02 HORAS, 23 MINUTOS
—¡QUINN, QUINN!
—¿Alguien grita mi nombre? —se preguntó Quinn.
Brianna señaló el campanario. Quinn entrecerró los ojos y vio la silueta oscura de Astrid agitando los brazos como una loca, señalando, gesticulando, gritando en dirección a algo.
—Iré a ver lo que quiere —se ofreció Brianna. Empezó a desvanecerse, pero se detuvo de golpe, cuando apenas había alcanzado la parte superior de la escalera—. Ay, Dios mío, mira.
Corriendo por la calle, bajando desde el sur y por el callejón, se acercaba una manada de canes amarillos y salvajes. Saltaban por encima de los coches aparcados, de las bocas de riego, se detuvieron brevemente para olisquear basura, aunque se desplazaban a una velocidad increíble.
Iban directos a la guardería.
Brianna empezó a enrollar la escalera. Quinn saltó en su ayuda. La deslizaron hasta arriba y la apartaron mientras pasaban por debajo los primeros coyotes.
—¿Qué hago? —gritó Quinn.
—Dispárales —propuso Brianna.
—¿A los coyotes? ¿Que dispare a los coyotes?
—¡No han venido de casualidad! —exclamó Brianna.
Al oírlos, un coyote alzó la vista.
—Silencio —chistó Quinn, y se agachó detrás de la pared apretando la pistola automática contra su pecho.
—Quinn, van a por los peques… —señaló Brianna.
—No sé qué hacer.
—Sí que lo sabes.
Quinn negó con la cabeza violentamente.
—No. Nadie me ha dicho que dispare a los coyotes.
Brianna miró por un lateral y se retrajo de repente.
—Es él… es Drake… y… algo le pasa…
Quinn no quería mirar, no quería, pero el rostro lívido de Brianna hacía que mirar fuera lo menos aterrador. Se levantó lo justo para poder ver parte del callejón.
Pavoneándose detrás de los coyotes iba Drake Merwin. Llevaba en la mano un látigo largo, rojo y grueso. Bueno, no en la mano. El látigo era su mano.
—Dispárale —le apremió Brianna—. Hazlo.
Quinn preparó el arma. Apoyó el cañón corto sobre la baldosa colonial y apuntó. Drake no corría, ni se movía furtivamente, estaba en pleno callejón, a la vista de todos.
—No puedo acertarle —anunció Quinn.
—Mientes —le acusó Brianna.
Quinn se relamió y apuntó, enroscando los dedos en el gatillo.
Era imposible fallar desde donde estaba. Drake quedaba a menos de nueve metros de distancia. Quinn había practicado con la pistola. Había disparado a un tronco y visto cómo la bala atravesaba la madera.
Si apretaba el gatillo, las balas atravesarían a Drake de idéntica manera.
Aprieta el gatillo.
Drake pasó entonces justo por debajo.
—Se ha ido —susurró Quinn—. No he podido…
Entonces oyeron los gritos de niños aterrorizados procedentes de la guardería.
Mary Terrafino había tenido muy mal día. Por la mañana se había dado un atracón, una «atracatacón», como lo llamaba ella. Encontró una caja de bolsas de Doritos, se sentó y abrió las veinticuatro bolsas.
Luego lo vomitó todo. Pero aún no le parecía suficiente para purgar el exceso de comida, así que se tomó un laxante fuerte que le había hecho pasarse el día entrando y saliendo del baño.
Y ahora le dolía el estómago, tenía retortijones y estaba furiosa y avergonzada de sí misma.
Mary solía tomarse las pastillas por la mañana, Prozac y vitaminas. Pero a medida que avanzaba el día se había ido sintiendo tan hecha polvo que también se había tragado un Diazepam que había encontrado en el armarito del baño de su madre donde guardaba las medicinas. El Diazepam le había inducido cierta tranquilidad mental, como si vertieran melaza sobre unos engranajes. Pero debido al fármaco todo le resultaba lento, frustrante, confuso, así que para contrarrestar los efectos del Diazepam se sirvió café en una taza con tapa, le añadió azúcar y se la llevó al aula.
Entonces Quinn entró con una ametralladora. Mary evitó que los niños lo vieran, pero había algo profundamente perturbador en la visión de una ametralladora en el mundo real, no en la tele ni en un videojuego, sino justo ahí delante de ella.
Ahora estaba sentada con las piernas cruzadas en un círculo de niños, que prestaban atención mientras leía sobre mamá gata y sus gatitos y sobre una tormenta descomunal. Había leído tantas veces todos los libros que se los sabía de memoria.
