NUEVE

277 HORAS, 06 MINUTOS

SAM DURMIÓ VESTIDO y se despertó temprano.

Había pasado la noche en el sofá de la habitación principal en la suite del hotel. Sabía por las acampadas en la playa que Quinn hablaba en sueños.

Parpadeó y vio a Astrid, cuyo cuerpo describía una sombra estilizada recortada contra el sol. Estaba de pie frente a la ventana, pero lo miraba. Sam se limpió rápidamente la boca en la almohada.

—Perdona, baba del sueño.

—No quería despertarte, pero mira esto.

El sol de la mañana había salido por detrás de la ciudad, por detrás de la cadena montañosa. Los rayos de sol que brillaban y bailaban en el agua parecían incapaces de alcanzar el vacío gris de la barrera, que se curvaba mar adentro, como si una pared se alzara desde el océano.

—¿Qué altura tiene? —se preguntó Sam en voz alta.

—Debería poder calcularlo —indicó Astrid—. Mides desde la base de la pared hasta una punta, y luego calculas el ángulo y… da igual. Debe de tener por lo menos sesenta metros de alto. Estamos en el tercer piso y ni siquiera nos acercamos a la parte de arriba. Si es que la hay.

—¿Qué quieres decir con «si es que la hay»?

—No estoy segura. No me hagas mucho caso: solo pienso en voz alta.

—Pues piensa en voz lo bastante alta para que yo lo oiga.

Astrid se encogió de hombros.

—Vale. Puede que no haya parte de arriba. Puede que no sea una pared, sino una cúpula.

—Pero veo el cielo —afirmó Sam. Veo nubes. Se mueven.

—De acuerdo. Bien, imagínate esto: tienes un trozo de cristal negro en la mano. Como una lente muy grande y muy oscura para gafas de sol. La inclinas hacia un lado, y es opaca. La inclinas hacia el otro, y es reflectante. La miras cerrando mucho los ojos y casi te parece ver la luz que pasa a través de ella. Todo depende del ángulo y…

—¿Oís eso? —preguntó Quinn.

Apareció sin que se dieran cuenta, y se rascaba de un modo indiscreto.

Sam escuchó atentamente.

—Un motor. Y no está lejos.

Salieron corriendo de la habitación, bajaron las escaleras a toda velocidad y abrieron de un golpe las puertas dobles que daban a los jardines del hotel. A continuación dieron la vuelta hasta las pistas de tenis.

—Es Edilio, el chico nuevo —señaló Sam.

Edilio Escobar estaba sentado en la cabina abierta de una pequeña excavadora amarilla. Mientras lo observaban, se acercó a la barrera y bajó la pala. Atravesó la hierba y sacó una palada de tierra.

—Intenta salir cavando —indicó Quinn, que echó a correr y saltó impulsivamente a la excavadora junto a Edilio, que dio un salto de más de treinta centímetros por los aires, pero cayó sonriendo.

—Hola, chicos, parece que os habéis fijado en esto, ¿eh? —Edilio apagó el motor, y señaló la barrera con el pulgar—. Por cierto, no lo toquéis.

Sam asintió arrepentido.

—Sí, ya nos hemos dado cuenta.

Edilio volvió a poner en marcha el motor y cavó tres paladas más. Luego se bajó, cogió una pala y extrajo los últimos centímetros de tierra que quedaban entre el agujero y la barrera. Pero la barrera continuaba, incluso bajo tierra.

Edilio, Sam y Quinn sumaron esfuerzos para cavar un metro y medio con la excavadora y la pala. No encontraron el fondo de la barrera.

Pero Sam no quería parar. Tenía que haber fondo. Tenía que haberlo. Tocó piedra, y no conseguía que la pala cavara más hondo. Cada palada sacaba menos tierra que la anterior.

—Puede que con un martillo neumático. O al menos con unos picos para romper la piedra de ahí abajo.

Solo entonces, al no oír respuesta, se percató de que era el único que seguía cavando. Los otros permanecían de pie mirándolo.

—Sí, igual… —acabó diciendo Edilio, y se inclinó para ayudar a Sam a salir del agujero.

Sam trepó, arrojó la pala a un lado y se sacudió la tierra de los tejanos.

