TREINTA Y SEIS

84 HORAS, 41 MINUTOS

—¡SUJÉTALO! —GRITÓ DIANA.

Su voz se oía muy lejana. Drake Merwin la oía borbotear a través de un grito rojo que le llenaba el cerebro.

Gritos, gritos, gritos por todas partes, por todo su cerebro, de un millón de bocas, alzándose y cayendo, buscando aire.

—Puedo sujetarlo —dijo una voz, la de Caine—. Nos apartamos a la de tres. Uno… dos…

Drake se agitaba como un loco, desatado, chillando, pataleando, se hacía daño pero era incapaz de parar. El dolor era… nunca había sentido un dolor igual, nunca había imaginado un dolor parecido.

Una fuerza lo aprisionaba como si un millar de manos lo sujetaran firmemente.

—¿Tienes la sierra? —preguntó Diana, nada arrogante, nada arrogante en absoluto, sino sinceramente horrorizada.

Drake luchaba contra una fuerza invisible, pero Caine lo tenía sujeto con su poder telecinético. Lo único que Drake podía hacer era gritar y maldecir, y en realidad apenas lograba mover los músculos faciales para ello.

—No voy a hacerlo… —sollozó Panda—. No le voy a serrar el brazo, tío…

Esas palabras hicieron que Drake se estremeciera de miedo además de sentir dolor. ¿Su brazo? Iban a…

—Me matará si lo hago —gimió Panda.

—No voy a hacerlo —se sumaron varias voces—. Ni de coña.

—Yo lo haré —intervino Diana, asqueada—. Menuda panda de chicos duros. Dame la sierra.

—¡No, no, no! —aulló Drake.

—Es el único modo de parar el dolor. —Caine casi mostraba emociones, cierta piedad—. El brazo ya no sirve, Drake, tío…

—La chica… la rara —jadeó Drake—. Ella podrá arreglarlo.

—No está aquí —comentó Caine con amargura—. Se ha ido con Sam y el resto de esa gente.

—No me cortes el brazo —protestó Drake—. Déjame morir. Déjame morir y ya está. Dispárame.

—Lo siento. Pero todavía te necesito, Drake. Incluso manco.

Se oyó a alguien entrar a toda prisa en la habitación.

—Solo he podido encontrar Tylenol y Advil —anunció Jack el del ordenador.

—Vamos a acabar con esto —saltó Diana.

Estaba impaciente por lisiarlo. Tenía muchas ganas.

—Si lo haces, te matará —le advirtió Panda.

—Ah, Drake ya ha decidido qué es lo que quiere hacer —repuso Diana—. Aprieta el torniquete…

—Se desangrará hasta morir —le advirtió Jack—. Las arterias de su brazo deben de ser grandes.

—Tiene razón —intervino Caine—. Necesitamos un modo de sellar el muñón.

—Ya está cauterizado —le insistió Diana—. Solo tengo que cortar bajo la quemadura.

—Bueno, de acuerdo…

—No puedo pasar a través de tu campo de fuerza… ¿puedes retirarlo para mantenerle el lado izquierdo paralizado, e igual Panda y algunos de los otros chicos supuestamente duros pueden sujetarlo por el muñón?

—Al menos dame una toalla… no quiero tocar eso —comentó Panda con asco.

—¡Nadie va a amputarme el brazo! —bramó Drake—. ¡Mataré a cualquiera que me toque!

—Suéltalo, Caine —le pidió Diana.

Drake ya no sentía el elefante sobre su pecho, otra vez podía moverse. Pero ahora el rostro de Diana quedaba a escasos centímetros del suyo. El pelo oscuro de la chica colgaba sobre su cara llorosa.

—Escúchame, matón estúpido —empezó a decir Diana—. Vamos a quitarte el dolor. Mientras ese muñón quemado siga ahí, seguirás así. Gritarás y llorarás y te mearás en los pantalones. Sí, te has meado encima, Drake.

De alguna manera aquella afirmación sorprendió a Drake y le hizo callarse.

—Solo te queda una esperanza. Una. Que cortemos la parte muerta de tu brazo y lo hagamos sin que empieces a sangrar otra vez.

—Si alguien me amputa el brazo lo mato —insistió Drake.

Diana se apartó fuera de la vista de Drake.

—Hacedlo. Panda, Chunk. Agarrad el muñón —ordenó Caine.

Volvieron a cernirse sobre Drake, inmovilizándolo. No notaba la toalla que le envolvía el brazo o las manos que lo agarraban. Aquella parte de su brazo era hueso descubierto, toda la carne se había fundido, los nervios se habían quemado, estaban muertos. El dolor comenzaba más arriba, donde habían sobrevivido suficientes terminaciones nerviosas para torturar a su cerebro enfebrecido con una agonía inacabable.

—No ha sido Diana ni Panda ni Chunk, ni siquiera yo —intervino Caine—. No hemos sido ninguno de nosotros, Drake. Ha sido Sam quien te ha hecho esto, Drake. ¿Quieres que se salga con la suya? ¿O quieres vivir lo bastante para hacerle sufrir?

