Era un «aba» valiente y de refinamientos. Que el vestir. Que el hablar. Que el puro encantar a las mujeres. Algo tendría, además, para que ellas no se le resistieran. Barba tenía rubia y enrulada, que sobaba con dedos finos y pálidos.

Y ojos claros que —¡ay del ay!— serían los pendencieros que me robarían los que yo amaba. Maestros del requiebro eran sus ojos con la mujer aprendiza. Siempre tenían qué aprender de él. En verano con la fresca; en invierno para entrar en calor. Era la moda, lo que se usaba y todas querían llevar. ¡Esas futilidades!

Plantado a lo jefe no desmerecía en arrogancia a cualquier montañés de nosotros, orgulloso de su mestizura. Mandar mandaba firme, aunque los pensamientos que tejía en nuestra contra, guardados como grandes secretos que él solo sabía, lo separaban de la tropa. Eran dos visiones; dos intereses distintos. Nosotros, los mestizos, queríamos la tierra que ganábamos a brazo partido. Él imponer un plan donde no entraban hombres sino despueses. Nosotros ilusionábamos un gran puerto en estas orillas. Él un puerto allá en el Sur. Aquí habían muerto el Lázaro y tantos muchachos montañeses que regaron con su sangre la tierra de los calcines. Cuando vino el desengaño, aquel puerto del Sur se llenaba de barcos que pasaban por aquí, sin detenerse, y Juan de Garay no estaba para recibir el odio, tanto rencor y rabia que nos vino viniendo con el tiempo, para culparlo. Cuando supimos que nos apartaba del río para ponernos en la encrucijada de los caminos y así tenernos al trote socorriendo siempre, y sobre todo, esa ciudad y ese puerto de Buenos Aires, él ya era difunto y sus cenizas descansaban en algún sitio de la playa del río donde los indios lo mataron.

Si sería galante que se enguantaba para ir a misa o de visita, y él todo era un dechado de prolija vestidura: su terciopelo labrado, su coleto acuchillado, su camisa de ruán, su sombrero, y las calzas y el jubón de raso. Vestido de soldado no era menos elegante con su adarga y su casco con penacho brillante. Y siempre con esas arrogancias. Pañuelo con su escudo, capa con su sello, espada con sus iniciales grabadas. ¡Hombre de refinamientos!

Peleando era alevoso y hasta guaso de palabra; su espada filosa, de corte seco y justo. En una ocasión me hallaba en su cercanía y tal vez porque tuvo ganas de chancear segó el brazo de un indio y casi mocha el mío. No era momento de guerra, estábamos en adiestramiento. Como digo: mochó el brazo de un indio que habíamos tomado cautivo y casi mochó el mío. Por gusto nomás, sería. Al vuelo le contuve el golpe y me defendí con ánimo, hasta lograr salvar el brazo.

—General, me estás jodiendo, ché pochy —dije nomás volteándolo del caballo.

Ya lo tenía debajo de mi cuchillo cuando ¿no vienen tres oficiales a contenerme atornillándome los brazos y atándome los pies? Ellos evitaron que este mandamás muriera más antes. Pero cada día es víspera.

—Calabozo. A pan y agua —ordenó Garay en composturas de ropas y barba.

—¿Cuántos azotes, mi general? —preguntó un oficial.

—Sin bajar de doscientos —replicó.

Mientras me llevaban, atado de pies y manos, a recibir el castigo, le grité:

—¡Otra vez será, general lagartija!

Y era que en su altanería llegó a entretejer historias familiares (que se vanagloriaba en contar) por donde él venía a emparentarse con reyes, duques y clérigos y hasta con lagartos y dragones decía que estaba emparentado este gallego mandón. En su escudo, que llevó a Buenos Aires, tenía pintados unos aguiluchos debajo de un águila mayor y dondequiera que estuviese levantaba su pendón con la bendita cría. Ésta y otras vanidades lo empequeñecían. Era dueño, como llevo dicho, de esas destrezas para las manos y más para los papeles. Discurría hasta doblegar; pleiteaba para ganar; ofendía hasta la ofuscación. Su amistad obligaba al servicio; la enemistad a la desgracia. Él era el receptor de servicios y el otorgador de desgracias. En las pocas ociosidades de que disponía se daba tiempo para el amor con indias, españolas y criollas, aunque estaba legítimamente casado. Las indias, por ardientes, las españolas por sus iguales, las criollas por lo novedosas. Todas lo amaban. Y cualmás, cualmenos, se sentía feliz por tener encariñado ese tigre cuyo poder en trances de carne se rendía. Hijos tuvo varios: naturales, legítimos, reconocidos. No perdió tiempo en coyunturas. De una mujer a otra; siempre estuvo atareado con sus intimidades.