—Ha sido una buena idea, Edilio —comentó.

—Como lo que hiciste en el incendio, tío —indicó Edilio—. Salvaste la ferretería y la guardería.

Sam no quería pensar en lo que había salvado y en lo que no.

—No habría salvado nada, incluido mi propio trasero, sin tu ayuda, Edilio. Y sin Quinn y Astrid —añadió tras pensarlo después.

Quinn miró detenidamente a Edilio.

—¿Por qué estás aquí? —le preguntó.

Edilio suspiró y apoyó la pala contra la barrera. Se secó el sudor de la frente y miró los jardines bien cuidados.

—Mi madre trabaja aquí —comentó.

—¿Quién es, la jefa? —preguntó Quinn con una sonrisita.

—Está en el servicio —contestó Edilio sin alterarse.

—¿Sí? ¿Y dónde vives? —insistió Quinn.

Edilio señaló la barrera.

—Allí. A tres kilómetros por la carretera. Tenemos una caravana. Mi padre… mis dos hermanos pequeños… Tenían un virus, así que mi madre les hizo quedarse en casa. Álvaro, mi hermano mayor, está en Afganistán.

—¿Está en el ejército?

—En las fuerzas especiales —sonrió Edilio—. La élite.

No era un chico grande, pero iba tan erguido que no parecía bajo. Sus ojos eran oscuros, como si casi no tuvieran esclerótica, y su mirada dulce pero no miedosa. Tenía las manos ásperas y marcadas como si pertenecieran a otro cuerpo. Mantenía los brazos ligeramente separados del tronco, con las palmas de las manos un poco adelantadas, como si estuviera a punto de cazar algo. Parecía completamente quieto y al mismo tiempo dispuesto a entrar en acción.

—Esto es una estupidez. La gente que está al otro lado de la barrera sabe lo que ha sucedido —opinó Quinn—. No es como si no se hubieran dado cuenta de que de repente estamos detrás de este muro.

—¿Y? —preguntó Sam.

—Y tienen mejor equipo y cosas que nosotros, ¿verdad? Pueden cavar mucho más hondo, pasar por debajo de la barrera. O rodearla. O volar por encima de ella. Aquí estamos perdiendo el tiempo.

—No sabemos hasta dónde se extiende por arriba o por abajo —señaló Astrid—. Parece detenerse unos sesenta metros por arriba, pero puede que sea una ilusión óptica.

—Por encima, por debajo, alrededor o a través de ella, pero tiene que haber una manera… —señaló Edilio.

—Como cuando tus padres cruzaron la frontera desde México, ¿eh? —apuntó Quinn.

Sam y Astrid lo miraron perplejos.

Edilio se enderezó aún más y, pese a ser quince centímetros más bajo que Quinn, parecía mirarlo desde arriba.

—Honduras, mis padres son de Honduras —comentó en voz baja y calmada—. Tuvieron que atravesar México antes incluso de alcanzar la frontera. Mi madre trabaja de camarera. Mi padre es peón. Vivimos en una caravana y conducimos una chatarra. Aún tengo un poco de acento porque aprendí español antes que inglés. ¿Hay algo más que quieras saber, colega?

—No quería empezar nada, amigo —señaló Quinn.

—Pues muy bien.

No era una amenaza, en realidad no. Y en cualquier caso, Quinn pesaba nueve kilos más que Edilio. Pero fue Quinn quien dio un paso atrás.

—Tenemos que irnos —señaló Sam, y le explicó a Edilio—: Buscamos al hermano de Astrid. Él es… necesita que alguien lo cuide. Astrid cree que igual está arriba, en la central nuclear.

—Mi padre trabaja allí de ingeniero —explicó Astrid—. Pero está a más de quince kilómetros de aquí.

Sam dudó antes de pedirle a Edilio que se uniera a ellos. Quinn se molestaría. El chico no se comportaba como solía, lo cual no era de extrañar, teniendo en cuenta lo que estaba pasando, pero a Sam le inquietaba. Por otro lado, Edilio mantuvo la cabeza fría durante el incendio. Tomó la iniciativa.

Astrid decidió por Sam:

—¿Edilio? ¿Te gustaría venir con nosotros?

