TREINTA Y SIETE

79 HORAS, 00 MINUTOS

COOKIE SE DIO la vuelta y se puso en pie. Aún se notaba las piernas débiles y temblorosas. Tuvo que sujetarse apoyándose en la mesa.

Pero se aguantaba con el brazo que había quedado completamente destrozado.

Dahra Baidoo estaba ahí, y Elwood también, mirándolo como si presenciaran un milagro.

—Supongo que lo es… —se dijo Lana.

—No me duele… —comentó Cookie.

Se rio. Se reía incrédulo, no podía creérselo. Giró el brazo hacia delante y hacia arriba. Cerró los dedos en un puño.

—No duele…

—De acuerdo, nunca pensé que vería algo así.

Elwood meneó la cabeza lentamente.

Los ojos inyectados en sangre de Cookie se llenaron de lágrimas.

—No me duele, no me duele nada… —susurró para sí.

Probó a dar un paso. Y luego otro. Había perdido mucho peso. Estaba pálido, más que pálido, casi verde. Temblaba como un oso que caminara sobre sus patas traseras y estuviera a punto de tropezar. Tenía pinta exactamente de lo que era: un chico que había hecho un viaje de ida y vuelta al infierno.

—Gracias —susurró a Lana—. Gracias…

—No es cosa mía… no es más que… no sé lo que es.

Lana estaba cansada. Había tardado mucho en curar a Cookie. Llevaba en el hospital desde las ocho en punto de aquella mañana, la habían despertado los gritos de agonía del chico.

La herida de Cookie era mucho peor que su brazo roto. Había tardado más de seis horas en curarla, por lo que había perdido toda la energía acumulada durmiendo en el parque, y volvía a estar agotada. Estaba segura de que afuera brillaba un sol precioso, pero lo único que quería era una cama.

—Es esta cosa que hago… —Lana trató de contener un bostezo y se estiró para distender la espalda—. No es más que… una cosa…

Cookie asintió. Entonces hizo algo que nadie esperaba. Se puso de rodillas frente a una Dahra perpleja.

—Tú me has cuidado…

Dahra se encogió de hombros y parecía sumamente incómoda.

—Está bien, Cookie.

—No. —El chico le cogió la mano torpemente e inclinó la frente hacia ella—. Cualquier cosa que quieras. Cualquier cosa. En cualquier momento. Siempre. —Las lágrimas le impedían hablar bien—. Cualquier cosa.

Dahra le hizo ponerse otra vez en pie. Antes era tan grande y pesado como Orc. Aún era lo bastante grande para sobrepasar a Dahra.

—Tienes que empezar a comer… —le dijo la chica.

—Sí, comer. ¿Y luego qué hago?

Dahra empezaba a exasperarse.

—No lo sé, Cookie.

Entonces Lana tuvo una idea.

—Vete a buscar a Sam. Pronto habrá una pelea.

—Puedo pelear —aseguró Cookie—. En cuanto coma algo y, bueno, recupere parte de la fuerza.

—McDonald’s está abierto —comentó Dahra—. Prueba la torriburguesa. Está mejor de lo que parece.

Cookie se marchó.

—Lana, sé que es por Cookie, pero siento como si también me hubieras salvado la vida a mí. Me he vuelto loca cuidándolo —le explicó Dahra.

A Lana la incomodaba la gratitud. Siempre la había incomodado, incluso en las cosas sin importancia. Y la idea de que la gente le diera las gracias por hacer casi milagros le resultaba ridícula.

—¿Sabes algún lugar donde pueda dormir, algo parecido a una cama? —preguntó.

Elwood llevó a Patrick y a ella a su casa. Quedaba a menos de un kilómetro de la plaza y cuando llegaron Lana iba prácticamente sonámbula.

—Entrad —les invitó Elwood—. ¿Quieres comer algo?

Lana negó con la cabeza.

—Solo quiero un lugar para… ese sofá.

—Puedes usar el dormitorio de arriba.

