CUATRO

297 HORAS, 40 MINUTOS

VÁMONOS A LA plaza —indicó Sam.

Cerró la puerta de casa tras de sí, con llave, y se la guardó en los tejanos.

—¿Por qué? —preguntó Quinn.

—Probablemente es donde irá la gente —explicó Astrid—. No hay ningún otro sitio, ¿verdad? A no ser que vuelvan a la escuela. Si alguien sabe algo, o si queda algún adulto, ahí es donde deben de estar.

Perdido Beach ocupaba un cabo al sudoeste de la carretera costera. En el lado norte de la carretera las colinas se alzaban abruptamente, de un marrón seco y un verde irregular, formando una serie de cadenas que desembocaban en el mar al noroeste y al sudeste de la ciudad, de manera que limitaban sus dimensiones y extensión.

Había poco más de tres mil residentes en Perdido Beach, y ahora unos cuantos menos. El centro comercial más cercano estaba en San Luis. El centro comercial grande más cercano quedaba a más de treinta kilómetros costa abajo. Al norte, costa arriba, las montañas estaban tan pegadas al mar que no había espacio para construir, a excepción de una franja estrecha donde se encontraba la central nuclear. Más allá había parques nacionales y un bosque de secuoyas antiguas.

Perdido Beach se había quedado reducida a una ciudad pequeña y adormecida de calles rectas y arboladas y casas estucadas de estilo español, más bien viejas, con tejados naranja inclinados o planos anticuados. La mayoría de la gente tenía un césped que conservaban bien recortado y verde. Y tenía un jardín vallado en la parte de atrás. En el centro diminuto, rodeando la plaza, había palmeras y muchas plazas de aparcamiento en semibatería.

Perdido Beach contaba con un hotel de veraneo al sur de la ciudad, y con la Academia Coates en las colinas, y con la central nuclear, pero, aparte de eso, solo había unos pocos comercios: la ferretería Ace, el McDonald’s, una cafetería llamada Café Tera, un local de Subway, un par de tiendas abiertas veinticuatro horas, una tienda de comestibles y una estación Chevron en la carretera.

Cuanto más se acercaban Sam, Astrid y Quinn, más chicos encontraban caminando en dirección a la plaza. Era como si, de alguna manera, todos los chicos de la ciudad hubieran decidido que querían estar juntos. La unión hace la fuerza. O puede que fuera solamente la soledad aplastante de los hogares que de repente ya no resultaban hogareños.

A media manzana de distancia, Sam notó olor a humo y vio a unos chicos correr.

La plaza era un espacio pequeño y abierto, una especie de parque con parcelas de hierba y una fuente en medio que casi nunca funcionaba. Había bancos y aceras de ladrillo y papeleras. En lo alto de la plaza, el modesto ayuntamiento y una iglesia se hallaban codo con codo. La plaza estaba rodeada de tiendas, algunas de ellas cerradas para siempre. Encima de algunas de las tiendas había apartamentos. Salía humo de la ventana de un apartamento en el segundo piso, situado encima de una floristería cerrada y una sórdida agencia de seguros. Cuando Sam se detuvo, jadeando, una llamarada naranja surgió de la ventana superior.

Había varias docenas de niños de pie, mirando. Una multitud que a Sam le resultó muy extraña, hasta que se dio cuenta de por qué: no había adultos, solo niños.

—¿Hay alguien ahí? —gritó Astrid. Nadie respondió.

—Podría extenderse… —señaló Sam.

—No hay policía —señaló alguien.

—Si se extiende, podría quemar media ciudad.

—¿Ves a algún bombero en alguna parte?

No sabían qué hacer.

La guardería compartía una pared con la ferretería, y ambas quedaban a tan solo un callejón estrecho de distancia del edificio en llamas. Sam calculó que les daría tiempo de sacar a los niños de la guardería si actuaban con rapidez, pero no podían permitirse perder la ferretería.

Debía de haber cuarenta niños plantificados, mirando boquiabiertos. Nadie parecía dispuesto a actuar.

—Genial —dijo Sam. Agarró a un par de chicos a los que conocía de vista—. Chicos, id a la guardería y decidles que saquen a los pequeños.

Los niños se lo quedaron mirando sin moverse.

—Ahora. Vamos. ¡Haced lo que os digo!

Los chicos salieron corriendo.

Sam señaló a dos chicos más:

—Tú y tú. Entrad en la ferretería y coged la manguera más grande que encontréis. Y también una boquilla para rociar. Creo que hay un grifo en el callejón. Empezad a echar agua en el lado de la ferretería y apuntad al techo.

