SEIS

290 HORAS, 07 MINUTOS

NADIE HABLÓ DURANTE varias manzanas.

Las calles se iban vaciando y oscureciendo a medida que se acercaban al bulevar de la playa.

—Las olas suenan extrañas —observó Quinn.

—Planas.

Sam estaba de acuerdo. Sentía como si unos ojos lo siguieran, aunque ya no se veía la plaza.

—Y va para largo —agregó Quinn—. Son olas lisas. Pero hay un frente bajo justo ahí. Tendría que haber sido una marejada larga. Pero suena como un lago.

—El hombre del tiempo no acierta siempre —comentó Sam, y se puso a escuchar atentamente.

A Quinn se le daba mejor interpretar el estado del mar. Se oía como un ritmo extraño, pero Sam no estaba seguro.

Las luces parpadeaban aquí y allá, procedentes de las casas que quedaban a la izquierda, de las farolas, pero estaba mucho más oscuro que de costumbre. Aún no era muy de noche, apenas la hora de cenar. Las casas tendrían que haber estado iluminadas. Pero, por el contrario, solo había luces automáticas y las que quedaban encendidas durante todo el día. En una de las casas parpadeaba la luz azul de un televisor. Cuando Sam se asomó por la ventana vio a dos niños comiendo patatas fritas y mirando la señal de electricidad estática.

Todos los ruidos de fondo que apenas se detectaban —el sonido de los teléfonos, los motores de los coches, las voces— habían desaparecido. Oían cada paso que daban. Cada respiro. Cuando un perro se puso a ladrar como un loco, todos se sobresaltaron.

—¿Quién va a alimentar a ese perro? —se preguntó Quinn.

Nadie sabía contestarle a eso. Habría perros y gatos por toda la ciudad. Y estaban casi seguros de que también habría bebés en casas vacías en aquel momento. Eran demasiadas cosas juntas. Demasiado en lo que pensar.

Sam miró hacia las colinas, entrecerró los ojos para no ver las luces de la ciudad. A veces, si encendían las luces del campo de atletismo, se veía un brillo distante procedente de la Academia Coates. Pero no aquella noche. De aquella dirección solo brotaba una absoluta oscuridad.

Una parte de Sam negaba que su madre hubiera desaparecido. Una parte de él quería creer que estaba allí arriba, en el trabajo, como cualquier otra noche.

—Las estrellas siguen allí —señaló Astrid y, a continuación, añadió—: Espera. No. Las estrellas están ahí arriba, pero no las que quedan justo por encima del horizonte. Creo que Venus debería estar casi poniéndose. Pero no está allí.

Los tres chicos se detuvieron y miraron hacia el océano. Ahí de pie, parados, lo único que oían era la extraña y plácida regularidad de las olas al lamer la costa, como un metrónomo.

—Os parecerá raro que diga esto, pero el horizonte parece más alto de lo que debería —comentó Astrid.

—¿Alguien ha visto ponerse el sol? —preguntó Sam.

Nadie lo había visto.

—Sigamos —propuso Sam—. Tendríamos que haber traído bicis o patines.

—¿Y por qué no un coche? —preguntó Quinn.

—¿Sabes conducir? —le preguntó Sam.

—He visto cómo se hace.

—Y yo también he visto practicar cirugía cardíaca en televisión —añadió Astrid—. Eso no significa que lo vaya a intentar.

—¿Ves cirugía cardíaca en televisión? Eso explica muchas cosas, Astrid —se burló Quinn.

El bulevar se apartaba de la costa y subía hacia Clifftop. La discreta señal de neón del hotel, enclavada junto al camino entre arbustos cuidadosamente recortados, estaba encendida. La majestuosa entrada principal estaba iluminada como si fuera Navidad, el hotel había colocado hileras de luces blancas parpadeantes con antelación.

Había un coche vacío, con la puerta abierta, el maletero levantado y las maletas en el carrito cercano de un botones.

