02 HORAS, 22 MINUTOS
LA GUARDERÍA NO tenía ninguna ventana que diera a la plaza. Sam se metió furtivamente en el callejón para mirar por una de las ventanas en lo alto de la pared. Vio a los coyotes. Retrocedió al ver a Drake.
Los coyotes percibieron enseguida su presencia. Era imposible sorprenderlos. Mientras miraba fijamente a Sam a los ojos, Drake desenroscó su mano de látigo y bajó despacio la cortina.
Los niños se acurrucaron prácticamente encima los unos de los otros, solemnes y aterrorizados y mirando distraídos La sirenita en la tele.
Sam volvió a la plaza. Ni Drake ni los coyotes podían verlo allí. Pero sintió unos ojos que lo observaban. Tardó en darse cuenta de la presencia del chico que estaba a su lado.
—¿Quién eres? ¿Y cómo has llegado hasta aquí?
—Me llaman Bug. Se me da bien aparecerme a la gente.
—Eso veo.
—Tengo un mensaje para ti.
—¿Sí? ¿Qué quiere mi hermano?
—Caine dice que o tú o él.
—Ya me lo imaginaba.
—Dice que si no haces lo que dice, dejará a Drake y los coyotes sueltos con los peques.
Sam reprimió el deseo de propinarle un puñetazo al pequeño monstruo por la arrogancia con la que profirió su amenaza despiadada.
—De acuerdo.
—De acuerdo. Pues que salgan todos a la plaza. Todos los tuyos. Al aire libre, a la plaza, donde podamos verlos. Si alguien se queda escondido, ya sabes lo que pasará.
—¿Y qué más?
—Que tu gente deje las armas o lo que tengan en los escalones del ayuntamiento. Y que todos los raros se metan en la iglesia.
—Me pide que me rinda antes incluso de luchar —señaló Sam.
Bug se encogió de hombros.
—Dice que, si le replicas, Drake dejará que los coyotes ataquen a los niños de uno en uno. Tienes que hacer todo esto y luego Caine y tú os enfrentaréis. Si ganas, no pasa nada, Drake dejará marchar a los peques. Tu lado queda libre. Caine vuelve a Coates.
—¿Por qué haces esto, Bug? ¿Y te parece bien? ¿Amenazar a niños pequeños?
Bug se encogió de hombros.
—Hombre, no me voy a enfrentar a Caine o a Drake…
Sam asintió. Su mente ya estaba en otro lugar, tratando de hallar un modo de hacer algo, de hallar un camino.
—Di a Caine que le responderé dentro de una hora.
Bug sonrió.
—Me ha dicho que dirías eso. ¿Lo ves? Es listo. Ha dicho que tienes que enviarme tu respuesta de vuelta. Sí o no, sin extras ni nada.
Sam miró el campanario. Deseaba que Astrid estuviera con él. Puede que tuviera una respuesta.
Los términos que pedía eran imposibles. Estaba totalmente seguro, más allá de toda duda razonable, de que, aunque él ganara, aunque de algún modo Caine admitiera su derrota, Drake nunca se marcharía sin más.
De un modo u otro, tenía que derrotar a Drake y a Caine.
Mil pensamientos hervían en su mente, mil miedos aullaban en ella, empujándose entre ellos, exigiendo atención, mientras Bug lo miraba impaciente por marcharse. No tenía tiempo de darle sentido. No había tiempo para elaborar un plan. Tal y como Caine había previsto.
Sam hundió los hombros.
—Di a Caine que acepto.
—Vale —dijo Bug, no más preocupado de lo que lo habría estado porque le anunciara que iba a comer pollo para cenar.
El camaleón se fundió con el fondo, casi desapareciendo. Sam vio cómo se marchaba corriendo, como si la luz y su imagen se combaran. Al poco ya costaba distinguirlo.
Sam pulsó las teclas del walkie-talkie.
—Astrid. Ahora.