Otros niños estaban en otros rincones jugando a disfrazarse, o pintando, o apilando bloques.
Su hermano John estaba revisando los pañales de los «pequeñines», que era como llamaban a los peques que seguían llevando pañales.
Una de las ayudantes de Mary, una chica llamada Manuela, hacía que un niño pequeño diera saltitos sobre sus rodillas mientras trataba de quitarse una mancha de rotulador de la blusa. Murmuraba mientras lo hacía.
Isabella, que se había convertido en la sombra de Mary desde que la trajeron a la guardería, estaba sentada también con las piernas cruzadas y miraba por encima del hombro. Mary marcaba las palabras con el dedo, una tras otra, pensando que quizás estaba enseñando a Isabella a leer, lo que la hacía sentir vagamente bien.
Entonces oyó que se abría la puerta trasera. Debía de ser Quinn que pasaba otra vez.
Pero se oyó un grito.
Mary se volvió para ver.
Se oyeron más gritos, y un torrente de figuras amarillas sucias se metió en la habitación.
Se oyeron más gritos cuando los coyotes apartaron a los niños, los hicieron caer, volcaron los caballetes y las sillas.
Gritos procedentes de sus pequeñas gargantas, gritos y caritas aterrorizadas, ojos suplicantes.
Isabella echó a correr, presa del pánico. Pero un coyote se le abalanzó al instante, la echó al suelo y permaneció encima de ella, mostrándole los dientes, gruñendo. Su hocico babeaba a quince centímetros de su garganta.
Mary no gritó ni lloró, sino que aulló. Se puso en pie de un salto aullando una palabra que no habría querido que oyeran los peques. Se zafó de las paletillas del coyote que asediaba a Isabella a puñetazo limpio.
—¡Suéltala! —gritó—. ¡Suéltala, animal asqueroso!
John intentó correr en su ayuda y soltó un grito ahogado. Un coyote le había agarrado la capucha con las mandíbulas y le daba vueltas, la sacudía como un perro frenético que masticara un juguete, ahogando a John con cada meneo.
Manuela permanecía petrificada en una esquina, con la mano sobre la boca, rígida por el miedo.
Excitados, alocados y agitados, los coyotes gemían y saltaban y mordían a todos los que los rodeaban. Un niño llamado Jackson gritaba a uno de los coyotes:
—¡Perro malo, perro malo!
El animal reaccionó y lo atacó, dejando una marca de sangre en el tobillo de Jackson, que gemía de dolor y terror.
—¡Mary! —gritaba—. ¡Mary!
Entonces, un coyote sarnoso ya mayor gruñó y los demás se calmaron un poco. Pero todos los niños lloraban y gemían y John temblaba y Manuela tenía agarrados a dos de los peques e intentaba parecer valiente.
Y entonces Drake entró en la habitación.
—¡Tú! —bramó Mary—. ¡Cómo te atreves a asustar a los niños de esta manera!
Drake desenroscó su brazo de serpiente. La punta marcó un ribete rojo sobre la mejilla de la chica.
—Cállate, Mary.
El chasquido del látigo hizo callar a algunos de los niños. Miraban alucinados y horrorizados mientras la chica a la que habían llegado a considerar su tutora se llevaba la mano a la herida.
—A Caine no le gustará esto —le advirtió Mary—. Siempre ha dicho que mantendría a los niños a salvo.
—Estaréis a salvo mientras mantengáis la boca cerrada y hagáis lo que os diga —replicó Drake.
—Saca a estos animales de aquí —le exigió Mary—. Es casi la hora de dormir.
La hora de dormir, como si eso significara algo para los perros, o para el monstruo que tenía ante ella.
Aquella vez, Drake hizo chasquear el látigo y lo enroscó en torno a la garganta de Mary. La chica sintió la sangre bombeándole en la cabeza, intentando respirar sin conseguirlo. Mary clavó las uñas en la carne escamosa del látigo, pero no logró que aflojara.
—¿Qué parte de «cállate» es la que te cuesta entender? —Drake tiró de la chica hacia él—. Te estás poniendo roja, Mary.
La chica intentó zafarse, pero no sirvió de nada. El látigo vivo era fuerte como una pitón.
—Mira, necesito que entiendas algo, Mary: para estos perros, en lo que a ellos respecta, estos niñitos no son más que un montón de hamburguesas. Se los comerán como se comen a los conejos.