A Sam le fastidió un poco. ¿Pensaba Astrid que Sam no podía encargarse de las cosas? ¿Necesitaba Astrid a Edilio?

Astrid puso los ojos en blanco mientras miraba a Sam.

—Me ha parecido que así iríamos al grano y dejaríamos de hacer el gallito.

—Yo no estaba haciendo el gallito —gruñó Sam.

—¿Y cómo nos desplazaremos? —preguntó Edilio.

—Creo que no deberíamos intentar conducir un coche, si te refieres a eso —opinó Sam.

—Puede que tenga algo. No un coche, pero sí algo mejor que caminar más de quince kilómetros.

Edilio les llevó hasta la puerta de un garaje, escondido en la parte trasera de los vestuarios de la piscina.

Subió la puerta y mostró dos carritos de golf con el logotipo del hotel en los laterales.

—Los jardineros y los tipos de seguridad los usan para desplazarse y para ir al campo de golf al otro lado de la carretera.

—¿Has conducido alguno de estos antes? —preguntó Sam.

—Sí. Mi padre hace algún que otro turno en el campo de golf. Cuida del campo. Yo voy con él, a ayudarle.

Así era más fácil decidirse. Hasta Quinn tenía que verle la lógica.

—De acuerdo —accedió Quinn a regañadientes—. Conduces tú.

—Podemos probar por la calle que va directa hasta la carretera. Es la primera a la derecha —indicó Sam.

—Evitas el centro —señaló Astrid—. No quieres que los niños se te acerquen y te pregunten qué deben hacer.

—¿Queréis ir a la central? —preguntó Sam—. ¿O queréis ver cómo me quedo diciéndole a la gente que no tiene nada que temer salvo el miedo en sí?

Astrid se rio, lo que en opinión de Sam fue el sonido más dulce que había oído en la vida.

—Te acuerdas… —señaló Astrid.

—Sí, me acuerdo. Roosevelt. La Gran Depresión. A veces, si me esfuerzo mucho muchísimo, hasta puedo multiplicar.

—Humor defensivo —se burló Astrid.

Atravesaron el aparcamiento y se metieron en la calle con el carrito. Luego giraron bruscamente a la derecha aminorando en dirección a una sección angosta y recién asfaltada. El carrito de golf redujo la velocidad al ir cuesta arriba y no iba mucho más rápido que a pie. Enseguida vieron que la calle terminaba al llegar a la barrera. Pararon y se quedaron mirando muy serios el final abrupto de la calzada.

—Es como los dibujos animados del Correcaminos —señaló Quinn—. Si pintamos un túnel en ella, podemos atravesarla, pero el coyote chocará contra ella.

—De acuerdo. Pues volvamos a la calle del acantilado, pero atajando por las calles que van a dar a la carretera, no nos acercaremos a la plaza —dijo Sam—. Tenemos que encontrar a Pete. No quiero tener que parar y hablar con un montón de niños.

—Y nos evitaremos que alguien nos robe el carrito —añadió Edilio.

—Sí, eso también —reconoció Sam.

—¡Para! —gritó Astrid, y Edilio pisó los frenos de golpe.

Astrid saltó de su asiento y volvió trotando hacia algo blanco que había junto a la carretera. Se arrodilló y cogió una ramita.

—Es una gaviota —señaló Sam, sorprendido de que a Astrid le importara—. Igual se ha golpeado contra la barrera, ¿no?

—Quizá… pero mira esto.

Tocó la pata del animal con la rama, levantándola.

—¿El qué?

—Es palmeada, claro. Como debería ser. Pero mira cómo se extienden los dedos. Mira las uñas. Son garras. Como las de un ave de presa. Como un halcón o un águila.

—¿Estás segura de que es una gaviota normal?

—Me gustan los pájaros —explicó la chica—. Esto no es normal. Las gaviotas no necesitan garras, así que no tienen.

—Así que es un pájaro raro —resumió Quinn—. ¿Podemos seguir?

Astrid se plantó.

—No es normal.

Quinn se echó a reír.

—Astrid, no estamos ni siquiera en la misma zona horaria de la normalidad. ¿Y eso es lo que te preocupa? ¿Las patas de los pájaros?