No podía durar tanta desmesura, decíamos con el Negro Antonio Cabrera. Eso nos decíamos cuando el negro subía hasta mi rancho a fumar su cachimba. Todas las conversaciones desembocaban en él porque mi amigo, como llevo dicho, nunca se permitió hablar sobre mi muertecita. Por respeto a mi dolor.

Si los portugueses de nuevo habían atacado la frontera, ahí era de obligación preguntar: pues, ¿qué ordenaría? ¿Cuántos hombres iría a despachar?

Si los cordobeses hicieron su entrada para arrear hacienda de campos santafesinos, por fuerza, había que decirse: ¿Qué medidas iba a tomar don Juan? ¿Le bajaría el copete a Jerónimo Luis de Cabrera? ¿No se hará el chancho rengo?

Hablando de la langosta que vuelta a vuelta estragaba los plantíos «estuve muchas horas golpeando un tamboril de cuero, y: nada. Qué guerra amigo, la langosta. Animal puñetero y maldito».

—¿Cómo la conjurará? —pensábamos en voz alta mi visitante y yo. Porque la langosta es cosa del gobierno, sí señor. En un santiamén se come sudores y desvelos.

Si de barcos, y de la pena de verlos pasar de largo cuando antes se detenían aquí, en este puerto: «¿Qué tiene que decir Garay? ¿Por qué permite a los barcos seguir de largo?».

—Es que cuentan con su consentimiento —nos decíamos mutuamente el negro y yo.

Una mañana se llegó el Antonio, que no había ido a cantar la misa, y me contó:

«Ayer, calafateando con mi compadre Efrén, canoero viejo, vimos pasar al Abapajé cargado de yerba, azúcar y tabaco, que venía de La Asunción. Saludó provocador, según mi compadre. ¿Se acuerda cuando entraba aquí el Abapajé? Los muchachos llegaban apurados por descargar la mercadería, así tenían más tiempo para visitar a sus queridas. Todo era cantar y reír. Ahora, en cambio, se me forma como un nudo en la garganta y no puedo cantar los maitines. ¿Se hace el zonzo el Fundador? ¿No es acaso gobierno? Ya decía mi compadre Efrén que mala espina le daba ese otro puerto de Buenos Aires que se fundó en el Sur. Estuvo en la obstinación hasta que se salió con la suya. Mucha gente arreó para allá sacándola de aquí. Muchos hombres ilusionó. ¿Será para jodernos? Decía mi compadre Efrén. Ayer nomás, cuando pasaba orondo el Abapajé, desde el calafate escupió al agua y lo mandó al recoño a sacar sombra de los agujeros. “Igual que corsarios —dijo mi compadre—. Éstos parecen hijos de Fenton, el inglés salteador de aguas, que mal rayo lo parta y ojalá que se pudra en la cárcel. ¿Se da cuenta compadre —decía— de la fechoría que nos están haciendo? ¡Dejarnos plantados con el puerto! ¡Y ese vizcaíno astuto en el gobierno! Hace la vista gorda y hasta le satisface ver entrar y salir tanto barco de aquel puerto del Sur. Esto va mal, compadre. No lo digo por mí, que no me falta trabajo acarreando de La Bajada carne y verduras para este lado del río y recorriendo las islas. Lo digo por los que vinieron ilusionados y sueñan todavía con comerciar y enriquecerse. Lo digo por ti, compadre, que nunca podrás comprar tu libertad”».