Edilio vigilaba desde su puesto de la ferretería, y se acercó corriendo.
Sam se esforzó por regular la respiración y mantener cara de póquer. Había demasiados ojos mirándolo. Demasiada gente que necesitaba creer en él.
En el autobús escolar, hacía ya mucho tiempo, nadie se había dado cuenta de que había un problema antes de que Sam se levantara y tomara el control. Costaba más mostrarse seguro cuando el mundo entero observaba todos tus movimientos.
Con Astrid y Edilio a su lado, Sam explicó rápidamente lo que pedía Caine.
—Tenemos muy poco tiempo. Caine volverá a enviar al espía camaleón en cuanto le cuente lo que le he dicho. Caine se moverá rápido, no nos dará tiempo para prepararnos.
—¿Tienes un plan? —preguntó Astrid.
—Algo así. Parte de un plan, en cualquier caso. Tenemos que retrasarlos un poco. Bug va a ver a Caine, Bug vuelve, y en eso tarda por lo menos cinco minutos esté donde esté Caine, probablemente un poco más. Entonces Bug tiene que ver que estamos haciendo lo que nos han dicho que hagamos. Tendrá que ver que la gente sale al exterior, y tendrá que ver a nuestros amigos de Coates dirigiéndose hacia la iglesia. Entonces volverá a informar a Caine, que dirá: «Asegúrate de que están todos».
—Más tiempo. —Astrid asintió complacida—. No nos apresuraremos. De hecho, igual tenemos que presionar a algunos de los niños, puede que estén discutiendo. Tienes razón, Caine no se presentará hasta que esté seguro.
—Si tenemos suerte, tenemos media hora —comentó Edilio.
Miró el reloj, pero costaba verlo con lo rápido que caía la noche.
—De acuerdo. De acuerdo. Lo único que he hecho hasta ahora es cagarla. Así que si esto es una locura, que alguien me lo diga.
—Eres nuestro hombre, Sam —repuso Edilio.
Y Astrid le apretó la mano.
—Pues esto es lo que haremos.
Mary leyó. Cantó.
Hizo de todo menos pasos de claqué. Pero no había manera de distraer a los niños del horror que se encontraba ante ellos. Seguían todos los movimientos de Drake, solemnes y temerosos. La mano de látigo ocupaba todas las miradas.
Algunos de los coyotes se habían dormido. Otros, en cambio, observaban a los niños con una mirada que solo podría calificarse de hambrienta.
Mary deseaba tener otro Diazepam, o quizá tres, o incluso diez. Le temblaban las manos. Seguía teniendo retortijones. Necesitaba ir al baño, pero también quedarse con los niños.
Su hermano John estaba cambiando un pañal, que era lo que hacía normalmente, solo que la boca de John formaba una U al revés por cómo le temblaban los labios.
Mary leyó.
—«No comería huevos verdes con jamón. No me gustan, Sam…».
Y su mente, dando vueltas y vueltas como una noria enloquecida que no podía detener, se preguntaba: «¿Qué hago, qué hago? ¿Qué hago si…? ¿Qué hago cuando…? ¿Qué hago?».
Un chico llamado Jackson levantó la mano.
—¿Madre Mary? Los perros huelen mal.
Mary continuó leyendo.
—«No me los comeré en la lluvia. No me los comeré en el tren…».
Y es que era verdad, los perros apestaban. Su hedor era asfixiante, era un olor muy fuerte a almizcle y animales muertos. Se meaban sin reprimirse en las patas de las cunas y mesas y elegían la esquina con los disfraces para defecar.
Pero los coyotes no estaban tranquilos, todo lo contrario. Estaban inquietos, nerviosos, no estaban acostumbrados a estar en un espacio cerrado, y a estar con humanos. El líder de la manada mantenía el orden con gruñidos y aullidos, pero él también estaba nervioso y agitado.
