Me embarqué con el anillo y algunas armas. Ropa llevaba poca, que galas no tenía. Eso sí: puse tijeras para ensortijarme el pelo y unos pañuelos de Holanda para lágrimas, que nadie sabe lo que le depara el destino. Al principio venía a verme un ayudante trayendo algún mensaje y cosas de boca que el Hombre del Brazo Fuerte me mandaba. Al segundo día me hizo llamar a su cámara, siendo el anochecer. El ayudante me condujo hasta su puerta, saludó y la volvió a cerrar. Así quedé sola frente a él. El cabello le caía con esa gracia que a toda mujer rendía. Me golpearon las sienes. Quedé arrimada a la puerta donde me habían dejado. Sonreí, era que había triunfado. Sin embargo temblaba. ¿Era la misma mujer que salía a guerrear al campo, diestra en armas y valentías? Claro que no: dos clases de hombres hicieron de mí dos mujeres. Así es. Él también miraba y sonreía sin moverse de su sitio. Pasado un tiempo, y como no se producía ningún cambio de situación —yo pegada a la puerta, y él de pie junto a la mesa donde lo hallé al entrar—, empecé a incomodarme. Abro la puerta y me marcho, me decía una y otra vez. Sin embargo no me marchaba, ni el Hombre del Brazo Fuerte me invitaba a pasar adelante aunque más apropiado sería decir que me sentía como hechizada. Siguió pasando tiempo. Después, recuerdo que no pensé más en marcharme, ni esperé que me invitara a pasar adelante. Me dejé estar en una especie de plenitud; esas cosas.
¿Cuándo él caminó hacia mí y cuándo yo me moví sin que me invitara? No puedo precisarlo, aunque podría tratarse de un movimiento fuerte del barco el que nos haya impulsado el uno hacia el otro. Sin palabras, sin gestos, sin invitaciones ni fórmulas, nos unimos, ya que eso era lo que habíamos estado buscando desde la venida de La Asunción, antes de bajar en Santa Fe. Había hallado finalmente lo que buscaba. Y antes de llegar al puerto de Buenos Aires hacíamos planes sobre nuestra vida futura.
Con recomendaciones para que me hospedara calle arriba de La Nao Perdida, camino del Riachuelo, me envió acompañada por su ayudante hasta la casa de un herrero que vivía en esa calle. Era un hombre rechoncho, bajo, marido de una mujer a la que decían griega, aunque tal vez fuera turca, llamada Régine, la del loro. Nadie entraba en esa casa sin pasar por el zaguán donde había un loro que averiguaba todas las razones de la visita. Si le pedían por Régine y sus servicios de tiradora de cartas o de bruja, el loro daba su consentimiento y permitía la entrada, previo depósito de una moneda de plata en la alcancía colgada de la pared. Si, en cambio, venían a cobrar deudas, el loro daba de picotazos al intruso y lo obligaba a marcharse. Cuando llegué a la casa, el ayudante se despidió en la puerta indicándome preguntar por Basilio el herrero y que le pidiese hospedaje invocando el nombre de mi amante. El loro, no bien me vio entrar, empezó la indagatoria:
—¿Nombre?
—María Muratore.
—¿Dónde vive?
—En eso estoy.
—En eso estoy —repitió irritado el loro.
—Precisamente vengo a pedir alojamiento al herrero.
—Alojamiento al herrero —repitió—. NO HAY.
—Quiero hablar con él.
—Quiero hablar con él. NO HAY NADIE.
—Mala suerte: esperaré.
—Mala suerte: esperaré. Esperaré. NO HAY NADIE. NO HAY NADIE.
—Esperaré.
—Esperaré.
El loro me miraba con sus ojitos redondos y comenzó a dar volidos amenazantes sobre mi cabeza. Las alas me raspaban los cabellos y, por momentos, parecía que me iba a clavar las uñas. Asustada grité:
—Me manda el Hombre del Brazo Fuerte.
—EL HOMBRE DEL BRAZO FUERTE. EL HOMBRE DEL BRAZO FUERTE —gritaba el loro sin dejar de volar.
En eso se abrió la puerta de cancel y apareció una mujer alta, de cabellos negrísimos, con un lunar en forma de corazón en la mejilla. Llevaba un kimono con flecos y una pañoleta negra, bordada, echada sobre los hombros.
—Régine —empezó a gritar el loro—: María Muratore viene enviada por el Hombre del Brazo Fuerte.
—¡Bien venida! —dijo sonriente la mujer y se hizo a un costado de la puerta por donde pasé a las habitaciones interiores.
Me sentaron junto a una mesa llena de bandejas con frutas, dulces, bizcochuelos, roscas, mantequilla, cuajada, aceitunas y pescado frito. Creía ver visiones. Desde mi salida de La Asunción que no veía juntos manjares semejantes.
—Primero hay que comer —dijo Régine—, ¿verdad Basilio?
—Así es. Primero comer —contestó un hombre con un delantal de cuero que traía una jarra de vino.
—Después se verá.
—Se verá.
—Si hay voluntad.
