Días de mucho llover en La Asunción aquella temporada del mes largo y angosto. Llovió su mes entero, de moras a autoras. La gente hablaba de vientos y advientos, de humedades y ventosidades. Nadie estaba conforme con el diluviar. Entre anegaciones se recurría a los servicios de santa Bárbara doncella, de la cruz de ceniza, del sapo panza arriba. Pero no cesaban las descolgaduras celestes. El run ron de la lluvia sobre techos y tinajas se había pegado a los oídos de los asunceños que no tenían otro entretener que calarse hasta los huesos y llegarse a la calle del Pecado donde, al más asiduo no se le ocurría otra cosa que decir: «al mal tiempo buena cara».
En la calle del Pecado, bulliciosa y empinada, vivían las meretrices blancas y guaraníes, después entraron a vivir en esa calle algunos hombres de grandes hábitos de amor, como mi padrino Celestino Descalzo. Eran aquellos hombres como toneles para el beber y para el fornicar; gastaban con las mujeres sus energías hasta quedar guiñapos, mayormente si habían conseguido indios que trabajaran para ellos. Los indios, ni bien veían la oportunidad, se escapaban; la hacienda decaía y sus dueños terminaban malvendiéndolas, como hizo mi padrino que tuvo que venirse a Santa Fe y empezar de nuevo, sin que nadie pudiera quitarle lo bailado.
Entre el llover Ana Rodríguez sintió los dolores del parto y agarrada a la cintura caminaba ida y vuelta por el cuarto, como gato enjaulado, hasta que, no aguantando más, mandó al chico a buscar la comadrona que llegó a las tantas, cuando amainó la lluvia y ya cuánto que la criatura había nacido. ¡Qué apuro tendría por venir a este pícaro mundo, nomás a asquearse de tanta iniquidad! ¡Tan bien que estaba en el vientre de su madre, guardadita y bien protegida, sin pasar necesidades, ni sentir esa ansiedad que de chica la hizo presa! Que el ansia de un padre. Que el ansia de una casa. Que el ansiar un hombre que no era para ella. Siempre se lo pasó ansiando, mayormente imposibles y vayan a saber por qué varias veces estuvo a punto de conseguir lo que quería, para después perderlo todo.
Una india entró a servir a Ana Rodríguez que, parturienta todavía, ya estaba tramando irse en busca del portugués. Sin aguantar mucho, Ana se largó a Santa Catalina a convencer a su portugués de venirse con ella a conocer el crío. Dejándolo al cuidado de la india, y prometiendo volver cuantimás pronto, se fue por esas selvas húmedas y calientes, acompañada por el chiquillo aquel que conoció en el puerto. Pero el portugués, sujeto de averías, mameluco entreverado con la trata de esclavos indios y negros, poco interés mostró en conocer la hija que esperaba en La Asunción. Y Ana, vuelta a las ropas finas y joyas, a la vida regalada, que el portugués le daba, despachó al muchacho con el comedido de hacer entrega de la niña a quien quisiera hacerse cargo de ella.
Lo que sin intención pregunto: ¿Dónde será que esa mujer, Ana, habrá guardado las leyes de su obligación y afectos del corazón, estando ella en Santa Catalina en puro disfrute de los bienestares que el portugués le daba y sirviéndose de ellos como portentosa, y más como si esos bienes fuesen bien habidos? El portugués era un perro mameluco, hombre sin adentros. Lo mismo le daba un pobre negro que un chancho para hacer jamón, y un indio guaraní que una jaula de gallinas. Barriga de buen comer y cintura guarnecida, en el Brasil decían que el maldito se encarnizaba con el látigo ante un mero amago, cuantimás una mirada. Pero la Ana Rodríguez estaba en el desconocimiento de estos menesteres que sucedían en las entradas fronterizas, cuando el mameluco cargaba con su ejército sobre las poblaciones. Lejos, ella no veía cadenas ni escuchaba ayes. Solamente conocía a su hombre en el amor y en sus intimidades propias. Tampoco vio ninguna venta de esclavos para las caaporá: allí estaba su portugués vendiendo los hombres como cosas y regateando hasta por medio real. Varias veces hizo su entrada este maldito hasta bien cerca de La Asunción y con su gente peleaba como el que más; de no ser por su puerco oficio hubiera pasado por hombre de valentías.
De pasar, pasaba por endemoniado: le agarró la calentura de cazar hombres. Negro que veía le saltaba encima. Su gesto natural eran las ataduras. Cuando ataba los brazos de un hombre y le ponía cadenas en los tobillos era de ver el refucilo de sus ojos. Se creía dueño de todos los hombres que no fueran blancos como él y su rey. Se le fue ensanchando la locura hasta desconfiar y celar a su hermano que era su lugarteniente. Cuando algún esclavo se le escapaba: su hermano lo había robado. De buenas a primeras empezó a celarlo, con celos de negruras, con Ana Rodríguez. El hermano, siendo menor que él, y bien parecido, plantó bandera y se fue al norte, escapándole a la venganza, porque en ánimo de verdad la Ana le gustaba, mujer como era, joven y hermosa.
