¿Es de noche? ¿O ya vienen, traspasando cortinas de negrura, las primeras gotas de albor a filtrarse en ese cuarto donde despertaba llorando a gritos porque no me llevaran los diablos que a esa hora andan sueltos? De las quince esquinas del cuarto se levantaban por los aires escaleras donde subían y bajaban los demonios y el Oscuro. Ya han entrado —comprendía— y desde ese momento era aprisionada por lo que sucedía en los rincones polvorientos, mojados por las gotas de los velones. Las velas iluminaban recovecos poblados de revuelos y embestidas. En una esquina san Santiaguito atolondrado por tanto ajetreo que le descabezaba el caballo alzaba furioso su espada chispeándole los ojos. San Santiaguito luchando con los demonios y yo mirando todo desde mi cama, sabedora de que en cualquier momento vendrían por mí. Con tantas guerras esquineras el santo quedaba chumuco, mal montado en su caballo, indignado de santa indignación. Cuando el Oscuro, dando el salto al frente, quedaba solo debajo del velón para luchar con san Santiaguito, yo lanzaba un grito y me tapaba la cabeza. Venía entonces a consolarme la negra Encarnación, en enaguas, y con la boca olorosa a limas:

—A callar, niña, que el miedo te tiene a mal traer. El patrón duerme. ¡Cuidado!, él es muy bueno pero no quiere majaderías. ¿Sabes por qué gritas de noche? Tienes la cabeza liviana, niña, y estás queriendo algo que yo me sé. Ven a mi cama que estoy sola; el maldito negro me abandonó. Y tengo al reventar, como botones de virreinas, unas tetitas que te daré a chupar…

Negra cochina. En la cama su olor era ácido y repugnante. ¿Es de noche todavía? ¿O ya viene la primera espuma de claror? ¿Nadie siente esa exhalación tibia, larga y punzante, que corre por el costado de la cara, se detiene junto al oído como lastimero suspiro, y va a tumbarse en la esquina más negra del cuarto, donde permanece anhelante? ¿Nadie más que yo oye esas cosas? ¿Por qué me persigue el Oscuro?

Esta noche de desgarramientos no es como aquella otra, casi olvidada, cuando en lugar de la negra Encarnación entró él, rodeado de silencio. Me tocó sobre la manta y se acostó a mi lado, hombrón acezante, patrón quimérico, a hacer lo que los perros en la cuadra. Ya los perros, que trajinaban ajenos a la gente, sometidos a sus juegos de olores y fatigas, encabritándose en sus rojeces, poseídos de ceguera cuando lamían sus entrepiernas, me atraían. Curioseaba. Me asombraba. Estaba sola, sin madre para preguntarle. Así que no me asombró que él oprimiera con sus manazas las dos flores de virreinas que, al igual que a la negra Encarnación, me reventaban en el pecho. Después fue bajando la mano hasta llegar allí, a mi cachuchita, donde ahora están escarbando con un cuchillo. Algo nuevo venía ocurriéndole a mi cachuchita desde que seguía a los perros en sus travesuras y juegos de rojeces, algo nuevo le venía ocurriendo, y yo sin madre para averiguarlo. ¿Qué le ocurría para ponerse como un bicho picudo, peludo y chorreante? Eso me hacía gritar por las noches, según la negra Encarnación. Eso a él debió gustarle, porque desde aquella noche vino muchas más a buscar mi cachuchita, y a besarla, y a hacerla hablar y quejarse y suspirar y, a veces, hasta la hacía gritar y no de miedo sino de placer, porque después de aquella noche el silencio ya no le importaban a él ni a mi cachuchita. La negra Encarnación bien que comprendió, porque dijo:

—¿Ahora ya estás bien, niña? ¿Has visto que el patrón no quiere majaderías? Mujer quiere él, y tú varón. La negra quedó triste porque el patrón ya no viene más con ella, ahora tocarte a ti. ¡Que te aproveche!

