14 MINUTOS
QUINN OBSERVABA HORRORIZADO, petrificado, cómo los coyotes atacaban a los niños.
Vio a Sam disparar y errar el tiro.
Vio a Sam agonizar durante un instante terrible mientras Caine atacaba la iglesia.
Y a Sam correr hacia la iglesia.
—¡No! —gritó Quinn.
Apuntó.
—¡No dispares a los niños, no! —sollozó, y apretó el gatillo.
Apuntó hacia los coyotes. Había muchos más que antes.
Los coyotes apenas se percataron de su presencia.
Uno de ellos cayó, retorciéndose, como si hubiera tropezado, y no volvió a levantarse.
Entonces ya no pudo disparar más, pues las bestias estaban entremezcladas con los niños. Quinn corrió hacia la escalera y se deslizó por ella hasta caer y aterrizar dolorosamente en el callejón.
«Sal corriendo», le gritaba su cerebro, «huye de todo eso». Dio tres pasos apartándose, presa del pánico, hacia la playa, corriendo hacia la playa, pero entonces, como si una fuerza invisible se hubiera apoderado de él, se detuvo.
—No puedes huir de todo eso —se dijo—. No puedes.
Y mientras lo decía corría otra vez hacia delante, hacia la guardería. Pasó rozando a Mary que protegía a un niño en sus brazos, atravesó la plaza blandiendo el arma como si fuera un palo, corriendo y gritando como un lunático, balanceando la culata hasta aplastar horriblemente el cráneo de un coyote.
Edilio estaba allí y había chicos disparando y Edilio gritaba:
—¡No, no, no!
Y entonces los ojos y el cerebro de Quinn se llenaron de sangre, y todo se llenó de sangre y perdió la cabeza, perdió la cabeza mientras balanceaba el arma y gritaba y golpeaba una, y otra, y otra vez.
Mary mantenía agarrada a Isabella y se acurrucaba con John, y los niños gritaban al oír la locura de fuera, los gritos, gruñidos y armas.
—Sálvanos Jesús, sálvanos Jesús —repetía alguien con una voz atormentada y sollozante, y Mary supo que era ella quien rezaba.
Drake oyó el aullido de los coyotes en la noche y adivinó en su oscuro corazón lo que significaba.
Ya se había lamido lo bastante las heridas.
La batalla había empezado.
—Es la hora —musitó—. La hora de enseñárselo a todos.
Abrió la puerta de entrada de su casa de una patada y avanzó hacia la plaza, gritando, gritando, deseando poder aullar a la luna como los coyotes.
Oyó que disparaban y sacó la pistola de su cinturón y desenroscó su mano de látigo y la chasqueó, encantado del chasquido que emitía.
Delante de él dos figuras se apartaban, también atraídas por el ruido de la batalla. Una parecía increíblemente pequeña. Pero no, era la otra la que era increíblemente grande. Tan grande como un luchador de sumo. Era una criatura rastrera, hundida, de miembros gruesos.
La desigual pareja se desplazaba hacia la luz que proyectaba una farola. Drake reconoció al más pequeño.
—¡Howard, traidor! —gritó.
Howard se detuvo. La bestia a su lado siguió caminando.
—No te metas en esto, Drake —le advirtió Howard.
Drake le sacudió con el látigo en el pecho, rasgándole la camisa y marcando un rastro de sangre que se veía negro bajo la cruda luz.
—Más vale que vayáis a ayudar a acabar con Sam —les advirtió Drake.
La ruda bestia se volvió lentamente y retrocedió.
—¿Qué es eso? —exigió Drake.
—Tú… —murmuró la bestia.
—¿Orc? —exclamó Drake, medio emocionado medio aterrorizado.
—Tú tienes la culpa de lo que hice —se lamentó Orc.
—Apártate de mi camino —ordenó Drake—. Hay una pelea. Ven conmigo o muere ahora mismo.
—Solo quiere un poco de cerveza, Drake —explicó Howard intentando aplacarlo, agarrándose la herida del pecho.
Encorvado de dolor, aún trataba de manipular, de hacerse el listo.
