En las entremedias de la espera, la justicia que me llama para pedirme cuentas de las tierras que heredé de mi padrino. Pleitié. Puse escribano y abogado. Puse alegaciones y servicios. Puse recursos. Pero también la otra parte interesada, Isabel Descalzo, puso sus escribanos y defensores alegando ser hija natural de mi padrino. Los abogados me exigían el pago por adelantado, y así, para cada alegación, me iban retaceando la chacra de a pedazos que yo iba cediendo como parte de pago. Isabel Descalzo, sabedora de que los abogados se la estaban comiendo, interpuso recurso de desalojo, que el juez concedió. Volví a quedar solo y sin vivienda. Pero una palmera ya es mi casa, el tacuaral mi cama y todo el sabanaje el anchor de mi mundo. ¿Qué más natural para un hombre sin achaques, que la sabia tierra? ¿Y más, el agua? Un caballo, una canoa. ¿Hay mejor casa? ¿Dónde se duerme mejor que en su canoa, cuando uno la deja rolar, tranquila, sobre el lomo del río? Ah, esos placeres que sin merecer se tienen. Uno es un mero recibidor que está ahí y recoge lo que Tupasy entrega. Pescados que se comen a la brasa, asados, con ese sabor que el río le presta y esas naranjas y guayabas y chirimoyas. No extrañé perder mis bienestares: extrañé perder a mi María.
Esta Isabel Descalzo tenía su especie de naturaleza que le hacía flaco favor a las mujeres. Y era su capacidad de vender el alma al diablo con tal de enriquecerse. Costurera de las más ricas mujeres de La Asunción, de ellas había aprendido a gustar de las vistosidades y a aspirar a la molicie. Una chacra bien trabajada, como la que dejara mi padrino, con su maíz sonriendo, su manzanar y verduras, su chiquero, gallos y gallinas, le volteaban el ánimo por disfrutarla. Y más si tenía su peón propio que vendría a ser yo para ella. Casa, hombre que la satisfaga, peón que la mantenga, ¿qué más podía aspirar? No, no era tonta. Necia sí, que quería conseguir todo por la fuerza, sin respetos. ¿Ónde se ha visto un varón macho que se deje de esa manera cazar? En la calle del Pecado ¿no consiguió lo que pretende de mí? Joven pero tan ambiciosa, bonita para un alma tan mercante, leguleya para ser mestiza, esta Isabel Descalzo era como esas fiebres de los pantanos que le vuelven al hombre varias veces en su vida, si logró atravesar una vez sus calenturas.
Tal vez mintiera sobre su condición de hija de mi padrino —que en gloria esté y descansando—, porque no era comprensible que él la olvidara en su testamento. ¿Mi padrino renegando de su sangre? Gran amador y andariego, por donde andaba dejaba su semilla; sus gustos se daba como el que más. No era hombre de retacear filiaciones. Y todavía siendo ésta una mujer. Hijos habrá sembrado sin cuidado, más bien con generosidad. Desencantador de virtudes y secretos, eso era mi padrino.
Pero las apreturas en que Isabel Descalzo me ponía eran siempre las mismas: o me casaba con ella o le entregaba la chacra. No puedo, señor juez, ya estoy casado, alegaba yo para conmover al juez. Pero nadie demostraba interés en averiguar dónde se hallaba mi mujer. Era un secreto a voces. Un gritar silencioso. Todos sabían que Juan de Garay me la había conquistado, que se me había ido detrás de él. El pleito tenía miras de nunca acabar. Parecía que mi muertecita murió en el mismo momento en que había subido al barco que la llevó en ese viaje clandestino y público, prohibido y sin embargo picaresco; casi como una travesura. Murió para todos los que la habían visto llegar con los muchachones de Garay que bajaron de La Asunción, y después defender, como varón, la ciudad recién fundada. Murió para los españoles que llegaron después, cuando conseguimos, a costa de nuestras vidas, tener a raya a los indios, y ella había sido una de las más bravas luchadoras. Y murió para los recién llegados a quienes sólo los altos puestos interesaban. Especialmente murió para Isabel Descalzo, quien me exigía sin muchos preliminares casarme con ella como si fuera viudo necesitado de consuelo. Con el casamiento, ella, diabla mujer, quería poner fin al pleito que amenazaba ser más largo que nuestras vidas. María sólo estaba viva para mí y para Juan de Garay, que me la había robado. Estaba viva para el amor de dos hombres que con distinto amor, la querían. Yo la quería con esa fineza y hondura de las certidumbres. Y así ella se inclinara hacia otros, igualmente no se secaban mis ríos interiores. Ocasiones, en el fragor de los alegatos, muy suelto yo le decía al juez:
—Haga comparecer a mi mujer, su señoría; que venga al estrado.
Ahí nomás paraba el juicio. Dormían las hojas de largos pliegos, con su palabrerío intrincado y riesgoso. Los abogados por un tiempo se escabullían. Me comunicaban: El pleito va largo, Blas; hay que esperar. Y yo sabía que lo que jueces y abogados evitaban era llevar el nombre del fundador al estrado. No se lo podía mezclar. El Hombre del Brazo Fuerte.