Y todas las noches aprovechaba el ardor que uno a otro nos pasábamos, insaciables. Lo quise. Me amó. Tiempo después Alonso Martínez empezó a hablar de casamiento; él era dos veces viudo y estaba loco por mí:

—Voy a disponer mis bienes: quiero tener todo en orden para desposarte.

Hombre maduro, con hijos de sus dos matrimonios que se oponían a un tercero. Alonso Martínez, temeroso por mi futuro, como a la niña de sus ojos me cuidaba. Que no fuera frío mi cuarto; que se me viera bien; que me sirvieran criados, que aprendiera a montar, a tirar, a leer, a escribir. Que mi cuerpo; mis necesidades; mis deseos. Que luciera, que gozara, que me supiera defender. Que todo sí para mí.

—Ninguna hembra como tú —dijo un día—. Ni siquiera tu madre.

Ahí fue que me volvieron las ganas de gritar. De nuevo me sentía como cuando el Oscuro y los diablos me asediaban. Evitaba hacerle la pregunta que me tragaba para adentro: «¿Cómo era mi madre?… ¿Tú la conociste?».

Tanto llegó a conocerme mi padrino que mi callar le habló con claridad. Y queriéndome como él me quería comprendió que ese punto se prohibía de ahí en más entre nosotros.

—Perdonarme, María. No se hablará más. —Más próxima estaba la boda, más amante se ponía. La víspera, adobados los lechones, la volatería, los embutidos, los jamones; aderezada la carbonada, los callos, las mandiocas; preparadas las nueces, las frutas, el amasijo; listos mi vestido que me había cosido Isabel Descalzo, y su traje de novio; contratada la misa de esponsales; tendidas la mesa y nuestras ansias, ¿no viene que se me muere en pleno lecho, en el más frenético abrazo? Si pareció cosa del Oscuro o de las hijas de mi padrino que tanto se oponían a nuestra boda. Se tumbó como un pajarito aterido. Corrí por él, pedí ayuda. De balde fue que lo llamara con mis besos y que lo cubriera con mi calor. Entró la negra dando alardes y luego vinieron las hijas y yernos de mi tutor. Todos sombríos, despreciativos. Me trataron como a una asesina.

—¡Qué vergüenza! —decían las hijas escupiéndome el rostro, mientras sus maridos retiraban el cuerpo de mi cuarto.

—Se te fue la mano, mosquita muerta —dijo la negra mirándome ella también con reproche.

Esa misma noche fui arrojada de la casa donde me había criado y donde, pocas horas más, iba a revistar como dueña y señora. ¿Decir lo que sufrí? ¿Decir lo que lloré? ¿Decir lo que Alonso Martínez fue para mí? Me refugié en casa de mi costurera que vivía en la calle del Pecado y cuyo padrino llamado Celestino Descalzo velaba por ella casi como un padre. Isabel Descalzo me acogió en su casa, pero yo no encajaba con la profesión que llevaban las mujeres que vivían en esa calle. En lo de mi padrino había aprendido muchas cosas y una de ellas lo hacía muy bien: manejar armas. Mi fama creció y ningún hombre quería tener historias conmigo. Se cuidaban de cortejarme. ¿Para qué entreverarse con la María —decían— habiendo tantas indias hermosas que gustosas se entregan a los españoles? Algunas de ellas estaban emparentadas con caciques y jefes de tribus principales, y muchos pobres diablos se veían de pronto, por estas alianzas, disponiendo de gran cantidad de brazos para el trabajo en sus tierras. Por el solo hecho de vivir en tal calle fui catalogada como meretriz, así que cuando Juan de Garay me propuso salir de La Asunción para ir a una nueva fundación, Paraná abajo, acepté. Juan de Garay me recordaba a mi padrino; como él era español, maduro, cazurro, bien parecido, galante.

—Si hay que esperar, esperaré —me dije. Pero él no se fijó en mí. Tenía su propia amiga que hizo venir de Lima o del Brasil. Esa mujer.

—No importa; si hay que esperar, esperaré.

