Volví de la isla a cuidar de la María que no curaba de su mala herida. Arisca, sufriendo para adentro, amojosaba con emplastos su vientre y con silencios su alma. Salí de mi escondite y entré al lado de la mujer que me traía trastornado, cuando vine a saber que seguía enferma y sola, después del barullo con que escarmentaron al Lázaro y otros partidarios y con que escarmentaron a la Ana Rodríguez. Ana Rodríguez murió en aquel entrevero y de balde lidié para defenderle la vida. ¿Qué mal les hacía con su galanura esa mujer, Ana, siendo nomás meretriz educada a lo grande, fina, conocedora de versos, con un corazón de miel que a nadie ofendía? ¿Qué se les puso a esos señores de mucho entrecejo para juzgar lo que sólo a Dios, como único mandante y opinador, se reserva y a nadie más con derechos? Siempre he tenido a las meretrices como madres huérfanas, medioángeles sueltos por el mundo para alegrar el corazón de los hombres machos, conjuradoras de soledades, dispuestas a brindar a cualquier hora, y a quien fuera, el perfume de su misericordia. Son gráciles cuando jóvenes, finas cuando envejecen. Más corre la vida en ellas, más delicadezas acopian, porque todas son señoras del sufrir y del mercar, y de ambos negocios mantienen libre el corazón. No soy hombre de repudiar putas. Antes bien las respeto y nunca digo «de esta agua no beberé», como esos señores de mucho rezo que antes de tener mujer propia holgaron con cualquier pobre india arrancada de sus leyes y nación.

¿Qué, sino beneficios, les daba María Muratore, saliendo a las guazabaras a ensuciar su hermosa cara y su mano suave, más valiente que muchos cajetillas, cuando calzaba el arcabuz y escupía tiros que volteaban al enemigo; cuando los recibía en sus calideces, sin merecerlas? Siendo las dos mujeres solas, así demostraron su hombría esos gallegos a quienes el amor les junta bilis.

María fue saliendo de la fiebre tan sin prisa como de las puras figuraciones donde la sumía el delirio, ambas cosas fueron reculando, poco a poco, hasta que la dejaron libre, vuelta a ser ella en su mismidad. Pero ¡qué! Esa es otra tristeza que después vendría a ocupar su propio lugar. En los ratos de sosiego preguntaba quién era yo y qué estaba haciendo propiamente a los pies de su cama. Después volvía a caer en los abismos de donde no quería salir con razonable causa: aquella vida dura de guerra y de trabajos, agachando la cabeza ante ceños fruncidos, sin holgura, no se apropiaba con mujer joven y bonita. Los verdes ojos que conocí altivos se opacaban con cortinas oscuras que ella tendía. Se iba en ayes. Cuando le limpiaba la mordiente, y, entre la amarillez sanguinolienta, aparecían las palomas de ojos rosados que eran sus tetitas, temblando palpitantes en su dureza, bien entendía yo que de tal manera había sonado la hora y turno para mí, que se presentaba con dulcedumbre triste, un goce hachado, medioencanto, mediocielo, medialuna, mediobeso. ¿Me conformaba? No, sino que me sostenía la esperanza de ganarle esa pelea a la muerte.

Ni quería mediamujer ni mujer de otro. Ese fue un dolor que después sufrí, cuando mi muertecita quedó para mí y ya no era ella. Deshabitada. Desalmada. Tetitas frías, boca seca, ojos sólo verdes.

No quería mediamujer sino aquella María hembra hermosa, vestida con falda y mantilla de tul, oliendo a lo que tiene que oler una mujer, rosada de piel y de andar grácil, brillándole los ojos y rompiendo una frutilla en los labios. Esa mujer quería yo, pero tenía una agonizante de agonía mala.

