Escasamente respetaban la lonja de tierra que parecía una isla en medio del desierto. Hasta por el río atacaban. Vivir vivíamos a los saltos, hechizados por el temor. El temor traía el desencantamiento. Y es que si uno cae en sus garras debe despedirse de la vida: lo cuecen a hachazos, le arrancan los pelos, lo desuellan como víbora que cambió la piel. No hay lugar para las apelaciones ni para los meros espantos. El hombre ha de ser valiente o qué. Recular se puede, siempre que atrás lo esté esperando el triunfo.

Vinieron grandes escaseces de leña, y como viera Garay esta penuria dio el visto bueno para que una caravana de carros con sus carreros, y tres hombres armados por cada carro, saliera campo adentro. Los mataron a todos. Murió don Celestino Descalzo, mi padrino, que fue quien me animó para que viniese acá. Mi padrino murió sin heredero reconocido y me dejó una chacrita que le trabajaba sin paga. Como hombre travieso también dejó establecido que yo para tomar posesión de la chacra debía casarme con una muchacha que estaba en La Asunción llamada Isabel Descalzo. Ante tamaño encuentro decidí mantener fría la cabeza y pensar bien las cosas. No tardó ella en presentarse ante los jueces. Pleitié. Heredo una chacra y me atan a una mujer sin interés para mí. Isabel Descalzo también pleiteó.

Así estábamos. Sí, pues.

Abrumado por el invierno que amenazaba crudo, Garay, antes de irse para el sur, echó un bando llamando a otra partida para salir a corretear tierra y buscar leña, que ya no quedaba una gota para las necesidades. Todo aquel que quiera alistarse con los carreros para ir en procura de leña a unas diez leguas que venga a la oficina de la gobernación. Acompañan CIEN CABALLOS con otros tantos jinetes bien armados para defensa de las vidas. Yo, el teniente de gobernador.

Voy y me alisto. Cuando Garay me vio entró a recorrerme de arriba abajo, sacándole chispas a la mirada. Paseó su vista desde mis pies —botas rotas y arrugadas— hasta mi cabeza —sin sombrero ni quepis.

—Bien, Lázaro —me dijo.

—Yo no soy Lázaro.

—¿Acaso no resucitaste?

—Estuve cuidando a un enfermo.

—¿A María Muratore?

—La misma.

—¿Y se curó?

—Es un decir.

—Aunque me gane tu enojo, Blas de Acuña, es guapa esa mujer.

Me callé por precaución. El hombre cauto sabe a qué atenerse, más si hay una mujer de por medio.

—Me alisto en la partida —contesté.

—¿Con qué cuentas?

—Con lo que se ve.

—Suficiente para un hombre de valentías.

Isabel Descalzo, como dije, pleiteó. O el casamiento o la chacra. Yo era un descomedido: quería la chacra y casarme con otra mujer. Puse testigos: que mi trabajo sin retribución; mi devota ahijadura; la pobreza en que me hallaba; que la herencia venía a cumplir lo que las autoridades y mi padrino eran deudores por lo mucho que les serví; que esa había sido la más vehemente voluntad del finado, mediando el casamiento con su protegida como una sobre gracia; que, finalmente, yo ya estaba casado «in articulo mortis» con María Muratore

En esto quedé enganchado en la caravana de la leña. Salimos: cuarenta y tantos carreros con sus carros; veintitantos milicianos, casi todos montañeses asunceños; y la escolta compuesta por CIEN CABALLOS y otros tantos jinetes. Todos bien armados, con suficiente munición y pólvora en cantidad para una guerra.

Guerra hubo y bien dura. Íbamos recatados como perros oliendo el aire. Las ruedas de los carros bien engrasadas, armados hasta los dientes. Los indios, escondidos entre la juncalería del estero, nos dejaban pasar, pero no bien garganteábamos el paso, nos acometían a flechazos. Parecían basiliscos ojeándonos hasta voltearnos del caballo o de los carros, mismamente que con sus bolazos. Como no largábamos las armas, siempre listas, vendíamos cara la vida.

