Mi muertecita temió morir entre tantos hombres que la deseaban y ella deseando a uno, ¡ay del ay!, que no era yo. Pero era la urdimbre del destino, el estatuto del hambre amorosa del hombre que no sosegaban, y justo ella se había de enamorar de quien se debía abstener. ¡Maldita suerte que así escribe la desgracia de una mujer!

Desde el principio, como una sombra, al Blas, que no me gustaba, lo tenía detrás de mí. Que por qué otro sí y él no. Que por qué me emperraba con quien no era para mí. Que qué tenía el otro que no tuviera él. Que me quería desposar. Que me quería bien. Pero el Blas no me gustó desde el barco, cuando apenas lo vi. Y es así: cuando no, no.

En la mediamuerte de las guazabaras, cercándonos los indios y dándoles nosotros la guerra, se apersonaba la María al campamento, hombro a hombro con los varones; venía a darles fuerza y a preparar la pólvora. Juan de Garay voceaba con ánimo las órdenes, y nosotros, la tropa, íbamos ya corriendo entre las llamas, ya azuzando los caballos, cada uno en su mandamiento de las alarmas dadas, cargando la bocona y disparando sobre esa ola marrón hasta el fin de los alaridos. Hasta que la luz venía a dar cordura a las naturalidades. Al contar la gente siempre hallaban a la María cargada de humo y de ceniza, oliendo a pólvora y no a mujer, machucado su cuerpo y en acopio de ayes. Al día siguiente estaba otra vez hermosa. Llegaron tres mujeres más, moradoras de la calle del Pecado, y el trabajo se repartió. Aunque ninguna como la María diestra en armas, eran buenas mujeres para apagar la sed del hombre. Y una de ellas, Ana Rodríguez, picó alto: del lugarteniente de gobernador no bajaba. Sin tapujos: la querida de Garay.

¿Qué le habrá visto? Yo con este cuerpo y ella con su flaccidez. Yo con mi juventud y ella con su madurez. Yo con este pelo y ella que empieza a encanecer. Yo joven, ella en plena madurez. Yo fresca, ella mustia. Yo alerta, ella ausente. Yo sencilla, ella orgullosa. No me gusta esta mujer. Los mestizos, que levantaron mi casa lejos de la iglesia para no irritar al cura, en la misma manzana han construido la suya. Me quejé a Garay y encontró razonable el hecho: Una vecina agradable —dijo—, convendría que fuerais amigas. Cuando los indios nos cercan y les damos guerra, no sale al campo junto con los hombres. Ella del miedo hace rezos. Y hasta entra en la iglesia, cuando no está el cura, y va y almidona y plancha los manteles del altar, y barre y limpia el templo y se pone de rodillas con los brazos en cruz. Si hay que zanjar agobios, propiamente quemar heridas, hacer sangrías o sajar pústulas, tampoco sale al campamento; tal vez está ocupada platicando con el teniente gobernador, suelto el rodete, olorosa a alhucemas, ajustada en esos trajes de color azul o salmón. Las otras mujeres se han ido casando. Quedamos nosotras dos, y, por esas vueltas que da en dar la vida siendo vecinas ni un saludo, siendo públicas tan reservadas, siendo para el amor, rencorosas.