TREINTA Y OCHO

74 HORAS, 10 MINUTOS

ASTRID —DIJO EDILIO—, siento lo de tu casa.

Astrid le apretó la mano.

—Ya… tengo que admitir que me ha resultado duro ver eso…

—Puedes quedarte en el parque de bomberos conmigo, Sam y Quinn —ofreció Edilio.

—No pasa nada. Petey y yo vamos a vivir con la madre Mary y el hermano John durante un tiempo. Casi nunca están en casa. Y cuando están, pues, ya sabes, está bien tener a gente cerca.

Los tres, Edilio, Astrid y Pete, estaban en la oficina que antes pertenecía al alcalde de Perdido Beach y recientemente había ocupado Caine Soren. Sam se había resistido a la idea de instalarse en ella, porque parecía que se hacía el importante. Pero Astrid insistió en que los símbolos eran importantes y en que los chicos querían pensar que había alguien al mando.

Acomodó a Pete en una silla y le entregó una bolsa de cereales de arroz. A Pete le gustaban solos, sin leche.

—¿Dónde está Sam? —preguntó la chica—. ¿Y por qué estamos aquí?

Edilio parecía incómodo.

—Tenemos algo que enseñarte…

Sam abrió la puerta. No sonrió al ver a Astrid. Miró a Pete preocupado, saludó y añadió:

—Astrid, hay algo que quiero que veas y que creo que Pete no debería ver.

—No lo entiendo.

Sam se hundió en la silla que antes ocupaba Caine. Astrid se quedó impresionada al percatarse de lo mucho que se parecían los dos chicos. Y de lo distinto que expresaban sus rasgos similares. Mientras Caine ocultaba su arrogancia y crueldad bajo una apariencia decidida y controlada, Sam dejaba que las emociones se le notaran en la cara. En aquel momento estaba triste, agotado y preocupado.

—Me pregunto si Pete podría sentarse con Edilio en la otra habitación.

—Eso no tiene muy buena pinta… —empezó a decir Astrid, y la expresión en el rostro de Sam no la contradijo.

Astrid consiguió que Pete se levantara, no sin esfuerzo. Edilio se quedaría con él.

Sam tenía un DVD en la mano.

—Ayer envié a Edilio a la central nuclear para buscar dos cosas. Primero, un alijo de armas automáticas de la caseta del guarda.

—¿Ametralladoras?

—Sí. No solo para tenerlas, sino para asegurarnos de que los otros no las cogen.

—O sea que ahora competimos por las armas…

El tono de Astrid pareció irritar a Sam.

—¿Quieres que se las deje a Caine…?

—No te estaba criticando, yo solo… ya sabes. Chicos de noveno y ametralladoras: cuesta imaginarse un final feliz.

Sam se tranquilizó, e incluso sonrió.

—Sí. La expresión «chicos de noveno con ametralladoras» no va precisamente seguida de «pasan un buen día».

—No me extraña que tuvieras tan mala cara —señaló Astrid, pero nada más decirlo supo que se equivocaba.

Tenía algo más que contarle. Algo peor. Del DVD.

—Me he estado preguntando, igual que tú, ¿por qué la ERA parece rodear a la central nuclear? Dieciséis kilómetros en cada dirección. ¿Por qué? Así que Edilio se puso a investigar vídeos de seguridad de la central.

Astrid se puso en pie de repente, sorprendiéndose a sí misma.

—No debería dejar a Petey a solas…

—Sabes lo que contiene este DVD, ¿verdad? —No era una pregunta—. Lo adivinaste aquella primera noche. Me acuerdo de cuando mirábamos el mapa en vídeo. Pasaste el brazo a Pete y me miraste de forma muy rara. Entonces no supe qué pensar de aquella mirada.

—Entonces no sabía si podía confiar en ti —se excusó ella.

Sam metió el DVD en el reproductor y encendió el televisor.

—Se oye bastante mal.

Astrid veía la sala de control de la central nuclear desde una cámara con gran angular situada en lo alto.

La cámara mostraba la sala de control con cinco adultos, tres hombres y dos mujeres. Uno de ellos era el padre de Astrid. La imagen provocó que se le hiciera un nudo en el estómago. Ahí estaba su padre, meciéndose en la silla, bromeando con la mujer de la estación de al lado, inclinándose hacia delante para rellenar unos papeles.

Y, sentado en una silla contra la pared del fondo, con el rostro iluminado por la Game Boy omnipresente, estaba Pete.

Se oía una conversación, pero era ininteligible.

—Ahora viene… —anunció Sam.

De repente se oyó un claxon, un ruido discordante y distorsionado.

