Garay preparó otra salida al Sur, buscando ese puerto donde hubo una ciudad quemada, para volverla a levantar. Sacó hombres de Santa Fe y se fue un día por el río tragahombres, más negro que nunca, río de las congojas, enemigo del amor.

Con su protector ausente, la mujer quedó sola y llena de enemigos. Los más encarnizados eran «Cara de Perro» y el cura. Fue así que se quedó sin huerto, sin pan, sin lumbre, padeciendo, además, la mayor dureza: la falta de plática elegante. ¿Para quién iba a vestirse ahora por las tardes? ¿Para quién iba a cantar? Confinada en su casa no podía lucir esos vestidos que se hacía traer desde Lima. Nadie que la visitara. Nadie que la requiriera, puesto que fue señalada como la imagen de la perdición. Seguramente maldeciría la hora y el día en que decidió venir a hundirse en estas soledades. Enemiga de las esposas españolas y hasta de mí, que podría ser su amiga, si no la tuviera por rival, era una sombra llorosa que desde mi casa veía moverse, suspirando, en el jardín. ¿Sabía ella, cuando Garay la trajo de Lima, que le sobrevendrían estas angustias? ¿Y aun así quiso venir? ¿Por qué no busca marcharse a alguna de esas ricas ciudades de las que proviene, para codearse con esa gente de abolengo que la seduce y la festeja y hasta la invitan a sus fiestas, mostrándola sin vergüenza y con gusto? Cuando la veo pasar llorosa por las tardes e ir al único sitio permitido para ella, la playa del río, y pasarse horas mirando las aguas, siento lástima y quisiera llamarla. Pero me contengo. Día a día me pregunto qué hace todavía en esta ciudadela si se ha ido su amigo y protector. Tal vez espera su vuelta. Nadie sabe si volverá. Si no lo matan los indios, se quedará en la nueva ciudad para hacerla su verdadera amante. Así es él. Eso es lo que ella no imagina. Así es el fundador.

Con Garay ausente los mestizos ven la oportunidad de llevar a cabo la conspiración. ¿Qué gobierno tenemos —decían— con un Adelantado consorte que, entre gallos y medianoche, desposó a la hija del verdadero Adelantado para heredar el cargo? ¿Qué autoridad tiene Garay —seguían diciendo—, lugarteniente de un gobernador nombrado por el Adelantado postizo y ahora ausente de Santa Fe? Este es el momento de desconocer lo que nada vale.

Desalada la conspiración, el primer día caen presos los peores enemigos de esa mujer. Prenden al «Cara de Perro», al alguacil Luján y al mismísimo gobernador. Prenden a los regidores, al veedor y a algunos orgullosos españoles recién llegados que ya se postulaban para cargos importantes. De la noche a la mañana cambió la situación. De pronto la soledad de esa mujer se conmovió. Hasta estos apartados sitios llegaron los mestizos voceando: ¡libertad! Apellidando libertad todo es nuestro —decían— y ya no nos mandarán los gallegos prepotentes. Zafémonos del yugo en que nos tienen, que ha llegado la hora. ¿Hay algo más hermoso que la libertad? Después de misa. Les haremos tragar sus sucios rezos. Después de misa. ¡Viva la libertad! Y así fue.

Llamaron a la puerta de esa mujer. Con la alegría apenas si tuvo tiempo de colgarse un chal bordado y calzar los chapines que hacían juego. Sorprendida, se dejaba abrazar por todos, olvidando sus finuras. ¡Viva la libertad!, gritaban enardecidos. Ella reía llorosa y seguía pasando de brazo en brazo. Eran como náufragos que se descubrían en una isla solitaria. La llevaron al centro a los puros abrazos. Pasaron coreando sus areitos. Frente a mi casa me llamaron: María, ven con nosotros: eres libre como Ana, como nosotros. Vamos al centro a victorear al Lázaro. ¡Viva Lázaro de Venialvo! ¡Viva!