Lo que sin intención pregunto: ¿Cómo fue que Ana, mujer fina y de mucho roce, soportaba aquel hombre sin alma, pura podredumbre? El Zé Muratore, que así se llamaba ese engendro, caía en las bajezas de permisiarse con el diablo para pisotear la jerarquía humana que se lleva en las interioridades y en la naturaleza de cada uno, legítimo dueño de su sí. Sin sosiego la locura le iba conjurando las carnosidades del pensamiento con puros engaños. Se fue sintiendo patrón, jefe, dueño y rey de tanto negro o indio que había venido, por su mala ocurrencia, a pisar los umbrales de este mundo. Quería arrear con todos los posibles, ponerlos en rueda y él estar en el medio con el látigo en la mano, castigando y gritando sus propias alegaciones.
Pasó el tiempo, y uno por el norte y otro por el sur, cada hermano con su gente teñía de luto la tierra. De ida y vuelta se guaseaban con mensajes de enemigos, para el caso de encontrarse en algún punto. Uno a otro se llamaba cabrón, gallina, cajetilla, marica, cobarde, bastardo, mulato, hijo de renegada, de puta, de menina. Cada uno con su gente asaltaba fronteras y haciendas para redar hombres, hasta que en una de esas averías sucedió lo que buscaban. Fue que, en las vistas, el menor venía viniendo con su recua de esclavos que acababa de socavar a pura cuchillada y lo llevaba para la venta a otro lugar. Venía, pues, viniendo, rostro curtido y alma percudida de manchas, cuando cerca de un lagunal, siendo mediodía lo sorprende el Zé Muratore que bajó como ráfaga de unas lomadas y fue a caerle en las espaldas, sin soltar por eso la cachimba de la boca. Traía fresca su tropa y todo parecía que la suerte se inclinaba a su favor. Y era así nomás, al parecer: el improviso, el cansancio de los otros, el poco favor del lugar. Se encuentran los salteadores y como una hora larga que se medían —con los negros atados viéndolos matarse— cuando se aclararon los transcursos. Y fue el momento en que el hermano menor logró asentarle al Zé Muratore unos cuchillazos con la paranaíba. El susodicho quedó duro, con la barriga de buen comer y la cintura guarnecida culebreando en el suelo; lejos la cachimba y dando bufidos. Entonces fue todo uno: de pánico huían los mamelucos y de alegría los negros, tan rápido como le daban sus piernas encadenadas, quedando los dos hermanos solos en el campo, con el fondo del lagunal. Vino el silencio, ese conversador. El Zé, malmuerto como estaba, mirando con ojos vidriosos su cachimba rodada por el suelo, habrá maliciado lo que después pasó y era que el hermano, como se viera con la tarde encima, hizo lo que cualquier ganador haría: desguarneció de cartuchos la cintura del muerto, arrancó su bolsa repleta de plata, le quitó la dentadura de oro, y se fue caminando hasta el pueblo más próximo. De allí a Santa Catalina, a noticiar a Ana que ya tenía otro dueño a quien respetar.
Pero la Ana, con su carita de virgen, paró el seso en el asunto: se columbró. Apeló a sus alertas porque ahí fue que vino a despertar de su indiferencia. Abrió los ojos y se vio rodeada de escoria. Escoria de excusado; vilezas. Ahí supo de dónde venían sus joyas y perfumes, sus ropas y todas las delicadezas de que disponía. Tarde entendió, porque su nuevo marido era como el muerto y hasta más sanguinario y aborrecido. Un día la quisieron envenenar con rejalgar en la comida. Se sintió asediada; esas inquinas. Se dio cuenta porque había tomado la costumbre de sopar el pan, o darle en trozos mojando de su plato a una maracaná que tenía en su casa y a un perro que la cuidaba: el lorito murió y el perro quedó paralítico y esquelético de diarreas. Columbró bien: querían hacerle pagar a ella las espesuras de sus maridos.
Segura de los asedios tuvo inseguridad de vivir. ¿De la hija? No se acordaba ya: olvidada, borrada de la memoria. Se preocupaba por su vida, más allá de Santa Catalina, donde fuera posible hallar ambiente propicio, gente para platicar y salones para lucir. Demasiado había entregado a ese par de carajillos mamelucos. Ella tan suave, tan oliendo a perfume fino, ¿merecía esos puercos hermanos? Luego esos negros de la cocina que cada dos por tres preparaban comida envenenada para ella y el marido. ¿Era forma de vivir? Espiada, vigilada; no estaba tranquila ya, con el marido presente en la casa ni cuando se ausentaba. Perdida la seguridad hasta en el sueño, quiso todavía ganarle una partida más a la vida. Entonces, en secreto, sin dejar maliciar a nadie, con disimulo y cautelas, Ana Rodríguez puso fin a su relación con los negreros y juntando anillos y joyas, vestidos y todo lo servible, cuando el mandamás salió para una batida, se metió en una expedición y se fue derecho a Lima —gran ciudad— a gozar de mejor sociedad y de los bienes que llevaba.
Que así se teje el tejido de la vida.