Ana fue enterrada en el camposanto y María, cuando estuvo en condiciones de desear, mandó al maestro de artillería y campanas que le fabricara una lápida de bronce donde hizo grabar la siguiente escritura:

Ana Rodríguez me llamo

y aunque abjuré de mi hija

en la muerte la reclamo.

Si María Muratore

es hija que me perdona

que me lo diga con flores.

La tumba estaba siempre desnuda, daba pena verla en ese estado. ¿Ónde se ha visto que una mujer tan delicada y galante sufriera después de muerta una afrenta tal de abandono? Estaba seguro de que Ana penaba por ello, y, a la vista de la tierra seca que la tapaba, empecé a llevarle floripondios de perfume profundo, como el que ella derramaba en vida. Un lunes, de vuelta de una recorrida en procura de leña, encontré que mi María, arrastrando su pierna se había llegado al cementerio con un mazo de flores. Se vino caminando, sola, con su brazada de perdón. Desde entonces, todos los lunes, hacía la caminata, y yo la dejaba irse sola, sin ofrecerle mi brazo, porque hay cosas de propiedad íntima de la persona que no se deben trasponer. En aquellos momentos, cuando al parecer se recomponían el corazón y el cuerpo de mi muertecita, ¿no sería que su madre Ana Rodríguez habría estado rezando por María y por mí, para que traspasáramos las vaguedades y se produjera una buena disposición? Soy hombre de paciencia. Me gusta imaginar lo que espero. Con anzuelo o con red, durante horas, durante noches enteras, en mi canoa, paso aguardando mi pesca. En cambio al espadín lo tengo guardado, y sólo lo saco a relucir en momentos de pura necesidad, cuando, por esos acasos, se exponen mis virilidades o me están provocando al corazón. Soy, más bien uno de esos «hombres de garrote» sólo para las cosas de la opresión y del gobierno.

Por eso dejé al tiempo la decisión: que mi María me entrara a amar como a varón compuesto de ansiedades y pecados, o que me apartara para siempre de su vida como yo le había arrancado las municiones de su vientre. Así, ella iba recomponiendo sus adentros con la memoria de su madre, Ana Rodríguez.

Muy atrás, en los despueses, vino a saberse en Santa Fe la historia de esa mujer. Y era que estando en las Españas ella, Ana, supo que doña Mencía de Sanabria se preparaba a acompañar a su marido el Adelantado en una travesía a La Asunción, y que estaba juntando un ramillete de mozas casaderas para entregarlas como consortes a los fieros españoles que allá, en La Asunción, se disputaban el amor de las mujeres guaraníes. Al verla doña Mencía juzgó que la coloración caliente de su piel, el pecho alto y redondo, la fineza de la cintura, más el natural misterio de sus ojos quemantes, la hacían prenda propicia para la fortuna de un buen matrimonio a la española. Si hubiera sabido que era ducha en sortilegios y perfumes, experta en cantos y guitarra, conocedora de modas y que, además de elegante, ansiosa, huérfana, era apasionada, no la hubiera incluido en la expedición. En el viaje traía los ojos prendidos en el agua y la boca suspirosa como deseando más una aventura que hallar un marido gordo y de modales ordinarios. Así, pues, cuando la nave tuvo la mala suerte de encallar frente a la costa del Brasil, ella se apuró a poner pie en tierra y seguir a la tentación. En cuestión de días la ansiosa Ana Rodríguez halló lo que buscaba, entreverándose con un portugués de averías que la llevó a vivir con él. Pero, cuando el barco estuvo recompuesto, ella se presentó de nuevo pidiendo continuar el viaje, a lo que doña Mencía accedió, por ser gran conocedora del corazón humano y porque sintió lástima por ella.

En el remonto del río, mientras las otras soñaban, o simplemente rodeaban a doña Mencía para escuchar su conversación, Ana Rodríguez, sola, sentía agitarse en su seno un ser indeseado y molesto, que agravaba su condición de joven soltera y huérfana. Eso mismo sería un obstáculo para poder casarse. Sintió a ese ser desbaratarle sus ambiciones cerrándole las puertas que creyó se le abrirían, con un casamiento ventajoso, y arrebatándole para siempre la riqueza, la elegancia, el porvenir venturoso. Y ante la pérdida de tantos bienes deseó la muerte de ese ser que, sin embargo, siguió palpitando. A medianoche, cuando el paje, llevando la bitácora, cantaba el

