CUARENTA

26 HORAS, 47 MINUTOS

VENDRÁN MAÑANA POR la noche —anunció Sam—. Creo que Caine necesita derrotarme. Creo que para él es un tema de ego.

Habían organizado el consejo de guerra final en la iglesia. En la misma iglesia en la que Caine tomó tan hábilmente el poder. Habían vuelto a colocar la cruz contra la pared. No estaba donde se suponía que debía estar, pero al menos ya no estaba en el suelo.

Representaban a los chicos de Perdido Beach Sam, Astrid, Pete, Edilio, Dahra, Elwood y la madre Mary. También habían invitado a Albert, pero estaba concentrado en su preparación de Acción de Gracias, y en experimentar con la tortiburguesa. Representaban a los refugiados de Coates tres chicas: Dekka, la pequeña Brianna la Brisa y Taylor.

—Caine es un chico que necesita ganar. Necesita ganar antes de hacer puf. O ganar antes de que yo haga puf. Lo que quiero decir es que no va a aceptar que hayamos liberado a todos estos chicos de Coates sin más y que nos encarguemos de Perdido Beach —señaló Sam—. Así que tenemos que estar preparados. Y también que prepararnos para algo más: mañana es mi cumpleaños —puso mala cara—. No es precisamente un cumpleaños cualquiera. Pero, de todos modos, tenemos que decidir quién ocupará mi lugar… si… cuando… salga.

Varios chicos emitieron ruidos expresando solidaridad o ánimos, indicando que puede que Sam no fuera a desaparecer, o que quizás escapar de la ERA fuera algo bueno. Pero Sam los hizo callar a todos.

—Mirad, lo bueno es que cuando yo desaparezca también desaparecerá Caine. Lo malo es que aún quedarán Drake y Diana y los demás matones. Orc…, bueno, no sabemos exactamente qué le pasa, pero Howard no está con él. Y Lana… tampoco sabemos qué le ha pasado, si se ha marchado o qué.

La pérdida de Lana había sido un golpe muy duro. Todos los refugiados de Coates la adoraban por cómo les había curado las manos. Y les tranquilizaba pensar que podría curar a cualquiera que estuviera herido.

—Nomino a Edilio para que ocupe tu lugar si… bueno, ya sabes —propuso Astrid—. En cualquier caso, necesitamos un número dos, un vicepresidente o vicealcalde o algo parecido.

Edilio puso cara de sorpresa, como si Astrid estuviera hablando de algún otro Edilio, y añadió:

—Qué va. Astrid es la persona más lista que hay aquí.

—Yo tengo que cuidar de Pete. Mary tiene que cuidar de los peques y evitar que se hagan daño. Dahra tiene la responsabilidad de tratar a todos los que se hagan daño. Elwood ha estado tan ocupado en el hospital con Dahra que no se ha enfrentado ni a Caine ni a Drake ni a ningún otro de la facción de Coates. Edilio se ha enfrentado a Orc y Drake. Y siempre se ha mostrado valiente, listo y capaz.

Astrid guiñó un ojo a Edilio, reconociendo que podía incomodarlo.

—Exacto —la secundó Sam—. Entonces, si nadie tiene objeciones, así será. Si me hieren o desaparezco, Edilio estará al mando.

—Respeto a Edilio —intervino Dekka—, pero no tiene poderes.

—Tiene el poder de ganarse la confianza de la gente y de intervenir cuando tiene que hacerlo —le espetó Astrid.

Nadie volvió a plantear objeciones.

—Pues vale —prosiguió Sam—. Tenemos a nuestra gente preparada y Edilio les dirá dónde ir. Taylor, sé que te va a resultar un poco aburrido, y también que puede dar un poco de miedo. Coge a un amigo para que vaya contigo, haced turnos para dormir, pero aseguraos de que uno de vosotros está despierto. Y no dejéis de practicar. Brisa, tu papel es muy importante: tú serás nuestro sistema de comunicación en cuanto empiece todo. ¿Dekka? En cuanto contacte Taylor con nosotros, tú y yo saldremos.

—Guay —dijo Dekka.

