La María Muratore no alcanzó madre porque ni bien la parió se fue al Brasil en busca del que la había engendrado. Pero él no quería venir: allá andaba entreverado con los mamelucos que, vuelta a vuelta, salían a redar indios y negros, para mercar. Así que ella se quedó a la buena de Dios en La Asunción, y la criaron, por caridad, en casa de un español, comunero el hombre, llamado Alonso Martínez, de Villalar, con eso está todo dicho. El padre de mi muertecita era portugués y conoció a la madre ahí mismo, en Santa Catalina, cuando ella venía en la expedición del Adelantado Juan de Sanabria, y la nave recaló en ese puerto. Venían varias mozas de allá para casarse con españoles de acá, pero ella, ¿no viene que se enamoró del portugués bandeirante que más luego no la desposó?
Entonces, en el menudear de los días y ¡vaya a saber si fue en Santa Catalina o en Lima!, se consiguió otro marido que la supiera mantener, según me dijeron, y yo quedé en grandes privaciones de mandeporí, mandiocapepirá, bocaja, pescado, maníbatatas, gallinas u otra volatería, hasta que frecuenté la casa de mi padrino. Así, pues, de sus tetas no mamé, de sus manos no comí.
Crecidita la María, con su corazón ardiente, y su revueleo de faldas —ya muerto su tutor— no faltó soldado ni mestizo, ni los mismísimos capitanes, que resistiera su encanto. Los lujuriosos españoles que se disputaban el amor de las indias guaraníes, y hasta mataban por celos, no se atrevieron a disputársela a la María por una cuestión de arcabuces. María Muratore manejaba las armas como un hombre. Pero en el demoro de sus miradas, su blanca mano y pechos —que no tuve sino a mucha distancia— eran como aguamiel para el hombre recio y sediento, cuando de voluntad se daba.
No me puedo quejar: el negocio tiene su entretener: que jaleo, que bromas, que yantar. Yo al hombre lo tomo despejado y dispuesto a olvidarse de la guerra. De mi padrino aprendí que pertenezco a una nueva casta, sin señorío ni hidalguía, pero con criollez, cosa que según él es muy valiosa, aunque todavía no se ha visto dónde reside el valer. De él también aprendí a manejar armas: que nunca se sabe lo que puede pasar. Tuve destrezas en el manejo de arcabuces, ballestas, escopetas, espingardas, pistoletas y cuchillos, navajas, lanzas y dardos, que todo me lo enseñó él, que esté en la gloria. En La Asunción no paraban de contar que mi padrino, con otros vecinos principales, destituyó a Alvar Núñez, y lo metió engrillado en un barco, fletándolo a España, cosa que fue de sentir porque el Adelantado era hombre delicado con la mujer, capaz de echarse un romance tan sabroso en alabanza de ella que la dejaba pasmada por sus finezas y él entonces, muy tierno, decía: ¡vamos, niña, esmérate! Esto me lo contaron unas negras que lo habían oído de otras mujeres que hablaban en algarabía como los tordos y papagayos que tenían en sus casas.
Crecidita la María, tampoco su tutor y padrino resistió el verdor de su mirada: Alonso Martínez bien que se enamoró. Pero la vida, en secreto, trabajaba para mí. Cada día es víspera. Y los despueses vienen con la María acostada en mi cama, pelo suelto y lágrimas.
Para este viaje me convenció Juan de Garay.
—Voy a fundar una ciudadela. Hace falta una mujer.
—¿Dónde? ¿Cuánto?
—Paraná abajo, y donde se pueda recalar. Se te pagará bien.
—¿Con qué?
—Con una suerte de chacra que se te dará a elegir.
—¿Y me podré casar?
—También marido legítimo puedes encontrar.
—¿Qué tengo que hacer?
—Enamorar.
En el espejo del agua ya estaba escrito mi destino. El barquichuelo rolaba en el río siguiendo la corriente y rolaban también los camalotes, como pensamientos tibios. El agua turbia y los camalotes: así veía yo el mundo que se presentaba para mí. Una negrura peligrosa revestida de flores. Entre estos va mi hombre —¿mi compañero?, ¿mi asesino?— y los miraba, uno por uno, desconfiando, esperando, soñando… En la calle del Pecado donde viví arrimada en casa de mi modista después que las hijas y yernos de mi padrino me echaron, sentía la misma desazón y los mismos pensamientos que ahora me asaltan. Una mujer entre tantos hombres…
Aguas abajo el río se encrespa y de las frondas salen bandadas de loros que verdean sobre el agua caliente. Desde la vera se siente el arañazo que da la tierra en cardales y espinos que crecen hacia adentro, y unos como brazos se alargan de la orilla entrando en el agua: son las boas de sol y ébano, cimbreantes, macizas, espumosas, listas para triturarnos al menor descuido.
Bajamos a una playa con la hierba brillante por la lluvia. No bien puse pie en tierra me alcanzó un pesar: aquí moriré, dije. No volveré a La Asunción. Soy la semilla: para eso me trajeron. Así, pues, hago tierra y no sofocaciones. Echo raíces y no suspiros. Me planto. Me confirmo. Pero yo no soy sólo naturaleza.
¿Gente? No se veía: escondida. Se la sentía: en el viento, en las hojas, en la arena. Fisgoneaban desde las rendijas del aire. Tuve miedo, sola, sin hombre. Extrañaba a mi padrino Alonso Martínez que se me fue tan pronto.
En el barco venían montañeses rústicos, prepotentes, aunque de escasa barba. Tenían aires de tigres a punto de saltar. Garay, que los desairaba, ordenó mantenerme lejos de ellos. Parecía mi padrino, protegiéndome. Yo le agradecía ésta y otras delicadezas.