Los años entretejían sus transcursos, los jueces finaban. En ocasiones, por esos avatares, pasaba Isabel Descalzo a vivir en la chacra pleiteada. Venían nuevos jueces y la conminaban a mudarse. Venían otros y aplazaban los fallos. Y yo una y otra vez a ocupar la casa y la chacra. Así estábamos. Se empolvaban los legajos, se entorpecían las resoluciones, los jueces se contrariaban. ¡Ah, la justicia! Que me correspondía a mí. Que a Isabel Descalzo. A ella por derecho natural; a mí por deuda de trabajo. Se floreaban los abogados con sus defensas; los testigos con sus testimonios, los litigantes con sus alegaciones. Pero las leyes no dejaban de tener sus sinembargos. Cuando parecía que se inclinaban hacia mi lado, alguna razón hallaban en las alegaciones contrarias. Cuando ya fallaban a favor de Isabel Descalzo, su condición de hija sin reconocer le quitaba derechos. Y se inclinaban para mi lado. Cuando corrió la noticia del triste sucedido en Punta Gorda donde fueron muertos Garay, María Muratore y otros, se hizo patente mi viudez. Ya no era el engañado, el abandonado, sino el hombre que seguía en este mundo mientras su amada ya lo había abandonado. Era viudo para la ley. Para mi corazón, ¿qué era? Eso guardo en mis adentros. Sin vislumbrar mi pena, ahí fue que los abogados, la justicia y una de las partes, se pusieron de acuerdo para asegurar que un nuevo casamiento era la solución. Ahora nada impedía nombrar a mi muertecita. Y esos jueces de paja, que antes tenían sus cautelas, que evitaban nombrarla, la declararon finada. «Muerta en acción», dijeron, a lo que era verdad, porque bien caro debió vender su vida quien defendió la de otros.
Mientras guardaba mi luto, Isabel Descalzo mandaba emisarios para la proposición matrimonial. Llegaban, puras ceremonias: que el tiempo, que los indios, que la cosecha, que había caído piedra en Córdoba; que ¿vio ese barco que pasó ayer, temprano?; que la inundación; que la langosta. Hasta que, por último, echaban afuera el bulto que los había traído. Luego callaban en espera de la contestación. ¿Contestación? ¿Y qué contestación podía darles sino mi luto? ¡Ah, mujeres!
Lo que sin intención pregunto: ¿puede de por sí una mujer olvidar las leyes del corazón y tomar los negocios del alma como una venta común, sin medir las honduras y escalofríos, los desencantos y más la soledad del hombre que pierde lo que amó? ¿Puede faltarle carnosidad en su pensamiento para no tener figuraciones de lo que a otro le pasa? Silencio es lo que pido.
Esta Isabel Descalzo me espantaba. Diabla. Puro interés. Puro desprecio del sentir. Allá, en la calle del Pecado, donde vivía, ¿qué entregaba a los hombres que no fuera el amor? ¿Qué será lo que les daba? ¿Sabría ella lo que es el amor? Seco debió tener su seno esta mujer. Diabla. Hija del diablo, que no de mi padrino. De tal palo no podía salir esa astilla ponzoñosa. El negro Antonio Cabrera, al verme tan ofuscado con la Descalzo, me calmaba diciendo que las mujeres, como los negros, como los indios, y hasta como nosotros los mestizos, estaban tan desvalidas que cuando veían el pan, aunque duro, lo mordían. No es que sea una diabla —decía—, es que es una mujer, y para más, pobre. Mujer, pobre y mestiza —seguía diciendo— ¿qué le queda sino como sanguijuela prenderse a la chacra? No la malquistes. Blas, compréndela. Son los hombres lo que le hicieron mal.
¡Ah, negro rapaz! ¡Decir que mi padrino, tan generoso, dañó a Isabel Descalzo! ¿Porque no la legitimó? ¿Porque no la reconoció? ¿Porque no la dejó heredera? ¡Decir que los hombres en la calle del Pecado se aprovechaban de ella!
Y si así fuera, ¿tengo que pagar yo? El negro, que nunca abrió la boca para referirse a María y respetaba en silencio mi dolor, salió defendiendo a la Descalzo. Cada vez que podía agregaba un grano a su favor.
Como seguía el litigio, un juez frailón no encontró mejor forma de arreglo que devolver la hacienda al fisco. Perdía, así, el pago de mi trabajo, el esfuerzo de mis brazos. El juez frailón ordenó levantar en el predio de la chacra una casa de retiros a donde irían a meditar sus robos y fornicaciones —cualmás, cualmenos— los santones de la ciudad.
Desilusionada, Isabel Descalzo volvió a La Asunción, para más, a la calle del Pecado, donde vivió rodeada de gatos, vociferando contra los jueces y los hombres perversos.