—O este pájaro es un caso único y raro, una mutación aleatoria —señaló Astrid—, o se trata de una especie nueva que acaba de aparecer. Evolucionada.

—Y vuelvo a decir: ¿y qué? —insistió Quinn.

Astrid estaba a punto de decir algo. Pero entonces meneó la cabeza un poco, como diciéndose a sí misma que no.

—No te preocupes, Quinn. Como tú has dicho, estamos muy lejos de la normalidad.

Volvieron a subirse al carrito y avanzaron a veinte kilómetros por hora. Giraron en la Tercera y aminoraron, distanciándose de la ciudad, y recorrieron la Cuarta, que era una calle residencial silenciosa, sombría, más antigua, decididamente pobre, cerca de la casa de Sam.

Los únicos coches que vieron estaban aparcados o estrellados. Las únicas personas que vieron fueron dos niños que cruzaron la calle detrás de ellos. Oyeron ruidos de televisión procedentes de una vivienda, pero enseguida determinaron que debía tratarse de un DVD.

—Al menos funciona la electricidad —comentó Quinn—. No se han llevado nuestro DVD. También funcionarán los MP3, aun sin acceso web. Aún tenemos canciones.

—«No se han llevado» —señaló Astrid—. ¿Hemos pasado de «Dios» a «ellos»?

Llegaron a la carretera y pararon.

—Vaya, esto sí que da miedo —comentó Quinn.

En mitad de la autopista había un tractor-tráiler de UPS. El tráiler se había soltado y estaba a un lado, como un juguete desechado. El tractor, la parte de camión, aún seguía en pie, pero en el arcén de la carretera. Un convertible Sebring había chocado contra la parte delantera. Y no salió bien parado. Chocó de frente. Medio coche estaba abollado, reducido a la mitad de su longitud habitual. Y había ardido.

—Los conductores se esfumaron, tanto el del coche como el del camión —indicó Quinn.

—Al menos nadie ha salido herido —comentó Edilio.

—A no ser que hubiera algún niño en el coche —señaló Astrid.

Nadie propuso comprobarlo. Nadie podría haber sobrevivido a ese choque o al incendio posterior. Ninguno de ellos quería ver si había un cuerpo en el asiento de atrás.

La carretera tenía cuatro carriles, dos en cada dirección, no divididos, sino con uno para girar en medio. Siempre había tráfico. Incluso en plena noche. Pero en ese momento solo había silencio y vacío.

Edilio se rio, un tanto tembloroso.

—Aún espero que aparezca un camión grande y viejo a toda velocidad en nuestra dirección y nos atropelle.

—Todo un alivio —murmuró Quinn.

Edilio pisó el acelerador, el motor eléctrico se puso a zumbar y salieron hacia la carretera, bordeando el tráiler de UPS volcado.

Era una experiencia inquietante. Iban más despacio que un ciclista en una carretera por la que nadie se había desplazado jamás a menos de cien kilómetros por hora. Pasaron deslizándose junto a una tienda de componentes y un taller de reparación de coches, junto a un edificio de oficinas bajo donde trabajaban un abogado y un contable. En varios puntos de la carretera había coches que se habían estrellado contra los que estaban aparcados. Un convertible se había estrellado contra una tintorería, arrancando el cristal cilindrado. La ropa envuelta en plástico yacía desperdigada por el capó del coche y el compartimento de pasajeros.

Un silencio sepulcral los acompañaba mientras conducían. Solo se oía el ruido de los neumáticos de goma blanda y el runrún tenso del motor eléctrico.

La ciudad quedaba a su izquierda. A la derecha, la tierra se alzaba abruptamente hasta formar una cadena elevada que se cernía sobre Perdido Beach, era como su propio muro. Sam nunca había visto tan claro que Perdido Beach ya estaba limitada por diversas barreras, por montañas al norte y al este, por el océano al sur y al oeste. Aquella carretera, aquella carretera silenciosa y vacía, era básicamente la única vía de entrada o salida.

Adelante quedaba la estación de Chevron. A Sam le pareció ver movimiento.

—¿Qué os parece, chicos? —preguntó.

—Igual tienen comida. Es un minimercado, ¿verdad? —preguntó Quinn—. Tengo hambre.