Bendita sea la hora que Dios nació,

Santa María que lo parió,

San Juan que lo bautizó…

ella se hundía en cavilaciones sobre lo que sería su nueva vida en La Asunción. No era que se desdecía de lo hecho con tanto placer y aceptación, sino que ese placer era ensombrecido por el mal pago que tuvo de parte de su portugués. Alegremente, como la encontró, el portugués la dejó marchar, sin proponerle nada seguro, ni siquiera cuando ella le comunicó la noticia del embarazo. Ana viajaba apartada de las otras jóvenes; por recato no aparecía delante de la Adelantada, y para no provocarle disgusto. Cuando doña Mencía se enteró de la situación habría dicho:

—No hablarme de esa infeliz: me ha hecho fraude. Va a necesitar la ayuda de Dios, que no la mía. Con que ¡hala!, con su pan se lo coma, que sarna con gusto…

Al llegar a destino toda la población los esperaba en el puerto. Viejos curtidos por las guerras alardeaban de mochuelos, vestidos de jubón de raso de Castilla que desempolvaron de los cajones, junto con sus ropillas de bohemio; algunos gastaban camisas de holanda con cuellos guarnecidos con puntas de pita que sólo usaban en las grandes ocasiones; otros calzones de terciopelo y sombrero o casco para el sol paraguayo que calentaba su sangre como si fueran mozos. También se veía mucho muchachón de piel quemada y ojos prepotentes que se burlaba de esos viejos ridículos que eran sus padres o padrinos. Modales a la que te criaste, aires de insolencia, número incontable, estos mancebos llenaban todos los lugares desperdigando su vigorosa naturaleza. No tenían pena del color moreno, antes bien era un signo de novedosa ley. Y oficiales con sus trajes brillantes, dando órdenes. Pocas mujeres vistiendo sayas de terciopelo suave, adornadas con gargantillas o saboyanas de grana. En cambio, iban y venían muchas indias, descalzas, con su pelo largo y renegrido y sus ojos dulces y sonrientes, echando interjecciones en guaraní cuando bajaba la Adelantada y su séquito de mujeres blancas. Les daba risa verlas venir de lejos en busca de esos viejos libidinosos que ellas tenían rendidos a sus pies.

Ana bajó sola, que nadie la esperaba. Mientras las otras mujeres eran presentadas por doña Mencía a los oficiales y caballeros presentes, ella buscó deslizarse por los corrillos de gente sin lustre, arrastrando como podía el arconcillo donde guardaba sus elegancias para mejores épocas. Sin embargo, entre tanto ajetreo y gritos desmedidos, entre la barahúnda de exclamaciones, carcajadas, forcejeos, la Adelantada no la había olvidado: un chico pelirrojo se le acercó a ayudarla y a trasponer sus bártulos hasta el hospedaje:

—Me manda doña Mencía: sígame.

—Puedes menos que yo. Deja, me las arreglaré sola; sigue tu camino.

—La dama que me envía ha ordenado que la ayude y la conduzca al hospedaje.

—¿Eso dijo ella?

—Lo juro. Y también ordenó que no intente hablarle porque no la atenderá.

—Bien. ¿A dónde queda esa casa?

—Retirada del puerto.

—¿Muy lejos?

—Como una hora de camino. Pero yo llevaré todo… Al fin y al cabo… ¿qué importa lo que diga la gente? Usted ha vivido ¿no es cierto? Ya no le pueden quitar eso…

—¿Qué sabes lo que yo he vivido?

—La barriga, doña Ana, la barriga.

—Insolente. ¿Cómo te llamas?

—Sígame usted, que tenemos que caminar largo trecho hasta la calle del Pecado.

—Jesús, María y…

—Eso. Dijo que María debía llamarse, de ser mujer.

—¿Quién?

—Vuestra hija, doña Ana.

—Basta. Vamos allá. Estoy tentada de darte pescozones. Y a la Adelantada: que descuide. Le dices que no sabrá nada de mí.

—Así se habla, doña Ana. Cuando nazca la criatura podéis avisar al padre, seguro que no resistirá venir a conocerla. No; más bien correspondería que fueseis vos misma en persona a buscarlo, sin el crío. Él, ansiando conocerlo, quién lo duda, se vendrá, seguro.

—Pero, ¿qué está diciendo este infeliz? Te prohíbo meterte en las cosas de mi alma y de mi cuerpo.