Esos dos también lo miraban sin reaccionar.

—Tíos: mañana, no. Ahora. Ahora. ¡Vamos! ¿Quinn? Ve con ellos. Tenemos que remojar la ferretería, ahí es donde el viento hará que llegue el fuego.

Quinn dudó.

La gente no lo entendía. ¿Cómo es que no podían ver que tenían que hacer algo, y no quedarse parados?

Sam se abrió paso hasta la parte delantera de la multitud y gritó:

—¡Eh, escuchad! ¡Esto no es el Disney Channel! No podemos quedarnos mirando. No hay adultos. No hay bomberos. Nosotros somos los bomberos.

Edilio estaba ahí, y añadió:

—Sam tiene razón. ¿Qué necesitas, Sam? Estoy contigo.

—Vale. ¿Quinn? Las mangueras de la ferretería. ¿Edilio? Cogeremos las mangueras grandes del parque de bomberos y las engancharemos a la boca de riego.

—Pesarán mucho. Necesitaré a unos cuantos chicos fuertes.

—Tú, tú, tú y tú. —Sam cogió a cada uno del hombro, sacudiéndolos, obligándolos a moverse—. Vamos. Tú. Tú. ¡Vamos!

Y entonces se oyó el grito.

Sam se quedó de piedra.

—Hay alguien ahí —gimió una chica.

—Silencio —dijo Sam entre dientes, y todos se callaron.

Escucharon el rugido y el crepitar del fuego, las alarmas de los coches a lo lejos, y luego, un grito de niña:

—¡Mami!

Otra vez:

—¡Mami!

Alguien se burló de la voz en falsete:

—¡Mami, tengo miedo!

Era Orc, a quien le parecía una situación divertida. Los niños se apartaron de él.

—¿Qué? —protestó.

Howard, que nunca se apartaba de Orc, intervino con sorna:

—No te preocupes, Sam Bus Escolar nos salvará a todos. ¿Verdad, Sam?

—Edilio. Ve —dijo Sam en voz baja—. Trae todo lo que necesites.

—Colega, no puedes subir allí arriba —le advirtió Edilio—. Tendrán tanques de aire y otras cosas en el parque de bomberos. Espera, lo traeré todo —dijo, y se echó a correr, guiando a su tropa de niños fuertes delante de él.

—¡Oye, la de ahí arriba! —gritó Sam—. ¡Niña! ¿Llegas hasta la puerta o la ventana?

Sam miró hacia arriba, estirando el cuello. Había seis ventanas en el segundo piso del edificio, una que daba al callejón. El fuego se encontraba en la más alejada a la izquierda, pero ahora también empezaba a salir humo de la segunda ventana. El fuego se extendía.

—¡Mami! —gritó la voz.

Era una voz clara, y no parecía afectada por el humo. Todavía no.

—Si vas a entrar, envuélvete esto en la cara.

Astrid había conseguido una tela húmeda, que alguien le prestó y luego empapó.

—¿He dicho que fuera a entrar?

—No te hagas daño.

—Buen consejo —replicó Sam con sequedad.

Se envolvió la tela húmeda alrededor de la cabeza, por encima de la boca y la nariz.

Ella lo sujetó por el brazo.

—Mira, Sam, no es el fuego lo que mata a la gente, sino el humo. Y si te entra demasiado, se te hincharán los pulmones y se te encharcarán.

—¿Cuánto es demasiado? —preguntó Sam, con la voz amortiguada por la tela.

—No lo sé todo, Sam —dijo la chica sonriendo.

Sam quería cogerle la mano. Tenía miedo. Necesitaba que alguien le diera valor. Quería cogerle la mano. Pero no era el momento. Así que sonrió débilmente y dijo:

—Allá voy.

—¡Vamos, Sam! —gritó una voz animándolo.

Se oyó un coro de vítores desigual procedente de la multitud.

La entrada al edificio no estaba cerrada. Dentro había buzones, una puerta trasera que daba a la floristería y una escalera estrecha y oscura que ascendía.

Sam subió casi toda la escalera hasta encontrarse con un muro opaco de humo que formaba una espiral. La tela húmeda no servía de nada. Respiró una sola vez y cayó de rodillas. Se ahogaba y tenía arcadas. Le ardían los ojos y se le llenaron de lágrimas.

Sam se agachó aun más y encontró más aire.

—¡Niña! ¿Me oyes? —bramó—. ¡Grita, tengo que oírte!