La libertad de Antonio me preocupaba. Sin paga en la iglesia, sin venta en el puerto, era seguro que nunca podría comprar su libertad. Y con los años se le arruinará la voz y morirá en su estado. Garay tendría que estar presente y ver con sus ojos a esta gente, morderse los puños y mirar con rabia al Abapajé o cualquier otro barco que pase de largo. Ver cómo se llevan sus esperanzas.

—¿Quién habrá tramado esto? ¿Será, como dicen, don Juan de Garay? —decíamos el Antonio y yo.

Malos agüeros con el Abapajé. Fue el primer barco que pasó sin detenerse, llevándose toda su mercadería para Buenos Aires y la Colonia. Lágrimas amargas lloró el negro esa mañana. Así vino a saber que nunca conseguiría vender de sus canastas y llegar a pagar su libertad. Iba al puerto con las canastas repletas: que mazapán, que tortillas, que dulce de guayaba o durazno, que brevas, que pastelitos de hojaldre. Cansado de esperar compradores que ya no llegarían, regresaba con sus manjares y su desilusión. Ocasiones era yo el único comprador. ¡Tantas esperanzas alentó el pobre negro y se le hicieron añicos! Fue perdiendo el ánimo como perdía la voz. Envejecía. Sus monedas no aumentaban y la cantidad era cada vez más inalcanzable. La vejez lo vencía y, en la iglesia, pasó a ser de cantor, carpintero. De organista que también había sido, pasó a barrendero. De maestro flautero, a remendón. Había confiado que vendiendo delicadezas en el puerto, al cabo de unos años, juntaría el costo de su libertad. Pero ¡qué! Lloraba bajito el negro en los despueses, y más cuando conoció que se acercaba su fin. El último hábeas vio la procesión arrimado a la pared, junto a la puerta chica de la iglesia, mientras pasaban los nuevos cantores, flauteros y pífanos que él había enseñado a cantar y a tocar. Entonces dijo entre lloros al ver pasar la imagen: ese Dios no ha hablado adentro de mí. Ya me voy y no me ha hablado. Uno tiene sus adentros, sus dudas y temores y más un mestizo cuyos padres le presentaron dioses diferentes, y uno siendo mozo se preguntaba ¿cuál es el verdadero? Así es que, para sostenerlo, le contesté:

—No afligirse Antonio, que a mí tampoco me ha hablado.

—Pero, compadre, usted todavía tiene tiempo. Yo ya me voy.

—Habla con tu Dios, entonces.

—Allá en Guinea, mi Dios también me abandonó sin hablarme.

Sí, pues. Así es. Poco tiempo después, tísico como estaba, Antonio Cabrera expiraba en mis brazos. Seguía preguntándome con los ojos dónde hallar esa respuesta que buscaba. Pero yo —¡ay de mí!— aún no la había encontrado.

Fragilidad de las honduras. Estrecheces. ¡Ah negro!, ¿qué, sino negaciones, tenías en tu haber? Yo no era más rico. La vida nos unió y conocernos fue una aventura. Hasta la vista.

En los despueses estaban también las fatigas de las marchas y contramarchas que hacíamos para defender esa ciudad sureña, Buenos Aires, estando vivo y aun difunto, Garay. Acudimos cuando la asediaron los indios de varias naciones coaligadas, que peleaban para vencer o morir. Para nosotros las alegaciones eran iguales: o ellos o nosotros. Si no somos nosotros serán ellos, decían los Bandos de los gobernadores, para sacarnos de Santa Fe y ordenarnos marchar sobre los indios que bajaban del Chaco, siempre en socorro de aquella ciudad. Listos estábamos a toda hora. Con el caballo ensillado y la moharra brillando arriba de la tacuara. Así pasábamos la vida. Corríamos para aquí. Corríamos para allá. Puro meneo. Atravesando montes húmedos y calientes íbamos a juntarnos con las huestes correntinas, cordobesas o santiagueñas según del lado que viniera la embestida. ¿Descanso? No lo había ni los domingos. Mientras vivía Garay nos sacaba con sus Bandos. Muerto, otros gobernadores nos hacían correr tierra adentro a defender el cruce de los caminos. Es un decir, pero difunto este hombre seguía haciéndonos cumplir su pensamiento de ponernos en una encrucijada, como cuña, en servicio de aquella ciudad. Por Santa Fe se va al Sur.