Todos los de la sala de control dieron un brinco. La gente se acercó corriendo a los monitores, a las lecturas de instrumentos. El padre de Astrid lanzó una mirada preocupada en dirección a su hijo, pero enseguida se inclinó hacia su monitor, mirándolo fijamente.

Otras personas entraron en la sala y se acercaron con eficiencia muy ensayada a los monitores que no miraba nadie.

Se gritaron instrucciones precipitadas los unos a los otros.

Saltó una segunda alarma, más estridente.

Saltó una luz de alarma estroboscópica.

Todos los rostros estaban asustados.

Y Pete se mecía frenéticamente, con las manos en los oídos. Su rostro inocente reflejaba dolor.

Los diez adultos concentrados en la sala reflejaban de un modo terrible sus esfuerzos por controlar la desesperación. Pulsaban teclas, apretaban interruptores. El padre de Astrid agarró un manual grueso y empezó a pasar las páginas a toda velocidad, mientras la gente gritaba y las alarmas atronaban y Pete chillaba, chillaba con las manos sobre los oídos.

—No quiero ver esto —dijo Astrid, pero no podía apartar la vista.

Pete se puso en pie y corrió hasta su padre, pero el padre, frenético, lo apartó. Pete chocó contra una silla y fue a parar contra la mesa larga, mirando un monitor que mostraba, intermitente, una señal de advertencia de color rojo fuerte.

El número catorce.

—Código uno-cuatro —explicó Astrid, abatida—. Se lo oí decir una vez a mi padre. Es un código para la fusión del núcleo. Bromeaba con eso. Código uno-uno, un pequeño problema; código uno-dos, te preocupas; código uno-tres, llamas al gobernador; código uno-cuatro, te pones a rezar. Y el siguiente paso, el código uno-cinco es… la destrucción.

En el DVD, Pete se apartaba las manos de los oídos.

El claxon no cesaba.

Un destello cubrió toda la pantalla. Hubo varios segundos de imagen estática.

Cuando la imagen se estabilizó, la señal de alarma se silenció. Y Pete estaba solo.

—Astrid, te habrás fijado en que la fecha indicada en la cinta es el 10 de noviembre a las 10:18. El momento exacto en que todas las personas mayores de catorce años desaparecieron.

En la cinta, Pete dejó de llorar.

Ni siquiera miró a su alrededor, sino que volvió hacia donde estaba sentado, recuperó su consola y siguió jugando.

—Pete provocó la nueva ERA —afirmó Sam.

Astrid se tapó el rostro con las manos. Se sorprendió por las lágrimas que le brotaban, y por la fuerza que tenían. Se esforzó por dejar de sollozar, pero tardó varios minutos en poder volver a hablar. Sam esperó pacientemente.

—No sabía lo que hacía —gimió Astrid en voz baja y temblorosa—. No sabe lo que hace. No como nosotros. No como si pudiera pensar: «Si hago esto, pasará esto otro».

—Eso ya lo sé.

—No puedes echarle la culpa.

Astrid levantó la vista. Le llameaban los ojos, desafiantes.

—¿Echarle la culpa? —Sam se acercó para sentarse junto a ella en el sofá. Tan cerca que les rozaban las piernas—. Astrid, parece mentira que te diga esto, pero creo que has pasado algo por alto.

Astrid volvió su cara llorosa hacia él, preguntándose qué había pasado por alto.

—Astrid, se estaba produciendo una fusión. No parecía que lo tuvieran controlado. Todos parecían muy asustados.

Astrid ahogó un grito. Sam tenía razón: se le había pasado por alto.

—Él detuvo la fusión. Una fusión que podría haber matado a todos los de Perdido Beach…

—Sí. No me enloquece el modo en que lo hizo, pero puede que nos salvara la vida a todos.

—Él detuvo la fusión —repitió Astrid, sin entenderlo aún del todo.

Sam sonrió, e incluso se rio.

—¿Qué es lo que te divierte tanto? —quiso saber la chica.

—He entendido algo antes que Astrid la Genio. Cómo lo estoy disfrutando. Déjame que me regodee un minuto.

—Disfrútalo, puede que no vuelva a suceder…

—Ah, créeme… ya lo sé. —Sam le cogió la mano, y ella se alegró mucho de sentir su tacto—. Nos salvó. Pero también creó toda esta cosa tan rara.

—No toda. —Astrid meneó la cabeza—. Las mutaciones son precedentes a la ERA. De hecho, las mutaciones fueron el requisito necesario para que surgiera la ERA, sin las cuales la ERA no se habría dado.

Sam se negaba a dejarse impresionar.

—Puedes insistir todo lo que quieras en los «precedentes» y «requisitos», pero yo sigo regodeándome.

