CUARENTA Y CUATRO

01 HORA, 06 MINUTOS

—¡LO ESTÁN HACIENDO! —gritó Panda al entrar por la puerta.

—Muy bien —dijo Caine—. Es la hora del espectáculo. Subíos todos a los coches.

Salieron disparados hacia la puerta. Chaz, Chunk, el chico del mazo y un muy avergonzado Frederico, que por fin se había liberado de las ataduras de cinta adhesiva, todos corrieron a meterse en la furgoneta del garaje. Diana les seguía, rebosando rabia contenida por todos los poros de la piel. Panda agarró a Lana del brazo y la empujó hacia la puerta.

Solo entonces Caine se dio cuenta de que faltaba alguien.

—¿Dónde está Howard?

—No… no lo… sé —reconoció Panda—. No lo he visto marcharse.

—Gusano inútil. Sin Orc es un peso muerto —comentó Caine—. Olvidadlo.

El segundo vehículo del garaje era un coche de lujo, un Audi con techo corredizo. Panda saltó detrás del volante, y Diana se puso de copiloto. Caine se quedó con el asiento trasero.

Panda pulsó el control remoto de la puerta automática doble del garaje y ambas puertas se alzaron.

Los dos coches avanzaron. La furgoneta Subaru no tardó en arrastrarse chirriando junto al Audi.

Chaz conducía la furgoneta, y bajó la ventanilla pidiendo disculpas.

—Empezamos bien… —comentó Diana.

—¡Vamos! —ordenó Caine sin más.

Panda aceleró al llegar a la calle, manteniendo la velocidad a unos prudentes cuarenta kilómetros por hora. La furgoneta permanecía una manzana por detrás.

—Parara parara pararampampam parara parara pararampampam —Diana empezó a canturrear la Obertura a Guillermo Tell.

—Para —le espetó Caine.

Recorrieron dos manzanas hasta que Panda tuvo que frenar en seco.

Una docena de coyotes pasaron a toda velocidad por la calle.

Caine se levantó a través del techo corredizo y gritó:

—¿Qué estáis haciendo? ¿Adónde vais?

El líder de la manada se detuvo y lo miró con sus ojos amarillos.

—Mano de Látigo ido —gruñó.

—¿Qué? ¿Qué ha pasado en la guardería?

—Mano de Látigo ido. Líder de manada ido —resumió el coyote.

—No puede ser. —Caine se dirigió entonces a Diana—: Tienen la guardería, ¿qué hago?

—Tú dirás, líder intrépido.

Caine golpeó con el puño en el techo del coche.

—De acuerdo, líder de la manada, si no eres un cobarde, sígueme.

—Líder de manada sigue a Oscuridad. Otros siguen a líder. Manada tiene hambre. Manada debe comer.

—Tengo comida para ti —señaló Caine—. Hay una plaza llena de niños.

El líder de la manada dudó.

—Es fácil —prosiguió Caine—. Puedes venir conmigo y comerte a tantos niños como quieras. Reúne a todos tus coyotes. Tráelos a todos. Es un bufé.

El líder de la manada aulló una orden a los suyos. Los coyotes formaron un círculo en dirección a él.

—¡Síguenos! —exclamó Caine, que ya había ideado un plan, y miraba con los ojos enloquecidos y excitados—. Vamos directos a la plaza. Ve directo a los niños que hay allí. Funcionará perfectamente.

—¿Puño de fuego allí?

Caine tardó un poco en entenderlo.

—¿Quién? Ah, Sam. Puño de fuego, ¿eh? Sí, estará allí, pero yo me encargaré de él.

El líder de la manada parecía dudar.

—Si el líder de la manada tiene miedo, igual otro debería ser líder de la manada.

—Líder de manada no teme.

—Entonces vamos…

—¡Ay, colega! —se lamentó Howard—. ¡Ay, Dios mío; ay, Dios mío! ¿Qué te he pasado, Orc?

Se había deslizado del escondite de Caine y dirigido a la casa que antes compartía con Orc. Encontró a su protector allí, sentado en un sofá que había cedido bajo el peso del chico y hundido por la mitad. Había botellas de cerveza vacías por doquier.

Orc llevaba en la mano el mando de un juego.

—Tengo los dedos demasiado grandes para esta cosa…

—Orc, tío, ¿cómo te ha…? Quiero decir, ¿qué te ha pasado?

La mitad de la cara de Orc seguía siendo suya. Su ojo izquierdo, su oreja izquierda y el pelo por encima, así como toda la boca, aún permitían identificar a Orc. Pero el resto de él formaba una especie de estatua hundida de grava. Era por lo menos una cabeza más alto que antes. Tenía las piernas gruesas como troncos de árbol y los brazos como bocas de riego. Le había estallado la ropa, de modo que ahora le colgaba y apenas le cubría.