Por aquí también se va a Lima y a Chile. Él quiso que fuéramos camino; no puerto. Algo para el paso; posta. Nos retaceó el destino de ambición por el que salimos de La Asunción. Nos dejó el camino. ¿Y el río? ¿Qué fue del río? Eso es lo que nos quitaron. El río fue para los otros. Para nosotros las congojas y desabrimientos.

Eran tiempos. Uno tenía su caballo ensillado y los chifles colgados del arzón de la silla, listos para saltar y salir al galope como saltimbanquis movidos por una voluntad. Había jaleo tupido porque, difunto, el Hombre del Brazo Fuerte seguía ordenando defender ese puerto que él se fundó. ¿Desobediencias? No las había. Mucho tardaron en maliciar. Cuando lo supieron ¡qué tanto que aquel puerto florecía y éste era el dibujo de una desilusión!

Llegaban órdenes. Ocasiones, sin entrar en la ciudadela, de camino nomás, ya nos enfilaban para otro socorro. Venían los bandos y con las mismas palabras sus ideas. Ordenaban: pelear con el valor que se espera de las obligaciones. Vencer o morir. Trajinaban su mismo pensamiento y ese trato de suplifalta que siempre nos dio a los mestizos. Yo no leía sus palabras: leía su desprecio. Pero ¡qué tanto que él está bajo tierra conversando con los satanases! Corta es la gloria de los poderosos. Y no aprenden. Así es.

Entre tantas corridas yendo de aquí para allá, sudando los caballos, durmiendo a la intemperie, pasando hambre, muriéndonos, no bien llegamos, una vez, de Matará, sin quitarnos los sudores, el gobierno que nos manda salir a defender Concepción del Bermejo de la nación calchaquí que le había puesto fuego. Quemazones. Según decires, linda ciudad dicen que fue: techos fijos, chacras, buena hacienda, y saladero, su gentío, hembras, esas cosas. ¿No vienen de la noche a la mañana, los calchaquíes que le ponen asedio y la quemaron hasta dejarla con agotamiento de muerte? Así eran esos indios: feroces, carniceros, no paraban hasta la liquidación. Así siguen siendo. Salimos, pues, apenas llegados, milicianos y soldados santafesinos. De Buenos Aires sólo salieron órdenes, y escasamente treinta soldados al mando del delegado del gobernador que se quedó en el camino sin llegar a Bermejo, cavilando sería. Munición había poca: muchas congojas. Flacos, malolientes, sucios de sangre, así íbamos nosotros a contener esa turba, antes de que avanzara al sur. Vino el tiempo de aguas y empapados y embarrados hasta la cinta, poco socorro llevamos a los habitantes que, cansados de resistir, escapaban como podían hacia Corrientes. Los habitantes salieron de Bermejo para salvar sus vidas y quedamos nosotros porque nos atajaron las lluvias. Quedaron también muchos ancianos que se dejaron los que huían de las quemazones. No los llevaron. Los viejos en todos lados son carga, y más si están con achaques. Eran viejos paralíticos o leprosos que habían quedado a esperar la visita de la muerte, rodeados de ratas hambrientas. Es un decir, pero el hombre siempre hace comparaciones. Comparando lo entienden mejor que con sus propias razones. Muchas cosas he visto en mi vida: morir a los amigos; hombres devorados por los yacarés; vender mujeres en la feria de esclavos; matarse de celos por el amor de una india; llover ceniza; comerse un puma al cura de San Francisco; los vómitos verdes de mi María afiebrada; ¡tantas iniquidades! Pero nada me ha dolido tanto como esos viejos enfermos abandonados en sus camastros, que se desesperaban ante la acechanza de las ratas. Los ojos salían huyendo del cuarto y del camastro, pero los huesos no obedecían el mandato de la voluntad y ahí se empavorecían esas pobres naturalezas. El ejército de ratas, seguro de su fuerza, arremetía contra ellos. Gemían los viejos: las ratas los imitaban. Lloraban: las ratas pegaban gritos espeluznantes. Era el delirio y el miedo del hombre degradado de sus valores, y ese general Gonzalo de Carvajal que saliera de Buenos Aires, cargado de municiones y no llegaba. Los guerreros veíamos con alivio morir esos viejos que habían sido guapos pobladores venidos de lejos a desencantar la tierra. Pero la tierra se los tragaba. Echado el último suspiro, las ratas caían sobre los cuerpos torcidos por el miedo. Y ese general Carvajal que se había pegado la vuelta escapándole a las aguas. Llegaron órdenes de resistir. Órdenes de repoblar. Órdenes que venían de la ciudad del sur. Cercados por las aguas cavábamos zanjas calados hasta los tuétanos para parapetarnos de los ataques, pero los indios y las aguas nos reducían. Pasaba el tiempo y cansados de recibir órdenes y no municiones, promesas y no matalotaje, nos replegamos a Santa Fe, carcomidos por la «nigua», rotosos, esqueléticos. De ahí me empezaron a perseguir figuraciones de los viejos aquellos: los veía abrir los ojos y gritar, taparse con sus hilachas, implorar. Y a ese general Gonzalo de Carvajal que se dio la media vuelta sin llegar a Concepción del Bermejo.