—Del alma y del cuerpo…

—Me darás, en cambio, novedades de La Asunción: soy muy curiosa.

—Lo sé, doña Ana, lo sé.

—Yo ni siquiera sé tu nombre. ¿Cómo me dijiste que te llamas?

—Ya se lo dije: Sálocin.

—¿Sálocin?

—Es que mis padres eran caprichosos.

—Nunca oí tal nombre.

—Sin embargo es igual que el vuestro.

—¡Hala!, majadero. Andando a esa calle del Pecado.

—Andando.

La calleja era bulliciosa y empinada. Como caía la tarde en los zaguanes había candiles prendidos, dando la bienvenida. Risas de mujeres se mezclaban con las varoniles. Del interior de las casas salían cantos y música. Todavía no era, sin embargo, la hora en que hombres y mujeres se tomaban su trago de felicidad. Aún no habían empezado las bailantas. Ana sintió que su paso era observado por la curiosidad de los moradores. La noche aún estaba sin descender sobre la cuesta y era posible contemplarla tan joven y elegante, mujer blanca, sola, a esa hora y por esa calle.

El muchacho cargó el baúl y continuaron subiendo la calle despreocupados, escuchando únicamente la población de sonidos que salían al exterior. Acaso en el zaguán más oscuro fue donde se detuvo el muchacho y llamó golpeando las manos, pero viendo la inutilidad de la espera empujó la cancel. El terciopelo se le ajaba y cuarteaba. La cara se le puso roja. Pasaron a un vestíbulo desde donde se abrían varias habitaciones repletas de risas y música. Hombres en paños menores y mujeres semidesnudas ajetreaban por el patio en un ir y venir del excusado que estaba en el fondo ya oscuro hasta las habitaciones. Sofocaba. Era una tarde de verano lastimosa para la carne, como si fuera la primera vez que el sol se echaba sobre el mundo. La casa parecía un gran huevo puesto a empollar debajo de una clueca gigantesca. En la última habitación desocupada entró el muchacho seguido por Ana. Dejó el baúl en el piso de tierra apisonada. Una cama revuelta de mantas, un mosquitero negro por el uso, palangana con su jarra de loza y un banco arrimado a una mesa era todo el mobiliario. Nutrida invasión de zancudos salió a recibir la carne nueva recién llegada.

—Como verá no son muy corteses estos zancudos. Tendrá que dormir con mosquitero; se la comerían. Huelen la sangre nueva y arremeten.

—¿Quién es esa gente que vive en esta casa? —preguntó Ana.

—No tendrá usted inconveniente de mezclarse con negros o indias, ¿verdad, doña Ana? Aquí estará acompañada hasta que nazca el crío.

—¿Sola?

—Le conseguiré un buen servicio.

—Quizá sea hora de saber que no cargo dinero. Ni joyas.

—No es asunto de preocupación.

—Pero, ¿qué clase de tíos son éstos?

—Rameras, jugadores, ladrones, libidinosos. Gente como cualquiera. Hasta un ex cura vive aquí.

—¡Qué crudezas dices, niño! Más respeto.

—Pero si yo los respeto. Digo solamente que es muy humano este conventillo.

—Cuando me embarqué cuán lejos estaba de imaginar este tugurio. La vida me castigó.

—Vamos, doña Ana, que bien la disfrutó.

—Por una hora de placer, cien de dolor.

A pausas fue preparando la cama. Sacó sábanas y fundas limpias que traía en el baúl, su petaca de cuero, y fue extendiendo una serie de frascos, potes, peines. Finalmente sacó su traje de dormir que colocó sobre la cama. Antes de marcharse, el chico se agenció un velón y un poco de salchicha para comer. Estaba sentada en el borde de la cama cuando sigilosamente entró una india de bellos pómulos y ojos rasgados que le dijo en español:

—Don Celestino manda esta lumbre y una bota de vino; dice que te saluda y seas bienvenida.

—Dile que beberé a su salud.

Bebió unos tragos de un vino espeso y agridulce, vino crudo que después supo era de la cosecha de Celestino Descalzo. Se quitó la ropa y antes de que pudiera sentir la novedad de la cama y de extender el mosquitero, iniciaba su primer sueño en la nueva tierra. A medianoche, sacudida por los zancudos que la desollaban y una serenata que estaban cantando, al parecer, en la calle, se despertó. Desplegó el mosquitero y se durmió arrullada por la hondura de aquella voz nocturna, que cantaba:

Del sí al no

hay despecho,

del no al sí

corto trecho;

Dios mediante

Y san Cristóbal gigante.