El grito de «mami» apenas se oyó aquella vez. Procedía del pasillo de la izquierda, a mitad de camino del otro lado del edificio. Sam se dijo que igual la niña había saltado por la ventana para caer en brazos de otra persona. Sería estúpido matarse si la niña podía saltar sin más.

El hedor del humo era intolerable, nauseabundo, y estaba por todas partes.

Había algo agrio en él, como si fuera humo con leche cuajada.

Sam permaneció arrodillado y gateó por el pasillo. Era extraño. Inquietante. La alfombrilla raída del pasillo que quedaba debajo de él parecía tan normal… Tenía un estampado oriental desvaído, los bordes deshilachados, unas pocas migas y una cucaracha muerta. Había una bombilla encendida en lo alto, que filtraba la luz pálida hacia abajo a través del gris ominoso.

Lentamente, el humo bajaba dando vueltas, presionándole, obligándole a agacharse más y más para encontrar aire.

Debía de haber seis o siete apartamentos. No había manera de saber cuál era el correcto, pues la niña ya no gritaba. Pero el apartamento en llamas debía de ser el que quedaba justo a su derecha. El humo salía disparado de debajo de la puerta, denso, rápido y furioso como el torrente de una montaña. Le quedaban segundos, no minutos.

Sam se dio la vuelta. El humo que salía de debajo de la puerta era como una cascada invertida, se dirigía hacia arriba. Golpeó la puerta, pero no sirvió de nada. La cerradura estaba bastante más arriba, lo único que consiguió con la patada fue sacudirla. Para romperla y abrirla tendría que levantarse, encararse con el humo asesino.

Estaba asustado. Y también furioso. ¿Dónde estaban las personas que se suponía que tenían que hacer aquello? ¿Dónde estaban los adultos? ¿Por qué tenía que hacerlo él? No era más que un niño. ¿Y por qué no había nadie que estuviera lo bastante loco, que fuera lo bastante estúpido para precipitarse en el edificio en llamas?

Estaba furioso con todos ellos y, si Quinn tenía razón y aquello era obra de Dios, entonces también estaba furioso con Dios.

Pero si lo hubiera provocado Sam… si Sam hubiera sido el causante de todo aquello… entonces solo podría estar furioso consigo mismo.

Inhaló todo el aire que pudo, se puso en pie de un salto y golpeó la puerta con un solo y frenético movimiento.

Nada.

Y volvió a golpear.

Nada.

Y otra vez, y tenía que volver a respirar, tenía que volver a hacerlo, pero el humo estaba por todas partes, en su nariz, en los ojos, y lo cegaba. Volvió a golpear y la puerta se abrió, lo que hizo que Sam cayera de bruces al suelo.

El humo concentrado en la habitación salió disparado hacia el pasillo, desenfrenado como un león que escapara de su jaula. Durante unos segundos se formó una capa de aire respirable a nivel del suelo y Sam tomó aliento. Tenía que esforzarse por no expulsarlo al toser. Si lo hacía, sabía que se moriría.

Y durante un solo segundo el apartamento estuvo parcialmente despejado. Como cuando las nubes se apartan un instante y te engañan con un poco de cielo azul y despejado antes de volver a correr una cortina oscura.

La niña estaba en el suelo, ahogándose, tosiendo. Era una niña muy pequeña, como mucho debía de tener cinco años.

—Aquí estoy —dijo Sam con voz ahogada.

Debía de tener un aspecto aterrador. Una figura grande envuelta en humo, con la cara tapada y hollín negro en el pelo, manchándole la piel.

Debía de parecer un monstruo. Esa era la única explicación. Porque la niña, la pequeña aterrorizada y presa del pánico, alzó ambas manos, con las palmas abiertas, y de esas manitas carnosas salió una ráfaga, una explosión, llamaradas puras.

Llamaradas. Saliendo de sus manos.

¡Llamaradas!

Dirigidas a él.

La explosión casi alcanzó a Sam. Pasó rugiendo por encima de su cabeza y chocó contra la pared detrás de él. Era como el napalm, como gasolina en gelatina, fuego líquido que se adhería a la pared al tocarla y ardía con una intensidad enloquecedora.

Sam permaneció un instante mirándola sin más, paralizado por la impresión.

Menuda locura.

Era imposible.

La niñita gritó aterrorizada y volvió a alzar las manos. Aquella vez no fallaría.

Aquella vez lo mataría.

Sin pensar, Sam extendió el brazo con la palma hacia fuera. Surgió un destello, brillante como si hubiera explotado una estrella.

La niña cayó de espaldas.