Drake oyó un ruido metálico y entrecortado. La sierra era demasiado grande para que Diana la manejara con facilidad. La hoja temblaba un poco al alinearla.

—De acuerdo. Sujetadlo. Iré tan rápido como pueda —anunció Diana.

Drake perdió el conocimiento, pero sus sueños eran tan dolorosos como su despertar. Entraba y volvía a salir tortuosamente: despierto gritaba, dormido lloraba.

Oyó un ruido seco a lo lejos cuando su brazo cayó al suelo.

Y, entonces, un frenesí repentino de carreras y gritos, órdenes y confusión, la imagen de Diana cosiéndole con una aguja y dedos ensangrentados. Todas las manos encima de él, presionándole tanto que le faltaba aire en los pulmones.

Mirando hacia arriba desde el fondo de un pozo profundo, Drake vio rostros lunáticos que lo miraban enloquecidos, rostros sangrientos como monstruos.

—Creo que vivirá —dijo finalmente una voz.

—Que Dios nos asista si vive.

—No. Que Dios asista a Sam Temple.

Y luego nada.

—Astrid, necesito que hables con estos chicos —le pidió Sam—. Averigua qué poderes tienen. Cuánto control tienen. Buscamos a todos los que puedan ayudar en una pelea.

Astrid parecía incómoda.

—¿Yo? ¿No debería hacerlo Edilio?

—Tengo una tarea distinta para Edilio.

Sam, Astrid, Pete y Edilio estaban en la plaza, sentados exhaustos en los escalones del ayuntamiento. Quinn se había ido, nadie sabía dónde. Habían dado de comer en Ralph’s a los chicos liberados de Coates —los Raros de Coates, como ahora se llamaban a sí mismos, orgullosos— y los volvía a alimentar Albert, que se paseaba entre ellos repartiendo hamburguesas. Algunos de ellos habían comido demasiado de una sola vez y habían vomitado. Pero a muchos aún les cabía una hamburguesa, aunque fuera sobre un gofre tostado con pepitas de chocolate.

Lana acababa de terminar de curar las manos de los refugiados. Se tambaleaba a causa del agotamiento hasta que Sam observó que sus piernas cedieron y cayó en la hierba. Antes de que pudiera incluso levantarse para pedir ayuda algunos de los chicos de Coates la tendieron con una delicadeza casi reverente. Enrollaron chaquetas para hacerle una almohada y tomaron prestada una manta de una tienda de campaña rota para colocársela por encima.

—De acuerdo, ya hablaré con ellos —accedió Astrid, pero seguía reticente—. No puedo leer a la gente como hace Diana.

—¿Eso es lo que te preocupa? No eres mi Diana. Y espero no ser tu Caine.

—Supongo que esperaba que, de algún modo, todo esto habría cesado. Al menos durante un tiempo.

—Creo que parará durante un tiempo. Pero primero tenemos que trazar un plan y asegurarnos de que estamos preparados cuando vuelva Caine.

—Tienes razón. —La chica sonrió débilmente—. En cualquier caso, tampoco es que estuviera soñando con una gran comida, una ducha caliente y horas y horas de sueño.

—Claro. No querrás empezar a ablandarte ahora, ¿no? —A Sam se le ocurrió otra cosa—. Pero oye, mantén a Pete contento, ¿eh? No quiero que desaparezcas de golpe.

—Eso sería una pena, ¿no? —añadió la chica con brusquedad—. Puede que intente el truco de Quinn: Hawái, Petey, Hawái.

Astrid se acercó a su hermano, se aseguró de que estaba bien y se sumergió en la multitud.

Sam se acercó a Edilio.

—Necesito que hagas algo.

—Lo que tú quieras.

—Hay que conducir. Y hay que guardar un secreto.

—El secreto no es problema. ¿Y conducir?

Tragó saliva como un personaje de dibujos animados.

—Necesito que cojas una furgoneta y vayas a la central nuclear. —Le explicó lo que quería, y la expresión de Edilio se fue ensombreciendo con cada nueva palabra. Cuando hubo terminado, Sam preguntó—: ¿Puedes hacerlo? Tendrás que llevarte al menos a otro chico contigo.

—Puedo hacerlo. No me hace gracia, pero eso ya lo sabes.

—¿A quién te llevarás?

—A Elwood, creo, si Dahra me lo presta.

—De acuerdo. Tómate una o dos horas para aprender a conducir.

—Uno o dos días mejor. —Hizo un saludo militar de broma y añadió—: No hay problema, mi general.

Sam se quedó sentado a solas, encorvado. La cabeza le daba vueltas debido a la falta de sueño y a las secuelas del dolor y el miedo. Se dijo que necesitaba pensar, que necesitaba prepararse. Caine estaría tramando algo.

Caine. Su hermano.

Su hermano.

¿Cuánto tiempo le quedaba? Tres días.

En tres días él… desaparecería.

