289 HORAS, 45 MINUTOS
LANA YACÍA EN la oscuridad, mirando hacia las estrellas.
Ya no veía a los buitres, pero no estaban lejos. Unos cuantos habían intentado posarse cerca de allí, y Patrick los había asustado. Pero ella sabía que seguían ahí fuera.
Tenía miedo. Miedo a morir. Miedo de no volver a ver a papá y mamá. Probablemente sus padres ni siquiera sabían que había desaparecido. Llamaban al abuelo Luke cada noche y hablaban con ella, le decían que la querían… y se negaban a dejarla volver a casa.
—Queremos que descanses de la ciudad, cariño —le decía su madre—. Queremos que dediques un tiempo a pensar y a aclararte las ideas.
Lana se ponía furiosa al recordar el comportamiento de sus padres. Sobre todo el de su madre. Si la dejaba fluir, la rabia era tan intensa que casi bloqueaba el dolor.
Pero no del todo. En realidad, no. Y no durante mucho tiempo. El dolor se había convertido en su único mundo. El dolor y también el miedo.
Se preguntaba qué aspecto tendría en aquel momento. Nunca había sido guapa: le parecía que tenía los ojos demasiado pequeños, y el pelo oscuro demasiado lacio como para poder hacer algo más que dejarlo caer. Pero ahora que tenía la cara llena de arañazos, cortes y sangre reseca, debía de parecer como salida de una película de terror.
¿Dónde estaba el abuelo Luke? Recordaba solo a medias los instantes previos al accidente, y el accidente en sí era tan solo un borrón, imágenes fraccionadas del espacio arremolinándose a su alrededor mientras su cuerpo era golpeado.
Era confuso. No tenía sentido. Su abuelo había desaparecido de la camioneta sin más: estaba ahí, y de repente ya no estaba. No recordaba que se abriera o cerrara la puerta de la camioneta, ¿y por qué habría de haber saltado?
Una locura.
Imposible.
De una cosa sí que estaba segura: su abuelo no le había advertido. Desapareció en un abrir y cerrar de ojos y ella empezó a caer por el barranco.
Lana se moría de sed. El lugar más cercano donde sabía que podía beber era el rancho. Y probablemente no quedaba a más de kilómetro y medio. Si pudiera de alguna manera levantarse y llegar a la carretera… pero incluso de día, incluso en buen estado, la subida habría resultado casi imposible.
Levantó un poco la cabeza dolorida y giró el cuello hasta que vio la camioneta. Estaba boca arriba, a pocos metros, y se recortaba contra las estrellas.
Algo se escabulló por su cuello. Patrick se sentó sobre las patas traseras, concentrado en el débil sonido.
—No dejes que me pase nada, muchacho —suplicó la chica.
Patrick ladró como cuando quería jugar.
—No tengo comida para ti, chico. No sé qué va a ser de nosotros.
Patrick volvió a sentarse, con la cabeza sobre las patas.
—Creo que mamá estará contenta. Estará realmente contenta de haberme hecho venir.
No habría notado los ojos que brillaban en la oscuridad si Patrick no se hubiera levantado de golpe, erizándose y gruñendo como nunca lo había oído.
—¿Qué pasa, muchacho?
Unos ojos verdes acechaban, incorpóreos. La miraban fijamente. Los ojos pestañearon lentamente, y volvieron a abrirse.
Patrick ladraba como un loco, saltando adelante y atrás.
El puma rugió. Emitió un ruido ronco, un gruñido profundo.
—¡Vete! ¡Déjame en paz! —gritó Lana.
Su voz era patética, débil, y consciente de su propia debilidad.
Patrick corrió hasta Lana, se dio la vuelta, armándose otra vez de coraje, y se enfrentó al puma.
Al instante se inició la batalla, una explosión de ruidos terribles, de gruñidos caninos y felinos. Terminó en medio minuto y los ojos centelleantes del puma reaparecieron en la distancia. Pestañearon una vez, miraron fijamente y se esfumaron.
Patrick regresó a paso lento y se arrastró con mucho esfuerzo junto a Lana.
—Buen chico —susurró Lana—. Has asustado al viejo puma, ¿verdad, muchacho? Qué buen perro. Buen chico.
Patrick meneó débilmente la cola.
—¿Te ha hecho daño, muchacho? ¿Te ha hecho daño, mi perrito bueno?
Lana le pasó la mano buena por encima. Tenía el collar húmedo, resbalaba al tocarlo. Solo podía ser sangre. Lana le palpó, y Patrick gimió de dolor.
Entonces sintió cómo fluía. Había un corte profundo en el cuello de Patrick. La sangre bombeaba hacia fuera, brotaba con cada latido, consumiendo la vida del perro.