—Dios me ha sentenciado —afirmó Orc arrastrando las palabras.
—Pedazo de idiota —lo insultó Drake, tras lo cual desenroscó su mano de látigo y la hizo caer con toda su fuerza sobre el hombro de Orc.
—¡Aaaah! —aulló Orc dolorido.
—Muévete, imbécil —ordenó Drake.
Orc se puso en marcha. Pero no hacia la plaza.
—¿Quieres probar mi mano de látigo, so raro? Te haré pedazos —amenazó Drake.
Astrid sintió un peso que le aplastaba el final de la espalda y las rodillas. Yacía boca abajo, sobre Pete. Perpleja, pero lo bastante consciente para entender que lo estaba.
Respiró hondo y susurró:
—Petey…
Oyó el ruido a través de sus huesos. Le pitaban los oídos, oía un ruido apagado.
Pete no se movía.
Astrid intentó levantar las piernas, pero tampoco se movían.
—Petey, Petey… —se lamentó.
Se apartó algo de los ojos, polvo, tierra, sudor, y pestañeó para concentrarse en su hermano. Había protegido gran parte de su cuerpo de la pared caída, pero un trozo de revoque del tamaño de una mochila le había caído sobre la cabeza.
Astrid reprimió un sollozo. Puso dos dedos sobre el cuello del niño y notó su pulso. La chica sentía su respiración débil, el pecho que subía y bajaba debajo de ella.
—Ayuda… —dijo con voz ronca, sin saber si gritaba o susurraba, incapaz de oír debido al pitido—. Que alguien nos ayude, que alguien nos ayude… salvad a mi hermano… salvadlo —suplicó, y la súplica se convirtió en plegaria—. Salva a Sam. Sálvanos a todos.
Empezó a recitar de memoria una oración que había oído hacía mucho tiempo. Su voz sonaba distante, como si perteneciera a otro.
—San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla. Sé nuestro amparo contra la maldad y las trampas del demonio.
Sentía más que oía sus propios sollozos, un estremecimiento incontrolable que le hacía pronunciar mal las palabras.
Como si se burlara de su súplica, una lluvia de cristal y fragmentos de yeso cayó a su alrededor.
—Que Dios le reprima, es nuestra humilde súplica; y tú, príncipe de los ejércitos celestiales, con la fuerza que Dios te ha dado…
Pete se agitó y gruñó. Movió la cabeza y Astrid vio la herida profunda, hacia dentro, la marca semejante a una cuchilla en su cabeza.
—… arroja al infierno a Satanás y a los demás espíritus malignos que vagan por el mundo buscando la perdición de las almas.
Había alguien de pie en los escombros por encima de ella. Astrid giró el cuello y vio, recortado contra el techo elevado por un repentino relámpago verde, un rostro oscuro.
—Amén.
—No soy precisamente un ángel, y menos un arcángel —afirmó Dekka con una voz que Astrid apenas oía—. Pero puedo quitarte estas cosas de encima.
Caine se levantó de un salto de entre los escombros del edificio.
Lo había conseguido.
Lo había conseguido.
Sam estaba bajo los escombros. Enterrado. Vencido.
Pero Caine apenas pudo disfrutar de aquel momento. El dolor del costado izquierdo de su cuerpo era terrible. La peligrosa luz verde y blanca había fundido su camisa con la carne y le producía una agonía hasta entonces inimaginable.
Fue tambaleándose hacia la iglesia en ruinas, intentando entender el caos a su alrededor. Ya no disparaban más, pero seguía habiendo gritos y chillidos y gruñidos, y una serie de estruendos breves, el chasquido de un látigo. Por debajo de todo aquello, un bombo seguía un ritmo aleatorio.
Caine se detuvo y miró fijamente, olvidándose durante unos instantes del dolor que sentía.
En los escalones del ayuntamiento, Drake y un monstruo tosco libraban una batalla titánica.
Drake chasqueaba su mano de látigo y disparaba la pistola.
El monstruo atacaba torpemente una y otra vez, sin conseguir darle, mientras Drake daba vueltas chasqueando el brazo una y otra vez sin conseguir aun así que la bestia se retirara.