Cuando los chicos se acercaron, las puertas automáticas del hotel se abrieron de golpe.

El vestíbulo era amplio y espacioso, con un mostrador de madera clara pulida que se curvaba a lo largo de más de nueve metros, suelos de baldosas brillantes y aplicaciones de latón brillante que conducían a un bar más oscuro. Uno de los ascensores permanecía abierto, esperando.

—No veo a nadie —observó Quinn, susurrando de un modo poco habitual en él.

—No.

Sam estaba de acuerdo. Había una televisión en el bar que no emitía nada. No había nadie en el mostrador principal ni en la portería, ni en el vestíbulo ni en el bar. Sus pisadas resonaban en las baldosas.

—La pista de tenis es por aquí —indicó Astrid, y les condujo en aquella dirección—. Allí es donde tendrían que estar mi madre y Pete.

Las pistas de tenis estaban iluminadas. No se oía el ruido de las pelotas al golpear contra las raquetas. No se oía ningún ruido en absoluto.

Pero todos lo vieron al mismo tiempo.

Atravesando en línea recta la pista de tenis más alejada, seccionando un jardín muy cuidado, cortaba la piscina una barrera.

Un muro.

Un muro ligeramente brillante.

No es que pareciera opaco, pero cualesquiera que fuera la luz que lo atravesara, se veía lechosa, costaba apreciarla, no era mucho más brillante que el entorno. Se trataba de un muro reflectante, como si miraras a través de una ventana de cristal esmerilado. Y no hacía ruido. No vibraba. Casi parecía tragarse el sonido.

Sam pensó que podía ser que se tratase de una membrana. De un milímetro de grosor. Algo a lo que podía dar toquecitos con el dedo y reventar como un globo. Puede que no fuera más que una ilusión. Pero su instinto, su miedo, la sensación que notaba en la boca del estómago, le indicaba que estaba mirando un muro. No una ilusión, o una cortina, sino un muro.

La barrera ascendía más y más, pero se difuminaba al recortarse contra el fondo del cielo nocturno. Se extendía hasta donde les alcanzaba la vista a la izquierda y a la derecha. Ninguna estrella brillaba a través de ella, pero luego, más arriba, las estrellas reaparecían.

—¿Qué es eso? —preguntó Quinn. Su tono de voz indicaba admiración.

Astrid se limitó a menear la cabeza.

—¿Qué es eso? —repitió Quinn, insistente.

Se acercaron a la barrera con pasos lentos, listos para echar a correr, pero movidos por la necesidad de aproximarse.

Accedieron al recinto bordeado de tela metálica y cruzaron la pista de tenis. La barrera atravesaba la red, que salía de un poste vertical y terminaba interrumpida en el vacío brillante.

Sam tiró de la red, pero se mantenía en su sitio. Por mucho que tirara, la barrera no permitía que pasara más red.

—Ten cuidado —susurró Astrid.

Quinn se quedó rezagado y dejó que Sam se adelantara.

—Tiene razón, tío, ten cuidado.

Sam estaba a pocos metros de la barrera, con las manos extendidas. Dudó. Vio una pelota de tenis verde en el suelo y la recogió.

La lanzó contra la barrera.

Pero la pelota rebotó.

Cogió la pelota y se la quedó mirando. No tenía marcas. Nada indicaba que hubiera hecho otra cosa salvo rebotar.

Dio los últimos tres pasos que faltaban y, en aquella ocasión, sin dudarlo, tocó la barrera con las yemas de los dedos.

—¡Ay! —apartó la mano de golpe y se la quedó mirando.

—¿Qué? —gritó Quinn.

—Quema. Ostras, colega. Me ha dolido.

Sam sacudió la mano para deshacerse del dolor.

—Déjame echarle un vistazo —le pidió Astrid.

—Ahora estoy bien.

Sam extendió la mano.