Desenroscó el tentáculo del cuello de la chica. Mary se hundió en el suelo, intentando que entrara aire por una garganta que parecía tan estrecha como una pajita.
—¿Qué quieres? —bramó entonces Mary—. Drake, tienes que sacar a estos coyotes de aquí. Puedes cogerme de rehén. Pero estos niños no saben lo que está pasando y tienen miedo.
Drake se rio con crueldad.
—Oye, líder de la manada. No os vais a comer a los niños, ¿verdad?
Mary no se lo podía creer cuando el coyote grande y sarnoso habló.
—Líder de manada de acuerdo. No matar. No comer.
—Hasta que… —le hizo seguir Drake.
—Hasta decir Mano de Látigo.
El rostro de Drake se iluminó.
—Mano de Látigo. Ese es el mote cariñoso que me han puesto.
Isabella, que se había escondido en una esquina, se acercó extendiendo una mano, como si quisiera acariciar al líder de la manada.
—Sabe hablar —señaló Isabella.
—Apártate —le dijo Mary entre dientes.
Pero Isabella la ignoró. Apoyó la mano sobre el cuello del líder. El coyote se erizó y gruñó un poco, pero no le mordió.
Isabella le acarició el pelo áspero.
—Perrito bueno… —comentó.
—No te acerques demasiado —le advirtió Drake fríamente—. Puede que al perrito bueno le entre hambre.
—Ha picado —informó Panda—. Va una chica con él. Tiene un poder raro como… como… no sé cómo llamarlo. Hace que las cosas salgan volando del suelo.
—Debe de ser Dekka —señaló Diana Ladris—. Nos imaginamos que sería un problema. Y también Brianna. Y quizá Taylor, si ha mejorado sus habilidades.
Estaban en una casa que no pertenecía a nadie que conocieran. Una casa en un callejón a una manzana de la escuela. Las cortinas estaban bajadas, las luces tal y como las habían dejado. No entraba ni salía nadie por la puerta principal.
—Ahora mismo mi hermano corre hacia la guardería —resumió Caine, que apenas podía contener su alegría—. Ha caído. Ha caído totalmente. Si es que ya sabía que intentaría hacerse el héroe y venir a por mí.
—Si es que eres brillante —comentó Diana con sequedad—. Lo tienes todo controlado.
—Ni siquiera tú puedes ponerme nervioso. Así de contento estoy —dijo Caine sonriendo con suficiencia.
—¿Dónde está Jack? —preguntó Diana, y cuando Caine puso mala cara, señaló—: ¿Ves? Aún puedo ponerte nervioso.
Diana sabía que Jack había tenido que desviarse de la carretera y meterse en el desierto. Panda y Drake se lo habían contado. Pero lo que no sabía era lo que había sucedido después. Si Caine apresaba a Jack el del ordenador, a Diana no le cabía duda de que el geniecillo tecnológico la delataría. ¿Y entonces qué haría Caine?
Mientras tanto, Diana tenía que ser lista y pretender que le preocupaba la huida o deserción de Jack, o como fuera que debiera denominarla. Así Caine y Drake no le irían detrás.
A no ser que capturaran a Jack.
Diana reprimió el miedo que sentía y lo ocultó sirviéndose un vaso de agua del fregadero de la cocina.
Aparte de Diana y Caine, en la casa franca estaban Howard, Chunk, Panda y el chico del mazo. Panda estaba muy afectado por su enfrentamiento con Sam y Dekka. A ratos murmuraba algo como «un agujero atravesando la pared, podría haber sido mi cabeza».
Chunk había intentado entretenerlos con las mismas historias de Hollywood que ya habían oído un millón de veces antes. Caine amenazó con entregárselo a Drake si no se callaba.
Howard no resultaba menos irritante. Permanecía sentado, sufriendo y quejándose de vez en cuando de que debía ir a buscar a Orc.
—Orc es un soldado, tío. Si volviera, estaría en la casa en la que vivíamos. No queda tan lejos. Podría acercarme hasta allí. Sería bueno tenerlo cerca.
—Orc ha muerto en el desierto —replicó Panda con dureza—. Sabes que esos coyotes lo atraparon.
—¡Cállate, Panda! —gritó Howard.
Había otra persona en la casita, y esa era Lana. Desde que demostró sus poderes de curación, Caine insistía en que debían mantenerla cerca. A Diana seguía resultándole un misterio perturbador. Siempre parecía estar mirando algo muy distante. Se negaba a hablar cuando intentaban conversar con ella. No parecía enfadada, ni estar molesta con ellos, sino más bien era como si se hallara en un lugar totalmente distinto, preocupada, reflexionando, como si viera algo distinto.
