, pero el canasto que trajinaron sus manos seguía estando donde él lo dejara la última vez que subió arrastrando sus fatigas.
Los carros, finalmente, acabaron de pasar con su cargamento humano. Se marcharon, llevándose hasta los huesos de sus muertos. Al parecer todos se han ido. ¿Qué queda de aquella ciudad que un día levantaron ganándola palmo a palmo? Ni las meras cenizas. Borrada. Ni casas. Ni cercas. Todo derrumbado. ¿Gente? No hay. Huida. Sólo el camino y el río, imperturbables. Lo que sin intención pregunto: ¿puede, sin pesar, entre los lloveres, el hombre abandonar lo que con tanto trajín ambicionó? ¿Puede, sin menoscabo, darse a las cobardías? Se van. Me quedo. Sí, pues.
Me acuerdo cómo el camino se fue abriendo paso. De tanto ir y venir buscándolo al río se fue escribiendo una huella que al principio apenas era un rastro de pisadas de hombre o de caballo, más tarde entraron los carros y lo ensancharon con sus ruedas. En el subir y bajar cuestas estaba la voluntad del hombre que iba escribiendo en la tierra. Al llegar a la cruz que guarda la entrada de la ciudad el camino doblaba hacia el bosque que es como decir: entraba en su propia respiración. El bosque respetaba sus orillares y no se le ocurría borrar el camino, ese conocedor de verdes. El bosque lo flanqueaba, porque así son los estatutos naturales y mientras el hombre camine se lo ha de respetar. Ahora vendrán las lujurias. Echado sobre sus espaldas, viendo el volido de los pájaros y el sombrear de las golondrinas, el camino escuchaba la quejumbre o el silbar del caminante. Atendía las desazones del partir y las alegrías del llegar. Por años, sobre su largo cuerpo, cayeron las campanadas de las iglesias anunciando las horas del día o las desgracias. Con el «Angelus» sabía que los campesinos se arrodillaban en los sembradíos, sombrero en mano. Y cuando sonaban a réquiem se enteraba del fallecimiento de los vecinos, por voluntad de Dios o sin su anuencia, como ocurrió con los siete descuartizados. Río y camino oyeron aquel día tañer las campanas como nunca, caían sacudidas por una vibración como de llanto. Avisaban que los muertos eran aquellos valientes hijos de la tierra que habían osado pretenderla para ellos. Que con su vida habían pagado la osadía. Y ¿qué pagaron sino la soberbia y la ambición? ¿Tierra querían? ¿Mando querían? Así sucede cuando el hombre tiene pensamientos. Escarmiento.
Y ahora salen yéndose de la tierra que mezquinaban. Ya pasó, al parecer, el último carro y los dueños de la tierra no se la pudieron llevar. Como ratas por tirantes van por el camino que los ve marcharse de Santa Fe. Lo que sin intención pregunto: ¿Ónde fue que dejaron sus alcurnias, sus escudos, las herencias que malquistaban y las escrituras de sus predios? Poco es lo que se llevan. Sí, pues. Olvidado.
Con la noche, sobre las casas abandonadas, el camino, sumido en sueños, ha de escuchar como tantas veces, a las últimas campanadas rodar como candiles apagados amortiguando el dormir y el ladrar de los perros ausentes.