—Voluntad —recalcaba el marido.
—Su voluntad, ¿cuál es? —dijo Régine señalándome las fuentes y las bandejas.
—De todo… pero las aceitunas…
—Son griegas.
—Del Peloponeso —dijo orgulloso el hombre.
—¿Sabe dónde queda el Peloponeso, María?
—No tengo idea —respondí.
—Yo tampoco, pero alguna vez pienso ir.
—¿A comer aceitunas? —añadí.
—A consultar los oráculos —dijo la mujer.
—Los o rá cu los.
—Siempre le dije, Basilio, que guarde su humor para las gallinas.
La mujer se quitó la pañoleta y fue a sentarse a una mesa redonda que había esquinando el cuarto. El marido levantó los platos y guardó los restos de la comida. Ella tocó una campanilla y fue entrando una runfla de gatos grises, blancos, negros y overos. Había uno rosado de ojos verdes que se trepó arriba del armario y allí se ubicó como para una ceremonia. La mujer se paró en medio del cuarto y empezó a aventar la pañoleta, a la vez que decía girando hacia los cuatro costados:
—Venid, venid, que ya va a empezar.
Por el suelo, por las patas de las sillas, por los tirantes del techo, empezaron a moverse arañas de distinto tamaño. La mujer no cesaba sus invocaciones.
—Ven Gilda; faltas tú.
De pronto se abrió camino por el piso una araña pollito.
Cuando llegó al centro se detuvo junto a los zapatos de la mujer, después trepó sus faldas, continuó caminando hasta que Régine la tomó en sus manos, como acariciándola.
—Gilda, Gilda, ven a tomar tu lechita —decía.
El marido entró con una cantidad de cazos y una jarra. En los cazos fue echando leche de la jarra, mientras llamaba a los gatos por sus nombres.
—Sebastián: tu papita.
Fue nombrándolos a todos. Como el gato rosado entre maúllos, seguía arriba del armario, fue a buscarlo:
—Vamos, Zé, ven por tu lechita.
El gato se paró encorvando su cuerpo y de un salto estuvo en el suelo junto al cazo de leche que, al parecer, era para él.
Me fascinó ese gato, no tanto por su color rosado, cuanto por sus ojos verdes con luces amarillas.
—Zé vino del Brasil y quiere leche de coco, pero tiene que conformarse con ésta de burra. A veces se nos escapa al puerto en busca de cocos que vienen de su tierra.
—¿Está encarnado? —se me ocurrió preguntar sin saber explicarme por qué.
—¡Prodigio de mujer! —dijo Basilio acercándose y tomándome una mano.
—¿No es asombroso, Régine? —decía Basilio, mirándome como si acabara de descubrir mi presencia.
Parecían deslumbrados. En mi honor descorrieron una cortina y apareció un altar de filigrana adornado con candelabros, un corazón de terciopelo granate atravesado por espinas, lechuzas de plata, en el centro una cruz con incrustaciones de piedras preciosas y, a un costado, un dios con muchos brazos.
Encendieron los candelabros. Régine se cubrió con la pañoleta. Arrodillados frente al altar empezaron a rezar una oración en un idioma que tal vez fuera turco. Se olvidaron de mí. Los gatos se apelotonaron sobre las cenizas de un fuego que, recién en ese momento reparé, calentaba la cámara. Solamente el rosado no se arrimó al fuego porque había saltado arriba del armario a salivarse la cara.
—A buena hora anuncias la visita —le dijo Régine al gato, como un reproche.
Abrió un cajón del armario, sacó papel y pluma.
—Escribe, Basilio —dijo.
Ceremoniosamente Basilio se quitó el delantal de herrero, se mojó las palmas de las manos, sopó la tinta y empezó a escribir lo que Régine le dictaba: Excelencia: su emisaria llegó con fortuna. La hemos hospedado en esta su casa donde podrá permanecer cuanto desee y mande vuestra excelencia. Los gatos y la madre pollito la recibieron de común regocijo, igual que esta servidora que besa vuestra ilustre mano. Dios guarde a V. E. Firmado: Régine de Birmania, ayudante mayor
Postdata: Sin duda: receptora.
R.
La voz de Régine era espesa y se ahuecaba hasta tocar mis sentidos, adormeciéndolos. Como efecto del vino que me dieron fui entrando en un lento sopor. Antes de que Basilio pusiera lacre a la carta yo había caído en un profundo sueño. Cada tanto creía ver a Régine, con el loro y la araña en el hombro, castigar a los gatos que bailaban en círculo alrededor de ella y también me parecía escuchar los maullidos del gato rosado que desde arriba lanzaba esos maullidos de enamorado y furioso sobresaliendo entre todos, pero eso más bien se debía a que cada vez me iba hundiendo más en el interior de las galerías de la casa. Era como que entraba en corredores oscuros, de paredes aceitosas, que de pronto se hundían en puertas que me tragaban. Luego volvía a encontrar los corredores cada vez más estrechos y húmedos y escuchaba un solo maullido largo, enamorado y furioso.