En medio del gentío íbamos las dos renegadas por primera vez juntas y tan cerca. Me gustó su cara limpia y su olor a guayaba madura. Estaba asustada y contenta. Todos coreábamos canciones y agitábamos los brazos. Entramos al cabildo cuando leían la toma de posesión de los nuevos gobernantes. Juraban el Lázaro como maestre de campo y Cristóbal de Arévalo como justicia mayor: el uno como jefe militar y el otro —¡ay, fatalidad!— como mayor autoridad civil. Quién iba a decir, en medio de esa alegría, lo poco que faltaba para que la traición de Arévalo acabara con la vida del ardiente Lázaro de Venialvo. El cura no estaba en la iglesia así que la mujer se animó y entró a dar gracias por todo, no sabía bien de qué, pero decía que a Dios siempre hay que agradecerle. Estaba contenta, aunque algo le decía que si Garay hubiese estado en Santa Fe, por esta luz, que también iba a parar a la cárcel. Y se le escapaba el motivo principal de la revuelta.

Esa noche amanecieron en su casa: hubo luz, canto y baile; se oían las risas y las carcajadas hasta varias manzanas a la redonda. Y los brindis por la libertad.

—¡A tu salud, Ana! —gritaban.

—Ana: ven a cantar, que lo haces muy bien.

—¡Por tu madre, Ana, que eres una tía rechula!

—¿A que no adivinas quién es éste? —decían encogiendo la cara y agriándola con visajes duros.

—Gr…

—¡Cara de Perro! —contestaban con exclamaciones y fuertes risas.

—¿Y éste? —esta vez remedaban al señor cura arriba del púlpito señalando con el dedo a imaginarios pecadores.

No faltaron los rengos, tuertos, barrigones. Pero de quien más burla se hizo fue de Juan de Garay. Ahí supimos, ella y yo, que era el más aborrecido. La mujer tenía ligeros temblores cuando hacían gestos de torcerle el pescuezo. ¡Qué situación extraña! Tantos hombres odiándolo mientras las dos únicas mujeres presentes lo amaban. Y respirábamos aliviadas por su ausencia, ya que ausente lo sabíamos vivo. Sin hablar conocíamos el pensamiento que cada una tenía. Descubríamos que si estábamos alegres era porque Garay se había salvado de los efectos de la revuelta.

Pero poco iba a durar la alegría de los mestizos. Al día siguiente todo era sacudimiento y luto. Cundió el pánico. Arévalo vendió a sus amigos: hizo matar al Lázaro y a los otros jefes de la conspiración. A la tarde los siete fueron descuartizados en la plaza. Repicaron las campanas de las cuatro iglesias. Algunos mestizos huyeron por el camino a Córdoba; otros cruzaron a la isla y los que no tuvieron tiempo de ocultarse recurrieron a nosotras que vivíamos apartadas. El que se ocultó en mi casa era un muchacho callado que la noche anterior había reído y cantado como nadie. En lo de esa mujer se guarecieron tres, porque ella tenía sótano y habrán pensado que allí pasarían inadvertidos. Cuando vinieron a buscarlo salí a la puerta y dije: «aquí no entráis, que es casa de putas».

—En putas nos cagamos y maldita sea la madre que te parió —contestaron.

Eran muchos. Comprendí que no debía jugarme disparando sobre alguno de ellos. Después me juzgarían. Todo se fue en discusiones hasta que dijeron:

—Primero llevarse a los puercos mestizos; después volver por ellas, y no a cogerlas, que no se nos hinchan las higas por putas.

Los que decían esto eran unos hombrecitos esmirriados azuzados por sus mujeres que, un poco más atrás, también gritaban.

—¡A callar, gallegos! —fue lo único que se me ocurrió contestar.

Así que forzaron mi puerta, entraron y se llevaron al infeliz que había tenido la mala ocurrencia de correr hasta mi casa buscando protección. Hacia la tarde vinieron más de cuarenta, entre hombres y algunas mujeres, y querían tirar abajo la puerta de aquella mujer. Así como llegaron los gallegos comenzaron a apedrear y a destrozar las cercas yéndoseles la boca en insultos y amenazas. Ella se tapió en el sótano. Venida la noche, condolido el Blas, fue despacito y sin ser visto, entró en la casa de ella y vestida de hombre la corrió hasta la mía. Otra complicación para mí, según supe más tarde. A la mañana siguiente vinieron y se llevaron a los tres que estaban escondidos en el sótano. Pero a ella no la hallaron. Entonces vuelven provistos de picas y echan abajo todo lo que encuentran. Buscan adentro y por todos los fondos pero ella ha desaparecido. Más enardecidos se pusieron. En un principio no maliciaron que podría estar escondida en mi casa: todos conocían nuestra rivalidad. Gritan y amenazan. Sobresalen los gritos de las mujeres a quienes sólo se les entienden palabras como: fango, podrido, pecado y especialmente una que resalta entre las otras: ¡limpieza! Estaban furiosas con nosotras más que con la subversión. Y azuzaban a sus hombres con rabia y encono, con inquina maligna. Algunas habían sido moradoras de la calle del Pecado, en La Asunción, y habían logrado casarse legítimamente; otras llegaron de España casadas por poder y sus maridos eran unos viejos ridículos que podrían ser sus padres. ¡Limpieza! —vociferaban empujando a sus hombres.