Luego el canto se sintió en el patio, acompañado por instrumentos de viento, como alaridos. Luego se hizo rítmico y varios tambores marcaban el compás; la voz del cantor se hizo jadeante y cavernosa. Por segunda vez Ana interrumpió su sueño. Se levantó. Se asomó a la puerta y vio una ronda de hombres y mujeres negros danzando al ritmo de la música; indias sentadas en el suelo observando la danza y algunos hombres blancos prendidos de sus botas de vino abrazados a las indias. «Es mejor que duerma y mañana salga a buscar otro hospedaje», pensó.

Al día siguiente el muchacho le dijo que ni soñara en mudarse porque solamente allí, en la calle del Pecado y en esa casa, podía pasar sin pagar hospedaje.

—A ésta y otras casas las mandó levantar don Celestino Descalzo, por el amor que tiene a las juergas. Aquí vive libremente el que quiere venir. La casa es gratis.

Pronto Ana comprobó que efectivamente nadie le preguntó nada sobre su instalación en la pieza que habitaba. Todos eran cordiales y obsequiosos. A mediodía los hombres desaparecían de la casa y quedaban solamente las mujeres y algunos niños. Las mujeres cantaban, se tiraban agua hasta empaparse, se corrían riendo a carcajadas, se obsequiaban comida. Las negras eran alegres y las indias inocentes. Se peinaban mutuamente. A veces veía a las indias llevarse a la boca los piojos que lograban sacar de las motas mulatas y una vez que los mataban entre los dientes, los escupían y continuaban expulgando la cabeza. Las indias eran diestras en hacer moños para colocarse entre los cabellos largos y lacios que les caían sobre los hombros desnudos. Era la única mujer blanca de la casa. Pero más arriba de la calle había dos andaluzas y a la entrada de la misma estaban instaladas tres españolas que no se mezclaban con indias ni mulatas. Era tal su desasosiego por las tardes y noches que se olvidó de dormir a su tiempo, dormía de día cuando ya terminaban las bailantas, que no siempre eran de negros sino que a veces arremetían fandanguillos y otros bailes jaleados que los músicos interpretaban siguiendo las indicaciones de don Celestino Descalzo.

Algunas veces, ya idos los hombres, pasado el mediodía entraban algunos indios hermanos o padres de las mujeres guaraníes habitantes de la casa y las arrastraban de los cabellos insultándolas en su lengua con la intención de sacarlas de la casa y llevárselas con ellos. Pero ellas a pesar de las palizas que recibían se negaban a irse con sus parientes; gritaban y ofrecían resistencia. No faltaba quien corriera a avisarle a don Celestino quien llegaba acezando por el calor y la corrida, largaba al aire algún arcabuzazo, gritaba FUERA una sola vez en el patio, y los indios largaban a las mujeres y se iban. Los más viejos lloraban y le daban razones en su lengua que él echaba en saco roto. Luego en una tina se estaban bañando una a otra, ayudadas por las negras, para sacarse la tierra y la basura que se les pegara en el arrastre. Se pintaban los cachetes, se depilaban las cejas, se hacían sus moños y se ponían sus sayas con hombros descubiertos. Barrido y regado el patio, de nuevo se preparaban para las bailantas de la noche. Todas eran amantes de Celestino Descalzo y de los amigos que él se traía. Antes de caer la tarde Celestino Descalzo mandaba sus canastas con carne —cordero, chivito, pescado—, pan, fruta; mandaba también sus botas de vino, todo de una chacra que tenía. Cuando llegaba salían las mujeres a recibirlo alborozadas, bien acicaladas, algunas rodeadas de niños de piel oscura pero de cabello y ojos claros, mientras ya la carne se asaba en las brasas del fuego que habían prendido y sólo lo esperaban a él y a algún ocasional visitante para empezar a disfrutar del día. A medianoche llegaban los músicos a garlear los restos de comida y a animar la casa.

A Ana nunca le faltó alimento para ella y el ser que crecía en su vientre. Las indias amablemente la servían por pura voluntad, lavando su ropa y limpiando sus enseres. Y aunque ni Celestino Descalzo ni ningún hombre de la casa se propasó con ella, cuando sintió los dolores del parto pensó que por fin había llegado la hora de dejar ese tugurio y de volverse a Santa Catalina junto al hombre que era el padre de ese hijo que estaba por nacer.