Lana ya estaba boca abajo en el sofá. Se durmió al cabo de un segundo.

Cuando despertó era de noche. Tardó un rato en saber dónde estaba.

Elwood se había preocupado de dar de comer a Patrick. Había un plato rebañado en el suelo de baldosas de la cocina. Patrick estaba enroscado delante de una chimenea de gas, aunque no había fuego.

Lana se moría de hambre, así que investigó la cocina, sintiéndose como una ladrona. Habían vaciado la nevera a excepción del zumo de limón, la salsa de soja, un envase de cartón de leche y zumo caducado y una lechuga pasada.

El congelador estaba mejor. Había alitas de pollo picantes, algo en un Tupperware, y pizza de pepperoni para el microondas.

—¡Ah, sí, eso!

Metió la pizza en el microondas y tecleó los números. Era fascinante verla dar vueltas. Se le hacía la boca agua. No se concentraba en otra cosa que en esperar que el microondas pitara.

Se comió la pizza rasgándola con las manos, doblando los trozos pegajosos y recogiendo lo que hubiera resbalado por la encimera.

—Ah, ¿tú también quieres? —preguntó a Patrick cuando apareció meneando el rabo, ansioso.

Le arrojó un pedazo que el perro atrapó en el aire.

—Bueno, ya ha pasado, ¿no, muchacho?

Lana encontró la ducha del dormitorio principal en el piso de arriba y se pasó media hora bajo el chorro de agua caliente. El agua caía roja y marrón por el desagüe.

Entonces hizo pasar a Patrick, lo enjabonó, lo aclaró y lo hizo salir para que se sacudiera el agua como un poseso y salpicara todo el baño.

Lana se envolvió en una toalla y se dispuso a explorar la casa en busca de ropa. Elwood no parecía tener hermanas, pero su madre era menuda, así que Lana consiguió hacerse un conjunto ciñéndose y atándose la ropa.

Recogió la ropa vieja y casi se desmaya de lo que apestaba.

—Ay, Dios mío, Patrick, ¿y yo olía a esto? Tengo que quemar estas cosas.

Pero se contentó con meter la ropa ensangrentada, embarrada, sudada, desgarrada y harapienta en una bolsa de basura. Por desgracia tenía que quedarse con los zapatos viejos: los de la madre de Elwood eran un par de números más grandes.

Bajó trotando las escaleras. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien. Entonces vio el teléfono y no pudo resistir el impulso de descolgarlo. De llamar a su madre, de contárselo a su madre…, bueno, de algo. Ya sabía lo que le había contado todo el mundo sobre la ERA. Pero aun así…

—No hay señal, Patrick.

A Patrick no le interesaba.

—¿Sabes qué, Patrick? Me voy a quedar sentada llorando un rato.

Pero no le salían las lágrimas. Así que finalmente suspiró y se llevó una Pepsi Diet caliente hasta el porche.

Era noche cerrada. La calle estaba tranquila. Se encontraba en la ciudad en la que se crio pero de la que hacía tiempo que se había marchado. Se había topado con algunos chicos que conocía de entonces, pero la mayoría no la reconoció por lo sucia que iba.

Puede que a partir de entonces la gente al menos la conociera. Aunque se le ocurrió que era probable que Sam, Astrid y Edilio no la reconocieran ahora que estaba limpia.

—Tengo ganas de ir a algún sitio —comentó a Patrick—. Pero no sé dónde.

Un coche giró la esquina. Se movía despacio. Quienquiera que estuviera al volante no era un conductor experimentado.

Lana se puso tensa, preparándose para escabullirse otra vez dentro y cerrar la puerta. Levantó la mano para saludar con cautela, pero no veía al conductor y no parecía que fuera a pararse a charlar. El coche continuó calle abajo hasta girar.

—Algún tipo de patrulla —comentó a Patrick.

Permaneció un rato más en el porche antes de volver a entrar.

Y, entonces, reconoció al instante al chico que estaba de pie en la cocina.

Patrick gruñó y erizó el lomo.