—¡No, no, no! —gritó Lana—. ¡No puedes morir, no puedes morir!
Si se moría, estaría sola en el desierto, sin poder moverse. Sola.
Volvería el puma.
Y luego los buitres.
¡No, no! Eso no iba a pasar.
¡No!
Tenía demasiado miedo para contenerse, no podía razonar a causa del miedo, no podía resistirse a él. Lana gritó aterrorizada.
—¡Mamá, mamá, mamá! ¡Quiero a mi mamá! ¡Ayuda, que alguien me ayude! ¡Mamá, lo siento, lo siento, quiero irme a casa, quiero irme a casa!
Sollozó y farfulló, y el dolor de la soledad y el miedo aún era más intenso que la agonía de su cuerpo maltrecho. Ahogaba la salida del aire en los pulmones.
Estaba sola. Sola con su dolor. Y pronto, los dientes del puma…
Patrick tenía que vivir. Tenía que vivir. Era lo único que poseía.
Abrazó al perro tan fuerte como pudo sin que su propio dolor le hiciera desmayarse, y colocó la palma sobre la herida del perro, presionando tan fuerte como se atrevió.
Detendría la sangre.
Lo abrazaría y evitaría que se le escapara la vida.
Contendría la vida dentro de él y no se moriría.
Pero aún se le escurría su sangre entre los dedos.
Aguantó y concentró toda su voluntad en mantenerse despierta para contener la herida, pero mantener a su amigo con vida.
—Buen chico —susurró con los labios resecos.
Peleó por mantenerse despierta. Pero la sed y el hambre, el dolor y el miedo, la soledad y el horror fueron demasiado para ella. Después de un rato, Lana se quedó dormida.
Y su mano se resbaló del cuello del perro.
Sam, Quinn y Astrid pasaron gran parte de la noche registrando el hotel en busca de Pete. Astrid averiguó cómo acceder al sistema de seguridad del hotel y creó una llave maestra de plástico que servía para todas las puertas.
Comprobaron cada habitación. No encontraron al hermano de Astrid, ni a nadie más.
Se detuvieron, agotados, al llegar a la última habitación. La barrera la atravesaba. Era como si alguien hubiera puesto una pared en mitad de la habitación.
—Atraviesa la televisión —señaló Quinn.
Cogió un mando a distancia y pulsó el botón rojo de encendido. Nada.
—Me encantaría saber qué aspecto tiene el otro lado de la barrera. ¿Se ha encendido el medio televisor de alguien en el otro lado? —preguntó Astrid.
—Si es así, igual alguien podría decirme si los Lakers ganaron el partido —comentó Quinn, pero nadie, ni siquiera él mismo, tenía ganas de reírse.
—Probablemente tu hermano esté a salvo al otro lado, Astrid —la reconfortó Sam, y añadió—: con tu madre, probablemente.
—Eso no lo sé —replicó Astrid—. Debo asumir que está solo y desamparado y que soy la única que puede hacer algo para ayudarle.
Cruzó los brazos sobre el pecho haciendo fuerza, pero entonces añadió:
—Lo siento si lo he dicho como si estuviera furiosa contigo.
—No. Lo has dicho furiosa, pero no conmigo. Ya no podemos hacer nada más esta noche. Es casi medianoche. Creo que deberíamos volver a esa habitación grande que hemos visto.
Astrid se limitó a asentir, y Quinn parecía estar a punto de venirse abajo. Encontraron la suite. Tenía un balcón enorme que daba al océano muy por debajo. A la izquierda, la barrera bloqueaba la vista. Por lo que veían, se adentraba en el océano. Era como una pared que saliera del hotel, una pared interminable.
La suite tenía una habitación con una cama de matrimonio extragrande y otra con dos camas dobles, todo muy pijo. Había un minibar con licores, cerveza, refrescos, frutos secos, Snickers, una barra de Toblerone y unos cuantos aperitivos más.
—La habitación de los chicos —anunció Quinn, y se dejó caer boca abajo en una de las camas dobles.
A los pocos segundos se quedó dormido.
Sam y Astrid pasaron un rato juntos en el balcón, compartiendo el Toblerone. Ninguno de los dos dijo nada durante mucho rato.
—¿Qué crees que es esto? —acabó preguntando Sam.
No hacía falta que explicara a qué se refería con «esto».
—A veces me parece un sueño —comentó Astrid—. Es tan extraño que no haya aparecido nadie. Quiero decir que este sitio debería estar repleto de soldados, científicos y periodistas. Y de repente aparece un muro de la nada, la mayoría de la gente de la ciudad desaparece, ¿y aun así no hay camionetas de las emisoras con conexión vía satélite?
Sam ya había llegado a una terrible conclusión al respecto. Se preguntaba si Astrid también. Y así era.