Solo Drake parecía cómodo. Estaba repantigado en la mecedora que Mary empleaba para acunar a los peques y dormirlos de noche o darles el biberón. Su fascinación por la mano de látigo era inagotable, no dejaba de levantarla para inspeccionarla, enroscándola y desenroscándola, deleitándose en ello.
¿Salvar a los niños? ¿Salvar a John? ¿Pero podría ella salvar a alguien? ¿Salvarse a sí misma?
«¿Qué hago?».
«¿Qué hago cuando empiece la matanza?».
De repente apareció una chica. Era Taylor. Ahí mismo, en plena habitación.
—Hola, he traído comida —anunció.
Llevaba una bandeja de McDonald’s. Estaba repleta de hamburguesas sin cocinar.
Todas las cabezas de los coyotes se volvieron. Drake tardó en reaccionar, lo pilló desprevenido.
Taylor arrojó la bandeja contra la pared que compartían la guardería y la ferretería. La carne se deslizó por los bloques pintados con colores alegres.
Drake chasqueó la mano de látigo.
Pero Taylor ya se había ido.
Los coyotes dudaron un instante, y entonces se abalanzaron sobre la carne. En un instante estaban gruñendo y mordiéndose entre ellos, empujando, disputándosela, encaramándose los unos encima de los otros en un frenesí hambriento.
Drake se puso en pie de un salto y gritó:
—¡Líder de manada, contrólalos!
Pero el líder de la manada se había sumado al frenesí, y atacaba ferozmente al chico para reivindicar su dominio y su parte del repentino botín.
Dos cosas pasaron casi a la vez: la pared se estremeció y resquebrajó y los coyotes que estaban más cerca de ella flotaron repentinamente, con las patas escarbando el aire.
—¡Dekka! —gruñó Drake.
Apareció un destello cegador de luz verde y blanca y, como si una antorcha de butano quemara papel de seda, se formó un agujero de más de sesenta centímetros de ancho en el hormigón. El agujero estaba en lo alto de la pared, muy por encima de las cabezas de los niños pero justo donde los coyotes de repente livianos flotaban. A uno de ellos el relámpago le alcanzó directamente. El rayo de luz lo atravesó por la mitad. Los trozos de coyote flotaban salpicando etéreos glóbulos rojos.
Los niños gritaron y John gritó y Drake se apartó de la pared, de la zona donde las cosas no pesaban.
Edilio asomó la cabeza por el agujero.
—Mary. Todos al suelo.
—¡Todos al suelo! —gritó Mary, y John se arrojó sobre un pequeñajo que se escapaba.
—¡Sam, vamos! —volvió a gritar Edilio.
El chico perforó un nuevo agujero más abajo, a la altura del pecho, y en esta ocasión los rayos de luz recorrieron la habitación entera, volando paredes cubiertas de pinturas descoloridas, quemando a los coyotes, prendiéndoles fuego de modo que flotaban como globos llameantes del desfile del centro comercial Macy’s.
—¡Ya está, Dekka! —gritó Edilio.
Los coyotes cayeron ruidosamente, algunos vivos, otros muertos, pero ninguno de ellos con ganas de pelear. La puerta se abrió de golpe, abierta por una mano invisible, y los coyotes corrieron atropellándose para intentar escapar.
—¡Líder de manada! —aulló Drake—. ¡Cobarde!
El rayo de luz aniquilador se dirigió hacia él. Drake cayó al suelo, maldiciendo, y se deslizó hacia la puerta.
Quinn sintió y oyó cómo la pared entre la guardería y la ferretería retumbaba y se resquebrajaba.
Unos segundos más tarde vio salir a los coyotes formando una maraña de pánico hacia el callejón y corriendo en una y otra dirección.
Y entonces apareció Drake.
Quinn se encogió detrás del parapeto. Brianna corrió valientemente a mirar.
—Es Drake. Es tu oportunidad.
—Baja, idiota —le chistó Quinn.
Pero Brianna se volvió contra él, furiosa.