—Hola, rara —saludó Drake.

Lana se echó hacia atrás, pero era demasiado tarde. Drake la apuntó con su arma.

—Soy diestro. Al menos solía serlo. Pero aún puedo acertarte desde esta distancia.

—¿Qué quieres?

Drake extendió el muñón de su brazo derecho. Ya no tenía brazo a partir del codo.

—¿Qué crees que quiero?

La única vez que había visto a Drake Merwin le había recordado al líder de la manada: fuerte, alerta, peligroso. Pero había pasado de esbelto a demacrado, la sonrisa de tiburón se había convertido en una mueca tensa y tenía los ojos enrojecidos. Su mirada, que antes dibujaba una lánguida amenaza, se había vuelto intensa, abrasadora. Parecía que lo hubieran torturado hasta no poder más.

—Lo intentaré —dijo Lana.

—Harás algo más que eso.

Drake se retorció de dolor, con el rostro crispado. Soltó un gemido bajo e inquietante.

—No sé si puedo hacer que te crezca un brazo entero. Déjame tocarlo.

—Aquí no —le chistó Drake, e indicó con la pistola—. Por la puerta de atrás.

—Si me disparas, no podré ayudarte.

—¿Puedes curar perros? ¿Qué te parece si le vuelo los sesos? ¿Puedes curar eso, rara?

El coche que antes había visto Lana aparcado, con el motor en marcha, estaba en el callejón detrás de la casa. El chico llamado Panda iba al volante.

—No me hagas hacer esto —le suplicó Lana—. Te ayudaría en cualquier caso. No tienes por qué hacerlo.

No servía de nada discutir. La poca conciencia que hubiera podido tener Drake alguna vez había muerto junto con su brazo.

Así que se marcharon a través de la ciudad dormida. Hacia la noche.

Howard vio con sus propios ojos el pequeño ejército que Sam había reunido. Los vio invadir Ralph’s. La tienda estaba sin vigilar, lo que significaba que los demás sheriffs habían decidido apartarse de su camino y marcharse de allí.

—Es que hay demasiados —había concluido Howard.

Así que Orc y él robaron un coche para dirigirse a la Academia Coates. Pero dieron un giro equivocado en algún punto del camino y acabaron en una carretera de tierra que conducía al desierto mientras caía la noche.

Retrocedieron intentando rehacer el camino, pero eso tampoco había funcionado. Y al final se les había acabado la gasolina.

—Esta idea estúpida ha sido tuya… —murmuró Orc.

—¿Y qué querías hacer? ¿Quedarte en la ciudad con Sam? Tenía a veinte chicos con él.

—Podría patearle el culo.

—Orc, no seas estúpido —le espetó Howard, frustrado—. Si Caine no está allí, y Drake no está allí, y Sammy vuelve a la ciudad como si fuera un gran qué ¿qué crees que significa? Quiero decir, vamos Orc, piensa un poco.

Orc entrecerró sus ojos porcinos.

—No me llames estúpido. Si tengo que hacerlo, te patearé los piños.

Howard perdió veinte minutos intentando que Orc se sintiera mejor. Pero seguían sentados en un coche parado en mitad de la nada.

—Veo una luz… —anunció Orc.

—Ay, sí…

Howard bajó del coche de un salto y empezó a correr. Orc avanzaba pesadamente detrás de él.

Los dos faros de un coche se desplazaban describiendo un ángulo en el que podrían cruzarse con ellos. Pero si no corrían, el coche no los vería, nunca los vería.

—¡Date prisa! —gritó Howard.

—¡Alcánzalo! —apremió Orc a Howard, ya que dejó de correr y pasó a caminar con gran esfuerzo.

—¡Vale! —gritó Howard. Pero se le enganchó el pie con algo, y cayó desparramado en la tierra. Se levantó y fue entonces cuando notó el dolor agudo en el tobillo—. Pero ¿qué…?

Se quedó paralizado. Había algo fuera en la oscuridad. No era Orc, era algo que apestaba y jadeaba como un perro.