—No creo que sea solo un muro lo que nos separa del sur, ¿sabes? Creo que puede ser un círculo. Nos rodea. Puede que estemos aislados en todas direcciones. De hecho, dado que no ha venido nadie a rescatarnos, es bastante probable. ¿No te parece?
—Sí. Estamos metidos en una trampa. Pero ¿por qué? ¿Y por qué desaparecen todos los que tienen más de catorce años?
—No lo sé.
Sam se mantuvo en silencio. Ya no quería preguntar lo próximo que se le había ocurrido, no sabía si quería oír la respuesta, hasta que se decidió:
—¿Qué pasa cuando los chicos cumplen quince años?
Astrid volvió sus ojos azules hacia él, y se miraron.
—¿Cuándo es tu cumpleaños, Sam?
—El veintidós de noviembre. Tan solo cinco días antes de Acción de Gracias. Dentro de doce días. No, ahora once, ya que es medianoche. ¿Y el tuyo?
—En marzo.
—Me gusta más marzo. O julio, o agosto. Es la primera vez que deseo ser más joven.
Para que Astrid dejara de mirarlo de la manera en que lo miraba y para que dejara de sentir lástima por él, Sam añadió:
—¿Crees que siguen vivos en algún lugar?
—Sí.
—¿Lo crees de verdad o porque quieres que estén vivos?
—Sí —insistió la chica, y sonrió—. ¿Sam?
—Dime.
—Yo estaba en el bus escolar aquel día. ¿Te acuerdas?
—Vagamente —respondió Sam, y se rio—. Mis quince minutos de fama.
—Fuiste la persona más valiente y tranquila que he visto en la vida. Todo el mundo pensó lo mismo. Fuiste el héroe de la escuela entera. Y luego, no sé… Fue como si, como si te hubieras… desvanecido.
El último comentario molestó un poco a Sam. No se había desvanecido. ¿Verdad?
—Bueno, la mayoría de los días no le da un ataque al corazón al conductor del bus —añadió el chico.
Astrid se rio.
—Creo que eres una de esas personas… Vas por la vida viviendo sin más. Y entonces algo va mal, y ahí estás. Tomas la iniciativa y haces lo que tienes que hacer. Como hoy, con el incendio.
—Sí, bueno, para serte sincero, casi prefiero la otra parte. La parte en la que solo vivo la vida.
Astrid asintió como si lo comprendiera, pero entonces añadió:
—Eso no es lo que va a pasar esta vez.
Sam bajó la cabeza y miró hacia el césped que había abajo. Una lagartija atravesó correteando un puente de piedra. Deprisa, despacio, otra vez deprisa, y luego desapareció.
—Mira, no esperes mucho de mí, ¿de acuerdo? —se excusó Sam.
—De acuerdo, Sam. —Le dio la razón, pero no parecía estar realmente de acuerdo con él—. Mañana veremos de qué va todo esto. Y encontraremos a tu hermano.
—Y encontraremos a mi hermano.
Astrid se dio la vuelta y se marchó. Sam permaneció en el balcón. No oía las olas. Había muy poca brisa. Pero olía las flores de los jardines de abajo. Y el olor salado del Pacífico no había cambiado.
Le dijo a Astrid que estaba asustado, y lo estaba. Pero también tenía otros sentimientos. El vacío de la noche demasiado tranquila calaba en él. Estaba solo. Aun con Astrid y Quinn, estaba solo. Él sabía algo que ellos no sabían.
El cambio era tan grande que no lograba asimilarlo.
Todo estaba conectado, estaba seguro de ello. Lo que hizo a su padrastro, lo que hizo en su cuarto, lo que había pasado con la pequeña lanzallamas con coletas, la desaparición de todos los mayores de catorce años, y aquella barrera imposible e impermeable… todo eran piezas del mismo puzle.
Y el diario de su madre, aquello también.
Estaba asustado, abrumado, se sentía solo. Pero menos solo en cierto sentido de lo que lo había estado los últimos meses. La pequeña pirómana demostraba que no era el único con poderes.
Que no era el único raro.
Alzó las manos y se miró las palmas. Piel rosada, callos de encerar la tabla, una línea de la vida, otra del destino. Una palma corriente.
¿Cómo? ¿Cómo había sucedido?
¿Qué significaba?
Y si no era el único raro, ¿eso quería decir que no era responsable de aquella catástrofe?
Extendió las manos con las palmas hacia fuera, hacia la barrera, como si fuera a tocarla.
Cuando estaba asustado emitía luz.
Cuando estaba asustado podía quemarle la mano a un hombre.
Pero seguro que no era capaz de haber provocado todo aquello.
Eso lo alivió. No, no había sido él.
Pero algo o alguien había sido.