Una sombra se cernía sobre Lana. Un vacío llenaba sus ojos.
Caine se paseaba arriba y abajo, desde la zona abierta de la cocina hasta el comedor, arriba y abajo, arriba y abajo. Había empezado a morderse el pulgar otra vez, de ese modo estúpido en que solía hacerlo, hasta que se detuvo y alzó las manos y preguntó a Diana:
—¿Dónde está? ¿Dónde está Bug?
Bug era uno de los raros que había decidido seguir a Caine desde el principio. Mucho antes de la ERA, desde que Caine descubrió sus poderes, aprendió a controlarlos y a reconocer a otros como él. En aquella época el objetivo era controlar el entorno de la escuela: Coates nunca había sido un sitio agradable. La mitad de los chicos de la escuela eran matones de alguna clase. Caine había decidido que tenía que ser el matón principal, el matón al que no se podría intimidar.
Bug siempre había sido un pequeño gusano a ojos de Diana. No llegaba al nivel de auténtico matón, era más una criatura tipo Howard, un lameculos, un pelota. Solo tenía diez años y era un guarro que se hurgaba la nariz. Pero entonces, un día que Frederico amenazó con patearle el trasero, se manifestó su poder: aterrorizado, Bug desapareció.
Solo que no desapareció realmente, era más bien como si se fundiera con el entorno, como un camaleón. Aún podías verlo si sabías que estaba allí. Pero la piel e incluso la ropa adoptaban la coloración protectora de lo que hubiera detrás de él, como si un espejo reflejara lo que le quedara detrás. El resultado era bastante aterrador. Bug colocado delante de un cactus lo haría parecer verde y como si le salieran pinchos.
—Ya conoces a Bug —le recordó Diana—. Aparecerá para que le hagas carantoñas. A no ser que Sam o uno de los suyos lo hayan detectado.
En aquel momento la puerta de la calle se abrió y se cerró. Se movía algo que costaba ver bien, era difícil ver qué era, como una arruga marcada en el papel pintado.
—Y aquí está Bug… —anunció Diana.
Caine se dirigió de un salto hacia él.
—¿Qué has visto?
Bug abandonó su camuflaje y se hizo claramente visible. Era un chico bajo, de pelo castaño, con dientes salidos y nariz pecosa.
—He visto muchas cosas. Sam está en la ciudad, justo enfrente de la guardería. No parece que esté haciendo nada.
—¿Qué quieres decir con que no está haciendo nada?
—Quiero decir que está ahí comiendo del McDonald’s.
Caine lo miró fijamente.
—¿Qué?
—Está comiendo. Patatas fritas. Creo que tiene hambre.
—¿Sabe que Drake y el líder de la manada tienen a los peques?
Bug se encogió de hombros.
—Supongo…
—¿Y está ahí sin más?
—¿Qué esperabas que hiciera? —exigió Diana—. Sabe que tenemos a los niños. Está esperando a oír qué queremos.
Caine se mordió el pulgar con fiereza.
—Trama algo. Probablemente se imagina que tenemos un modo de vigilarlo. Así que se asegura de que lo veamos. Mientras, trama algo.
—¿Y qué podemos hacer? Drake y los coyotes están ahí dentro con los niños. No tiene elección. Tiene que hacer lo que le digas que haga.
Pero Caine no estaba convencido.
—Trama algo…
Lana se removió en su asiento y miró a Caine, como si lo oyera por primera vez.
—¿Qué? —preguntó Diana.
—Nada —respondió Lana, y acarició a su perro omnipresente—. Nada en absoluto.
—Tengo que ir a encargarme de esto ahora —anunció Caine.
—El plan era esperar hasta que nos acercáramos a la hora del cumpleaños. Así perderá sea como sea.
—Crees que puede vencerme, ¿no?
—Creo que ha tenido un par de días para prepararse —opinó Diana—. Y tiene a más gente. Y algunos de ellos, sobre todo los raros de Coates, quieren verte muerto. —Se acercó hasta pegarse a la cara del chico—. Me escuchas para dar cada paso, Caine, pero luego haces exactamente lo que te he dicho que no hicieras. Te dije que dejaras marchar a los raros que no quisieran seguirte el rollo. Pero no, tenías que escuchar los consejos paranoicos de Drake. Te dije que bajaras a Perdido Beach e hicieras un trato rápido para conseguir comida. Pero tenías que intentar apoderarte de ella. Y ahora vas a hacer lo que te da la gana, y acabarás fastidiándolo todo.