—Vamos a ganar esta batalla —los animó Sam.

Tras lo cual todos se levantaron para marcharse. Astrid se mantuvo rezagada. Sam dio a Edilio unos golpecitos en el hombro.

—Escúchame, si puedes encontrar algo útil que pueda hacer Quinn…

—Ahora me pongo. No dispara mal. Lo tengo apostado encima de la guardería con una de las ametralladoras.

Sam asintió, le dio unos golpecitos en la espalda y lo vio marcharse.

—Quinn con una ametralladora —comentó—. Le pido a mi amigo que dispare a la gente.

—Le estás pidiendo que se defienda y que defienda a los peques —lo justificó Astrid.

—Sí, eso lo cambia todo.

Sam adoptó un tono sarcástico.

—¿Y qué quieres que haga yo? —le preguntó Astrid—. No me has encargado ningún trabajo.

—Quiero que encuentres un lugar seguro y te escondas allí hasta que todo esto haya terminado. Eso es lo que quiero.

—Pero…

—Pero… a partir de mañana por la tarde, te necesito allí arriba —señaló hacia arriba.

—¿En el cielo? —preguntó Astrid sonriendo.

—Sígueme…

Sam condujo a Astrid y su hermano hasta el campanario. Los paneles enrejados seguían caídos, tal y como Drake los había dejado. Las luces de Perdido Beach se veían inquietantemente normales desde allí arriba. Muchas casas aún tenían las luces encendidas. Las escasas farolas estaban iluminadas. Brillaba la señal amarilla del McDonald’s. Una brisa transportaba el olor a patatas fritas y hojas de pino, sal y algas.

Había dos sacos de dormir colocados en el estrecho espacio. Un par de prismáticos y un walkie-talkie infantil se encontraban junto a una bolsa de papel.

—Te he puesto comida y pilas para la consola de Pete en esa bolsa. No creo que el walkie-talkie funcione muy bien, pero yo tengo el otro. Se puede ver prácticamente todo desde aquí arriba.

Era un espacio muy estrecho. Pete se sentó enseguida en una esquina polvorienta. Astrid y Sam estaban de pie, incómodamente cerca, con la campana por encima de sus cabezas.

—¿Me has dejado un arma?

Él negó con la cabeza.

—No.

—Pides a todos los demás que hagan cosas terribles. Y a mí solo que mire.

—Es distinto.

—¿Por qué? ¿Qué?

—Bueno… necesito tu cerebro. Necesito que observes.

—Qué tontería.

Sam asintió.

—De acuerdo, sí. No te has entrenado para disparar. Probablemente acabarías disparándote en el pie.

—Ah…

Astrid no estaba muy convencida de ello.

—Escúchame, sé que es una locura, pero igual deberías pensar en la idea de Quinn, ya sabes, la de hacer que Pete te mande a Hawái. O a donde sea. Él tiene el poder de hacerlo. Si las cosas no salen bien…

—No quiero que me mande a no sé dónde —protestó Astrid—. No creo que funcionara, en primer lugar. Y en segundo…

—¿Sí?

—Y, en segundo, no quiero abandonarte.

Él apoyó delicadamente la palma de la mano sobre su mejilla, y ella cerró los ojos y se apoyó en él.

—Astrid, soy yo el que me voy a marchar. Ya lo sabes.

—No, eso no lo sé. He rezado para que no pase. He pedido a María que interceda.

—¿María? ¿Quieres decir a Mary Terrafino?

—No, tonto. —Astrid se rio—. Estás hecho un pagano. A María. A la Virgen María.

—Ah, a esa…

—Sé que no crees mucho en Dios, pero yo sí. Creo que Él sabe que estamos aquí. Creo que oye nuestros rezos.

—¿Crees que todo esto es un plan divino? ¿La ERA y todo lo demás?

—No, creo en el libre albedrío. Creo que cada uno toma sus propias decisiones y lleva a cabo sus propias acciones. Y que nuestras acciones tienen consecuencias. El mundo es lo que hacemos con él. Pero creo que a veces podemos pedirle a Dios que nos ayude y Él lo hará. A veces creo que Él nos mira y dice: «Vaya, mira lo que están haciendo ahora esos idiotas: más vale que los ayude un poco».