De caer, se caía de los dos costados, mientras pujábamos para abrimos paso entre la granizada marrón. Ocasiones, bordeando lagunales dormidos, detrás de un tacuaral alto, y sin tener nosotros excusas de pasar, se armaba la de San Quintín. Tupasy, madre de Dios, será quien nos ayudaba.

Así, pues, como vieran esos criaturales del infierno que íbamos cubriendo el camino y acercándonos a los bosques, decidieron prepararnos una celada y liquidarnos de una vez. ¡Válgame el cielo ver quiloazas o calcines caer como nubes de tucuras y bañarnos en su lluvia de lazos, bolas y flechas hasta la extenuación! ¡Qué raza! Cae con puntería una de esas bolas sobre la cabeza y ahí nomás queda uno seco, muequeando como lo pilló el entredicho. Si alguien va, como le ocurría ir al negro Antonio Cabrera, musiquista y carpintero de la iglesia de San Francisco, pensando en su condición de esclavo y ansiando libertarse de la perra vida a que estaba subyugado desde su nacimiento, entonces podía suceder que algún quiloaza consiguiera bajarlo del carro de un lanzazo y arrastrándolo de los pelos enderezase con él hacia el grueso de la indiada. Clamaba socorro el negro y yo, que siempre tuve pasmo de admiración por su voz de profundidades acuáticas, pensando en lo mucho que perdían los oídos si se apagaba la garganta de aquel arrogante, parapetado en las ruedas del carro, gatillé mi arcabuz con tanta ligereza y puntería que el indio tuvo a bien caer malmuerto, mientras iba de espaldas, arrastrando al negro. Soltarlo y en un santiamén volver el negro a los carros, con todas sus descoyunturas, fue todo uno. Así suceden los aconteceres, y así tienen que desenvolverse para que el hombre, en los despueses, entienda que hay una mano que sostiene el caer y así pueda decir: este negro Antonio Cabrera, con su musiquería y su voz de cuerno rodando por los sabanajes, vino a ser el único que, viejo de achaques, subía esta cuesta a hacerme compañía, mucho después que mi muertecita se fue por esos caminos de sueño, al país del «irás y no volverás». Este negro subía en los últimos tiempos, acezante, cargado de tisis, y mucha veces intentó hacerme creer la historia de que él, en cierta ocasión, remó hasta bien arriba del remonto del río llevando a una mujer que parecía ser mi muertecita. Antonio Cabrera me enseñó a cantar esos areitos de negros, y los latines que me sé como las madres sus nanas. En los despueses el río iba comiendo las orillas, yo corría mi casa del desmorono, y la plaza se iba acercando a la barranca. El negro, cuando se dio cuenta de esto, dijo: así, pues, amigo, ya se acerca mi fin; ya erosionó mi vida como estas orillas. Por entonces los arperos, tamborineros y flauteros ya no lo acompañaban en las misas porque había pasado a cumplir su otro oficio de carpintero hasta que la muerte vino en su busca, sin haber podido comprar su libertad.

Bueno, pues, metimos plomo aquella vez con tanto ardor, prontitud y viveza, que los indios empezaron a ralear. Así, fueron apareciendo las boscosidades que al principio eran inalcanzables, y pudimos hacemos de leña. Troncos para carbón; tablazones de cedro; ligazón para navíos, de laurel; mástiles y remos, de álamo; y mucha garabata, que viene a ser como el cáñamo, para hacer jarcias y estopa, para calafatear. De las congojas y desabrimientos pasamos al gozo de tanto buen árbol en la espesura de la multitud. Respirando como hombre, el bosque cobija vidas hechas de palpitación. Por ahí se ve el andar de las hormigas por su hilito caminando, y a los tamandúas por detrás, hasta que las encuentran y se las comen, porque esa es la ley del bosque. Moviendo con sigilo su pequeñez en el grandor, su menudencia en las descascaduras, van y vienen el alacrán y el ciempiés, las víboras, hitas y toda esa volatería y gusanería que se arrastra, retuerce, aletea y trajina en el verde, flechada por el sol, y que nunca muere ni morirá mientras haya boscosidades y selvas.