Sam se arrastró hasta ella temblando, con un nudo en el estómago, deseando gritar, pensando: «¡No, no, no, no!».

Agarró a la niña entre los brazos, temiendo que se despertara, y también que no lo hiciera, y se puso en pie.

La pared de su derecha cayó con un ruido semejante al cartón desgarrado. El yeso caía poco a poco, revelando la estructura del edificio, los paneles torneados y los tablones de medida estándar. El fuego estaba dentro de la pared.

Un estallido de calor, como si abrieran un horno, hizo que Sam se tambaleara. Astrid había dicho que no era el fuego lo que te mataba. Pues bien, no había visto aquel fuego, ni imaginado que una niña pudiera lanzar llamas con las manos.

Sam sostenía a la pequeña en brazos. El fuego seguía a sus espaldas y a su derecha, quemándole las pestañas, asándole la piel.

Pero había una ventana justo delante.

Sam avanzó a trompicones. Soltó a la niña como si fuera una bolsa de basura y abrió la ventana de golpe con ambas manos. El humo lo rodeaba, y el fuego corría hacia la nueva fuente de oxígeno.

Sam braceó en la oscuridad en busca de la niña hasta encontrarla. La levantó y allí mismo, milagrosamente, había un par de manos esperando para cogerla. Unas manos tendidas a través del humo, que parecían casi sobrenaturales.

Sam volvió a desplomarse contra el alféizar y quedó medio colgando por la ventana hasta que alguien lo agarró, lo arrastró y deslizó por la escalera de aluminio. Se iba golpeando la cabeza con los escalones, pero no le importaba lo más mínimo porque allí fuera había luz y aire, y a través de los ojos entrecerrados y llorosos veía el cielo azul.

Edilio y un niño llamado Joel lo llevaron hasta la acera.

Alguien lo roció con una manguera. ¿Pensaba que estaba en llamas?

¿Lo estaba?

Sam abrió la boca y tragó ansioso el agua fría, que le chorreó por toda la cara.

Pero no lograba mantenerse consciente. Flotaba. Flotaba de espaldas mecido por una ola suave.

Su madre estaba ahí. Estaba sentada en el agua a su lado. Con la barbilla apoyada en las rodillas. No lo miraba.

—¿Qué? —le preguntó Sam.

—Olía a pollo frito —respondió ella.

—¿Qué?

Su madre se acercó hasta él y le dio una sonora bofetada.

Sam abrió los ojos de golpe.

—Perdona —se excusó Astrid—. Tenía que despertarte.

La chica se arrodilló junto a él y le colocó algo sobre la boca. Una mascarilla de plástico. Oxígeno.

Sam tosió y respiró. Apartó la mascarilla y vomitó, allí mismo en la acera, doblado como un borracho en un callejón.

Astrid apartó la mirada discretamente. Sam pensó que ya se avergonzaría más adelante. En aquel momento se alegraba de poder vomitar.

Respiró más oxígeno.

Quinn sostenía la manguera de jardín. Edilio se apresuró a enganchar una de las mangueras más grandes a la boca de riego. Salió un reguero de agua cuando Edilio giró una llave inglesa larga y abrió la boca de riego, un chorreo. Los niños del otro extremo se peleaban con la manguera como si lo hicieran con una pitón. En otra ocasión habría resultado divertido.

Sam se incorporó. Seguía sin poder hablar.

Asintió ante media docena de niños arrodillados en torno a la pequeña pirómana. Era afroamericana y su piel parecía aun más negra debido a la capa de hollín que la cubría. Se le había caído el pelo de una parte de la cabeza, chamuscado. En el otro lado llevaba una coleta sujeta con una goma rosa.

Sam supo por la actitud reverente de los niños arrodillados lo que había pasado. Lo sabía, pero tuvo que preguntarlo de todos modos, con voz ronca y leve.

—Lo siento, Sam. —Astrid meneó la cabeza. Sam asintió—. Sus padres debían de tener la cocina encendida cuando han desaparecido. Eso es lo que ha debido de causar el incendio. O quizás un cigarrillo.

«No», pensó Sam. No, no había sido eso.

La niña tenía poderes. Tenía los mismos poderes que Sam, o al menos parte de ellos.

El poder que él empleó cuando le entró el pánico para crear una luz imposible.

El poder que empleó en una ocasión, y con el que casi mata a alguien.

El poder que acababa de utilizar otra vez, condenando a morir a la persona que tanto se esforzaba por salvar.

Y no era el único. No era el único raro. Había —o había habido— al menos otra persona.

De alguna manera, saberlo le inquietaba.