Cuando se movió en su asiento, hizo un ruido como de piedras húmedas.

—¿Cómo ha pasado esto, tío?

—Es mi sentencia —afirmó Orc sin más.

—¿Qué quieres decir, colega?

—Por pegar a Bette. Ha sido Dios, Howard. Es su sentencia.

Howard luchó contra el instinto de volverse y salir corriendo y gritando. Trató de mirar el ojo humano de Orc pero no pudo evitar mirar el otro, que era como una ostra amarilla bajo una ceja de piedra.

—¿Puedes moverte? ¿Puedes levantarte?

Orc gruñó y se puso en pie con mucha más facilidad de lo que Howard esperaba.

—Sí. Aún tengo que poder levantarme a orinar.

—¿Qué pasará cuando se extienda a la boca?

—Creo que ya se ha extendido del todo. Paró hace horas, creo.

—¿Te duele?

—No. Pero pica cuando se extiende.

Para ilustrarlo, empleó uno de sus dedos de piedra del tamaño de una salchicha para rascarse en la línea entre su nariz de grava y su mejilla humana.

—Con lo que pesas, colega, debes de ser bastante fuerte para ponerte en pie.

—Sí.

Orc metió la mano en la nevera a sus pies y sacó una lata de cerveza. Inclinó la cabeza hacia atrás y abrió la boca. Estrujó la parte superior de la cerveza y una erupción de espuma y líquido salió disparada. Orc se bebió lo que le cayó en la boca, y el resto le chorreó por la cara hasta el pecho pétreo.

—Ahora solo puedo abrirlas así. Tengo los dedos demasiado grandes para tirar de la anilla.

—¿Qué estás haciendo, colega? ¿Has estado aquí sentado bebiendo cerveza sin más?

—¿Y qué más voy a hacer? —Encogió los hombros de escombrera. Su ojo humano o bien lloraba o estaba enfermo—. Lo que pasa es que casi no me queda birra.

—Colega, tienes que volver al ruedo. Se acerca una guerra. Y tienes que participar, poner tu sello, ¿sabes?

—Lo único que quiero es más cerveza.

—Pues de acuerdo. Eso haremos. Iremos a buscar más cerveza.

Las estrellas llenaban el cielo.

La luna brillaba junto al campanario.

Un coyote aulló, un ulular salvaje como un grito fantasmal de desesperación.

Sam vio en su mente a los mutantes en la iglesia. A Edilio escondido con un puñado de chicos de confianza en las ruinas quemadas del edificio de apartamentos. Vio a Quinn en el tejado con la ametralladora que puede que usara o puede que no. Vio a los chicos arremolinados, perdidos y asustados en el extremo sur de la plaza. Y a Mary y a los niños pequeños aún en la guardería. Y a Dahra en el sótano de la iglesia esperando heridos.

Drake se había retirado. Por ahora.

¿Qué haría Orc?

¿Dónde estaba Caine?

¿Y qué ocurriría dentro de una hora cuando el reloj marcara exactamente quince años desde el nacimiento de Sam, ligado sin saberlo antes a un hermano llamado Caine?

¿Podría derrotar a Caine?

Tenía que derrotar a Caine.

Y, de algún modo, también tenía que destruir a Drake. Si —cuando— Sam desapareciera, pegara el gran salto, hiciera puf, no quería dejar a Astrid a merced de Drake.

Sabía que el final debía asustarle. Que debía asustarle el proceso misterioso que, al parecer, se limitaría a sustraer a Sam Temple de la ERA. Pero no estaba tan preocupado por sí mismo como por Astrid.

Menos de dos semanas atrás ella era una abstracción, un ideal, una chica a quien miraba furtivamente, pero sin revelar nunca su interés. Y era casi lo único en lo que pensaba mientras su reloj interno avanzaba hacia una desaparición repentina y posiblemente fatal.

El resto de su mente daba vueltas y más vueltas a cómo se presentaría Caine. ¿Entraría en la ciudad como un pistolero en una peli del Oeste?

¿Permanecerían a treinta pasos y entonces desenfundarían?

¿Cuál de los dos sería más poderoso? ¿El gemelo con el poder de la luz o el gemelo con el poder de mover la materia?

Estaba oscuro.

Sam detestaba la oscuridad. Siempre había sabido que su fin llegaría de noche.

De noche y solo.

¿Dónde estaba Caine?

¿Lo estaba vigilando Bug también en ese momento?

¿Haría Edilio lo que Quinn no pudiera hacer?