Los amaneceres en la selva son como fantasmas que temblaran en la nublazón. Entre humedades uno sale del sueño, y ahí sucede que el viento viene a despejar de sus vestiduras a esos fantasmas. En un amén se deslíen las grisallas que coronan de rocío las hojas y cogollos. Y se van viendo, como barcos anclados en el río, algunos troncos desplomados por el tiempo, brazadas de lianas dormidas en el barro seco, tablazones sueltos, raíces acostadas sobre la neblina; esas obras de la humedad y el tiempo. Pero escasean los colores que hay en los amaneceres de aquí, junto al río. Se me va la boca en comparaciones, ahora que más remotos corren mis pensamientos. Esos convocos obedecen a mi memoria. ¡Tantas flaquezas! Muchos son los trajinares. Aquí, desde la barranca, mis ojos no se cansan, no se fatigan de mirar estos amaneceres. A esa hora es cuando se levantan los recuerdos de entre la bruma del río. Aquí todavía distingo la espuma que se va sorbiendo en su mero verdeamarilloanaranjadoazul y negro, sin contar el violeta de las nubes que bajan alargadas a posarse en el lomo del agua, como quemazón de suspiros. A la vera de estos lagunales siempre hay grandes pájaros que saludan la llegada del día con sus roncos ronquidos y voces de asombro. Cuervillos y teros peleadores, gaviotas, garzas blancas y moras, y en medio del lagunal patos, gallaretas, biguaes, macaes, confundiéndose su volátil mundo con el rumor del viento.

Allá, en el mundo de abajo, en el corazón del bosque, los pájaros tardan en llegar a la luz para gozarla, tapados por los palmerales y las añosidades, y las ligazones de bejucos, enredaderas y troncos. Tardan, tapados por la copudez y la frondosidad. En las penumbras de abajo se siente la lucha de los vegetales por ganar la respiración de arriba, señoreándose unos contra otros, como fieras, para poder sorber el viento y disfrutar la luz. Alargan sus bejucos, sus troncos, sus lianas; se estiran con todo su largor, para poder respirar. Buscan sobresalir y alcanzar los rayos del sol antes de que se cuele por el entretejido de las hojas buscando el fondo que ellos desechan. Ellos pugnan por llegar a lo alto y el sol por ganar las penumbras de abajo. Las flechas de luz bordan tapices al atravesar las hojas y uno se pregunta quién es el artista de esa imaginería. Y así se ven que quieren crecer unos, engrosarse otros, levantarse los más, abatirse entre ellos, como si fueran hombres. Para sobrevivir se valen de apariencias que manejan con esas ciencias y artes propias. Entonces, uno debe caminar con sus cautelas para no caer enredado en los engaños que le tienden las alimañas que están escondidas, las víboras disfrazadas de troncos, esos terciopelos repugnantes, ñandutys ponzoñosos, las flores fingidas, y las alfombras fangosas, el légamo y toda una generación de hediondeces encubiertas y simulaciones venenosas.

Cargamos los carros a cual más, metiendo todo lo que podían contener mayormente troncos para carbón y leña, y en esa abundancia yo me figuraba a mi María que ese invierno pasaría sentadita junto al brasero calentando sus pies todavía sin fuerzas para caminar y sus manos transparentes. ¡Vaya a saber por qué me figuraba yo a una María débil y friolenta, esperando mi llegada para calentarse los pies, y no aquella María que en las guazabaras tiraba, con pulso firme, de arcabuces y espingardas, de falconetes y navajas! Figuraciones, ansias. El machismo que me asediaba; esas cosas.

Pero el hombre se ilusiona y la vida lo descorazona.