Mientras estaba ocurriendo esto, adentro ella que me pide ropa de mujer, dice que no tolera verse vestida así, de hombre rústico. Mi ropa tampoco le gusta pero se resigna a ponérsela. ¿Cómo —dice— una mujer joven y hermosa y a más…, bueno, niña, y a más «non sancta» como diría el señor cura, vistiendo ropas ordinarias? ¿Qué te dan los hombres —sigue diciendo— a cambio de aquello? Pero, ¿quién te preparó? ¿De La Asunción eres? ¿Y no has aprendido a vivir? ¡Vamos, niña, a esmerarse! ¿Dejas que te saquen lo tuyo por nada? ¿Y a quién te entregas? ¿A cualquiera? Respondo:

—No, a cualquiera no. Cuando no me place: nada. Así es.

—Cuando no te place ¿qué cosa? —preguntó.

—Cuando no me place el hombre.

—¿Sin medirlo lo rechazas? Mal hecho. Hay que ver si no te place la cara, pero si tiene fortuna… bueno, eso no es de rechazar.

—¿Y si no tiene fortuna ni me place su persona?

—Entonces hay que ver si no se quiere casar.

—Sí, quiere —respondo.

—Ni pensarlo, niña; en esta ciudadela: ni pensarlo, cásate.

Y, segura, agregó:

—Es Blas de Acuña, ¿verdad?

Antes del mediodía el Blas, que guardaba el ventanuco, se inquietó.

—Vienen para acá —anunció. Había que defenderse y empezó a preparar el arcabuz. Yo saqué el mío, más las municiones y pólvora que disponía para el caso de algún ataque inesperado de los indios. No bien preparamos las armas empiezan a golpear la puerta. Fuertes golpes y aderezos de insultos. Con un arcabucazo quieren destrabar la puerta. Por el ventanuco el Blas también amenaza:

—¡Atrás, que disparo! ¡Dejen tranquilas las mujeres!

—Puerco mestizo, también rendirás cuentas.

Se dividieron en dos: el grupo mayor quedó retirado como a cinco varas, y el otro empezó a tirotear. Por Dios, María —dijo el Blas— quédate acurrucada al lado de Ana. Ahí, en el rincón, las dos.

No me gustó hacer de mujer inútil cuando yo manejaba el arcabuz mejor que muchos hombrecitos.

—Sí, ven conmigo —dijo la mujer.

Mientras él tiroteaba cuidando su cabeza desde el ventanuco y afuera los gallegos desaforados parecían fieras, la mujer, aferrada a mis manos seguramente para aventar el miedo, me preguntó cuál era mi nombre. Extraño caso —me dije para mis adentros—; estamos aquí, pegadas a la pared, tomadas de la mano, cuando hasta ayer nos desconocíamos una de otra y ni siquiera sabíamos nuestros nombres. Pues bien, una vez más, como en las guazabaras que dábamos a los indios en el campamento, venía a confirmarse aquello de que el peligro une a las personas. Así que le contesté:

—María Muratore.

Había palidecido porque le corrió un frío por todo el cuerpo. Entonces va y dice:

—¡Dios mío, es mi fin!

Se puso de pie. Temblaba. Va y abre la puerta cuando ni el Blas ni yo imaginamos que haría eso. Un arcabuzazo la tumbó para atrás. Vi cómo se revolcaba de dolor. Aún en mi rincón y sin tiempo de incorporarme, vi que la golpeaban con la culata del arma. Tomé la mía y disparé. Me contestaron, pues sentí algo tibio que me chorreaba por el vientre y hasta las piernas; alcancé a oír que la mujer clamaba:

—No maten a mi hija; mátenme a mí; solamente a mí.