—Dame el arma, cobarde.
—Ni siquiera sabes dispararla —gimió Quinn—. Además, probablemente ya se ha ido. Iba corriendo.
Brianna volvió a mirar.
—Se está escondiendo. Está detrás del contenedor.
Quinn se armó de valor para mirar, solo una miradita, lo bastante para ver algo.
Brianna tenía razón: Drake estaba detrás del contenedor, esperando.
La puerta de atrás de la ferretería se abrió y salió Sam en solitario. Miró a izquierda y derecha, pero no veía a Drake.
—¡Sam, detrás del contenedor! —gritó Brianna.
Sam se dio la vuelta rápidamente, pero Drake fue demasiado rápido. Soltó su látigo, golpeó el brazo con el que Sam se defendía, y corrió hacia él.
Sam cayó de espaldas y se dio la vuelta muy rápido, pero no lo bastante. A una velocidad inhumana, la mano de látigo atravesó el aire y marcó una raya brillante en la espalda de Sam, atravesándole la camisa.
Sam gritó.
Brianna comenzó a tirar de la escalera de aluminio hacia el borde, pero su velocidad la traicionó. Perdió el control y la escalera cayó repiqueteando en el callejón.
Drake tenía el látigo enroscado en torno a la garganta de Sam, que se ahogaba, lo apretaba… lo estaba matando.
Quinn veía que la cara de Sam estaba enrojeciendo. Sam empujó las manos por encima de los hombros y disparó a ciegas.
Los rayos chamuscaron el rostro de Drake, pero no lo detuvieron. Arrojó violentamente a Sam contra la pared del callejón. Quinn oyó el horrible crujido de su cráneo contra el ladrillo. Sam se hundió, apenas consciente.
—¡Olvídate de Caine! —se pavoneó Drake—. ¡Yo mismo te tumbaré!
Alzó la mano de látigo, listo para arremeter con fuerza suficiente para rajar a Sam de la cadera al cuello.
Entonces Quinn disparó.
El retroceso del arma en sus manos le sorprendió. Sucedió sin pensar en ello. No apuntó, no apretó el gatillo con cuidado como había aprendido a hacer, sino que disparó por puro instinto.
Las balas agujerearon el ladrillo.
Drake se giró de golpe y Quinn se alzó tembloroso, de modo que se quedó totalmente expuesto.
—¡Tú! —exclamó Drake.
—No quiero tener que matar a nadie —afirmó Quinn con voz quebrada, apenas audible.
—Morirás por esto, Quinn.
El chico tragó saliva, y en aquella ocasión apuntó cuidadosamente.
Aquello fue demasiado para Drake, que con un gruñido furioso salió corriendo del callejón.
Sam se puso en pie despacio. A Quinn le parecía un anciano que se levantara tras resbalar en el hielo. Pero miró a Quinn y le hizo una especie de saludo militar.
—Te debo una, Quinn.
—Siento no haberle dado —respondió Quinn.
Sam meneó la cabeza.
—Colega, no tienes que pedir perdón por no querer matar a alguien. —Entonces, al ver a Brianna, se desembarazó del cansancio que sentía y propuso—: ¿Brisa? Ven conmigo. Quinn, si alguien vuelve a la guardería, no tienes que dispararles, ¿de acuerdo? Pero dispara al aire para que lo sepamos.
—Eso lo puedo hacer —afirmó Quinn.
Sam corrió hacia la plaza, seguro de que Brianna lo alcanzaría enseguida. Al cabo de pocos segundos estaba a su lado.
—¿Qué ocurre? —preguntó la chica.
—Todo el mundo finge que cumple con lo que pide Caine. Si tenemos suerte, Bug informará de que estamos obedeciendo antes de que Drake vuelva y cuente a Caine que hemos recuperado la guardería.
—¿Quieres que vaya tras Drake?
—Usa esos pies rápidos. Encuéntralo si puedes, pero no intentes enfrentarte, tan solo avísame.
