Tal era la tierra en que nuestros pecados nos habían puesto. En las guerras iban los transcursos. Los puñeteros quiloazas caían en la noche, de sopetón, como gatos que se descuelgan de las alturas, sin que los sintiera la guardia y nos hacían pasar del mediosueño al chorrear caliente de la sangre, sin intermediarios, voceando angustias, a nosotros, agentes del rey más poderoso de la tierra con quien nada teníamos que ver y en cuyo nombre disparábamos el arcabuz. ¡Y cómo disparaban esos arcabuces escupiendo fuego como volidos de pájaros locos, derecho a clavarse en medio de la cara o del pecho quiloaza! Para los verdaderos agentes de rey tan poderoso matar era distinto. No se les iba el pensamiento en extravíos desnaturalizados. ¡Gallegos infernales! No tenían su madre india como nosotros y no les pesaba de afrentar a sus mediohermanos. ¿Qué se les hacía a ellos matar quiloazas o timbús, o tupís o jarús, o cualquier suerte de nación? Cuando tendíamos los indios con el fuego de los arcabuces, ¿qué tanto venía sucediendo que la voz de nuestra madre lloraba adentro del corazón? Ella lloraba y nos malquistaba y hasta renegaba de nuestra condición. Para los agentes del rey quitar la tierra era distinto. En los despueses se aprende que las fragilidades de lo distinto se asientan en ese cofre interno que no reconoce señor por poderoso que sea, y más si se haya en lejanías. Así pues, desprendidos de las ataduras, distintos como éramos, nadando en dos corrientes, buscábamos el rigor de las afinidades. Cada amanecer es anochecer, cada sombra claridad. Cada hombre tiene su respuesta.

Mucho polvo tragué, mucha lluvia me mojó. Ahora tengo como un libro adelante cuyas páginas volteo para atrás. Yo sólo sé leer figuraciones. El mestizaje no es únicamente un alboroto de sangre: también una distancia dentro del hombre, que lo obliga a avanzar, no sobre caminos, sobre temporalidades. Todo se va trabajando al revés de los otros. ¿De cuáles otros? Ahí está la cuestión. Todos son los otros. Uno es el mestizo, el distinto. Al mestizo —decía Garay— tenerlo aislado; comida bordeando la escasez; dormir, lo mínimo; ayuno riguroso; rezo suficiente; nada de cantar ni fumar ni holgar. Un día, pasados machos años —seguía diciendo—, en pago adjudicarle una poca de tierra, la más árida y seca, bien retirada de la plaza y del centro de la ciudad. Y si protestan, quitársela. Si amenazan, prenderlos. Si revolucionan, colgarlos. El montañés es como la «nigua» que se hunde en la carne y la pudre y carcome. ¡Cuidado! Esta raza puede conmovernos y hacernos tambalear. Infame engendro de la desesperación. Eso, decía el Hombre del Brazo Fuerte. Pero ¡qué tanto que un indio le rompió la cabeza de un flechazo y andará conversando con los satanaces! ¿Ónde se ha visto un jefe mandante desangrándose en la playa del río, acompañado sólo por una mujer y una docena de los suyos? Demasiado envanecido habrá estado para bajar confiando apenas en el encantamiento de su persona. Provocó: lo mataron. Así es.

El hombre es secreto, nadie entra en sus honduras. ¿Ónde se ha visto un varón recio que ande desperdigando penas? La María era desdeñosa. Quería a otro. Así, pues, alcé esperanzas, me permisié con el tiempo, ese curador. Porque el hombre a todo se acostumbra menos a no menguar su padecer, si del negocio del amor se trata. Y más si lo acoge y lo cuida, como yo con mi María, sin ganancias. De lejos la amé, sin cargosear. Esperaba que el tiempo fuera el dueño de la palabra y el que señalara la verdad. Y fue la vida quien ciegamente y a golpes trabajaba para mí. María Muratore, amando alto, deseada por tantos hombres, en su desvalimiento quedó sola para mí, quien más la amaba. No es que yo sacara provecho de ese total, sino que se fue mudando mi desgracia y vino viniendo mi hora.

Quise saber si había llegado la ansiada. Fui a hablar con la María, la última vez, ver su corazón: María: no me miras y eso que veo por tus ojos. ¿Tal fastidian los mestizos? Estás castigada, humillada, por esos que no te llegan a la punta del pie. En el campamento defiendes sus miserables vidas y en tu casa los acoges en tus calideces. Mucho te prodigas y ellos son egoístas. Quiero servirte con adoraciones. Cásate conmigo; sé mi mujer.

—No. Sabes que quiero a otro.

—Deja que te cuide; después me iré.

—No —respondió tercamente.

Y era que aún no había sucedido lo peor. Y lo peor llegó cuando vino viniendo la hora de mi valimiento.