Astrid levantó la mano de Sam hasta ponerla en sus labios y le besó los dedos. Entonces lo soltó, se puso en pie, recorrió la habitación arriba y abajo, se detuvo y comentó:

—Diana. Habla de ello como si fueran las barras de los teléfonos móviles. Dos barras, tres barras. Caine tiene cuatro. Tú también, me imagino. Petey… debe de tener cinco, o siete…

—O diez…

—Pero Diana cree que es como la recepción. Como que algunos tenemos mejor que otros. Si es verdad, entonces no generamos la energía, solo la usamos, la focalizamos.

—¿Y?

—¿Y de dónde viene? Para ampliar la analogía: ¿dónde está la torre de telefonía? ¿Qué es lo que genera la energía?

Sam se levantó suspirando.

—Una cosa es segura: que esto no salga de aquí. Lo sabe Edilio, lo sé yo y lo sabes tú. Nadie más debe saberlo.

Astrid asintió.

—La gente lo odiaría. O intentaría utilizarlo.

Sam asintió.

—Ojalá…

—No. —Astrid se encogió de hombros indicando que no había nada que hacer—. No hay modo de que deshaga lo que hizo.

—Es una pena —comentó Sam, con una sonrisa irónica que no le llegó a los ojos—. Porque tictac, tictac…

Lana avanzaba a trompicones en la noche.

Otra vez con los coyotes. Reviviendo la pesadilla.

Y, para colmo, Drake y Howard iban dando tumbos con ella.

Drake con su pistola. Drake maldiciendo por el dolor.

Y Howard llamando a Orc constantemente.

Pero el mayor motivo de sufrimiento era el temor al pozo de la mina y lo que yacía al fondo.

Había desobedecido a la Oscuridad.

¿Qué le haría el monstruo furioso?

—Vamos a parar e intentaré arreglarle el brazo a Drake, ¿de acuerdo? —suplicó.

—No parar —gruñó el líder de la manada.

—Déjame intentarlo…

El líder de la manada la ignoró, y corrieron y tropezaron y se levantaron y corrieron un poco más.

No había escapatoria. Ninguna posibilidad de escapar.

A no ser…

Lana se acercó a Drake.

—¿Y si no me deja curarte?

—No intentes jugármela —respondió Drake lacónicamente—. En cualquier caso, ahora quiero ver esa cosa que te da tanto miedo.

—No, no creo que quieras —le aseguró Lana.

—¿Qué es? —preguntó Howard, nervioso, casi tan asustado como la propia Lana.

Pero la chica no tenía respuesta para esa pregunta.

Cada paso que daban les costaba más, y el líder de la manada le mordió varias veces para hacerla avanzar. Cuando no lo hacía, era Drake quien agitaba la pistola, amenazándola con palabras, gestos y miradas.

Llegaron al campamento minero abandonado después de la puesta de la luna y con las estrellas desvaneciéndose antes del anuncio del amanecer.

En la vida había tenido tanto miedo. Era como si le hubieran sacado toda la sangre y la hubieran sustituido por barro frío. Apenas podía moverse. Su corazón latía con fuerza, le golpeaba en el pecho. Quería acariciar a Patrick, consolarse un poco con él, pero no podía inclinarse, no conseguía hablar. Se mantenía muy contenida, silenciosa, rígida.

«Voy a morir aquí», pensó.

—Luz humana —dijo el líder de la manada arrastrando las palabras.

Señaló una linterna encajada entre las rocas. Howard saltó a cogerla y la encendió. Le temblaba tanto la mano que la luz bailoteaba por las paredes rocosas, proyectando sombras voladoras como fantasmas que se movieran a toda velocidad.

Ahora era Drake el que parecía desconfiar, tenía miedo de algo que no lograba explicarse. Hacía preguntas, cada vez más agitado, mientras se adentraban en el frío glacial de la mina.

—Que alguien me diga lo que vamos a ver —insistía Drake…

—Tengo que saber a qué nos enfrentamos.

—Será mejor que hablemos de nuestro acuerdo.

—¿Cuánto queda?

Mientras hablaban descendían por el pozo.

Lana tenía que forzar cada respiración, tenía que recordarse: respira, respira…

Patrick se había ido. Los había abandonado en la entrada de la mina.

—Colega… no… no puedo hacer esto —tartamudeó Howard—. Tengo que… que…

Le faltaba el aliento.

—Cállate —le espetó Drake, alegrándose de tener a alguien con quien pagar sus frustraciones.

Howard se volvió de repente y echó a correr, llevándose la linterna con él.

El líder de la manada aulló una orden y dos coyotes salieron a perseguirlo.