Y Caine también.

Quizá moriría. Quizá cambiaría en algún sentido. Quizá saltaría al universo anterior sin más, con un montón de historias increíbles que contar.

Y dejaría a Astrid atrás.

Si Caine hubiera sido una persona normal y equilibrada, podría pasar sus últimos días preparándose para lo que significara el puf: muerte, desaparición, huida. Pero Sam dudaba que Caine fuera a hacer eso. Caine necesitaría vencer a Sam. Esa necesidad sería aún más fuerte que la necesidad de estar preparado para el fin.

—Nunca me gustaron los cumpleaños… —murmuró Sam.

Albert Hillsborough terminó de repartir las hamburguesas a los agradecidos chicos de Coates y subió los escalones hasta donde estaba Sam.

—Me alegro de que hayas vuelto, colega —le saludó Albert.

Por algún motivo, Sam se sintió obligado a ponerse en pie y ofrecerle la mano al chico, que se la dio solemnemente.

—Mola lo que has hecho, lo de mantener el McD abierto.

Albert parecía un poco preocupado.

—No lo llamamos McD. Es McDonald’s. Siempre será McDonald’s. Aunque… —concedió— me he apartado bastante del manual de instrucciones estándar.

—He visto las gofreburguesas.

A Albert le preocupaba algo. Fuera lo que fuera, Sam no tenía ni tiempo ni energía para ello, pero Albert se estaba convirtiendo en una persona importante, alguien a quien no había que mandar a paseo.

—¿Qué pasa, Albert?

—Bueno, pues que he hecho inventario en Ralph’s y creo que, si me ayudaran mucho, podría organizar una buena cena de Acción de Gracias.

Sam lo miró fijamente y pestañeó.

—¿Qué?

—Acción de Gracias. Es la semana que viene.

—Aaah…

—Hay hornos en Ralph’s. Hornos grandes. Y nadie se ha llevado los pavos congelados. Calcula doscientos cincuenta chicos si casi todos los de Perdido Beach se presentan, ¿no? Un pavo da para unas ocho personas, así que necesitamos treinta y un o treinta y dos pavos. No hay problema, porque hay cuarenta y seis pavos en Ralph’s.

—¿Treinta y un pavos?

—La salsa de arándanos no será problema, el relleno no será problema, todavía nadie se ha llevado mucho relleno, aunque tendré que averiguar cómo mezclar siete marcas y estilos, a ver cómo sabe.

—Relleno… —repitió Sam con solemnidad.

—No tenemos suficientes boniatos enlatados, tendremos que usar frescos y algunas patatas hervidas. El gran problema será la nata líquida y el helado para los pasteles.

Sam quería echarse a reír, pero al mismo tiempo le resultaba conmovedor y tranquilizador que Albert hubiera pensado tanto en aquel tema.

—Me imagino que la mayor parte del helado ha desaparecido —comentó Sam.

—Sí. Tenemos muy poco helado. Y los chicos también se han ido llevando los envases de nata líquida.

—¿Pero podremos tomar pastel?

—Tenemos congelado. Y tenemos algunas masas que podemos hornear nosotros mismos.

—Eso estaría bien.

—Tendré que empezar tres días antes. Necesitaré diez personas para que me ayuden. Puedo llevarme las mesas del sótano de la iglesia y colocarlas en la plaza. Creo que puedo hacerlo.

—Apuesto a que sí, Albert.

Sam trató de transmitirle entusiasmo.

—La madre Mary encargará centros de mesa a los peques…

—Escucha, Albert…

Pero Albert levantó una mano, interrumpiéndolo.

—Ya lo sé. Quiero decir, que ya sé que puede que tengamos una gran pelea antes de eso. Y he oído que se acerca tu decimoquinto cumpleaños. Pueden pasar toda clase de cosas malas. Pero Sam…

Entonces fue Sam quien lo interrumpió:

—¿Albert? Ponte a preparar la gran comida.

—¿Sí?

—Sí. Así habrá algo que la gente esté esperando con ganas.

Albert se marchó, y Sam se esforzó por no bostezar. Vio que Astrid estaba enfrascada en una conversación con tres chicos de Coates. Pensó que Astrid había vivido todo tipo de horrores, pero de alguna manera, incluso con la blusa sucia, el pelo rubio lacio y grasiento y la cara manchada, estaba guapa.

Al alzar la vista Sam contempló toda la plaza, todos los edificios hasta el extremo más alejado e incluso el océano, el océano demasiado plácido.

Cumpleaños. Acción de Gracias. Puf. Y un enfrentamiento con Caine. Eso sin mencionar la vida cotidiana si de alguna manera todos lograban sobrevivir. Sin mencionar hallar un modo de escapar o terminar con la ERA. Y lo único que quería hacer era coger a Astrid de la mano y llevarla hasta la playa, echar una manta sobre la arena cálida, yacer junto a ella y dormir un mes seguido.

«Después de la gran cena de Acción de Gracias», se prometió Sam. «Después de la tarta».