Se marchó antes de que Sam pudiera añadir que tuviera cuidado.
El chico se puso a correr a una velocidad terriblemente lenta en comparación con la de Brianna. Los chicos normales, más de un centenar, todos los que habían podido reunir en poco tiempo, se estaban arremolinando en un extremo de la plaza. Sam contaba con que Caine no sabía cuántos chicos había en Perdido Beach o cuántos había en la ciudad respecto a los que se escondían en sus casas. Tenía que hacer que pareciera convincente, pero podían seguir las exigencias de Caine y, aun así, unos cuantos podían permanecer escondidos con Edilio.
Astrid y Pete, Dekka y Taylor y el resto de los raros de Coates estaban entrando en la iglesia, protestando airada y descaradamente.
Sam se dirigió hasta la fuente y se subió al lateral.
—De acuerdo, Bug. Sé que estás mirando. Ve a decirle a Caine que hemos hecho lo que ha pedido. Dile que estoy esperando. Dile que si no es un cobarde, que venga aquí y se enfrente a mí como un hombre.
Y a continuación se bajó, ignorando las miradas del centenar o más de chicos que se acurrucaban asustados y vulnerables en la plaza.
¿Había visto Bug lo sucedido en la guardería? Seguro que había oído los disparos. Con un poco de suerte interpretaría que procedían de Drake o de prácticas de tiro.
Y lo que resultaba igual de peligroso, ¿llegaría Drake a advertir a Caine? Tendría que averiguarlo enseguida. En cualquier caso, Sam dudaba que Caine pudiera resistirse a una confrontación cara a cara. Su ego lo exigía.
El walkie-talkie de Sam crujió. Bajó el volumen y tuvo que apretarlo contra la oreja para oír a Astrid.
—Sam…
—¿Estáis bien en la iglesia, Astrid?
—Ambos estamos bien. Todos estamos bien. ¿Y la guardería?
—Segura.
—Gracias a Dios.
—Escucha, haz que todos se echen al suelo, que se metan debajo de los bancos… así podrán protegerse un poco.
—Aquí me siento inútil…
—Mantén calmado a Pete, es impredecible. Es como un cartucho de dinamita… no sabemos lo que puede hacer.
—Creo que una ampolla de nitroglicerina sería una analogía más apropiada. En realidad la dinamita es bastante estable.
Sam sonrió.
—¿Sabes que siempre me pones cuando dices «analogía apropiada»?
—¿Por qué crees que lo hago?
Al saber que Astrid estaba allí, a solo quince metros de distancia, sonriendo triste, asustada pero intentando hacerse la valiente, Sam sintió tanta añoranza y preocupación que casi se echa a llorar.
Deseaba que Quinn hubiera podido eliminar a Drake. Pero sospechaba que el alma de su amigo no habría quedado intacta si lo hubiera hecho. Algunas personas podían hacer cosas así. Y otras no. Probablemente los segundos eran los más afortunados.
—Vamos, Caine —susurró Sam para sí—. Hagámoslo.
Brianna apareció a su lado.
—Drake ha ido a su casa. Ya sabes, al lugar donde se alojaba.
—¿Y Caine está allí?
—No lo creo…
—Buen trabajo, Brisa. Ahora entra en la iglesia. Ve despacio para que Bug te vea si está vigilando.
—Quiero ayudar.
—Eso es lo que necesito que hagas, Brianna.
La chica se marchó visiblemente despacio. Sam se quedó solo. Los normales se acurrucaban en el extremo más alejado de la plaza tal y como Caine había ordenado. Los raros —Sam detestaba usar esa palabra, pero costaba no hacerlo— estaban en la iglesia.
Por lo que la lucha se limitaba a Caine y a él.
¿Vendría Caine?
¿Vendría solo?
Sam miró el reloj. Al cabo de poco más de una hora, ya no importaría.
No muy lejos de allí, oyó el aullido de un coyote.