Ahora me están hurgando mi cachuchita con un fierro caliente, me escarban con un cuchillo adentro del vientre, y me queman con fuego justo en el lugar donde se asienta el placer. ALGUIEN ME ESTÁ CASTRANDO. Alguien que seguramente odia el amor me está castrando para que nunca más lo sienta. Alguien en este vendaval de cosas que me sucedieron deslava la tentación: me vuelve estatua. Me aparta de quien quiero; me quita la voluntad. Alguien confina mi cáliz. Me arranca el espíritu. ¿Qué queda de mí? Opacidad. Vacío. Medioencanto. Mediocielo. Medialuna. Mediobeso.

¿Es de noche? ¿Viene el claror? ¿Hasta cuándo durará este sacrificio? No logro ver la cara del verdugo porque le llueven cortinas de agua. Su cara chorrea agua. Entre vapores veo que Alonso Martínez viene viniendo de adentro de la niebla con los brazos extendidos hacia mí. Pero esos brazos que envolvían vigorosos, están débiles y transparentes de huesos. Pura osamenta. Le grito que me están castrando y echa a llorar por la desgracia que me ha sobrevenido. No puede ayudarme: él mismo es amarillez y ojeras. Aquella boca de ventosa, que se llenaba de promesas y dulces palabras, es un agujero negro y maloliente. Todo él tambalea y cruje. «¡¡Qué triste —pienso—, qué triste! Yo castrada y él muerto». Busco sus manos y cuando las encuentro se deshacen en cenizas. ¿Dónde fue a dar nuestro amor, Alonso Martínez, tutor, amante, esposo? ¿Tanto puede despojar la muerte? ¿A quién iba a llamar en este trance sino a ti, ahora que me encuentro a merced de un castigador despiadado que revuelve un cuchillo en mi vientre, sacando venganzas de mi cachuchita? Te veo una sombra de lo que fuiste, tristeza sin consuelo, ya sin el recuerdo de la pasión, de los besos. Para verte así tuvo que pasar lo que ha sucedido, venir a esta ciudadela a conocer a esa mujer, desquererla, saber lo que finalmente supe, tanta humillación y pena y rabia. ¿Para esto me iniciaste en el amor? ¿Fue para hallar las mil caras del Oscuro que me acosan desde las quince esquinas del cuarto; para esto navegué por ese río lleno de víboras y me bañé de pólvora en cada guazabara? Te estuve buscando en otros hombres, especialmente en aquel que mucho se te parecía. Pero tú, amante mío, esposo mío, Alonso Martínez, que me criaste y amaste, nunca más volverás a ser aquel comunero vigoroso que alentó el corazón de una niña abandonada. Mi suerte fue encontrarte y mi desgracia perderte.

De la niebla se despega su figura, y del sitio donde mi padrino me alargaba sus brazos flacos y débiles viene un olor nauseabundo. Se ha ido. Me ha dejado para siempre. Se me hiela la boca en alaridos. Pero no logro sacar un grito.

—¿Quién es el castrador? —pregunto. Pero no me contestan. Hay como volidos en las esquinas oscuras. Desesperada, vuelvo a preguntar:

—¿Es el Oscuro opacador de luces, el austero, el compadre envidioso, el desganado, el húmedo que todo lo seca, el sinlabios, el capado, el domador de ansias, el apático?

¿Quién así tanto me detesta? ¿Quién me está maltrechando?

Entonces, saliéndose de la oscuridad de las esquinas, los demonios, bailoteando descarados alrededor de mi cama, contestan: «el señor cura»; pero otros que se están descolgando del ventanuco corrigen: «Cara de Perro». Y se entabla una letanía:

—¡El señor cura!

—¡Cara de Perro!

—¡Cara de Perro!

—¡El señor cura!

Cuando el acoso de los diablos está a punto de ahogarme, san Santiaguito llega con su caballo y su espada. Pelean. Desparramo. Los diablos saltan por la ventana chillando, malheridos, tuertos, destripados y me llega a los oídos una voz como salida de alguna garganta mestiza que, alcanzo a entender, me está diciendo: «soy yo, María, Blas de Acuña»…

¿Alguien sabe lo que es la resignación?