Sin linterna, Lana veía el débil brillo verdoso de las paredes. Oscuridad por detrás. Y Oscuridad por delante.

—Déjalo marchar —pidió Drake—. Howard no es importante. Yo sí —dijo con un hilo de voz.

Lana cerró los ojos con fuerza, pero de algún modo el brillo verde conseguía penetrar sus párpados, como si pudiera brillar a través de la carne, penetrar en su cráneo.

Ya no podía avanzar más, y cayó de rodillas.

Ya estaban muy cerca. Quedaba ahí mismo, ahí delante, en la siguiente curva. Era un montón de piedras machacadas brillante, deslizante, móvil. La Oscuridad introdujo unos dedos helados invisibles en su mente, y Lana supo que hablaba sus palabras.

—¡La curandera! —exclamó en una versión torturada y maníaca de su propia voz.

Mantenía los ojos cerrados, pero notó que Drake se arrodillaba junto a ella.

—¿Por qué vienes a verme? —gritó Lana como una marioneta, no era más que una herramienta al servicio de la Oscuridad.

—El coyote… —logró decir Drake.

—Líder de la manada fiel —dijo la Oscuridad a través de Lana—. Obediente, pero aún no igual a humano.

—Abre los ojos —se decía Lana—. Sé valiente. Sé valiente. Mírala, enfréntate, lucha.

Pero la Oscuridad estaba en su cabeza, empujando e insistiendo, curioseando sus secretos, riéndose de su resistencia patética.

Aun así abrió los ojos. Se había pasado toda la vida desafiándolo todo, y eso le daba fuerzas. Pero mantenía la vista baja, era lo bastante fuerte para obligarse a abrirlos pero le aterrorizaba demasiado mirar a aquella cosa a la cara.

Las piedras bajo sus rodillas brillaban.

La estaba tocando, tocaba la parte inferior de aquella cosa.

El líder de la manada se postró en el fondo de la cueva junto a Lana, apoyándose sobre el pecho.

De repente, Lana sintió una descarga eléctrica de una fuerza aterradora. Arqueó la espalda, volvió la cabeza hacia atrás y abrió los brazos de par en par.

El dolor era como si un carámbano se le clavara en el ojo y luego le presionara el cerebro. Intentó gritar, pero no consiguió emitir ningún sonido.

Entonces la cosa desapareció y Lana cayó de espaldas, con las piernas aún dobladas. Intentó respirar como un pez en la tierra, incapaz de llenarse los pulmones.

—Desafío… —gruñó con una voz que no era la suya.

—Me tiene que arreglar el brazo —intervino Drake—. Si la matas no podrá ayudarme.

—Eres muy atrevido al exigir —dijo la Oscuridad a través de Lana.

—¡No… es… que… quiero mi brazo! —gritó Drake entrecortadamente.

Lana se percató de que volvía a respirar. Tragó oxígeno. Empujó para levantarse del suelo, apartándose centímetro a centímetro de la Oscuridad.

Drake emitió un gemido agónico. Lana lo veía tal y como había estado ella, como si se hubiera agarrado a un cable eléctrico. Su cuerpo se agitaba como una marioneta.

Entonces la Oscuridad lo soltó.

—Ah… —la Oscuridad forzó un rictus en el rostro de Lana—. He encontrado un maestro mucho mejor para ti, líder de la manada.

El coyote se había atrevido a levantarse, pero mantenía la cola y la cabeza alineadas en una postura sumisa. Miró a Drake, que continuaba doblado, agarrándose el brazo dolorido.

—Este humano os enseñará a matar humanos —señaló Lana.

Drake habló como si cada sílaba resultara un esfuerzo.

—Sí pero… mi brazo…

—Dame el brazo —dijo Lana y, sin quererlo, se arrastró hasta Drake.

El chico se puso en pie, temblando pero decidido, y extendió el muñón quemado y cercenado.

—Te daré un brazo que no ha tenido ningún humano —dijo la Oscuridad a través de Lana—. No tienes ninguna magia, humano, pero la chica servirá.

Drake se movió a una velocidad sorprendente. Se dio la vuelta y tiró a Lana del pelo.

—Cógeme el brazo —dijo Drake entre dientes.

Lana colocó la mano temblorosa sobre la carne quemada. Notaba el hueso recién cortado por debajo y le entraban ganas de vomitar.

Pero el brillo aumentó. Lana sintió el cuerpo entero lleno de él, no cálido sino frío, frío como el hielo.

La carne de Drake estaba creciendo.

Notaba como se movía bajo los dedos. Pero no era carne humana.

No era humana en absoluto.

—No… —susurró la chica.

—Sí —respiró Drake—. Sí…