La bestia se balanceó y no alcanzó a Drake por pocos centímetros. El puño pétreo se estampó contra uno de los pilares de piedra caliza en la fachada del ayuntamiento. La columna se resquebrajó y casi se derrumba. Unas esquirlas salieron disparadas.
Caine bajó la vista atraído por una voz aguda, arrastrada y gruñona.
—Hembra dice líder de manada para —intervino el líder de la manada enfadado.
—¿Qué?
Caine no entendía nada hasta que vio que Diana se acercaba dando grandes zancadas, con el pelo oscuro ondeando y la mirada furiosa.
—He dicho a esta bestia inmunda que parara.
Diana apenas podía controlarse.
—¿Que parara qué? —preguntó Caine.
—Aún atacan a los niños. Hemos ganado. Sam ha muerto. Haz que paren, Caine.
Caine volvió a concentrarse en la batalla entre Drake y el monstruo.
—Son coyotes… —comentó fríamente.
—Has perdido la cabeza, Caine —le espetó Diana—. Esto tiene que parar. Has ganado. Esto tiene que parar.
—¿O qué, Diana? ¿O qué? —exigió Caine—. Vete a buscar a Lana. Me han herido. Líder de la manada, haz lo que quieras.
—Igual por eso te abandonó tu madre —comentó Diana despiadadamente—. Igual vio que no eras solo malo, sino retorcido, enfermo y malvado.
Caine reaccionó con violencia repentina, olvidándose de sus poderes y abofeteándola con fuerza.
Diana se balanceó hacia atrás por el golpe y cayó sentada, dolorida, en los escalones de piedra.
Caine vio su rostro con una claridad repentina, terrible, debida al resplandor de una columna brillante de luz verde y blanca cegadora.
Una luz que solo podía proceder de un lugar.
La luz era como una lanza dirigida hacia el cielo. Se arqueaba hacia arriba desde los escombros del edificio de apartamentos.
—No… —murmuró Caine.
Pero la luz ardió y apartó los escombros, todo el peso aplastante del edificio de apartamentos hundido.
—No… —repitió Caine, y la luz se apagó de golpe.
Detrás de él, Drake y Orc continuaban con su batalla lenta y rápida, ágil y pesada, astuta y torpe, pero lo único que veía Caine era la figura ennegrecida y cubierta de hollín de mirada brillante que caminaba hacia él desde los escombros.
Caine apuntó las manos hacia la fachada destrozada de madera y yeso de la iglesia. Dirigió las manos hacia Sam y un montón de escombros salió volando por los aires.
Sam alzó las manos. El fuego verde hizo explotar trozos de ladrillo y vigas de madera pesadas. Ardían en el aire, convirtiéndose en cenizas antes de alcanzarlo.
Dekka retiró los escombros que cubrían a Astrid y Pete.
Pero no le resultó fácil. Su capacidad para suspender la gravedad también implicaba suspenderla debajo de Astrid, y Pete y ella flotaban en una galaxia de madera y yeso roto que daba vueltas y más vueltas.
Dekka extendió rápidamente una mano y tiró de Astrid para sacarla de la zona de suspensión. Astrid cayó al suelo junto con Pete.
—Gracias —dijo Astrid.
—Hay mucha gente atrapada aquí dentro —comentó Dekka, sin perder un momento para ir a ayudar a los demás.
Astrid se agachó e intentó levantar a Pete, pero estaba flácido, no era más que un peso muerto. Le pasó los brazos alrededor del pecho y lo estrechó como si fuera un bebé demasiado grande. Hizo que él también la abrazara y salió tambaleándose torpemente de la iglesia, medio arrastrándolo medio tropezando con los escombros.
Lana podría curarlo, pero Lana no estaba. Lo único que se le ocurría era llevarlo con Dahra al sótano. Pero ¿qué podría hacer Dahra? De hecho, ¿era posible alcanzar el hospital o había quedado bloqueada la entrada por los escombros caídos?
Por primera vez se percató de que la pared delantera de la iglesia había desaparecido. Veía el cielo nocturno y las estrellas. Pero también veía la terrible luz teñida de verde.