—Aceptaría la ayuda encantado.

—Y del mismo modo, ojalá tuviera un arma.

Sam meneó la cabeza.

—Yo le hice daño a mi padrastro. A Drake. Podría haber matado a Drake. No sé. Y no sé qué va a pasar a continuación. Pero sí que sé que cuando le hago daño a alguien, eso me deja huella. Como una cicatriz o algo así. Es como… —Buscaba las palabras, y ella lo envolvió fuerte con sus brazos—. Es como mi rodilla… ¿Como cuando Drake me disparó? Ya se ha curado, gracias a Lana, como si nunca hubiera sucedido. Pero ¿lo de quemar a Drake? Eso está dentro de mí, en mi cabeza, y Lana no me ha curado eso.

—Si hay una lucha, otros sentirán ese dolor.

—Tú no eres otros.

—¿No?

—No.

—¿Por qué?

—Porque te quiero.

Astrid permaneció tanto rato en silencio que Sam pensó que debía de haberla molestado. Pero no se soltó, ni se apartó, sino que mantuvo la cara hundida en su cuello. Sam sintió las lágrimas cálidas de la chica sobre su piel, hasta que finalmente Astrid dijo:

—Yo también te quiero.

Sam suspiró aliviado.

—Bueno, ya hemos superado eso…

Pero ella no se sumó a su risa nerviosa.

—Tengo algo que contarte, Sam.

—¿Un secreto?

—No estaba segura de ello, así que no he dicho nada. Cuesta separarlo del coeficiente. Intuición es normalmente el nombre que damos a la percepción normal pero acentuada que tiene lugar por debajo del nivel de pensamiento consciente.

—Aaah…

Sam puso voz de tonto.

—Durante mucho tiempo, no estaba segura de que fuera otra cosa que intuición normal.

—El poder… me preguntaba si lo sabías. Diana comentó que tenías dos barras. Yo no quería, ya sabes, obligarte a pensar en ello.

—Lo sospechaba. Pero es raro. Toco la mano de una persona y a veces veo lo que en mi mente parece un rayo de fuego atravesando el cielo.

Sam se apartó un poco para verle mejor la cara.

—¿Un rayo?

Astrid se encogió de hombros.

—Qué raro, ¿no? Lo veo brillante o apagado, corto o largo. No sé lo que quiere decir, no puedo controlarlo y aún no he intentado de veras explorarlo. Pero me siento como si viera parte de, no sé cómo decirlo, ¿la trascendencia o algo? Es como si viera el alma de una persona o quizá su destino, pero en términos muy metafóricos.

—Muy metafóricos —repitió Sam—. ¿Tu poder es el poder de la metáfora?

Al menos con eso Sam se ganó una sonrisa y un empujón.

—Listillo. Lo que quiero decir es que desde el principio he sabido que eras importante en algún sentido. Eres una estrella fugaz que cruza el cielo dejando un rastro de chispas.

—¿Y mañana qué, me estrellaré fugazmente contra una pared de ladrillos?

—Pues no lo sé —admitió Astrid—. Pero sé que eres la estrella fugaz más brillante del cielo.

Jack el del ordenador se despertó y sintió su mano blanda sobre la boca. Fuera estaba oscuro, pero la habitación estaba bañada en el brillo azul de la pantalla del ordenador. Jack veía el contorno de su rostro, su pelo oscuro, sus ojos brillantes.

Diana le chistó poniéndose un dedo sobre los labios.

El corazón del chico latía a toda fuerza. Algo iba mal, no tenía ninguna duda de ello.

—Levántate, Jack.

—¿Qué pasa?

—¿Recuerdas nuestro acuerdo? ¿Recuerdas tu promesa?

Él no quería decir que sí. No quería. Siempre había sabido que quisiera lo que quisiera Diana, sería peligroso.

Y Jack estaba más aterrorizado que nunca.

Drake había vuelto. Drake era un monstruo.

Diana le acarició la mejilla con las yemas de los dedos. Jack sintió escalofríos. Y entonces, también con mucha suavidad, le dio un cachete en la mejilla.