De Concepción del Bermejo recuerdo haber traído esta sortija que le saqué del dedo a uno de los viejos paralíticos llamado Nicolás del Barco, no bien expiró, antes de la invasión de las ratas sobre su triste osamenta.

—¿Quieres esta sortija? —me había dicho—. Se la compré a un indio que mató a una mujer blanca. No dejes que me muerdan las ratas. Y cuando muera, tómala y entiérrame en lugar seco. —No por la sortija ahuyenté las ratas de la cama del viejo, a toda hora y sin tregua. Incansables, cualmás, cual por igual, iban avanzando hasta el camastro, furiosas, con furia de dientes que crecían sin gastaduras. A palos las espantaba y ellas en su obstinación. Cuando el sueño y la mojazón me vencían, me despertaban los gritos del viejo.

—¡Ayúdame! Te pagaré… la sortija será tuya. Sálvame de las ratas…

Palos iban y venían. Pegar pegaba hasta reventar los vientres de donde a veces se volcaban las crías semidormidas llenando el piso de latidos. Desesperado prendía fuego con la poca leña seca que encontraba. El humo nos ahogaba y las infelices retrocedían. No por la sortija. Lástima; esas cosas.

—No puedo más —dije un día—. Cuantimás que tengo que hacer un trabajo afuera de la casa. Así, pues, viejo, me marcho.

Despavorido, el viejo me increpó:

—¿Y la sortija? ¿Perderás esta joya? ¿Qué clase de soldado eres que temes a las ratas?

—La ciudad está inundada de ratas. Si se van éstas, vendrán otras. Tengo trabajo que cumplir: órdenes.

—¿Órdenes? ¿Quién puede ordenar que rechaces una joya? Mírala bien: oro. Oro puro. ¿Ves esta piedra preciosa en los ojos de la serpiente? En tu vida de mestizo habrás visto una piedra semejante.

Y bajando la voz agregó:

—La cambié por baratijas y unas lonjas de tocino…

Me armé de coraje, que otra ciencia no tenía. Y seguí sosteniendo la batalla de las ratas en las entremedias de las arremetidas que nos daban los calchaquíes. Dos meses que estábamos dentro de las ruinas de Concepción del Bermejo esperando refuerzos que no llegaban, cuando mi viejo acabó sus penurias. Así, pues, con harto trabajo me había ganado el anillo, más trabajosamente que con la misma guerra. Saqué del dedo la sortija que me fuera prometida, encomendé el alma del difunto y salí cansado de luchar con alimañas, perdida la fuerza, como un hombre al que le han vaciado sus humores.

Poco después amainaron las aguas. Ratas, cuises y víboras se esparcieron por los campos y también nosotros preparamos el regreso a Santa Fe.

¡Qué cerco para el hombre las anegaciones! Mucho las he visto destruir: que el rancho, los plantíos, las crianzas. Todo se pierde con las descolgaduras del cielo. Si hasta el mundo, dicen, que una vez estuvo a punto de desaparecer, apremiado por las aguas. Comienza a llover y ¡a santiguarse y hacer penitencia! ¿Quién conoce su fin?