—Deberíamos continuar —indicó Astrid.

—¿Edilio? —le presionó Sam.

Edilio no sabía qué decir.

—No quiero parecer paranoico. Pero colega, quién sabe…

—Creo que voto por continuar —decidió Sam.

Edilio asintió y detuvo el carrito de golf en el lado izquierdo de la carretera.

—Si hay niños allí, sonreímos y saludamos y decimos que tenemos prisa —propuso Sam.

—Sí, señor —añadió Quinn.

—No me vengas con eso, tío. Hemos votado —le advirtió Sam.

—Sí, De acuerdo…

Estaba claro que había gente en la estación de Chevron. Una ligera brisa condujo una bolsa de Doritos rota carretera abajo en dirección a ellos, como una planta rodadora roja y dorada.

Cuando se acercó el carrito de golf, uno de los niños, y luego otro, salieron a la carretera. Cookie fue el primero. Sam no reconoció al segundo.

—¿Qué pasa, Cookie? —exclamó Sam al acercarse a casi veinte metros.

—¿Qué pasa? —respondió Cookie.

—Buscamos al hermano de Astrid, colega.

—Espera —indicó Cookie.

Llevaba un bate de béisbol de metal. El otro chico a su lado llevaba un mazo de críquet a rayas verdes.

—No, colega, estamos en una misión, nos vemos luego —indicó Sam.

Se despidió con la mano mientras Edilio mantenía el pie en el acelerador. Estaban a medio metro y enseguida los dejarían atrás.

—¡Detenlos! —gritó entonces una voz procedente de la estación de Chevron.

Howard corría y detrás de él iba Orc. Cookie se puso delante del carrito.

—No pares —susurró Sam.

—Colega, cuidado —advirtió Edilio a Cookie.

Cookie saltó a un lado en el último momento. El otro chico golpeó fuerte con el mazo, y el palo de madera alcanzó el poste de acero que aguantaba el toldo del carrito. Se soltó la cabeza del mazo y por poco le da a Quinn en la cabeza.

Entonces los dejaron atrás y Quinn les gritó:

—¡Oye, casi me das en la cabeza, pedazo de idiota!

Estaban a unos diez metros, y cada vez más lejos, cuando Orc gritó:

—¡Atrapadlos, imbéciles!

Cookie era un chico grande, pero no rápido. Pero el otro niño, el que sostenía el mazo roto, era más pequeño y veloz. Echó a correr a toda velocidad. Howard y Orc se hallaban muy atrás. Corrían a toda pastilla, pero Orc era pesado y lento y Howard se distanció de él.

El chico con el mazo los alcanzó.

—Mejor que paréis —dijo resoplando, corriendo junto a ellos.

—No lo creo —comentó Sam.

—Tío, te clavaré el palo —amenazó el niño, pero resoplaba con más esfuerzo.

Hizo una débil intentona de clavarle el extremo roto del mazo.

Sam lo agarró y forcejeó hasta quitárselo de las manos. El chico tropezó y cayó. Sam arrojó el mazo a un lado con desdén.

Howard estaba a punto de alcanzarlos, estaba justo detrás del carrito. Astrid y Quinn lo observaban sin inmutarse mientras Howard extendía los brazos duros y flacos como aspas de molino. Echó la vista atrás y se dio cuenta de que Orc no iba a alcanzarlo.

—Howard, ¿qué te crees que estás haciendo, tío? —preguntó Quinn con un tono de voz perfectamente razonable—. Eres como un perro persiguiendo un camión. ¿Qué vas a hacer si nos atrapas?

Howard entendió a qué se refería y aminoró.

—Es una persecución a cámara lenta, tío. Igual saldremos por la tele —opinó Edilio.

Ese comentario provocó una risa nerviosa.

Pero cinco minutos después nadie se reía.

—Viene un camión a toda velocidad —señaló Astrid—. Tendremos que parar.

—No nos atropellará —comentó Quinn—. Ni siquiera Orc está tan loco.

—Puede que sí o que no —añadió Astrid—, pero eso es un chico de catorce años conduciendo un Hummer. ¿De verdad quieres estar en la carretera?

—Nos va a machacar —afirmó Quinn.