De su mano caliente recuerdo un lunar en el índice; de su hombro una bruma; de su ombligo un pozo de dulzura; de su cuello un pañuelo; de su pelo un reverbero azul. Cada quejumbre un llamado, cada sed una lumbre que se enciende en medio de la noche, cada lágrima el río. Y cuando digo río me estoy refiriendo a éste, al único que mis ojos conocen, al gran río de muchas venas, que viene naciendo de adentro de la selva brasileña y baja abriendo calles de sol en un como bramido de animal, y en su propia sangre pare islas verdosas y cobija el sueño de los yacarés. Como las aguas de este río eran sus lágrimas cuando lloraba. Entonces, sumida en sus honduras, no me rechazaba, y yo tenía para mí, ¡ay del ay!, solamente mediamujer de aquella María que había conocido a la venida de La Asunción. Yo no quería mujer encuevada en su alma, y más castigada de dolores, pero como el amor es generoso ahí me quedaba a pelearle a la muerte la vida de mi muertecita. Cuando no lloraba era puro quejidos. Pedía que la despenara. Sufrir sufre el hombre, pero la mujer ¿no tiene suficiente con su dolor de parto? Nunca he podido ver sufrir a una mujer y másmente a la que yo quería. Viéndola acortada de ánima y tan sudorosa, me preguntaba por qué habría ella de tirotearse con los gaitas, si el asunto no era propiamente con su persona. De quedarse quietecita en el rincón, donde estaba aquel día acurrucada con la Ana Rodríguez, nada le habría pasado, por esos acasos. Pero ¡qué! ¿no viene que sale disparándole un arcabuzazo al gallego que mató a la Ana Rodríguez? ¿Por qué le tendría que contestar? Y justo cuando le pegan el tiro viene a enterarse que Ana era su madre. La desgracia de los aconteceres. Así es la fatalidad: no se presenta sola. Mi María era un solo grito pidiendo que la despenasen. Su herida no curaba ni la fiebre cedía. Viendo que los emplastos ni las curaciones la mejoraban, un día cobré ánimo y me decidí a jugar el todo por el todo. Apreté la viscosidad purulenta hasta que ella se desmayó. Puse el cuchillo al fuego y escarbé adentro de aquel vientre esquivo: lo sajé. Las sajaduras, ya se sabe, son macabras. Entonces —hombre acostumbrado a aguantar desgarraduras— aquello era como el parir de la mujer: ronco ronquido del ánima hacia fuera de sus interioridades. Cuando hallé las cuatro bolitas de municiones me sobrevino una gotera de sudores, o más bien un puro pasmo de frío. De esa, mi María sanaba o se moría del todo, ya que el destino estaba en plenas definiciones.

Ahora, que los orgullosos se van yendo olvidados de todo el mal hado de penurias que nos hicieron pasar, ¿puedo yo dejar aquí abandonada a mi muertecita, para irme por esos caminos de confusión y barro, sembrados de ponzoña y de quiloazas?

Las municiones negras, la sangre ladrillosa, el cuchillo terroso, mi amada blanca, todo lo tengo patente en esta caja de la memoria que no funden ni deslavan los años más bien los acomodan con mayor recogimiento para que salte el corazón. Yéndose los soberbios, ya olvidados del dolor que me causaron, brinca el corazón como entonces, cuando vivía mi muertecita y yo pendía de sus párpados. Si gemía: por eso. Si callaba: por lo mismo. Si deliraba: por la fiebre. Si tiritaba: por la muerte. Si me miraba: por lo que vendría. Si de noche: porque mañana. Si de día: porque siempre. Así fue el tiempo de su enfermedad. Todo enfermo es un morador de Dios: ve sus ángeles; siente el infierno. Está sagrado. Sin embargo apelé: le di cauterios de fuego, que otra física no tenía. Se me iba el alma en hacerlo. Sajé y cautericé. Después todos los días limpiaba la herida con un hervido de yuyos y nunca le faltaron paños de agua fría en la frente. Filtraba el agua que le hacía tomar a sorbos como los pajaritos. Cuidé su huerta. Lavé su ropa. Y la amé, contemplándola. Había llegado mi hora; el triste tiempo de mi valimiento. En cuerpo entero era para mí; día y noche la tenía para mí. Pero ella no estaba: perdida, vagando. Ella: desalmada, fuera de su mismidad.

¿Valía la pena? La esperanza hablaba por mí. Llamé al cura de San Francisco cuando la vi más sumida en honduras. Le dio la extremaunción y nos unió en matrimonio. La esperanza daba sus volidos en la carne de mis pensamientos. «Ten fe» —dijo el cura antes de marcharse. Pero el temor a perderla, si se curaba, me volvía en ramalazos. Volidos de esperanzas; ramalazos de miedo: eso era yo en ese tiempo.

Y ella, dentro de su noche, como si me rigoreara. Hasta que un día entreabrió los ojos sin luces:

—Soy yo, María: Blas de Acuña —dije. Tantié un reproche y me callé.