—No veo ninguna quemadura —indicó Astrid, dándole la vuelta a la mano de Sam.

—No, pero créeme, será mejor que no toques la cosa esa.

Incluso entonces, incluso con todo lo que estaba pasando, el tacto de ella generaba una clase muy distinta de choque eléctrico. Astrid tenía la mano fría. Eso le gustaba.

Quinn cogió una silla de una de las líneas de banda. Era una silla sólida de hierro forjado. Quinn la levantó, la sostuvo delante de él, y golpeó la barrera con las patas.

Pero la barrera no cedió.

Quinn golpeó otra vez, más fuerte, lo bastante fuerte para que el retroceso le hiciera dar un salto hacia atrás.

Pero la barrera no cedió.

De repente, Quinn se puso a gritar, a maldecir y a golpear la silla como un loco, una y otra vez contra la barrera.

Sam no podía acercarse lo bastante para detenerlo sin hacerse daño. Colocó una mano en el brazo de Astrid para detenerla.

—Déjalo que lo saque todo.

Quinn arrojó la silla una y otra vez contra la barrera. Pero no dejó ninguna marca.

Finalmente, Quinn dejó caer la silla, se sentó en el asfalto, puso la cabeza entre las manos, y gritó desesperado.

Las luces brillaban en el interior del McDonald’s cuando entró Albert Hillsborough. Una alarma antiincendios atronaba. Un pitido separado, bip, bip, bip, exigía atención urgente entre los quejidos más fuertes y furiosos de la alarma.

Unos chicos se habían metido detrás del mostrador y habían cogido galletas y pastas danesas de la vitrina. Una caja de juguetes del Happy Meal, relacionados con una película que Albert no había visto, estaba abierta, y los juguetes desparramados. No había patatas fritas en el cubo, pero sí muchas en el suelo.

Incómodo, Albert dio la vuelta hasta la puerta de la cocina e intentó abrirla. Estaba cerrada. Retrocedió y saltó por encima del mostrador.

Pero estar al otro lado le resultaba incómodo, como si estuviera cometiendo un delito.

Una cesta de patatas fritas ennegrecidas, quemadas, descansaba en el aceite caliente. Albert encontró un paño, cogió el asa de la cesta y la sacó del aceite. La colgó de un gancho para que el aceite se colara debidamente. Las patatas llevaban friéndose desde aquella mañana.

—Creo que ya están listas —dijo.

El temporizador de la freidora continuaba pitando. Tardó un segundo, pero encontró el botón correcto y lo pulsó. El ruido cesó.

Había tres galletitas negras en la parrilla. Eran hamburguesas que, como las patatas, llevaban más de diez horas extra de cocción.

Albert encontró una espátula, sacó las hamburguesas y las arrojó a la basura. Hacía rato que habían dejado de humear, pero nadie había detenido el detector de humo. Albert tardó unos minutos en discurrir cómo subirse al techo sin aterrizar sobre la parrilla chamuscada y caliente para darle al botón de reposición.

El silencio le produjo un gran alivio.

—Así está mejor.

Albert se bajó. Se preguntó si debía apagar las freidoras y la parrilla. Eso sería lo más seguro. Apagarlo todo y salir. A la oscuridad de la plaza, donde se estaban reuniendo los chicos, asustados, esperando un rescate que tardaba mucho en llegar. Pero no conocía a nadie allí.

Albert tenía catorce años y era el menor de seis hermanos. Y el más pequeño. Sus tres hermanos y dos hermanas iban de los quince a los veintisiete años. Albert ya había mirado en casa: ninguno de ellos estaba allí. La silla de ruedas de su madre estaba vacía. El sofá donde solía estar echada y ver la televisión y comer y quejarse del dolor de espalda estaba vacío. Solo quedaba su manta, nada más.

Resultaba raro estar solo, incluso un rato. Resultaba raro que no hubiera ningún hermano mandón diciéndole lo que tenía que hacer. No recordaba ninguna época de su vida en la que no le hubiera mandado alguien.