—Tu fe me conmueve —señaló Caine.
—Eres listo. Eres encantador. Tienes un gran poder. Pero tu ego está fuera de control.
Podría haberla atacado, pero en vez de eso Caine abrió los brazos indicando indefensión.
—¿Y qué se suponía que iba a hacer? ¿Quedarme en Coates? ¿Y ya está? ¿No ves que esto es una oportunidad? Estamos en un mundo totalmente nuevo. Soy la persona más poderosa de este nuevo mundo. Sin adultos. Sin padres ni maestros ni policías. Es perfecto. Perfecto para mí. Lo único que tengo que hacer es encargarme de Sam y unos pocos más, y tendré el control absoluto.
Cuando terminó su discurso, tenía los puños cerrados.
—Nunca lo controlarás todo, Caine. Este mundo cambia constantemente. Los animales. Las personas. ¿Quién sabe qué será lo siguiente? No hemos creado este mundo, no somos más que unos pobres tontos que vivimos en él.
—Te equivocas. Yo no soy un tonto. Este será mi mundo. —Se golpeó el pecho—. Mío. Voy a dirigir la ERA, no la ERA a mí.
—No es demasiado tarde para echarse atrás.
Caine sonrió, con una especie de eco oscuro de su sonrisa antiguamente encantadora.
—Te equivocas. Ha llegado la hora de ganar. De enviar a Bug para que le diga a Sam mis condiciones.
—Iré yo —se ofreció Diana.
Era una estupidez. Sabía lo que él diría. Y notaba la sospecha que empezaba a formarse en su mirada.
—Bug. Ya sabes qué decir. Ve.
Caine empujó a Bug y el camaleón se fundió con el fondo. La puerta se abrió y se cerró.
Caine cogió la mano a Diana. Ella quería apartarla, pero no lo hizo.
—¡Salid todos! —ordenó Caine.
Howard se puso en pie trabajosamente. Lana también. Cuando solo quedaron los dos, Caine y Diana, él la atrajo hacia sí y la abrazó torpemente.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella, muy tensa.
—Probablemente moriré esta noche.
—Te pones muy melodramático, ¿no? Hace un momento eras invencible y ahora…
Él la interrumpió con un beso precipitado e imprevisto. Ella le dejó besarla durante unos segundos hasta que se apartó, aunque no con fuerza suficiente para liberarse de su abrazo.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó la chica.
—Es lo mínimo que me debes, ¿no?
Caine hablaba como un niño necesitado.
—¿Te debo?
—Me debes. Además, yo pensaba que… ya sabes…
Su arrogancia había dado paso a la petulancia, que a su vez se estaba transformando en vergüenza y confusión.
—Esto no se te da muy bien, ¿lo sabías? —se burló Diana.
—¿Qué quieres que te diga? Estás buena, ¿de acuerdo?
Diana inclinó la cabeza hacia atrás y se rio.
—¿Que estoy buena? ¿Eso es lo que me quieres decir? Primero eres el jefe de la ERA, y acto seguido te portas como un niño patético en busca de su primer beso.
El rostro de Caine se ensombreció y Diana se percató enseguida de que había ido demasiado lejos. La mano de Caine, con los dedos extendidos, estaba en el rostro de la chica. Diana se puso tensa esperando la descarga de energía.
Permanecieron un buen rato de esa misma manera, inmóviles. Diana apenas respiraba.
—A fin de cuentas, me tienes miedo, Diana —susurró Caine—. Pese a tu actitud y todo lo demás, detrás de todo eso, me tienes miedo. Lo veo en tus ojos.
Ella no dijo nada. Caine seguía siendo peligroso. A esa distancia, tenía el poder de matarla con el pensamiento.
—Pues no quiero parecer un niño patético en busca de su primer beso —resumió Caine—. Así que ¿por qué no me das lo que quiero? ¿Qué te parece si a partir de ahora te limitas a hacer lo que te digo?
—¿Me estás amenazando?
Caine asintió.
—Tal y como has dicho, Diana, nosotros no hicimos la ERA, vivimos en ella. Aquí en la ERA se trata de tener poder. Yo lo tengo. Y tú no.
—Supongo que veremos si eres tan poderoso como crees —señaló Diana, con cautela pero sin doblegarse—. Ya lo veremos.