Volvimos cargados de troncos de timbó, ceibo, algarrobo, quebracho, tamarindo, curupí, álamo. Gran cosa es mirar los árboles del bosque. Uno aprende a distinguir su especiería propia que se saca por el grosor, por el olor que esparcen, por su jugo o sequedad, por su copudez y, a todos, por su persevero en la mismidad de árbol. Gran cosa es echarse a su sombra, con el pasto como quipayí, y más si entre la hojarasca el sol juega espejismos. Salta el sol entre las hojas y va despejando lo oscuro de las sombras hasta verdecerlas. Con los troncos trajimos también el jugueteo de luces y vientos que dan sostén al picaflor azucarado de colores. Cuando uno está tirado sobre el pasto lo ve descolgarse por esos parapetos del aire y quedarse suspendido, como puros pensamientos. El hombre siente esas delicadezas.

Sonando las cajas los cajeros, los tamborineros sus tambores, los pifaneros sus pífanos —que hasta trompeteros había—, cantando las entonaciones, entramos en la ciudadela después de más de un mes de ausencia que para mí, sin ver a mi María, eran añares. Volvíamos sanos y con los carros llenos de leña. Traíamos el calor para tantas necesidades y cocimientos. Victoriosos de la empresa. El vecindario, contento, nos recibía en el camino, y las mujeres nos esperaban en la entrada. Una ausencia se agrandó para mí: María no salió al recibo. Me picó el corazón no verla entre tanto vecino que celebraba la hazaña. Hasta el negro Antonio Cabrera, que convalecía, de contento sacó fuerzas para cantar con esa voz que sobresaltaba de hermosura. Anda, Blas, canta esos areitos, gritaron algunos y me alcanzaron una guitarra. Canté. Canté al amor emperrado que es como un coágulo; al amor rabioso, hechizado, vaciado como un ojo güero. Canté al amor sin paga ni cobros; al embrujamiento. Festejaron con risas y jaleos. No sé por qué había como una ponzoña contra de mí en la cara de algunos, una cosa como desprecio. Y mi María que no había venido a recibirme. Al rato se inició un coro macizo, y todos continuamos levantando en alto gorros y estandartes. Alguien gritó en un momento de respiro: Dale el gusto a Isabel Descalzo, Blas. Al mismo tiempo, de un costado salió un cantar pegadizo que empezó lento, pero que se hizo ágil y brioso:

Si la prenda no prende

si no calza el ojal

Uno tiene sus adentros. Uno recibe avisos que le llegan desde afuera o desde adentro. Comprendí que algo se había presentado durante mi ausencia para que así nombraran a otra mujer. El negro Antonio, que se salía de la vaina por alentarme, se puso a mi lado. En medio del tamborilleo nuestras voces se juntaron para sobresalir del vocerío general. El jaleo se generalizó. Pero los gallegos no se daban por vencidos y fueron sacando de entre las voces algunas para su costado, hasta que se escuchó, bien macizo, el remate de la canción que ellos habían empezado:

Que la chula recula

se acomode pa’tras.

Emperrados, el Antonio y yo, volvimos a embestir con la nuestra que era un areito de negros que a los gallegos no les gustaba. Pero finalmente se prendieron a la canción. Los tamborineros marcaban el compás. Todos se enfervorizaron. Sonaron petardos. Carcajadas. Estaban contentos por la leña. Las mujeres se abrazaban con sus hombres y saludaban a los otros con palmadas. ¡Tantas cosas se pueden hacer habiendo leña! ¡Tanto cambia un cuarto si está caliente! Distinto se mira la vida si hierve una olla en el fuego.

Así entramos —a los abrazos— hasta la plaza donde de alegría encendieron fogatas. Al ver crecer el fuego me acordé del Lázaro que con su pico y su pala había ayudado a levantar esa plaza: allí vio la última luz aquel nefasto día. La puerca plaza de las humillaciones. La fogata se elevaba haciendo crepitar los palos que habíamos traído, coloreando de rojecer las caras amarillas y ojerosas.

—No malgastar la leña, que buen trabajo ha costao conseguirla —dijo uno con fuerte voz.

—¿No es la noche de San Juan? —gritaban otros echando sobre la fogata todavía más palos de esos por los que muchos habían dado la vida.

Saltaban la fogata y hasta se quemaban los pies, largando gritos de alegría. Estaban contentos por el fuego que habían prendido. La noche de San Juan.

Llegué a casa con esas ofuscaciones. Los gallegos me habían avergonzado con sus sucios pensamientos. Algo estaba sucediendo a mis espaldas; algo había pasado, sin duda. Y no eran los puros miedos los que me salían al paso. ¿De cuándo un hombre no tiembla por una mujer, y más si es la amada? Conforme me acercaba, me desasosegaba más.

Y ¡qué! Encuentro que mi María no estaba. Ninguna noticia fuera de los silencios. En las apreturas de mis adentros hice un acomodo, como un sacudón a mis ofuscaciones y ahí supe la contestación: me había abandonado como los pichones a su nido. Llamé a mi hombría y a los indicios. Así conocí que no se hallaba en la ciudadela y una tarde, desde esta barranca, conversando con el río, supe que sus aguas la habían llevado. Pero, ¿río abajo o río arriba? Para arriba era volver a La Asunción donde tanto rencor había dejado. Río abajo era ir a la nueva ciudad de Garay. Esa era la contestación. Pensé que, renegando de la vida que llevaba conmigo, habría querido volver a su otra, cuando no era una mujer casada sino libre, sin hombre que la gobernase. Entonces comprendí que el hombre cree que la mujer es un cántaro que se llena, aunque no tenga sed, para las sequías. Malhecho llenarla. Malhecho enjaularla. Malhecho todos los malhechos que se tienen con ella. Porque un día el llenador se encuentra perdido sin ella y sólo entonces es cuando ve la nulidad de los malhechos. Así es. De pasar, a uno le pasa. Sufrir, se sufre. Y hay que apechugar al hacer crujir las manos y no su cintura, al besar el aire y no su cuello, al combar los brazos y no sus caderas. Extrañar, se extraña. Uno es un carajillo que pronto se acomoda a la felicidad y cree que la ha ganado y va y se acuesta con ella creyendo que la tiene para siempre, como si no conociera su brevedad. Cuando supe que se había ido detrás de tal hombre tuve lástima de ella. Porque él era orgulloso y ella pobre, él ambicioso y ella inocente, él poderoso y ella cuantimás una mujer.