Volvía a huir a medida que disminuía el pitido. Oía gruñidos animales y el chasquido seco de un látigo y demasiadas voces llorando.
De repente, los escombros apilados a su alrededor empezaron a volar por los aires.
Astrid se echó al suelo, protegiendo otra vez a Pete, protegiéndolo todavía, siempre protegiendo a Pete. Trozos de pared y fragmentos de paneles de madera y alguna que otra junta de madera y acero se alzaban como aviones despegando de un aeropuerto y aceleraban alocadamente, formando una corriente que salía de la fachada destrozada de la iglesia.
La luz verde relampagueó y se oyeron explosiones, estruendo de explosiones, y se hizo una luz aún más brillante.
Entonces, el torrente de escombros se detuvo.
Astrid volvió a incorporarse, y tiró de Pete al hacerlo.
Alguien corrió hacia ella por la calle hasta que se detuvo, jadeando, mirándola fijamente, como un animal asustado y acorralado.
—Caine… —Astrid escupió su nombre.
Él no dijo nada. Astrid vio que estaba herido. Que sentía dolor. Tenía el rostro surcado de sudor y tierra. La miraba fijamente como si viera un fantasma.
Una luz peligrosa apareció en su mirada turbia.
—Perfecto… —susurró.
Entonces Astrid sintió que se elevaba por los aires. Se aferró desesperadamente a Pete, pero se le escapó de entre las manos, de entre los dedos que lo agarraban, y el niño cayó al suelo.
—¡Sal y ven a jugar, hermano! —gritó Caine—. Tengo a una amiga tuya.
Astrid flotaba, impotente, indefensa, y Caine avanzaba detrás de ella, usándola como escudo. Atravesaban la fachada de la iglesia, salían a los escalones, mirando hacia una escena pesadillesca de perros locos y batallas violentas.
Sam estaba allí al pie de los escalones. Ensangrentado y herido, con un brazo flácido.
—¡Vamos, Sam, quémame ahora! —chilló Caine—. ¡Vamos, hermano, muéstrame tus poderes!
—¿Te escondes detrás de una chica, Caine?
—¿Crees que puedes burlarte? Lo único que importa es ganar. Así que ahórratelo.
—Te mataré, Caine.
—No, no lo harás. No sin matar a tu novia.
—Ambos desapareceremos en un minuto, Caine. Se ha acabado para los dos —le recordó Sam.
—Quizá para ti, Sam. Pero no para mí. Sé cómo hacerlo. Sé cómo quedarme —dijo Caine, y soltó una risa salvaje.
—Sam —intervino Astrid—, haz lo que tengas que hacer. Destrúyelo.
En ese momento, Diana subía las escaleras.
—Sí, Sam, destrúyeme —se burló Caine—. Tienes el poder. Basta que hagas un agujero a través de ella y así también me atraparás.
—Caine, bájala. Compórtate como un hombre, por una vez… —le reprendió Diana.
—Bájala, Caine —insistió Sam—. Es el fin. Quince años y fuera. No sé qué pasará, igual la muerte, y no querrás morir con más sangre en las manos.
Caine se rio amargamente.
—No sabes nada de mí. Tú no te criaste sin saber quién eras. No tuviste que inventarte a partir de tu propia imaginación, de tu propia voluntad.
—Yo me crie sin padre —protestó Sam—. Y sin explicaciones. No sabía la verdad. Igual que tú.
Caine miró su reloj.
—Creo que te ha llegado la hora, Sam. Tú vas primero, ¿te acuerdas? Y quiero que sepas esto antes de que te vayas: yo sobreviviré, Sam. Voy a seguir aquí. Yo y tu amada Astrid y todos los de la ERA. Serán todos míos.
—Sam, el modo de vencer al puf es… —empezó Diana.
Caine se volvió hacia ella, alzó la mano y la atacó mientras seguía hablando. Diana salió disparada por los aires, describió una voltereta hacia atrás y aterrizó al otro lado de la calle en la hierba de la plaza.
Pero el esfuerzo distrajo a Caine. Había soltado a Astrid.
Así que Sam extendió la mano, con la palma hacia fuera.