Y ahora Albert se paseaba por la cocina del McDonald’s más solo de lo que podría haberse imaginado nunca.

Encontró el congelador. Tiró del asa grande de cromo y la puerta de acero se abrió con una exclamación ahogada y soltando vapor helado.

Dentro había estantes de metal y cajas apiladas de hamburguesas claramente etiquetadas, bolsas grandes de plástico con nuggets de pollo, tiras de pollo, patatas fritas. Un número menor de cajas de salchichas pequeñas. Pero, sobre todo, muchas hamburguesas grandes.

Se desplazó hasta la nevera, no tan fría y primitiva, pero sí más interesante. Había bandejas cubiertas de tomate cortado, bolsas de lechuga cortada en tiras, tubos grandes de plástico de salsa Big Mac y mayonesa y ketchup, así como grandes bloques de queso en lonchas.

Encontró una salita de descanso con pósteres sobre seguridad y la maniobra de Heimlich, todas en inglés y en español. Los productos desechables estaban apilados contra las paredes de la sala: cajas gigantes de vasos de plástico y cajas de envoltorios de papel encerado. También había cilindros de metal mate repletos de Coca-Cola.

En la parte de atrás, cerca de la puerta, había carritos altos con ruedas llenos de bollos de distintas clases.

Todo tenía su sitio asignado. Todo estaba organizado. Todo estaba limpio, aunque con una capa de brillo grasiento.

Llegado un determinado momento, sin saber exactamente cuándo, Albert dejó de ver todo aquello como algo interesante, y empezó a verlo como un inventario. Se puso a traducir mentalmente los ingredientes separados a Big Macs, sándwiches de pollo y McMuffins de huevo.

Una de las hermanas de Albert, Rowena, le había enseñado a cocinar. Al estar su madre incapacitada, los chicos siempre habían tenido que arreglárselas solos. Rowena fue la cocinera no oficial hasta que Albert cumplió doce años, y entonces parte de las obligaciones culinarias recayeron en él.

Sabía hacer frijoles con arroz, el plato favorito de su madre. Sabía hacer perritos calientes. Sabía hacer torrijas con beicon. Nunca se lo habría reconocido a Rowena, pero Albert disfrutaba cocinando. Era mucho mejor que limpiar sin más, lo que por desgracia aún tenía que hacer, aunque también fuera responsable de la cena de los viernes y de los sábados.

El jefe tenía una oficina diminuta. La puerta estaba entornada. Dentro había un escritorio lleno de cosas, una caja fuerte cerrada, un teléfono, un ordenador y una estantería de pared cargada con el peso de gruesos manuales.

Oyó ruido, voces, y alguien que golpeaba el dispensador de pajitas; luego disculpas. Dos chicos de séptimo se apoyaban en el mostrador, mirando el menú que quedaba por encima de sus cabezas como si esperaran para pedir.

Albert dudó, pero no durante mucho rato. Se dijo a sí mismo que podía hacerlo, casi sorprendido de sus propios pensamientos.

—¡Bienvenidos a McDonald’s! —exclamó—. ¿Puedo ayudaros?

—¿Está abierto?

—¿Qué queréis?

Los chicos se encogieron de hombros.

—¿Dos combos número uno?

Albert miró la consola del ordenador. Era un laberinto de botones distinguibles por el color. Aquella parte tendría que esperar.

—¿Qué queréis de beber? Es decir, ¿qué bebida queréis?

—¿Refresco de naranja?

—Marchando —dijo Albert.

Encontró hamburguesas en un cajón refrigerado debajo de la parrilla. Los chicos emitieron un ruidito de satisfacción cuando las colocó en la parrilla.

Albert vio un sombrero de papel en una estantería y se lo puso.

Mientras las hamburguesas chisporroteaban, abrió el grueso manual y buscó el índice de patatas fritas.