Howard se levantó de golpe y echó a correr.

—¡Algo me persigue! —gritó.

Las luces del coche se dirigían hacia él. Podía conseguirlo. Podía conseguirlo. Si no volvía a caerse. Si el monstruo no lo atrapaba antes.

Los pies de Howard alcanzaron el asfalto y quedó iluminado de un blanco brillante. El coche paró en seco con un chirrido.

No se veía al monstruo por ningún sitio.

—¿Howard?

Howard reconoció la voz. Panda se asomaba por la ventanilla.

—¿Panda? Tío, me alegro de verte. Hemos estado…

Algo oscuro y rápido saltó y se agarró del brazo de Panda, que soltó un chillido.

Procedente del interior del coche, un perro ladró frenéticamente.

Algo golpeó a Howard en la espalda y el chico cayó en la calzada apoyándose en manos y rodillas.

El coche dio una sacudida hacia delante. El parachoques se detuvo a quince centímetros de la cabeza de Howard.

Entonces se oyó un grito, una voz masculina. Era Orc. Orc que estaba ahí detrás en la oscuridad, en alguna parte.

Había perros por todas partes, arremolinándose en torno a Howard. No, se percató de que no eran perros, sino lobos. Coyotes.

Se abrió la puerta del coche, y Panda cayó, medio enzarzado con un coyote.

Se oyó un estruendo y surgió una ráfaga de luz naranja.

Pero los coyotes no pararon.

Otro disparo, y uno de los coyotes aulló de dolor. Drake bajó tambaleándose, como un espantapájaros ante los faros del coche.

Entonces los coyotes se apartaron de la luz, pero de ninguna manera se fueron. Howard se levantó despacio.

Drake apuntó con la pistola a la cara de Howard.

—¿Me has lanzado estos perros?

—¡A mí también me han mordido, hombre! —protestó Howard. Entonces gritó al desierto—: ¡Orc! ¡Orc, tío! ¡Orc!

Una voz como de grava mojada, pero con un inquietante tono agudo, habló:

—Da hembra.

Howard escudriñó la noche intentando entenderla. Pero no era Orc. ¿Dónde estaba Orc?

—¿Qué hembra? —exigió Drake—. ¿Quiénes sois?

Lentamente, de todos los flancos, alrededor del coche, el desierto empezó a moverse. Las sombras se deslizaban hacia ellos. Howard se encogió, pero Drake se mantuvo firme.

—¿Quién hay ahí fuera? —preguntó.

Un coyote sarnoso con el hocico dañado que le marcaba una mueca siniestra se aproximó al círculo de luz. Howard casi se vuelve a caer al darse cuenta de que era el coyote el que hablaba.

—Da hembra.

—No. —Drake se recuperó enseguida del impacto—. Es mía. Necesito que me cure el brazo. Tiene el poder y quiero recuperar mi brazo.

—Tú eres nada —se burló el coyote.

—Soy el chico de la pistola —replicó Drake.

Los dos, tal para cual en opinión de Howard, se miraron con ojos penetrantes.

—¿Qué quieres de ella? —exigió Drake.

—Oscuridad dice: trae hembra.

—¿Oscuridad? ¿Y eso qué es?

—Da hembra. —El líder de la manada volvía a su único pensamiento—. O matamos todos.

—Os mataré yo a todos.

—Tú muere —insistió el líder de la manada, tozudo.

A Howard le pareció que había llegado la hora de intervenir.

—Chicos, chicos. Parece que estamos empatados. ¿Así que por qué no hacemos un trato?

—¿De qué hablas?

—Mira, Drake, ¿has dicho algo de que la hembra te cure el brazo?

—Tiene el poder. Quiero mi brazo.

—Y usted, señor… coyote. ¿Tiene que llevarla con otro perro llamado Oscuridad?

El líder de la manada miró a Howard de un modo que indicaba que se estaba planteando cómo cazarlo y comérselo.

—Pues bien —a Howard le temblaba la voz—, creo que puedo cerrar un trato.