—Te he preguntado si recordabas nuestra promesa.

Jack estaba mudo. Demasiado confundido para poder hablar, demasiado nervioso por su presencia, demasiado aterrorizado por lo que ella podría querer. Y asintió.

—Vístete. Llévate solo la ropa. Nada más.

—¿Qué hora es?

Jack trató de ganar tiempo.

—Es hora de hacer lo que hay que hacer. —La boca dulce de la chica esbozó una sonrisa sardónica—. Aunque sea por motivos equivocados.

Jack se bajó de la cama, alegrándose muy mucho de haber encontrado un par de pantalones de pijama que ponerse. Hizo que Diana se volviera y se vistió rápidamente.

—¿Adónde vamos?

—Vas a conducir.

—Solo he conducido una vez y por poco me meto en una cuneta.

—Eres un chico muy listo, Jack. Ya aprenderás.

Salieron deslizándose de la habitación hacia el pasillo a oscuras. Bajaron las escaleras con mucho mucho cuidado. Diana abrió lentamente la puerta de la calle y miró el patio. Jack se preguntaba si Diana había preparado una excusa por si alguien decidía detenerlos.

El ruido de las zapatillas en la grava de la entrada se veía amplificado en el aire nocturno y nebuloso. Era como si intentaran hacer ruido. Como si dieran cada paso con un mazo.

Diana lo llevó hasta el monovolumen aparcado torpemente en la hierba.

—Las llaves están puestas. Entra. Ponte en el asiento del conductor.

—¿Adónde vamos?

—Conduce hasta Perdido Beach. Solo tú.

Jack se alarmó.

—¿Yo? ¿Solo yo? ¡No, no, no! Si me voy, Caine pensará que ha sido idea mía. Enviará a Drake a buscarme.

—Jack, o me obedeces o me quedaré aquí gritando. Vendrán y diré que te he pillado intentando escapar.

Jack sintió que su resistencia se desmoronaba. Era muy probable. Ella lo haría y Caine se la creería. Y luego… vendría Drake. Jack se echó a temblar.

—¿Por qué? —suplicó Jack.

—Encuentra a Sam Temple. Dile que te has escapado.

Jack tragó saliva e inclinó la cabeza.

—Mejor aún, encuentra a la chica, Astrid. —Diana recuperó parte de su actitud burlona—. Astrid la Genio. Estará desesperada por salvar a Sam.

—De acuerdo, de acuerdo. —Jack se armó de valor—. Mejor voy tirando.

Diana le tocó el brazo.

—Háblales de Andrew.

Jack se quedó paralizado con la mano en el contacto.

—¿Eso es lo que quieres que haga?

—Jack, si Sam desaparece, Drake se volverá contra mí, y Caine no podrá detenerlo. Drake es más fuerte que antes. Necesito a Sam vivo. Necesito a alguien a quien Drake pueda odiar. Necesito equilibrio. Háblale a Sam de la tentación. Adviértele de que le tentará rendirse al gran salto, pero que igual, igual, si dice que no… —Diana suspiró. No parecía muy esperanzada—. Vamos, ve.

La chica se dio la vuelta sobre sus talones y volvió a entrar en el colegio.

Jack la siguió con la mirada hasta que alcanzó la puerta. También era su oportunidad de escapar. Podía apartarse de Caine y Drake y de todo lo que representaban. Pero se iba a quedar.

¿Era posible que Diana amara realmente a Caine?

Jack respiró hondo para tranquilizarse y giró la llave. El motor rugió. Le había dado demasiado fuerte. Hacía demasiado ruido.

—Ssh, ssh —dijo.

Giró la llave para ponerse en marcha y pisó el acelerador. Pero no pasó nada. Casi le da un ataque de pánico. Entonces recordó el freno de urgencia. Lo soltó y volvió a probar con el acelerador. El coche se arrastró aplastando la grava al pasar.

—Oye, ¿adónde vas?

Era Howard. ¿Qué estaba haciendo ahí en mitad de la noche?

Aún buscaba a su amigo, al matón Orc, como siempre.