¿Qué sorpresa tendría Caine guardada bajo la manga?

Taylor se le apareció a escasos metros. Parecía que acababa de venir de una entrevista con un demonio. Estaba blanca, tenía los ojos muy abiertos y le brillaban a la luz de las farolas.

—Vienen… —anunció.

Sam asintió y se enderezó, esforzándose conscientemente por frenar la aceleración repentina de su corazón.

—Bien… —dijo.

—No, él no —lo corrigió Taylor—. Los coyotes.

—¿Qué? ¿Dónde?

Taylor señaló por encima del hombro del chico.

Sam se dio la vuelta de golpe. Venían corriendo, a toda velocidad y en dos direcciones, corriendo hacia la multitud desprotegida de niños.

Era como un documental sobre la naturaleza de los que ponían en clase. Como ver una manada de leones atacando a una de antílopes. Solo que esa manada era humana. Esa manada no podía escapar a la velocidad del rayo.

Era una manada indefensa.

El pánico se apoderó de ellos. Se concentraron hacia la mitad, mientras los chicos de los extremos veían como se acercaba su fin ante las rápidas patas de los animales.

Sam echó a correr, levantó su única mano buena, buscó un objetivo y gritó. Pero entonces oyó el ruido del motor de un coche.

Sam patinó hasta detenerse, y se dio la vuelta otra vez. Unas luces delanteras bajaban a toda prisa por la calle pasada ya la iglesia. Era un monovolumen polvoriento. El vehículo chocó contra el bordillo que rodeaba la plaza, saltó a la acera y acabó frenando tan abruptamente que varios terrones de tierra húmeda saltaron por los aires.

Detrás se acercaban otros coches a toda pastilla.

Se oyeron gritos cuando los coyotes se acercaron a la manada humana.

Sam extendió la mano y la luz verde atravesó el lado izquierdo de la jauría.

No podía disparar al otro lado, pues había niños delante corriendo, asustados, ahora todos corrían hacia Sam en busca de protección, por lo que le resultaba imposible brillar.

—¡Agachaos, agachaos, agachaos! —gritó—. ¡Al suelo!

Pero resultó inútil.

—¡Salvadme! —gimió Jack el del ordenador, cayendo del monovolumen.

Un Audi derrapó hasta parar delante de la iglesia. Había alguien de pie asomado por el techo corredizo.

Entonces se oyó un grito de terror y pánico absoluto. Alguien había caído, y luchaba contra un coyote que le doblaba el tamaño.

—¡Edilio, ahora! —aulló Sam.

—¿Estás pasando mala noche, hermano? —gritó Caine, exultante—. Pues se va a poner peor.

Caine alzó las manos, pero no las dirigió hacia Sam, en absoluto, sino que concentró la energía increíble de su telequinesis hacia la iglesia. Era como si un gigante invisible, una criatura del tamaño de un dinosaurio, se hubiera apoyado contra la pared de piedra caliza. La piedra se resquebrajó. Las vidrieras se hicieron añicos. La puerta de la iglesia, que era el punto débil, estalló al reventársele los goznes.

—¡Astrid! —gritó Caine.

Se oían gritos de pánico procedentes de la plaza, mezclados con gruñidos y aullidos salvajes cuando los coyotes caían sobre los niños.

De repente se oyó el estruendo del repiqueteo de la ametralladora. Disparaban desde el tejado de la guardería.

Edilio salió corriendo del edificio quemado, con tres más detrás, y cargó contra los coyotes.

Caine volvió a atacar y esta vez el monstruo invisible, la bestia de energía, empujó fuerte, muy fuerte contra la fachada de la iglesia.

Las ventanas laterales, todas las vidrieras antiguas y las nuevas, explotaron en una lluvia centelleante. El campanario se bamboleó.

—¿Cómo vas a salvarlos, Sam? —se regocijó Caine—. Un empujón más y se hunde.

Jack estaba a los pies de Sam, agarrándose a él, y lo hizo tropezar con una fuerza inesperada.

Sam disparó a ciegas a Caine al caer.

—¡Puedo salvarte del puf! ¡Sálvame tú a mí! —suplicó Jack.

Sam cayó de golpe, pataleó contra las manos de Jack que lo agarraban, se retorció hasta soltarse y al levantarse vio que la pared de la iglesia se combaba y se derrumbaba lenta, lentamente hacia dentro.

El tejado temblaba y se hundía. El campanario se tambaleó y no se hundió, pero toneladas de piedra caliza, revoque y enormes vigas de madera cayeron con un estruendo como si se acabara el mundo.

—¡Astrid! —gritó Sam otra vez, sin poder hacer nada.