Howard pasó rápidamente de una expresión perpleja a cuestionarse lo que Jack hacía, y enseguida a asustarse.

—Oye, tío, para, para.

Jack pasó de largo. Por el retrovisor vio que Howard entraba corriendo en la escuela.

Debería conducir más rápido. Pero a Jack el del ordenador le aterrorizaba conducir. Tenía que tomar demasiadas decisiones, exigía demasiada atención, era demasiado peligroso, demasiado mortal.

Se detuvo en la puerta de hierro. Estaba cerrada. Saltó del coche y la abrió a toda prisa.

Permaneció un momento parado y escuchó. Ruidos en el bosque. Las gotas condensadas que caían de las hojas y los animalitos que las hacían crujir y una débil brisa que apenas las empujaba. Entonces oyó el ruido del motor de un coche.

Jack volvió al vehículo, giró la llave de contacto y atravesó la puerta dando bandazos.

La dejó abierta y se marchó. No es que la puerta tuviera que retrasar a nadie, pero a él sí que lo había retrasado. Ya lo estaban persiguiendo. Sin duda, Panda estaría al volante, él era el conductor con más experiencia, mucho más experimentado que Jack.

Panda. Con Drake al lado. Drake y su brazo monstruoso.

Jack sintió que el miedo se le metía en el cuerpo. Apretó el volante con demasiada fuerza. La parte superior le saltó en las manos.

Apartó el arco de plástico de quince centímetros y gimió asustado. Se obligó a sujetar el volante con más cuidado, a controlar el pánico, a centrarse en conducir. A concentrarse en la carretera que serpenteaba por la montaña, que venía de bosques densos hacia un terreno más abierto y en torno al espolón.

Vio unas luces por el espejo retrovisor.

Ay, Dios mío; ay, Dios mío.

Lo matarían. Drake usaría su mano de látigo para atacarlo.

—¡Piensa Jack! —gritó con una vehemencia repentina y terrible—. ¡Piensa!

No era un tema de programación. No era tecnológico. Era más primitivo. Era fuerza y más fuerza, violencia y más violencia, odio y miedo.

¿O no?

Quizá tan solo se trataba de una cuestión de espacio. El monovolumen estaba en lo alto de la carretera. El coche que cerraba rápidamente la distancia quedaba más abajo.

Jack llevaba un monovolumen con tracción a las cuatro ruedas.

Miró el borde de la carretera. Una cuneta profunda se extendía a lo largo del lado derecho. Una pared abrupta de tierra y piedra quedaba a su izquierda.

El coche se acercaba a gran velocidad. Estaba a menos de doscientos metros.

Y entonces la vio: una carretera de tierra a mano derecha. Puede que no llevara a ninguna parte. Puede que siguiera unos pocos metros y se interrumpiera. No podía elegir. Jack dio un volantazo hacia la derecha y, pese a que iba muy despacio, le pareció que podía volcar.

Pero el monovolumen se enderezó y cayó sobre la carretera de tierra. Las luces delanteras iluminaron un círculo brillante de tierra y maleza en la oscuridad impenetrable sin luna. No veía nada… no sabía nada… Conducía porque sí, con la esperanza de que la carretera de tierra no terminara de repente en un precipicio.

Costaba sujetar el volante, ya que saltaba violentamente. Pero tampoco podía agarrarlo con demasiada fuerza o se rompería en sus potentes manos, y entonces sí que estaría acabado.

Detrás de él las luces del sedán iban como locas, arriba y abajo, saltando desenfrenadas. La carretera de tierra le costaba mucho más. Por muy mal que lo pasara el monovolumen, al coche le resultaba imposible.

Jack fue apartándose lentamente del coche hasta que las luces menguaron detrás de él y le quedó claro que se había detenido.

El chico redujo la velocidad, de modo que le resultó más fácil controlar el vehículo.

Había dejado atrás a sus perseguidores. Pero ¿cómo llegaría hasta Perdido Beach? Solo sabía llegar por la calle principal. ¿Conduciría aquella carretera de tierra a alguna parte?

Lo único que sabía con certeza era que no podría volver atrás.