Sam corrió directo hacia Caine, ignorando la masacre detrás de él, bloqueando los gritos y gruñidos voraces y el ritmo entrecortado de las ametralladoras.

Sam apuntó y disparó.

El rayo alcanzó la parte delantera del coche de Caine. La hoja de metal se ampolló, y Caine trepó torpemente por el techo mientras otros que a Sam no le importaban tanto como para identificarlos salieron disparados por las puertas.

Sam disparó y Caine lo esquivó.

Una explosión alcanzó a Sam, y lo detuvo como si se hubiera estampado contra una pared. Buscó incesantemente a Caine. ¿Dónde estaba, dónde?

Gritos ahogados procedentes de la iglesia se sumaron al ruido de fondo, un infierno infantil donde se oían chillidos llamando a su madre, gritos agónicos, desesperados, suplicantes.

Sam notó un movimiento repentino y disparó.

Caine le devolvió el disparo y la estatua de la fuente estalló y cayó de su pedestal salpicando agua fétida.

Sam estaba otra vez en pie. Tenía que encontrar a Caine, tenía que encontrarlo y matarlo, matarlo.

Hubo más disparos de ametralladora y oyó que Edilio gritaba:

—¡No, no, no, deja de disparar, vas a darle a los niños!

Sam rodeó el Audi en llamas. Caine corría por delante, saltando una boca de riego.

Sam disparó y del suelo bajo los pies de Caine salieron llamas y un humo negro aceitoso. El pavimento ardía.

Caine cayó desparramado en la calle, pero se dio la vuelta rápidamente, se apoyó en una rodilla y Sam recibió un impacto masivo que le hizo caer de espaldas, estupefacto. La sangre le brotaba de la boca y las orejas, tenía todos los miembros torcidos, y no podía, no podía…

El rostro de Caine estaba ensangrentado, gritaba y lo miraba como un loco.

Sam sintió que el odio ardía en su interior y salía a través de sus manos.

Caine saltó a un lado, demasiado despacio, y el azote luminoso le chamuscó el costado. Le ardía la camisa. Caine gritaba e intentaba apagar la llama.

Sam intentó ponerse en pie, pero la cabeza la daba vueltas.

Caine entró disparado en el edificio de apartamentos quemado, a través de la misma puerta por la que Sam intentó salvar a la pequeña pirómana.

Sam se tambaleó, pero echó a correr detrás de él.

Fueron escaleras arriba hasta el pasillo quemado, que aún apestaba a humo. En el piso superior estaban los restos de maderas quemadas y trozos de tejado alquitranado caídos como si fueran toboganes infantiles, y fragmentos de paredes y tuberías que sobresalían fuera de lugar.

Otra explosión, y Sam vio cómo la media pared junto a él se ondulaba debido al impacto.

—Caine, terminemos con esto —dijo Sam con voz ronca.

—¡Ven a buscarme, hermano! —gritó Caine con voz dolorida—. ¡Derribaré este lugar sobre nosotros!

Sam detectó de dónde procedía su voz y corrió por el pasillo, corrió bajo las estrellas disparando la luz mortal de sus manos.

Pero Caine no estaba.

Una puerta que aún colgaba de los goznes, pese a que la pared de alrededor había desaparecido, chirrió y se movió lentamente.

Sam la golpeó, se dio la vuelta y disparó hacia la habitación.

Una viga de madera chamuscada voló por los aires. Sam la esquivó agachándose. La siguiente le alcanzó el brazo izquierdo y le destrozó el codo. Más escombros, un torrente de escombros, hicieron que Sam se apartara.

Caine alzó las manos por encima de la cabeza, con los dedos extendidos y las palmas abiertas. Sam se agarró el codo izquierdo destrozado con la mano derecha.

—Se acabó el juego, Sam —dijo Caine.

Algo apareció detrás de Caine que le hizo tambalearse. El chico se agarró la cabeza.

Brianna estaba detrás de él blandiendo su martillo.

—¡Corre, Brisa! —gritó Sam, pero era demasiado tarde.

Pese a tambalearse hacia atrás, Caine disparó a quemarropa y Brianna salió disparada hacia la pared, atravesándola.

Caine saltó tras ella por la abertura.

Sam disparó a la pared y marcó un agujero. A través de él vio a Caine haciendo estallar la pared siguiente.

Sam sintió que el suelo cedía bajo sus pies: el edificio se estaba hundiendo.

Se volvió y echó a correr, pero de repente el suelo había desaparecido y se precipitó por los aires, cayendo, y el edificio con él, a su alrededor, encima de él.

Sam cayó y el mundo cayó sobre él.